A los propagandistas del capitalismo les gusta hablar de meritocracia, de esfuerzo personal y de que, si los seres humanos somos un poco competitivos y egoístas, eso no es tan malo porque es lo que nos da aliciente para ser innovadores. Esto sería, además, algo “democrático”: vos también podés ser parte del club de ganadores si tenés talento y te esforzás. De acá se derivaría una desigualdad “legítima”, ya que si el talento y el esfuerzo es distinto en cada persona, correspondería distribuir a cada cual según sus méritos. En la sociedad capitalista, entonces, la riqueza se derivaría del talento de ciertos individuos para “reconocer” el valor de algo, para inventar productos nuevos que dan un “servicio” a la sociedad, y sus ganancias serían una “recompensa” por ese aporte. Los empresarios serían entonces los que “dan trabajo” pagando al trabajador un salario como retribución, y explotadores serían aquellos que no pagan por ese trabajo un salario digno que sirva para garantizar las necesidades básicas, quedándose para sí con más ganancias que las que “les corresponde”.
Pero si es cierto que las patronales intentan reducir todo lo que puedan los salarios, y vemos a diario sueldos que no alcanzan ni para cubrir la canasta básica, también es cierto que la fortuna de ningún empresario se deriva de su talento u olfato para los negocios. Su verdadero origen se encuentra en la capacidad que tienen para apropiarse de una parte del trabajo generado por quienes se desempeñan bajo su control: millones de personas obligadas a trabajar para subsistir. En realidad, es nuestro esfuerzo el que crea la riqueza, ya sea trabajando en una línea de producción, levantando una cosecha, conduciendo un camión, tren o colectivo, construyendo edificios o llevando a cabo cada una de las múltiples actividades que son necesarias para la satisfacción de las necesidades sociales; el valor que facturan los “dueños” surge de nuestro trabajo. La ganancia surge del robo legalizado que caracteriza a esta sociedad y que permite que nos paguen por nuestra fuerza de trabajo apenas una parte del valor que generamos en nuestra jornada laboral. Porque en el salario, los dueños de los medios de producción pagan el equivalente a lo que necesitamos gastar para estar en condiciones de seguir presentándonos a trabajar al día siguiente. El secreto mejor guardado de la producción capitalista es que en cada jornada laboral las y los trabajadores generamos mucho más valor del que nos pagan como salario. Producimos bienes, servicios y toda la riqueza, y apenas nos quedamos con lo necesario para seguir alimentando la rueda de la explotación. Por eso decimos que los capitalistas no “dan” trabajo, sino que lo “toman” para sí, y que esta sociedad se basa en la explotación del trabajo de otros, cuando los sueldos son de hambre pero también cuando son más “dignos”.
Los capitalistas no solo se apropian del esfuerzo de sus trabajadores sino también de las innovaciones y méritos del trabajo social y colectivo y de la inversión pública. La elaboración de las vacunas contra el coronavirus lo mostró explícitamente: el esfuerzo de investigadores, científicos y trabajadores de todo el mundo, muchos de ellos parte de instituciones públicas o educados en ellas, con amplias facilidades e infraestructura dadas por los Estados sostenidos por el trabajo y los impuestos que pagamos todos los trabajadores, terminó en vacunas patentadas por laboratorios cuyos accionistas vieron crecer sus ganancias más rápido que la propagación de nuevas cepas. Esto también desmiente los mitos capitalistas sobre las virtudes del “emprendedorismo” individual: la competencia en el mercado y la tendencia del capitalismo a la concentración a nivel mundial –la base de lo que Lenin caracterizó como la fase imperialista del mismo– hacen que los “peces gordos”, con todo el andamiaje de poder en sus manos, se coman más tarde o más temprano a los peces chicos, por más que estos hayan aportado con esfuerzo personal una idea, un producto o un servicio novedoso.
Si la explotación del trabajo asalariado puede existir es porque la gran mayoría de la sociedad tiene solo una mercancía para vender a cambio de obtener el dinero necesario para sobrevivir: su capacidad de trabajar, lo que Marx definía como fuerza de trabajo (porque las capacidades físicas y mentales que pueden utilizarse para producir bienes o servicios en esta sociedad se venden como una mercancía más). Esta es su única propiedad en una sociedad donde los medios de producción, con los cuales se producen los alimentos, la vestimenta y todos los bienes, se encuentran en manos privadas. Esta separación entre quienes producen y los medios de producción es una novedad que trajo el capitalismo a fuerza de expropiar violentamente a las clases populares de todo medio de subsistencia autónoma. Sin ella, no habría trabajo asalariado ni, por lo tanto, ganancias para los capitalistas.
Por eso es que los defensores del capitalismo siempre están en guardia contra cualquier “amenaza” a la propiedad privada. Quieren involucrarnos a todos en la defensa de este derecho. Pero lo cierto es que, como comprobara Marx y se sigue evidenciando hoy, la propiedad privada que caracteriza a esta sociedad consiste en que el 90 % de la sociedad esté privada de toda propiedad. Y por eso los socialistas queremos abolir la propiedad privada de los medios de producción: no sacarle a cada uno sus pertenencias personales, como quieren hacer creer nuestros detractores, sino acabar con la base de una forma de organización social basada en la apropiación privada de lo que es producto del trabajo colectivo.
Los capitalistas no pueden producir sin sus trabajadores, pero los trabajadores, en cambio, perfectamente pueden producir sin patrones, como demostraron distintas experiencias históricas de formas de asociación y cooperativismo, aún con las limitaciones que se imponen a estas formas de organización del trabajo en un mar de competencia capitalista. A escala más amplia, la Revolución rusa mostró que expropiar a la burguesía no solo no impedía el desarrollo de un país hasta entonces atrasado, sino que era la única oportunidad de garantizarlo –aún cuando, como retomaremos, sus objetivos iniciales y las nuevas formas democráticas de organización que encontró fueran traicionadas–.
¿Qué pasaría si en lugar de experiencias aisladas organizáramos democráticamente el conjunto de la producción social atendiendo a las necesidades y prioridades del conjunto de la sociedad? ¿No permitiría eso acabar con la irracionalidad de la producción capitalista, que desecha alimentos, medicamentos, ropa y otros productos que no logró vender, mientras millones de personas pasan hambre, enfermedades y frío? Pero podemos aspirar a mucho más. Reorganizar esta sociedad sobre nuevas bases nos permitiría planificar esa producción y poner todos los recursos tecnológicos y científicos a disposición para reducir la cantidad de horas de trabajo necesarias y distribuirlas entre todas las manos disponibles para que todos trabajemos menos horas y no cada vez más, conquistando más tiempo de ocio para desarrollar nuestra creatividad y talentos. Y sería una oportunidad de paliar el daño ya hecho al planeta y de satisfacer nuestras necesidades en armonía con la naturaleza y no destruyéndola.
Es el capitalismo el que reduce la riqueza social y las capacidades humanas de innovación y creatividad a la miserable medida de las “ganancias” de unos pocos. Es cierto que existen en una sociedad como la capitalista la competencia y el egoísmo, que no son productos “de la naturaleza” sino de esta forma de organización social. Pero de igual forma es cierto que, a pesar de los intentos de imponer la lógica capitalista a todos los terrenos –a la producción pero también al ocio, a las relaciones sociales, personales, etc.–, también existe en esta sociedad la solidaridad, la búsqueda del bien común, la cooperación: la gran mayoría de la población vive de su trabajo sin explotar a otros, y en la medida en que la producción tiene un carácter social, trabaja en colaboración con otros. Se preocupa y cuida de sus allegados, y es solidaria muchas veces con quienes ni siquiera conoce. Y también existen bajo el capitalismo la lucha contra las injusticias y la capacidad de la rebelión; estas últimas constituyen un punto de apoyo para aspirar a trasformar de raíz esta sociedad, y la solidaridad y la cooperación son un sostén para construir una sociedad más igualitaria.
|