En la recta final hacia el balotaje del 19 de noviembre, la política argentina vive una verdadera efervescencia de declaraciones, ofrecimiento de cargos, operaciones mediáticas y guerra de encuestas. Con una elección que se presume cerrada entre Massa y Milei, y con un porcentaje muy grande del electorado sumamente volátil al que cualquier detalle puede hacer definir su voto, la cosa difícilmente podría ser más entretenida. Pero tampoco podría ser más patética. Ninguno de los candidatos consigue encender una chispa de entusiasmo, salvo en los núcleos duros de su electorado, muy pequeño en ambos casos. Y, muy comprensiblemente, ambos compiten por ganar a los votantes de centroderecha que en la primera vuelta apoyaron a Bullrich y, en menor medida, a Schiaretti. Con el apoyo otorgado a Milei por el expresidente Mauricio Macri y por la excandidata Patricia Bullrich, la coalición Juntos por el Cambio ha implosionado: el sector de la Unión Cívica Radical no ve con buenos ojos el alineamiento con el candidato libertariano, y también hay recelo entre los seguidores de Rodríguez Larreta. Incluso entre los bullrichistas hay desconfianza: aunque sus acuerdos político-ideológicos de principio con Milei son sustanciales, su absoluta falta de experiencia, su tendencia al dogmatismo, su falta de cualidades pragmáticas y su evidente inestabilidad emocional hacen que se lo mire con desconfianza. Qué harán los votantes, por lo demás, independientemente de lo que digan o propugnen las dirigencias, es en buena medida incierto: muchos lo decidirán horas antes de los comicios, e incluso en el cuarto oscuro.
Como nota de color, hay que decir que la declaración –en septiembre, antes de la primera vuelta– de un grupo de intelectuales llamando a un compromiso de las fuerzas “democráticas” –encarnadas por Massa y Bullrich– para apoyarse mutuamente en un eventual balotaje contra Milei, ha quedado en ridículo: Patricia Bullrich no tardó ni un día en aliarse con Milei luego de los comicios, componenda non sancta que se ha dado en llamar “Pacto de Acassuso”. Posiblemente estos intelectuales no creyeran demasiado en lo que decían, viendo a su documento como una astuta maniobra política para cortar el paso a Milei (en virtud de la cual exageraron consciente o inconscientemente el carácter no democrático del líder libertariano y las credenciales democráticas de la abanderada del gatillo fácil). Sin embargo, ¡ay!, la astucia de la razón deviene con facilidad desatino político.
Ahora bien, por debajo de la espuma de las operaciones de última hora para conquistar a esquivos y poco entusiastas electores, lo que subyace es un proceso de larga data: la degradación de la política, la falta real de alternativas, el dominio absoluto del extremo centro. Derrotado electoralmente, internamente autodestruido, el proyecto de Juntos por el Cambio goza en cierto sentido de perfecta salud: tanto un gobierno de Massa como un gobierno de Milei se parecerán mucho a lo que hubiera podido ofrecer Bullrich o a lo que ya hicieron Macri y Alberto Fernández. Claro, en este mundo donde señorea la “autopercepción” y la vida pública se funda en un eterno regodeo narcisista en las pequeñas diferencias, los directamente implicados y sus votantes más fervientes tenderán a agigantar los disensos: erigirán los detalles y matices en imaginarias fronteras erizadas de cañones no menos imaginarios, que separan proyectos políticos que se consideran diametralmente opuestos. Sin embargo, el traslape de figuras de un barco a otro, los negocios compartidos entre destacados personajes que juegan circunstancialmente en diferentes equipos, y la ausencia de diferencias de calado en cuestiones tan fundamentales y alejadas de la agenda política como los son el capitalismo, el extractivismo, la propiedad privada, la inviolabilidad de las ganancias, la mercantilización generalizada, el mito del progreso, la democracia liberal, la inacción ecológica, el amor por el crecimiento económico y un largo etcétera, hacen que, para quien no vea las diferencias con tupidas vendas ideológicas, lo que nos ofrecen ambos candidatos son dos formas ligeramente diferentes de administrar un orden económico, social y político cuyas premisas no se discuten. Y lo harán, además, en un marco de ajuste macroeconómico que tampoco se discute. ¿Significa esto que entre Milei y Massa no hay diferencias? En modo alguno. Sólo estamos tratando de poner en perspectiva sus diferencias reales, que son diferencias relativamente menores dentro de lo que podríamos llamar el extremo centro neoliberal.
Desde luego, para un militante kirchnerista que se autopercibe como antineoliberal decirle que el proyecto al que adhiere forma parte del neoliberalismo histórico podrá resultarle tan inverosímil e hiriente como a un youtuber de Milei señalarle que las novedades que pregona su héroe son más viejas que el ajo, y que no hay ningún indicio razonable para esperar de ellas otra cosa que no sea acrecentar la precariedad del trabajo –y de la vida– que ha llevado a muchos jóvenes descontentos a darle su apoyo. Pero, con independencia de cuán incrédulos o heridos se sientan nuestros hipotéticos activistas, lo cierto es que, efectivamente, ambos proyectos tienen muchas más cosas en común de las que los separa, al menos o sobre todo en cuestiones cruciales (por ejemplo, la estructura económica de la sociedad). Como es esta una tesis polémica, conviene desarrollarla. Lo haremos dando un pequeño rodeo, que ayudará, espero, a colocar las cosas en una mejor perspectiva.
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Desde hace ya varios años –si no a nivel mundial, sí en lo que podríamos llamar el mundo occidental en sentido muy amplio (no solo Europa y América, sino también países occidentales u occidentalizados del Asia-Pacífico como Australia y Japón)–, se viene generalizando un fenómeno político relativamente novedoso: un crecimiento de las extremas derechas que concitan un amplio apoyo electoral en los segmentos más postergados del moderno proletariado. En el pasado, lo corriente era que las clases altas y medias se inclinaran hacia la derecha, y el proletariado y los pobres a la izquierda. En la actualidad, por el contrario (y con los matices del caso), el progresismo que hace las veces de izquierda (muy hipotéticamente, por cierto) tiene sus núcleos más consolidados en las clases medias, en tanto que las derechas extremas consiguen éxitos considerables entre los trabajadores. Estos éxitos no son absolutos y habrá que ver si se sostienen a largo plazo, pero no hay dudas de que contrastan con la pauta del siglo XX.
Muchas son las causas que habría que combinar para hacer inteligible una deriva tan contraintuitiva: el derrumbe del “socialismo real”, la falta de horizonte utópico, la crisis profunda del movimiento obrero tradicional, el retroceso en las tasas de sindicalización, el auge de la sociedad de consumo, el incremento en la concentración de capitales, las presiones de la “globalización”, las nuevas técnicas de manipulación de masas asociadas a las nuevas tecnologías... Todo esto, empero, explica mejor la crisis de las izquierdas que el atractivo que ejercen las derechas entre los más desfavorecidos del sistema. Para hacer inteligible esto último es imperioso reparar en el perverso maridaje entre las dos visiones dominantes del extremo centro: el “progresismo” y el “conservadurismo”. La dialéctica es la siguiente: habiendo renunciado a todo tipo de transformación económica y política de fondo, desinteresados o incapaces de detener la extrema mercantilización de todo, comprometidos por acción u omisión en la precarización de la vida, los empleos y el retroceso en la cantidad y calidad de los bienes y servicios públicos no comercializables, reducida incluso a un mínimo irrisorio la política de redistribución del ingreso, los gobiernos progresistas se embarcan en estruendosas campañas de cambio cultural impulsado desde arriba y con la ley. Pretenden introducir al ritmo vertiginoso de las campañas electorales el tipo de modificaciones que llevan más tiempo (las culturales), y buscan hacerlo por medio de leyes, es decir, por arriba, cuando se trata de cambios que son más profundos y duraderos cuando se dan por abajo. En un contexto donde los segmentos más pobres de la población carecen de horizonte, se hallan atenazados por el desempleo o subempleo, su vida se vuelve cada día más precaria y sobran por consiguiente las razones para la bronca, las batallas culturales en las que se embarcan los gobiernos progresistas tienden a provocar que buena parte de la población más pobre termine simpatizando, como reacción, con la llamada extrema derecha. Pero la llamada extrema derecha es en verdad poco extremista. Sólo lo parece porque las opciones más radicales que existieron en el pasado –el nazismo, por ejemplo– han virtualmente desaparecido. Algunos de estos “extremistas”, como Milei, son furibundamente liberales y globalistas: ultramercantilistas, cosmopolitas, individualistas. Lo opuesto, pues, al fascismo que era estatista, nacionalista y colectivista (lo suyo era el pueblo, no las personas). Otros personajes (como la italiana Meloni) pueden tener más veleidades soberanistas y nacionalistas, que en general se derrumban horas antes –u horas después– de llegar al poder. En cualquier caso, Milei, Meloni, Trump o Bolsonaro se hallan a años luz del fascismo; e incluso de las ultraderechas que, sin llegar al umbral del totalitarismo, eran de todos modos abiertamente autoritarias, corporativistas y dictatoriales (como el Portugal de Salazar). Tan lejos, de hecho, como se hallan los gobiernos progresistas del comunismo. Lo que ahora agota el universo de lo políticamente asequible son variedades del extremo centro neoliberal: incluso un keynesianismo sólido está fuera de agenda. Cualquiera que compare en Argentina (pero casi podríamos decir en cualquier país) las tasas de desempleo, de pobreza, de educación pública en relación a la educación privada, el estado de los hospitales públicos, la concentración de la riqueza o la extranjerización de la tierra, podrá comprender cuánto cambiaron las cosas desde los años sesenta a la actualidad. Y comprenderá cuán neoliberal es la sociedad actual, y cuán poco han dependido las curvas de empleo, pobreza, educación privada, sanidad privada o concentración de la riqueza de los gobiernos de turno. Ha habido verdaderas corrientes marinas de largo aliento sobre las que los gobiernos han incidido muy pero muy poco, fuera cual fuese su discurso público.
Un botón de muestra: las cacareadas “reestatizaciones” de empresas de servicios públicos han sido sumamente parciales, limitadas, minimalistas. No solo porque la gran mayoría de esas empresas han seguido totalmente privatizadas, sino también porque aquellas pocas que fueron “reestatizadas”, lo han sido, casi siempre, bajo la forma capciosa de compañías mixtas regidas por la lógica capitalista, con un 51 % de capitales estatales y un 49 % de capitales privados, o sea, una mayoría accionaria del sector público que resulta meramente nominal o técnica. El contraste no ya con el “socialismo real”, sino incluso con el capitalismo “benefactor” o keynesiano de posguerra (la Gran Bretaña laborista o la Argentina peronista, por citar dos ejemplos), no puede ser más notorio.
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“Progresistas” y “conservadores”. Ambos términos son ciertamente problemáticos. El progresismo contemporáneo no es igual a lo que se podría llamar progresismo medio siglo atrás: la “cultura de la cancelación”, por ejemplo, que se expande a todo vapor en los medios “progres”, hubiera resultado escandalosa para quienes se consideraban progresistas en el siglo XX. Los supuestos conservadores, por su parte, han estado firmemente comprometidos con políticas muy transformadoras (nada conservadoras): el neoliberalismo, apoyado por el conservadurismo, desmontó en buena medida el Estado de bienestar y desmanteló las regulaciones estatales para la circulación del capital (va de suyo que las transformaciones pueden ser tanto progresivas como regresivas, tanto positivas como negativas). Con todo, hablar de “progresistas” y “conservadores” es menos falso o engañoso que hablar de “izquierda” y “derecha”, para no decir nada de “extrema izquierda” o “extrema derecha”. Porque a decir verdad, aunque se agite con fuerza el espantajo de la extrema derecha e incluso del fascismo, lo cierto es que el arco de lo políticamente existente se ha reducido a un mínimo. Todo tiene sus extremos, pero la distancia entre uno y otro varía mucho. Permítaseme una analogía geográfica: Argentina y Uruguay tienen, desde luego, sus extremos norte y sur. Pero tanto la distancia entre ambos, como las características físicas en uno y otro caso son radicalmente diferentes. Los extremos políticos contemporáneos son extremos dentro de un universo que se ha angostado hasta casi desaparecer. Pensemos en el abanico de opciones políticas de masas (aquellas que conseguían grandes cantidades de seguidores y llegaron a ejercer el poder estatal en algunos países) efectivamente disponibles en el siglo XX: el abanico va del fascismo (el verdadero) al comunismo. El liberalismo (a la postre, la fuerza vencedora) quedaba exactamente en el centro. El centro de las opciones económicas, sociales y políticas durante el siglo XX estaba constituido fundamentalmente, pues, por una combinación de capitalismo económico y liberalismo político, dentro del cual había un margen más o menos importante de diferencias en el peso y la forma de la regulación estatal y en las perspectivas culturales (ortodoxia promercado/heterodoxia keynesiana, cosmopolitismo/nacionalismo, progresismo/conservadurismo, laicidad fuerte o débil, más o menos igualitarismo).
A la izquierda de este centro había un colectivismo basado en la expropiación de la totalidad o la mayor parte de los capitales privados, la planificación estatal de la economía, la inexistencia de un mercado de capitales, la pervivencia reducida de un mercado de bienes de consumo (muchos eran gratuitos, no se adquirían por medios mercantiles) y el dominio político de un partido único en un marco fuertemente represivo. Más allá de este “socialismo real”, había fuertes bolsones de una izquierda anarquista y marxista crítica que estaba de acuerdo con la expropiación del capital y la organización colectiva de la producción, pero reclamaba un marco democrático que podía adoptar diferentes formas: desde un comunismo económico acompañado por una democracia liberal en lo político, hasta un sistema soviético multipartidista.
A la derecha del centro liberal capitalista se hallaba el fascismo: un modelo de sociedad capitalista que rechazaba al liberalismo y la democracia, era aún más agresivamente imperialista y nacionalista que los regímenes liberales, propugnaba un régimen corporativista-autoritario sin margen de oposición política, y era altamente estatista. Intelectualmente, el fascismo abrevaba sustancialmente en la tradición romántica, mientras que el liberalismo y el socialismo lo hacían en la tradición ilustrada. Todos estos regímenes tenían relaciones algo incómodas con las religiones: eran Estados modernos, básicamente seculares (aunque con tensiones y contradicciones).
Además de estos tres grandes modelos, había otras opciones realmente existentes. Las dictaduras militares que asolaron América Latina, por ejemplo. Pero ellas no eran portadoras de un modelo de sociedad alternativa. En la inmensa mayoría de los casos, los dictadores eran firmes partidarios del capitalismo y no tenía sólidos compromisos fascistas: sus regímenes eran autoritarios y represivos (a veces terroristas), pero se pensaban a sí mismos como transitorios y excepcionales: su horizonte era la democracia liberal (en muy pocos casos el fascismo). También hubo una cierta curva histórica: de un liberalismo fuertemente desregulado en las primeras décadas del siglo XX, a alguna forma de Estado de bienestar, sobre todo luego de la crisis de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, los populismos latinoamericanos (el cardenismo en México, el primer peronismo en Argentina, etc.).
El contraste con nuestro mundo es abismal: el “socialismo real” y el fascismo han desaparecido de la escena, salvo pocos casos marginales. Y la curva liberalismo desregulado/Estado benefactor se ha invertido: hoy el capitalismo se halla fuertemente desregulado en todas partes, los servicios públicos han sido mundialmente degradados y la mercantilización se ha incrementado de manera notoria, colonizando incluso antiguos nichos casi completamente desmercantilizados, como la salud, la educación y el esparcimiento. Como premio consuelo, las dictaduras militares casi han desaparecido (junto con la amenaza revolucionaria que las justificaba a ojos de los dueños del mundo), pero la democracia liberal deviene poco a poco una caricatura de sí misma y se torna gradualmente más autoritaria o insustancial (lo que se ha dado en llamar “democracia iliberal”, “de baja intensidad” o “por imitación”).
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Decir que la política contemporánea oscila entre formas progresistas y conservadoras del extremo centro neoliberal no supone una lectura particularmente ideológica: es la conclusión lógica a la que se llega comparando nuestra realidad política con lo que era la realidad hasta no hace muchas décadas atrás. No estamos comparando, pues, la realidad con un mundo imaginario. Es innegable que en nuestra sociedad el abanico de lo políticamente disponible se ha reducido hasta extremos caricaturescos. Hay quienes lo aceptan con entusiasmo. Hay quienes prefieren el autoengaño: el mito de la diversidad en un mundo cada día más homogéneo.
Pero estamos también quienes resistimos, procurando ampliar el horizonte o, cuando menos, no destruir nuestro horizonte mental. Milei es el neoliberal entusiasta que festeja el avance indetenible del mercado, la propiedad privada y el capital; Massa es el neoliberal desconfiado que teme las consecuencias. Milei es el individualista cínico dispuesto a aplaudir cualquier injusticia y desigualdad; Massa es el individualista hipócrita: tan individualista como su rival, pero culposo. Para quienes acepten que no hay ningún horizonte más allá del capitalismo liberal, tanto como para quienes asuman que es inviable incluso la reconstitución de una sociedad capitalista con mínimos niveles de pobreza, con una educación y sanidad privadas casi inexistentes, y con un poderoso sector industrial estatal (como la Argentina hace medio siglo), elegir entre Massa o Milei tiene sentido. Para quienes no acepten que este mundo sin horizonte es el único mundo posible y deseable, entre uno y otro no hay nada que elegir. Hace años que la perversa lógica de elegir al mal menor no ha llevado más que a desalentar y desalentarnos, en una espiral de precarización, pobreza, desigualdad y devastación ambiental. El sumidero del extremo centro todo lo absorbe en una loca caída autodestructiva que parece no tener freno ni fin. Pero siempre podemos elegir nadar a contracorriente. Decir no, no cuenten conmigo.
[Artículo publicado simultáneamente en Ideas de Izquierda y Kalewche] |