La relación entre los sindicatos, el peronismo y el Estado ocupan desde hace décadas un lugar destacado en los estudios historiográficos. Como parte de esa producción se encuentra El gigante invertebrado: los sindicatos en el gobierno. Argentina 1973-1976 de Juan Carlos Torre, publicado originalmente en 1983 y reeditado este año por Edhasa. En este trabajo, el sociólogo analiza la gravitación del movimiento obrero organizado en el período que va desde el retorno del peronismo al poder en 1973, hasta el golpe genocida en 1976. En la reedición, se añade un prólogo con algunas reflexiones sobre los cambios en la clase trabajadora y el sindicalismo en las décadas que siguieron a la publicación del libro, cuestión a la que nos referimos más adelante.
En su reconstrucción histórica Torre parte del año 1955, momento en que el sindicalismo forjado bajo el ala estatal durante el peronismo clásico –y apoyado sobre la represión a las expresiones heterónomas dentro del movimiento obrero [1]– debió actuar en la oposición. Esta nueva ubicación representaba una aparente paradoja: por un lado la dirigencia sindical debió lidiar con gobiernos que buscaron arrebatar algunas de las conquistas obtenidas en la etapa anterior (pensando en un modelo de acumulación que implicaba un mayor control del proceso de trabajo y una menor participación de los trabajadores en la puja distributiva). Por otra parte, lograron una mayor autonomía respecto del verticalismo de los años en los que Perón gobernó. Esa mayor libertad de acción les permitió una ubicación nueva en el escenario político, pues apuntó a disputar, no sin tensiones, la representación política de un movimiento descabezado, al mismo tiempo que pretendió conquistar la capacidad de convertirse en un actor institucional necesario para el funcionamiento de los gobiernos del “empate hegemónico” que emergió luego del 55. Para Torre, esa identidad se sintetiza en la idea de “participar permaneciendo en la oposición”. Es decir, participar en tanto agente negociador indispensable para cualquier gobierno que pretenda cierto orden institucional, pero manteniendo la distancia suficiente para no involucrarse en sus derroteros políticos y sostener un diálogo con la base gremial que resistía a los embates empresariales.
En este sentido, la vuelta de Perón en 1973, tras la salida pactada del gobierno de Lanusse y su Gran Acuerdo Nacional, significó un acontecimiento traumático para aquella ubicación. La participación conflictiva de los sindicatos en el sistema político colisionó con la exigencia de subordinación política del líder exiliado. Además, el surgimiento de tendencias radicalizadas al interior del peronismo y las incipientes rebeliones antiburocráticas obligaron a los dirigentes sindicales peronistas a buscar el apoyo explícito de Perón. Reclamaban su rol de “columna vertebral”, puesto en cuestión por los gestos del caudillo hacia la juventud durante su estancia en Puerta de Hierro. De ahí que la capacidad de negociación de los sindicatos con Perón en el poder fuese cercenada por la amenaza constante del riesgo que significaba expresar algún signo de oposición. Esa incomodidad partía de un problema más estructural.
Los modelos políticos de Onganía y Perón, aunque con sus diferencias, partían de identificar que la economía argentina estaba destinada a un crecimiento errático en tanto no se pudiesen controlar las presiones inflacionarias (en parte surgidas de una economía internacional que evidenciaba signos de inestabilidad) y las presiones distributivas de los conflictos más radicalizados que comenzaba a protagonizar la clase trabajadora.Un caso emblemático fue el Cordobazo de 1969. Este diagnóstico requería de un disciplinamiento de aquella vanguardia, el cual se pretendió lograr tanto por la vía represiva como por la aspiración a que el retorno de Perón a la Argentina aplacase los ánimos combativos de la clase trabajadora. Si Onganía apuntó a congelar el debate político, fracasando en el intento, tras su retorno, Perón buscó incorporar al sistema político dentro del aparato estatal. Convocó a sindicatos y patronales a apoyar su Pacto Social que venía a poner una pausa a la lucha de clases. Esta era la versión acabada del diseño político de Perón, en la cual los sindicatos debían subordinarse a las pautas gubernamentales, sin capacidad técnica y política de cuestionar los objetivos trazados por el Estado y los empresarios, aplacando las expresiones radicalizadas que quisieran correrse de aquel esquema.
Sin embargo, como resalta Torre, esa aspiración se vio incumplida pues la conflictividad obrera tendió a expresarse fuera de los márgenes institucionales e incluso contra ellos. Las huelgas salvajes, las ocupaciones de fábrica, y las luchas obreras contra el Pacto Social, evidenciaban la acumulación de tensiones durante más de una década. En aquellas acciones no sólo se cuestionó el tope salarial sino que se expresó el inconformismo con los abusos patronales, con las condiciones de trabajo, con los retrocesos en el control obrero del proceso de trabajo y, no menos importante, una voluntad de lucha que evidenciaba la vitalidad de un proceso antiburocrático, clasista y radicalizado que no le había dado un “cheque en blanco” a Perón.
A su vez, este escenario convivió con la muerte del caudillo el 1 de julio de 1974 y con las crecientes dificultades para cumplir los objetivos del Pacto Social. El gobierno de Isabel, debilitado políticamente, intentó infructuosamente mostrar una mayor hostilidad ante los acuerdos heredados, evidenciando su voluntad de realizar ataques más duros al movimiento obrero y sindical. Su máxima expresión fue el plan de ajuste de Celestino Rodrigo. Ante un gobierno acorralado por la respuesta obrera en junio y julio de 1975 y la creciente presión por parte del empresariado y los militares, devino un último manotazo de ahogado del gobierno de Isabel. Colocó nuevamente a los líderes sindicales en lugares de poder para intentar aplacar el descontento social.
Sin embargo, y esta es una de las ideas más interesantes que aporta Torre, los dirigentes gremiales del peronismo carecían de un programa propio. Su acción durante los dieciocho años precedentes consistió en recurrir discursivamente a un modelo social distribucionista y nacionalista que prácticamente no influyó sobre su práctica concreta. La misma se limitó a una rutina reivindicativa, de demandas inmediatas, que carecía de una perspectiva que fuese más allá de la presión a los gobiernos de turno. Es decir, se fue constituyendo como una fuerza social que aspiró a que le sea reconocido su poder de veto, antes que un actor con alguna pretensión transformadora (ni siquiera dentro de los parámetros del ideario peronista). El desenlace fue su inacción ante el avance del golpismo militar que reconfiguró nuevamente el mundo sindical: “El poder sindical probó ser, en definitiva, como el poder de Sansón, capaz de provocar la caída de las columnas del templo, pero no de evitar que lo hicieran también sobre su cabeza”.
La identidad política de la clase obrera: peronismo e izquierda
A lo largo del libro, Torre aborda tangencialmente uno de los grandes debates de la historiografía argentina: la identidad política de los trabajadores tras el primer gobierno de Perón. Como es sabido, la propia mitología peronista tendió a identificar los orígenes del movimiento obrero con el 17 de octubre de 1945. Desde la izquierda y desde toda una corriente historiográfica de la que Torre es parte, se demostró que aquel relato no sólo era falso sino que ocultaba una extensa tradición de lucha y organización que se remontaba a finales del siglo XIX, signada por la presencia de anarquistas, socialistas, comunistas y sindicalistas, como las principales tendencias políticas de aquellas décadas. A su vez, fue señalado que algunas de las principales tendencias presentes en el movimiento obrero durante las décadas del 30 e inicios de los años 40, particularmente el proceso de institucionalización de la acción obrera mediante la injerencia estatal, sentaron las bases para la acción del peronismo a partir de 1943, y particularmente luego de 1946. La Vieja Guardia sindical había prestado a gran parte de sus cuadros y dirigentes para gestar el acceso de Perón al gobierno.
Sin embargo, en la reconstrucción del periodo 1955 a 1976, Torre resulta menos preciso para dar cuenta de esta distinción entre clase obrera y peronismo. Si bien su análisis se centra específicamente en los sindicatos peronistas, por momentos parece que proyecta sus tendencias y comportamientos sobre el conjunto del sindicalismo y de la clase. Esto se evidencia en al menos tres momentos del relato.
El primero, referido al periodo 55-66, la llamada “resistencia”. Torre hace énfasis en las negociaciones del sindicalismo peronista, resaltando las tensiones con las Comisiones Internas y cuerpos de delegados que recibieron el doble asedio del verticalismo sindical y de los planes de reforma laboral impuestos en aquel periodo. Sin embargo, es menos rescatado el proceso que se fue gestando por “debajo” de las estructuras tradicionales [2]. Durante aquel periodo, la relación de fuerzas se fue dirimiendo en una multiplicidad de conflictos, en muchos casos la acción obrera se desplegó al margen de su agrupamiento sindical, tanto de las entidades enroladas dentro de las 62 Organizaciones o de los gremios denominados como “independientes”. En ese marco, fueron emergiendo, aunque nunca habían desaparecido, identidades políticas de izquierda: el trotskismo, el maoísmo y las distintas vertientes identificadas con la Revolución Cubana.
La ausencia de estos elementos en el relato conlleva que la explicación que da Torre sobre el clasismo, y particularmente de las experiencias de Córdoba y Villa Constitución esté vinculada a aspectos socioeconómicos y geográficos más que a una tendencia del conjunto de la situación política [3]. Torre señala acertadamente la confluencia producida por las luchas antidictatoriales entre parte del sindicalismo tradicional y algunas de sus expresiones clasistas y antiburocráticas. Pero cae en una visión en la que el proletariado bonaerense, por el mayor peso de la burocracia sindical y por la disposición económica y geográfica de sus estructuras productivas, habría estado menos expuesto a los nuevos fenómenos políticos que se desarrollaron en el interior del país, donde la capacidad de contención de las estructuras más centralizadas era menor. Si bien este puede ser un factor explicativo del destiempo entre el Cordobazo y las Coordinadoras interfabriles que emergieron en el conurbano bonaerense durante las jornadas de junio y julio de 1975, a las que nos referiremos más adelante, lo cierto es que el ámbito bonaerense también venía experimentando estos procesos molecularmente.
De hecho, la política represiva del gobierno peronista contra las huelgas salvajes en oposición al Pacto Social, evidenciaron la preocupación por lo que luego sería llamada la “guerrilla fabril”. Aunque aquellas luchas adquirieron inicialmente la forma de lucha antipatronal, alejándose de pronunciamientos explícitos contra el gobierno, la continuidad y extensión de las mismas dio lugar a que fuera surgiendo una nueva camada de activistas de vanguardia. Estos comenzaron a hacer una experiencia política no sólo con la burocracia sindical sino con el propio gobierno de Perón.
En este sentido, Torre tiende a subestimar la inscripción de dichas acciones en un proceso más amplio (internacional) de radicalización de franjas de la juventud (cuestión casi no mencionada en el libro) y de sectores de vanguardia del movimiento obrero, que abrieron una etapa revolucionaria en la Argentina a partir del Cordobazo. El “efecto contagio” no se limitó a las rebeliones antiburocráticas y a las acciones radicalizadas, sino también a acelerados cambios de conciencia en franjas importantes del movimiento obrero, que dieron lugar a nuevos programas políticos y a horizontes de lucha revolucionaria que excedían los marcos de las peleas defensivas o reivindicativas. Desde este punto de vista la idea de Torre, según la cual existieron etapas diferenciadas entre la acción antiburocrática y la elección de delegados pertenecientes a corrientes de izquierda, dos momentos consecutivos, tiende a desdibujar la codeterminación entre la radicalización de la acción obrera y la experiencia política con el peronismo. Esa especie de “afinidad electiva” (en términos weberianos) que marca Torre, entre unas bases más dispuestas a la lucha y una izquierda acoplada a ese fenómeno, no sólo desatiende las trayectorias previas que unían a esas vanguardias con las organizaciones de izquierda, sino que mensura imprecisamente la influencia de estas en aquella radicalización. [4] Es indudable que la izquierda careció de una política adecuada y de una suficiente preparación para los acontecimientos, pero sin dudas su acción fue tallando en los contornos de aquella coyuntura. Esto queda evidenciado en el empeño de la represión policial, parapolicial y burocrática, en liquidar las expresiones de la izquierda revolucionaria de las fábricas de forma casi continua desde el Onganiato.
De las luchas contra el Pacto Social al Rodrigazo
Retomando la reconstrucción histórica, tras la muerte de Perón se profundizó el cuestionamiento al Pacto Social. En simultáneo, el gobierno reforzó la legislación para reprimir las huelgas y ocupaciones de fábrica, mientras la burocracia sindical dirigió sus esfuerzos para avanzar sobre la oposición sindical y la movilización de base. Tras la renuncia de Gelbard al Ministerio de Economía, la arquitectura del Pacto Social fue cada vez más precaria ante una espiral inflacionaria. Aunque la conflictividad en las fábricas mermó hacia fines de 1974, las olas de ausentismo se registraron como una nueva modalidad de protesta.
El nuevo ministro Gómez Morales, prometió que en marzo de 1975 comenzaría la discusión entre empresarios y sindicatos sobre salarios y condiciones laborales. El 31 de mayo renunció Morales y dos días después asumió Celestino Rodrigo con un paquete de shock: devaluación del tipo de cambio en un 100%, incremento de los combustibles en un 175%, de la electricidad en un 75% y otros servicios públicos, suba de precios en artículos de primera necesidad. Entre el estupor por las medidas y la suspensión de las negociaciones, estalló el descontento obrero y comenzaron las protestas por fuera del control de los sindicatos. Finalmente se firmaron acuerdos salariales en un promedio de 160% de aumento, mientras los empresarios tenían asegurada la liberación de precios.
La decisión de Isabel Perón de anular los acuerdos y decretar un aumento salarial uniforme del 50% (con dos reajustes posteriores del 15%, es decir, comido por la inflación) motivó que el 25 de junio miles de trabajadores comenzaran a abandonar las fábricas en Córdoba, Rosario y Buenos Aires. La CGT tuvo que convocar para el 27 una movilización en Plaza de Mayo, donde Rodrigo y López Rega eran el blanco de los repudios de la multitud. Como agrega Torre, después del anuncio de Isabel, “los ejercicios retóricos de los líderes sindicales tendientes a preservarla al margen de este conflicto sin precedentes, perdieron sentido”.
Torre señala que la burocracia no tenía más alternativa que colocarse a la cabeza de la movilización, como parte de su lógica donde sí se percibe débil y ve amenazada su legitimidad, las movilizaciones sirven para recuperar su lugar e influencia frente los poderes públicos. Esta definición general es problemática si consideramos que no alcanza a dimensionar el estado profundo de movilización en las bases y la dinámica de una huelga general política contra el peronismo. Más que otro conflicto económico o un ‘tire y afloje’ entre alas del peronismo, estaba en juego el propio gobierno peronista y la posibilidad de su caída.
En esta crisis, las bases obreras con epicentro en el Gran Buenos Aires no actuaron en estallidos espontáneos, sino que lo hicieron organizadas en las “Coordinadoras de Gremios, Comisiones Internas y Cuerpos de Delegados en Lucha”. Las coordinadoras, que no son tomadas en cuenta por Torre, expresaban un fenómeno antiburocrático, con fábricas que venían de luchas contra el Pacto Social y representaban una tendencia a la ruptura con el peronismo. Con gran peso de las corrientes de izquierda, las coordinadoras de las zonas norte, sur y oeste del Gran Buenos Aires, y de la zona de La Plata, Berisso y Ensenada, reunían 129 fábricas y 11 seccionales sindicales, que agrupaban a más de 130.000 trabajadores, a lo que hay que sumar lo que representaban en Córdoba y San Lorenzo [5].
Basadas en las comisiones internas y cuerpos de delegados que disputaban a la patronal el control del lugar del trabajo, y a la burocracia la dirección de un sector del movimiento obrero, las coordinadores expresaban un doble poder fabril. El desarrollo de sus potencialidades quedó truncado porque ninguna corriente que las integraba impulsó una política para desarrollarlas como organismos de doble poder, renunciando al objetivo de tirar al gobierno. La Juventud Trabajadora Peronista (JTP), corriente de mayor peso, se adaptó al carácter corporativo del reclamo que proponía la burocracia y fueron un impedimento importante para que las coordinadoras alcancen su potencial esbozado en la masiva movilización del 3 de julio.
Con un país paralizado de hecho, la CGT se vio obligada a llamar a un paro sin movilización para el 7 y 8 de julio. El gobierno debió ceder y homologar los acuerdos previos. Días después, renunciaron Rodrigo y López Rega. Para Torre, la crisis política culminó con “la victoria de los líderes sindicales”, definición a la que llega porque considera que se derrotó “la revisión ideológica” que implicaba el Plan Rodrigo y “la reorganización autoritaria del poder” por parte de Isabel y su séquito. En una conclusión debatible, Torre afirma que “los líderes sindicales y los viejos cuadros políticos se movilizaron en junio de 1975 para poner a salvo lo que ellos entendían como la identidad histórica del peronismo”. Como hemos señalado, desde nuestra perspectiva lo que estaba en juego no era un equilibrio de poder sino el poder mismo: el hecho de si el peronismo seguía siendo el dique de contención para la insurgencia obrera y popular. En todo caso, se trató de una victoria pírrica, ya que la burocracia sindical ató su suerte a una Isabel cuya debilidad era patente, mientras la clase dominante ya apostaba por el golpe militar y la salida brutal de la dictadura genocida instaurada el 24 de marzo de 1976.
La Triple A y “el fenómeno de la violencia”
En un post scriptum, Torre plantea que “el fenómeno de la violencia” se mencionó marginalmente en su reconstrucción histórica. Para el autor, si bien “la violencia impregnó con frecuencia el escenario en el que tenían lugar las luchas sociales”, el recorte y enfoque de los factores mencionados arriba explican satisfactoriamente la coyuntura laboral entre 1973 y 1976. Agrega, que los clivajes clásicos de esas décadas –trabajadores y empresarios, peronistas y antiperonistas– fueron perdiendo transparencia y centralidad, por lo que “el fenómeno de la violencia” fue ocupando el centro de la escena, debilitando el carácter privilegiado que tenían las luchas sociales. Para Torre, “la utopía armada que atrajo a los hijos de las clases medias y la ciega represión lanzada contra ellos se combinaron para infligir al país sus heridas más profundas”, expresando una crisis moral y cultural.
Desde nuestra visión, aquí hay límites en la interpretación de Torre que se cristalizan en la ausencia de menciones a la Triple A, como ofensiva paraestatal contra la izquierda y la vanguardia obrera. Creadas bajo la idea de Perón de contar con un somatén, las bandas de la Triple A se nutrieron de cuadros policiales y del Ejército, del ala derechista del peronismo encabezada por López Rega y del matonaje de sindicatos.
La Triple A hizo su aparición pública en noviembre de 1973, atentando contra la vida del senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, opositor a la reforma de la Ley de Asociaciones Sindicales. En enero de 1974, presionando por más legislación represiva, el propio Perón aseguró: “Si no tenemos la ley, el camino será otro; y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios posibles para aplastarla”. Más que un "fenómeno de la violencia" que desplaza las luchas sociales, es la radicalización de las luchas la que lleva a este salto represivo ideado y ejecutado desde el Estado. La Triple A asesinó a cerca de 2000 referentes y activistas obreros, y realizó innumerables atentados. Este accionar, centrado en las fábricas con conflictividad, en conjunto con los golpes amparados en una mayor legislación represiva, permiten superar la definición de una “ciega represión” que hace Torre. La colaboración de un sector de la burocracia sindical con la dictadura es el corolario de este recorrido.
Por último, para comprender mejor el “fenómeno de la violencia” conviene hacer una distinción entre la dinámica de la lucha de clases en el ciclo abierto por el Cordobazo y las organizaciones peronistas o marxistas que optaron por la guerra de guerrilla como estrategia política. Reducir la violencia a la “utopía armada”, para usar la expresión de Torre, conlleva que se pierda el peso específico de la represión estatal y paraestatal contra el movimiento obrero y la izquierda.
Unir al gigante fragmentado
Torre plantea que el poder sindical en la época estudiada se asentó en la “madurez de la clase trabajadora”, con una dimensión sociocultural de masa asalariada en los centros urbanos y una dimensión política determinada por el amplio acceso a derechos civiles, políticos y sociales. A su vez, el poder sindical se potenció por un mercado de trabajo relativamente equilibrado, con bajos niveles de subempleo y desempleo, junto con una cohesión política de “bases políticamente unificadas” con el peronismo, una “maciza cohesión ideológica”.
A la hora de revisar esos factores, Torre señala que el retorno del sistema democrático y las reformas neoliberales modificaron el marco previo, debilitando relativamente el poder sindical. Uno de los cambios fue la reconfiguración interna del peronismo, donde el poder territorial ganó más peso en detrimento del poder sindical. Con ese cambio, Menem llega al gobierno y emprende las reformas neoliberales, con la complicidad de las direcciones sindicales. Estas reformas reestructuraron el mundo del trabajo, destruyendo en gran escala los puestos de trabajo, ampliando vastamente el universo del trabajo informal, provocando la caída del salario y el incremento de la desocupación: tendencias que profundizaron la fragmentación de la clase trabajadora.
Estas definiciones en El gigante invertebrado son un punto de referencia en los debates recientes sobre la gravitación de los sindicatos en el ciclo kirchnerista, tras el colaboracionismo noventista. Al respecto, Paula Varela señala que
la ilusión del “retorno del gigante” o bien obliga a criticar ese colaboracionismo y buscar las estrategias de “re-homogeneización” del movimiento obrero (lo que implica necesariamente enfrentarse a la burocracia sindical que opera de garante de la fragmentación), o bien se manifiesta como un deseo de retorno de la homogeneidad ideológica (peronista) sin su homogeneidad social. [6]
El señalamiento es pertinente y de actualidad para llevar el debate académico a la arena política, cuestionando desde la izquierda la división que mantiene la burocracia sindical entre trabajadores formales, los “grises” de la precarización y los no registrados, entre ocupados y desocupados, o respecto a la desigualdad de género y racial. La división permite que los ataques patronales pasen, al tiempo que bloquea la articulación de una poderosa fuerza social que puede derrotar los planes de ajuste.
La idea de una homogeneidad ideológica reflejada en un movimiento obrero identificado casi “naturalmente” con el peronismo, contrasta con la constante presencia de la izquierda clasista entre el proletariado, que ha dado lugar a importantes experiencias no solo en el periodo analizado sino también tras el 2001 y el surgimiento del llamado “sindicalismo de base”. Pero además, hay una contraposición respecto a la división de su base social, tanto en los aspectos estructurales mencionados como en la experiencia con los gobiernos recientes.
En lo referido a los últimos 8 años, resulta indiscutible que la política de desmovilización, entrega y división de las luchas por parte de la burocracia sindical (tanto bajo el macrismo como durante el gobierno de Alberto Fernández) colaboraron con el hecho de que la clase trabajadora no emergiera, hasta ahora, como actor político en la crisis en curso. Esta falta de alternativa conllevó a que un sector transversal, incluyendo a sectores de trabajadores formales y otro mayor de precarizados, se inclinase electoralmente por propuestas como las de Milei. Da cuenta de una crisis de representación más amplia que incluye a las organizaciones sindicales peronistas. Quienes dejaron pasar ataque tras ataque no son vistos como legítimos representantes de los trabajadores, sino como parte del régimen político que ha deteriorado las condiciones de vida en los últimos años.
Sin embargo, esto no quita que en paralelo a este escenario se hayan expresado tradiciones combativas y de resistencia, como se vio en las jornadas contra la reforma previsional del macrismo en diciembre de 2017. Allí, sectores del sindicalismo, ya sea por presión de sus bases o por sus vínculos directos con la izquierda, se movilizaron masivamente y lograron frenar el “reformismo permanente” que buscaba implementar el macrismo.
La perspectiva impulsada por el peronismo de canalizar aquella movilización detrás de la consigna de “hay 2019”, devino en un nuevo momento de desmovilización que habilitó nuevos ataques a la clase trabajadora vía devaluación, aumentos tarifarios y, de conjunto, un nuevo pacto colonial con el FMI que exige contrarreformas estructurales. El sostenimiento de estas condiciones bajo el gobierno del Frente de Todos, devino en una crisis del peronismo, que no sólo perdió la elección, sino que vio reducido su electorado en 4,5 millones de votos comparando respecto de las elecciones generales de 2019. Es decir, el ascenso de Milei es inentendible sin referir al fracaso del gobierno del peronismo unificado.
El escenario abierto requiere repensar estas trayectorias históricas pero también esbozar nuevas perspectivas. No se trata de la búsqueda por “vertebrar” al viejo sindicalismo peronista, sino a aquel “gigante fragmentado” que es la clase trabajadora, apostando a que retome sus tradiciones más combativas y radicalizadas, y se transforme en la punta de lanza de una fuerza social capaz de cambiar el curso de la decadencia nacional. |