En La Política como vocación (1919), Max Weber advertía que “el demagogo está obligado a tener en cuenta el ‘efecto’; por esto está siempre en peligro, tanto de convertirse en un comediante como de tomar a la ligera la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y preocuparse sólo por la ‘impresión’ que hace”.
A distancia en el tiempo, gustando de escucharse a sí mismo, Milei opera sin esos recaudos. Deseoso de atraer la atención del gran capital internacional, ofrece un discurso que bordea la cómico y lo absurdo, acusando de “socialistas” a los representantes puros del capitalismo mundial, reunidos en la elitista Cumbre de Davos.
Intenta un relato ideológico para sus afirmaciones. Propone, entre otras cuestiones, “actualizar la definición de socialismo”. Deformando al infinito los conceptos, empasta el estatismo capitalista en crisis con las ideas propiamente socialistas. Edifica una retórica vacía a fuerza de puras falacias. Repasemos solo algunas.
La falacia de la cooperación voluntaria
Este miércoles, Milei repitió el relato de la “libre competencia”. Reiterándose a sí mismo, afirmó que “el Estado no es la solución, sino el problema”. Respondiendo a quienes defienden la intervención estatal en la economía y la idea de “justicia social”, sostuvo que “el mercado es un mecanismo de cooperación social donde se intercambian voluntariamente derechos de propiedad. Dada esa definición, el fallo del mercado es un oxímoron”.
Bajo el capitalismo existe una enorme cooperación social en la producción económica. Una socialización de las fuerzas productivas, hoy condensada en una globalización que -aún en crisis- configura un profundo entrelazamiento productivo, financiero, comercial y comunicacional a escala planetaria. Esa cooperación, no obstante, está lejos de ser voluntaria. Emerge como resultado de un proceso que se impone objetivamente a sus múltiples actores. A millones de productores privados, unificados no por libre decisión, sino por emplazamiento del desarrollo económico.
Esa cooperación social encuentra su contracara en la apropiación privada de la riqueza producida. La propiedad privada capitalista, piedra basal del sistema imperante, garantiza que los frutos de lo producido colectivamente terminen en pocas manos.
Eso se hace patente, en primer lugar, para las miles de millones de personas obligadas a trabajar diariamente para sobrevivir. Forzadas a vender su fuerza de trabajo -como definiera Marx- como vía única para acceder al alimento, la vestimenta o lo que pueda llamarse hogar. Bajo el capitalismo, millones de asalariados y asalariadas solo tienen la “libertad” de morirse de hambre si no aceptan las condiciones que impone el mercado laboral.
Falacias sobre el Estado
Desde ese obtuso esquema argumental, Milei también señaló que “si las transacciones son voluntarias, el único contexto en el que puede haber un fallo de mercado es si hay coacción. Y el único con la capacidad de coaccionar de manera generalizada es el Estado que tiene el monopolio de la violencia”.
Si se repasa la historia contemporánea, la coacción estatal asume una funcionalidad social esencial: garantizar la acumulación capitalista. No podría haber existido capitalismo de libre competencia sin, por ejemplo, el comercio de esclavos que, con destreza, practicaron las grandes potencias hasta bien entrado el siglo XIX.
¿Es imaginable el desarrollo capitalista de la Francia contemporánea sin las brutales masacres cometidas por su Estado contra los obreros y obreras que protagonizaron la Revolución de 1848 y la gloriosa Comuna de París, en 1871? ¿Es concebible, acaso, la expansión capitalista en Asia sin las Guerras del Opio, libradas por Inglaterra y Francia contra China a mediados del siglo XIX? Una “libre competencia” impuesta a cañonazos.
La falacia estatal obligó a Milei a evadir un hecho gigantesco del siglo XX: el New Deal. Esa enorme intervención del Estado norteamericano destinada a garantizar una recuperación económica que permitiera evadir el espectro de la rebelión social en esas tierras. Le impuso, también, callar sobre el llamado Estado de Bienestar, que emergió luego de la Segunda Guerra Mundial en los países centrales. Se trató de otra “corrección” a los “fallos del mercado”, destinada a contener, también, la amenaza revolucionaria de la clase trabajadora que había protagonizado enormes procesos de movilización en países como Francia o Italia.
En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels definían al Estado moderno “como una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” [1]. En la segunda década del siglo XX, en lo que Lenin delimitó como época imperialista, el Estado se convirtió en agente político casi directo del gran capital financiero y monopólico [2]. De ese entrelazamiento nacieron, en gran medida, las dos Guerras Mundiales, que condenaron a muerte a cientos de millones de personas a escala planetaria.
Falacias sobre el socialismo
En su construcción ideológica, Milei también afirmó que “dado el estrepitoso fracaso de los modelos colectivistas y los innegables avances del mundo libre, los socialistas se vieron forzados a cambiar su agenda. Dejaron atrás la lucha de clases basada en el sistema económico para reemplazarla por otros supuestos conflictos sociales igual de nocivos”. En una defensa obscena del patriarcado, considera “nociva” la lucha de las mujeres por sus derechos y reivindicaciones. También aquella que se propone enfrentar la destrucción ambiental que produce el capitalismo.
Aquí la mentira vuelve a hacerse patente. La realidad transitó caminos distintos. La potencia que esas agendas asumieron en las últimas décadas nació del intento capitalista de separar las demandas de género, identitarias y democráticas, de la reivindicaciones sociales de la clase trabajadora. Configuraron parte de una gran política burguesa destinada a quitar al movimiento obrero del centro de la protesta, limando su capacidad social para actuar unificando a amplias capas de las masas oprimidas. Esto implicó, al mismo tiempo, asociar esas problemáticas al emergente neoliberalismo; forjar una alianza entre parte de esos movimientos y las elites financieras y políticas. Esa convergencia abrió un período de neoliberalismo progresista, como definiera la intelectual norteamericana Nancy Fraser.
La imposición de este escenario no tuvo nada de pacífico. Por el contrario, el momento fundante del ciclo neoliberal aparece marcado por el feroz proceso represivo y contrarrevolucionario que encarnaron las dictaduras en América Latina, con decenas de miles de personas exiliadas, torturadas y asesinadas.
El falso dilema
La falacia del falso dilema supone una situación donde dos puntos de vista son presentados como únicas opciones posibles, ignorando o dejando de lado otras opciones alternativas realmente existentes. Se trata, en resumen, de una simplificación absurda.
Apelando a esa falacia y sintiendo en el cuerpo cierto sentido de la vergüenza, este miércoles Milei afirmó “sé que a muchos les puede sonar ridículo plantear que occidente se ha volcado al socialismo. Pero sólo es ridículo en la medida que uno se restringe a la definición económica tradicional (…) hoy los estados no necesitan controlar directamente los medios de producción (…) con herramientas como la emisión monetaria, el endeudamiento, los subsidios, el control de la tasa de interés, los controles de precios y las regulaciones para corregir los supuestos ‘fallos de mercado’, pueden controlar los destinos de millones de seres humanos”.
El falso dilema de Milei consiste en presentar todo aquello que no aparece como capitalismo de libre competencia como un genérico “socialismo”. Un absurdo que lo llevó a etiquetar como “socialistas” a los magnates que acudieron a Davos. En esa construcción, ofrece una mezcla amarga entre estatismo capitalista en crisis y totalitarismo stalinista como nueva “versión” del socialismo contra el cual embestir.
Pero la realidad resulta más compleja. Admite grises variados.
Si nos atenemos solo a lo ocurrido en estas tierras, los instrumentos económicos mencionados por el presidente terminaron actuando como parte del esquema de acumulación capitalista. Los subsidios acompañan desde hace décadas el fraudulento y decadente mecanismo de las privatizaciones. El endeudamiento perpetuó el saqueo de los recursos nacionales, beneficiando al gran capital financiero, extranjero y nacional. Los controles de precios y regulaciones se evidenciaron inútiles frente a una inflación galopante, empujada, entre otros factores, por la remarcación exaltada que practican los grandes formadores de precios.
Ese fracaso del estatismo capitalista -potenciado en la gestión peronista del Frente de Todos- alimentó el resurgimiento de las ideas liberales y neoliberales en amplias franjas de las masas. En el terreno electoral potenció la candidatura de Milei y la derecha. Su triunfo, el pasado 19 de noviembre, sería imposible de entender sin esos factores.
Una agenda socialista y revolucionaria
La realidad económica mundial se acomoda bastante poco a las advertencias de Milei. En el “occidente amenazado” florecen fortunas imposibles como las de Elon Musk, Bernard Arnault y Jeff Bezos. A escala global, la pobreza se expande, golpeando las vidas de miles de millones de familias. El hambre, símbolo de la irracionalidad capitalista, alcanza a casi 500 millones de personas.
Si se atiende a la historia real del capitalismo, no es difícil concluir que se trata de un sistema profundamente anárquico, que -en sus crisis recurrentes- empuja a millones de personas a los padecimientos más crueles. Esa misma historia confirma que el Estado, una institución de clase, está ahí esencialmente para garantizar la continuidad de la propiedad privada del gran capital. Labor que impone socializar las crisis y garantizar los negocios de la elite empresaria, cuestión que ha ocurrido en numerosas ocasiones.
El estatismo burgués constituye parte del entramado de herramientas destinadas a esa finalidad. El Estado emergió como el salvador de los grandes bancos que llevaron a la crisis financiera de 2008. Más acá en el tiempo, apenas en 2023, asumió la tarea de salvaguardar grandes bancos como el suizo Credit Suisse.
El socialismo, tal como fue planteado por la tradición de Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo y Trotsky no tiene nada que ver con el estatismo capitalista. Como movimiento político, se plantea la lucha por una transformación revolucionaria de la sociedad. Una transformación que, tras la conquista del poder político por la clase trabajadora y el pueblo pobre, avance sobre la propiedad privada del gran capital, con el objetivo de reorganizar la economía y la sociedad sobre nuevas bases.
La perspectiva socialista implica terminar con la dominación social y política del gran empresariado. Implica la necesidad de un proceso de transformación revolucionaria que se extienda a escala internacional, abarcando países y continentes hoy entrelazados económica, social y culturalmente. Sostiene un horizonte donde la reorganización de la sociedad permita barrer de la historia la pobreza y la miseria.
Una perspectiva socialista de este tipo se distancia años luz de experiencias totalitarias como las que condensó el stalinismo. Una sociedad socialista solo puede empezar a edificarse en el marco de una democratización profunda y extendida de la vida social, política, económica y cultural. Una democratización que dé a las grandes mayorías trabajadoras y al pueblo pobre la posibilidad de debatir y decidir cotidianamente en una multiplicidad de terrenos. Que haga partícipes a millones de la construcción cotidiana de una vida libre y plena, en el marco de una comunidad humana emancipada de toda forma de opresión y explotación.
La pelea por ese horizonte es profundamente realista. Los combates cotidianos pueden y deben librarse caminando hacia allí.
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