Guillaume Fondu, Que faire de Lénine ?, Paris, Éditions critiques, 2023.
Cien años después de su muerte, Lenin sigue encarnando la Revolución Rusa, tanto para sus defensores como para sus detractores. Más allá de las leyendas negras y doradas sobre Lenin, también se lo presenta como el único portador de la dinámica histórica de la revolución. Según Guillaume Fondu, esta ha sido la principal debilidad de los libros dedicados a Lenin en las últimas décadas. Para salir de este doble callejón sin salida, el autor presenta un ensayo original sobre el pensamiento de Lenin, que tiene dos objetivos. En primer lugar, reconstruir las elaboraciones de Lenin a través de algunas de las polémicas que entabló con sus camaradas y adversarios. Mientras que la figura del “especialista” parece haberse impuesto ampliamente en los debates contemporáneos, Lenin nos recuerda que otra figura es posible, aunque parezca haber desaparecido: la del dirigente revolucionario. Fondu muestra que cuestiona la relación entre política, ciencia y teoría. Nos recuerda que uno de los límites del especialista reside en su posición de exterioridad respecto a la lucha de clases, como si su pericia fuera suficiente. Las ciencias no aportan por sí mismas la politización, y el conocimiento científico del mundo y de los mecanismos de dominación no es en sí mismo emancipador. Por lo tanto, hay que devolver la lucha teórica al lugar que le corresponde dentro de la lucha política: “aquí daremos por sentado simplemente que las prácticas políticas, aunque no sean exclusivamente políticas, también están determinadas por ideas, teorías, proyectos, estrategias, etc” [1]. Pero volver a Lenin a través de sus polémicas también arroja luz sobre el “repertorio de acciones e ideas políticas” de Lenin y sus características específicas [2].
En el centro de este repertorio está la cuestión del partido revolucionario. A finales del siglo XIX, una parte de la socialdemocracia rusa miraba al socialismo europeo, y al alemán en particular, como un modelo a seguir. Aunque también lo consideraba una fuente de inspiración, Lenin desarrolló su propio concepto de la acción política durante la oleada de huelgas de 1896. En aquellos años, la corriente más “occidentalizada” de la socialdemocracia rusa era la “economicista” (cuyas posiciones tenían muchos más matices que lo que ha quedado para la posteridad). Por decirlo brevemente, para esta corriente, la conciencia de clase nace de la lucha concreta por la existencia inmediata de la clase obrera. Por lo tanto, la socialdemocracia debe rodear este terreno, lo que tiene implicaciones para el tipo de organización que debe construirse. Esta no debe distinguirse necesariamente por su contenido teórico o ideológico, sino por su práctica, por su “utilidad” en la lucha de clases (por ejemplo, para la organización de fondos de huelga).
Publicado en 1902, el “¿Qué hacer?” de Lenin pretendía ser una respuesta a la corriente “economicista”. Para él, limitar la actividad de los militantes revolucionarios a la lucha económica equivalía a entregarle la dirección del movimiento democrático a la burguesía. Por el contrario, el papel de una organización socialdemócrata debía ser concientizar al proletariado de su papel “histórico” dotándose de un proyecto político autónomo. Al situar el folleto de Lenin en su contexto y dar la palabra a aquellos con quienes Lenin lo debatió, Guillaume Fondu arroja luz sobre algunas de las polémicas posteriores sobre el ¿Qué hacer? Cabe destacar que, según Lenin, la conciencia de clase del proletariado selo podía venir “desde fuera” de la clase, es decir, desde los intelectuales. Como nos recuerda Fondu, para Lenin, “adentro” y “afuera” no se refieren a una geografía de los grupos sociales (obreros, intelectuales), sino a las relaciones económicas y corporativas. El que infundiría la conciencia en la clase obrera no sería un partido de intelectuales. Para Lenin, la lucha sindical cotidiana (Lenin utilizaba el término “tradeunionista”, es decir, sindicalista) era absolutamente necesaria, pero no podía por sí misma llevar a la clase obrera a la plena conciencia de su papel histórico, es decir, político. Es un alegato a favor de la lucha política lo que leemos en el Qué hacer, de donde Lenin saca la conclusión de que hay que construir un partido político en Rusia.
Fondu también muestra que la cuestión de la relación con las ciencias sociales desempeñó un papel importante en la teorización de Lenin sobre el partido, en particular en sus polémicas con otras corrientes y tradiciones revolucionarias rusas. En aquel momento, el problema que dividía a estas corrientes, que todavía estaban en gran medida entremezcladas y no claramente delineadas, era qué camino podía tomar la Rusia zarista. La tradición “populista” veía en la obra de Marx la descripción de una sociedad que Rusia podía saltearse, siempre que el movimiento revolucionario se basara en sus estructuras sociales campesinas y comunales. El capitalismo, desde este punto de vista, no era ni el futuro de Rusia ni una etapa necesaria antes de la construcción del socialismo: era simplemente un obstáculo, algo que había que evitar. Contrariamente a estos análisis, Lenin distinguía tres formas de concebir la práctica política y su relación con los hechos sociales: el “idealismo” populista, el “objetivismo” del ala derecha de la socialdemocracia y el “materialismo” que él reivindicaba.
Para Lenin, el populismo ruso era idealista en la medida en que rechazaba los hechos y se basaba en los principios y los afectos como única brújula política. Fondu establece un interesante paralelismo entre el populismo ruso y el populismo contemporáneo, ya que ambos rechazan basarse en el denominador común de la clase, en favor de identidades más difusas (el “pueblo” frente a las “élites”). Además, la manipulación de los afectos parece ser una base frágil para la política emancipadora, en la medida en que las fuerzas políticas reaccionarias son más eficaces en este terreno. Lenin también se distancia del objetivismo –encarnado por una parte de la socialdemocracia de la II Internacional– que ve en los hechos una necesidad, lo que puede llevar a teorizar una forma de impotencia frente a las realidades sociales. Las consecuencias del objetivismo son tanto una concepción estatista de la revolución, en la que las distintas fases deben sucederse inevitablemente, así como también un abandono de la dirección del movimiento democrático a la burguesía.
Para Fondu, el materialismo de Lenin hace hincapié en las contradicciones sociales y el antagonismo de clases. Parte de una formación social y económica concreta para ver su carácter ambiguo, así como las potencialidades que abre. La revolución proletaria no es, pues, un escenario inevitable, sino probable, cuyo advenimiento depende de la acción política. A partir de ahí, el reto del discurso teórico es precisamente identificar y formular escenarios abiertos que sirvan de brújula en una situación política concreta, permitiendo a actores colectivos determinados por condiciones objetivas (las clases sociales) actuar políticamente sobre su propia historia.
Guillaume Fondu dedica varias páginas al análisis que hace Lenin de las consignas como resultado lógico del discurso teórico. Son distintas de las reivindicaciones o los programas: su objetivo es manifestar una orientación política en la escena pública, en particular durante los períodos revolucionarios. En efecto, mientras que durante las movilizaciones sociales defensivas (como el movimiento contra la reforma de las pensiones en la primavera de 2023) las consignas se asemejan a “meras súplicas”, y durante los períodos electorales se asemejan al “marketing publicitario”, las consignas en los períodos revolucionarios muestran los escenarios posibles en tal situación y pueden desempeñar un papel decisivo en su resultado. El autor examina el pensamiento de Lenin sobre este tema a su regreso a Rusia, en medio de las revoluciones de 1917. Tras la Revolución de Febrero, el país se enfrentó a una situación conocida como de “doble poder”, en la que los soviets y el gobierno provisional competían por la legitimidad y el ejercicio del poder. Al principio, la consigna de Lenin era “Todo el poder a los soviets” y utilizó esta situación de doble poder para intentar convencer a las masas de que tomaran el poder en sus manos negándose a transigir con el gobierno burgués y los socialistas moderados que lo apoyaban. El objetivo era “concientizar a las masas –en particular a los campesinos– de la realidad de su fuerza con vistas a constituirlas en auténticos sujetos políticos” [3]. En segundo lugar, según Fondu, tras la represión que siguió a las jornadas insurreccionales de julio de 1917, Lenin cambió su enfoque de la consigna. Muchos militantes bolcheviques fueron detenidos y sus periódicos prohibidos, mientras que los soviets perdieron el poder de facto y se convirtieron, bajo la dirección de los socialistas moderados (socialistas-revolucionarios y mencheviques), en “hoja de parra de la contrarrevolución” [4]. El objetivo de la consigna “Todo el poder a los soviets” ya no era concientizar a las masas de su poder, sino preparar el derrocamiento del gobierno provisional. Como resumió Lenin a finales de julio de 1917: “O la victoria completa de la dictadura militar o el triunfo de la insurrección armada de los obreros” [5].
Tras la toma del poder, las tareas de los revolucionarios cambiaron. El derrocamiento del gobierno provisional en octubre de 1917 y la guerra civil (1917-1921) abrieron la puerta a nuevas perspectivas, y Lenin, como estadista, se enfrentó a nuevos problemas. Las prioridades ya no eran las mismas. Este fue el propósito de la Nueva Política Económica (NEP), votada en el X° Congreso del Partido Bolchevique en 1921, y de las medidas que impulsó. Entre ellas, la sustitución de las requisas en el campo por un “impuesto en especie”, que permitía a los campesinos disponer libremente de parte de sus cosechas, con el objetivo de aumentar la producción agrícola. Lenin ya no tenía que convencer a las masas de la importancia de derrocar al gobierno, sino a sus propios camaradas de la necesidad de restablecer parcialmente el libre comercio local, ya que temían que la NEP fomentara el desarrollo de un “capitalismo sin burguesía” [6]. Este cambio de prioridades condujo también a un cambio en la práctica política. Según Fondu, que se basa en varios textos tardíos de Lenin, este sustituyó la centralidad del combate y la lucha de clases antes de la revolución, y el predominio de la disciplina militar durante la guerra civil, por tareas de “cooperación”. Por caso, si las cooperativas, dentro de un régimen capitalista, tenían una dimensión idealista, ya dentro de un Estado obrero serían una forma normal de organización de la producción.
Por último, un análisis de los debates entre Lenin y sus contemporáneos nos permite repensar la relación entre realismo y utopía, en un momento en que gran parte de la izquierda contemporánea justifica sus renuncias en nombre de la realpolitik. Como nos recuerda Fondu, la política revolucionaria para Lenin consistía en pensar o imaginar lo que es posible en una situación dada. Por eso, se trata tanto de partir de las condiciones reales como de pensar las posibilidades de la acción política. La política de los bolcheviques sobre la “guerra revolucionaria” es una ilustración de esta política al filo de la navaja. Aunque llegaron al poder en octubre de 1917 con un programa para poner fin a las hostilidades, era probable que el armisticio se produjera a costa de importantes concesiones territoriales a Alemania, en particular cediendo Polonia y Ucrania. Algunos bolcheviques, sobre todo el ala izquierda del partido, abogaban por extender la revolución socialista a Europa mediante una guerra revolucionaria, una perspectiva a la que Lenin se oponía. Lenin defendía la idea de una paz separada con Alemania, con la esperanza de que la revolución madurara en el resto de Europa y sacara a la revolución rusa de su aislamiento. Se debía “batirse en retirada” frente al imperialismo occidental y negarse a entrar en confrontación directa con él, una confrontación para la que la revolución y las masas no estaban preparadas. La política revolucionaria no es solo una cuestión de avanzar; a veces, y en determinadas circunstancias específicas, se enfrenta a interrupciones o da un paso táctico hacia atrás.
Más allá de la leyenda dorada creada por el estalinismo, Guillaume Fondu muestra que el pensamiento de Lenin era dinámico, forjado en y a través de la práctica, influido por las ciencias económicas y sociales y forjado en la polémica con sus contemporáneos. Si situamos históricamente los debates de Lenin, su manera de pensar la política más allá del simple marco parlamentario o electoral sigue siendo una valiosa contribución para esta época. En otras palabras, aunque no hay una “esencia” en el pensamiento de Lenin, puede decirse que el sello distintivo de su pensamiento es que siempre estaba buscando los resquicios por los que los revolucionarios podían forzar la historia.
Traducción: Guillermo Iturbide |