Nació en Marcos Paz, provincia de Buenos Aires, el 17 de marzo de 1914. General de Brigada de Caballería. “Católico y occidental”, primer dictador de la autodenominada “Revolución Argentina” que ejecutó el golpe de junio de 1966. La explosión del Cordobazo marcó el inicio del fin del onganiato.
“Argentinos, he asumido el cargo de Presidente de la Nación que las Fuerzas Armadas han coincidido en conferirme, con brevedad de la circunstancia nacional que nos impone obligaciones inexcusables. Acepto esta responsabilidad excepcional persuadido de que es menester producir en la República un cambio fundamental, una verdadera revolución que devuelva a nuestros argentinos su fe, su confianza y su orgullo”. (Discurso de asunción de Juan Carlos Onganía, 1966.)
Con estas palabras, el 29 de junio de 1966, en presencia de la Junta Militar integrada por el teniente general Pascual Pistarini, el almirante Benigno Varela y el brigadier Teodoro Álvarez, asumía el gobierno de facto el teniente general (R) Juan Carlos Onganía a los 52 años, casado y con seis hijos. Oriundo de la localidad bonaerense de Marco Paz, egresó del Colegio Militar en 1934 como subteniente de caballería y logró alcanzar el grado de general de brigada en esa misma arma.
Este dato no es menor. La Caballería ha sido un arma con una larga historia aristocrática en la familia militar, por el prestigio ganado en las guerras de la independencia como por el origen social de sus integrantes, mayormente "patricio" y terrateniente y, en menor grado, de pequeños propietarios, ganaderos y capataces cuya fortuna y ascenso social fue creciendo a la sombra de aquellas familias. El de Onganía es un claro ejemplo de estos últimos.
El periodista Rogelio García Lupo en su libro Mercenarios & Monopolios en la Argentina de Onganía a Lanusse 1966-1971, analizando el poder de esta arma, releva que “entre 1955 (cuando Perón fue derrocado) y 1968, hubo 11 comandantes en Jefe del Ejército. De ellos, 7 pertenecían a la Caballería (...) Los comandantes en Jefe que no pertenecían a la Caballería encontraron invariablemente obstáculos a su gestión, de tal manera que sus mandatos duraron mucho menos y quienes formaban parte de la Caballería controlaron el 81 % de esos 12 años, a todo el Ejército”.
Onganía perteneció además al exclusivo sector de oficiales que participó de los retiros religiosos conocidos como “Cursillos de Cristiandad”, surgidos en la España franquista de 1940, en los que la doctrina religiosa se plegaba como fórmula para interpretar los problemas del mundo contemporáneo. Habrían alcanzado, según detalla Daniel Mazzei en Bajo el poder de la Caballería. El Ejército Argentino (1962-1973), 9.000 adeptos hacia el final de la década de 1960, con una amplia difusión entre oficiales de la Fuerza Aérea y el Ejército.
Otras de las fuentes ideológicas afines al General provenían del pensamiento contrarrevolucionario de Ciudad Católica, núcleo integrista, de ultraderecha, de influencia entre los militares franceses durante los conflictos en Indochina y Argelia; una amalgama doctrinaria encolumnada en el catolicismo que combinaba el pensamiento conservador y derechista francés, como el de los monárquicos de Maurras.
Sin brillo, pragmático, el historiador Robert Potash lo describe así en El ejército y la política en la Argentina (1928-1962): “No era un hombre de ideas, su comprensión de los asuntos públicos derivaba de su experiencia como Comandante militar, no de lecturas amplias. Como subalterno, había mostrado más interés en trabajar con las tropas y en jugar al polo que en el estudio; y aunque había sido elegido para asistir a la Escuela Superior de Guerra, no completó el curso de oficial para el Estado Mayor”.
La historia relevante de su carrera militar tomó impulso a finales de la década del 1950, cuando los problemas políticos de la época repercutieron con mayor intensidad al interior de las Fuerzas Armadas. El golpe de la Libertadora en 1955, la fallida experiencia pactista del gobierno de Arturo Frondizi en 1958 y la continuidad de la proscripción del peronismo fueron delineando al interior de las Fuerzas Armadas lo que Carlos Altamirano tituló las dos almas de la “Revolución Argentina”, dos facciones (los “azules” y “colorados”) cuyas fricciones se mantuvieron a viva piel hasta el levantamiento de abril de 1963.
El enfrentamiento resultó a favor de los llamados “azules” o “legalistas”, sector que apostaba a una salida electoral por la que se pudiera integrar “un peronismo sin Perón”. Por su parte los “colorados”, fuertes en la Marina, liberales, tradicionalmente asociados al poder de los terratenientes agroexportadores, eran fervientes defensores de la exclusión completa del peronismo e incluso de aquellas leyendas dispuestas a negociar con ese movimiento. El triunfo de los “azules” le permitió a Onganía emerger como una figura militar de relevancia, consagrarse como Comandante en Jefe del Ejército en septiembre de 1962, imponer la buscada disciplina interna y profesionalización militar con la que abanderaron y legitimaron unos años más tarde el golpe reaccionario de 1966.
Al igual que en otros países de América Latina, la Doctrina de la Seguridad Nacional elaborada en los Estados Unidos fue abrazada por las Fuerzas Armadas del país. Dejando en segundo plano la intervención militar directa, a través del financiamiento, coordinación, asesoramiento y alianzas, la Doctrina se proponía en el marco de la Guerra Fría detener la radicalización política continental, agravada por la simpatía y la influencia de la Revolución cubana, que desafiaba a EE.UU. y profundizaba los sentimientos antinorteamericanos en alza desde el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala.
Alineado con esta Doctrina, bajo la hipótesis de preparación y combate al denominado “enemigo interno”, en agosto de 1964 durante la realización de la Quinta Conferencia de Jefes de Estado Mayor de los Ejércitos Americanos en la Academia Militar de West Point, Onganía hizo pública su adhesión. Unos años más tarde, ya al frente del golpe de 1966 firmaba por decreto una nueva Ley de Defensa Nacional (16.970) que ampliaba las facultades represivas del Estado y la actuación de las Fuerzas Armadas en Seguridad interna, “en caso de conmoción interior, sea ésta originada por personas o por agentes de la naturaleza”, es decir vía libre para incluir en ello cualquier protesta o enfrentamiento contra el régimen.
Onganía se retiró en 1965 de la comandancia en Jefe del Ejército dejando en su lugar a uno de sus hombres, el teniente general Pascual Pistarini, también de la aristocrática arma. Realiza un viaje por Europa, visita la España franquista y permanece un tiempo en Brasil. Allí propone la conformación de un bloque contra el comunismo interpretado como una alianza ideológica y militar con la dictadura de Castello Branco establecida desde el golpe de Estado de 1964 contra Joao Goulart. Ensayo de los golpes que EEUU patrocinaría en América Latina, en el marco de su disputa con la URSS, en una región a la que siempre consideró su patio trasero.
De vuelta, el capital político acumulado lo habilitó a encabezar en junio de 1966, con apoyo de la Junta militar, el derrocamiento del gobierno radical de Arturo Illia. Onganía no estuvo solo para encarar lo que llamaron “Revolución Argentina”. Contó con el respaldo de la Iglesia, el poder económico concentrado extranjero y nacional, la Sociedad Rural, la Unión Industrial Argentina (UIA), la Confedercación General Económica (CGE), la Cámara Argentina de Comercio; la CGT de Augusto Vandor y José Alonso y un amplio sector identificado con el peronismo. El mismo Juan Perón desde Madrid declaraba al cronista de “Primera Plana”: “Los gobernantes surgidos del golpe de estado del 28 de junio han expresado los propósitos acordes con los principios del movimiento peronista; si ellos cumplen, los peronistas estamos obligados a apoyarlo”.
Una nueva etapa en la que el “partido militar” se postulaba para resolver la crisis económica y política abierta desde el golpe de 1955. Un gobierno bonapartista, arbitrando entre las fracciones de la clase dominante, para dar una solución a la crisis de hegemonía burguesa en favor de los sectores más concentrados del capital y derrotar definitivamente la resistencia de la clase obrera.
El Estatuto del golpe le otorgó a Onganía poderes casi ilimitados (ejecutivo, legislativo, la designación de la Corte Suprema, los gobiernos provinciales). La autodenominada “Revolución Argentina” prometía con “mano dura” una refundación “occidental y cristiana” del país.
El Acta de la “Revolución” declaraba recomponer “la pérdida del sentir nacional”, “el crónico deterioro de la vida económico-financiera”, “la quiebra del principio de autoridad y una ausencia de orden y disciplina que se traducen en hondas perturbaciones sociales” creando condiciones para “la agresiva penetración marxista en todos los campos de la vida nacional, y suscitado un clima que es favorable a los desbordes extremistas y que pone a la Nación en peligro de caer ante el avance del totalitarismo colectivista”.
Un discurso de “eficiencia empresarial” y afiebrado anticomunismo con el que se intentaba encubrir el golpe reaccionario.
Se prohibieron los partidos políticos, se limitó el derecho de huelga, se promovió la intervención sindical, y se profundizó la persecución y represión a los sectores combativos. En julio de 1966 intervino las Universidades, militarizó y terminó con la autonomía universitaria, la llamada “Noche de los bastones largos”. Parecía indomable. Creció la censura, radios y televisoras públicas pasaron a manos de sectores oficialistas.
Onganía tomó varias medidas de gobierno que se mantienen hasta hoy, desde elConcordato con al Vaticano (que le garantiza a la Iglesia católica manejarse como un Estado dentro del Estado, sin rendir cuentas incluso ante el Poder Judicial sobre muchos delitos que se cometen en su interior), hasta el artículo 194 del Código Penal que hoy se usa para criminalizar a quienes protestan cortando calles, avenidas y rutas.
En marzo de 1967 el plan ajustador y antiobrero del ministro de economía Adalbert Krieger Vasena, en reemplazo de Jorge Salimei, que congeló sueldos y atacó las conquistas laborales desató un proceso de resistencia y lucha de clases, anticipado por los estudiantes y los trabajadores en Tucumán contra los cierres de los ingenios. Se producen el levantamiento correntino, el Rosariazo con eco en todo el país y a seguir, las barricadas del Cordobazo, una semi insurrección obrera y popular que, como señala Mazzei, fue “la rebelión popular que dividió en dos la historia de la llamada ‘Revolución Argentina’”. La alianza obrero-estudiantil que forjaron estas experiencias se transformó en un rasgo del ascenso que comenzó en 1969, que hoy son fuente de experiencias para recuperar en el presente.
Si todo rescate biográfico trata de contextualizar para relevar las figuras y no para opacarlas, la de Onganía quedó asociada para siempre al Cordobazo que hirió de muerte al régimen y abrió el ciclo de luchas obreras y populares en el país. El caudillo de la Caballería tenía los días contados. Debilitado, no logró el respaldo entre los sectores más conservadores del Ejército ni entre los generales. El asesinato de Pedro Eugenio Aramburu en 1970 fue el punto de no retorno para ser desplazado del gobierno y reemplazado por el general Roberto Levingston. Murió en junio de 1996, a los 82 años.
Vivimos tiempos en Argentina en los que, salvando las distancias temporales y de contexto, por momentos el clima refundacional del onganiato y su programa económico parecen habitar el presente. Y vale también mencionar que aquel proyecto entre dictaduras y ataques del Estado a las condiciones de vida de las grandes mayorías detonaron gestas como el Cordobazo. De allí que saber quiénes fueron parte protagónica de esos momentos sirve para pensar el presente y construir el futuro.