Hace dos meses en el barrio La Favela el subteniente Ezequiel Carrera Simonetti remató de un disparo en la cabeza al joven de 19 años. Hoy está preso, pero la Policía y algunos medios justificaron el crimen por el supuesto “prontuario” de la víctima. ¿Y si lo mataron por haberse negado a robar para ellos? Ya pasó con Luciano Arruga y muchos pibes pobres más. Conocé la versión de la familia de Nahuel, que reclama justicia.
La Policía Bonaerense (como todas las fuerzas del país, aunque recargada) hizo de la criminalidad un deporte. Es historia conocida que buena parte de la recaudación ilegal organizada por sus altos mandos, a través de las propias comisarías, representa una gran fuente de ingresos, avalada (por acción u omisión) por los funcionarios del Ministerio de Seguridad, gobierne quien gobierne.
Trata de personas, narcotráfico, juego clandestino, desarmaderos, piratería del asfalto, prostitución y un largo etcétera son parte del negocio de los uniformados, sin cuya participación directa esas actividades no existirían tales como las conocemos. Hasta las comisarías tienen “precio”, dependiendo su ubicación, y si un comisario lo paga puede quedarse al mando por muchos años.
En este marco, que la Policía extorsione a pibes de barrios populares para que salgan a robar, prometiéndoles “protección” a cambio del reparto del botín, podría pensarse como algo menor. Hasta que esos pibes se niegan a hacerlo. En 2009 Luciano Arruga, de 16 años, se negó a robar para el Destacamento de Lomas del Mirador (La Matanza). Terminó torturado, muerto y desaparecido. El caso de Nahuel Silva, de 19 años, ocurrido hace dos meses en La Plata, capital de la provincia, puede entrar en el mismo ítem de la criminalidad uniformada.
A diferencia de otros casos, a poco de andar la investigación judicial se pudo determinar que Silva fue baleado en la cabeza, a quemarropa y por la espalda, por el subteniente Fernando Ezequiel Carrera Simonetti, miembro de la Dirección Departamental de Investigaciones (DDI) de La Plata. Fue detenido casi un mes después del crimen, acusado de “homicidio doblemente calificado por ser el autor un funcionario policial abusando de sus funciones y por ser cometido con alevosía agravado a su vez por el empleo de arma de fuego”.
En los últimos días surgieron rumores malintencionados (que algunos medios dieron por ciertos) sobre la supuesta excarcelación de Carrera Simonetti. Pero el subteniente de la Bonaerense seguirá detenido en la alcaidía Petinatto de Lisandro Olmos. Este martes, a dos meses de los hechos, el juez Agustín Crispo, titular del Juzgado de Garantías 6 de La Plata, confirmó su prisión preventiva. La investigación está a cargo de la fiscal Cecilia Corfield, de la UFIJ 15. En la causa se presentó como querellante institucional la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), en su carácter de mecanismo local de prevención de la tortura.
“Mataron al Nahu”
Faltaban pocos minutos para las 23. Era la noche del jueves 9 de mayo. No era la primera vez (ni será la última) que en el barrio La Favela de La Plata el silencio se corta en seco por disparos y sirenas. Durante las horas siguientes los medios dijeron que la Policía había “abatido” a un delincuente en 18 y 528 cuando éste intentaba escapar armado. No descartaban, según información de “fuentes confiables” (que por lo general es la Policía), que haya sido el perseguido quien decidió pegarse un tiro antes de ser atrapado. Los titulares más cautelosos dijeron “confuso incidente”.
La Favela es uno de los llamados “barrios picantes”, donde habitan decenas de miles de familias laburantes y, a la vez, donde se hiperdesarrollan muchas de las miserias sociales. Ahí el Estado sólo aparece para degradar la vida, controlarla y reprimirla. Nahuel Silva no vivía ahí, sino en los márgenes de Tolosa (otra de las zonas “picantes”) a pasos de la Avenida 120, de gran circulación de personas y mercancías.
Esa noche del 9 de mayo Alejandra Acosta recibió un llamado que le cambiaría la vida para siempre: su hermana le avisó que a Nahuel lo habían matado. Horas antes había hablado por teléfono con él, quien le contó que a la hermana de una amiga de su novia le habían robado la moto y él iba a ir a buscarla. Por la descripción que le hicieron, intuía que podía tenerla J (se preserva el nombre por diversas razones). “Nahu se había separado de este chico, porque andaba en cualquiera y mi hijo no quería caer preso de nuevo”, dice Alejandra sobre el adolescente del que sospechaba Silva.
Nahuel agarró su moto y fue con su novia a la casa de J. En otra moto los acompañó la hermana de la víctima del robo. La madre de J les dijo que no estaba, pero que podía encontrarlo en La Favela. Enterada de los motivos, la mujer llamó a su hijo para decirle que devolviera la moto y se ofreció a acompañarlos a buscarla. “No sabía que era de esa chica”, le dijo J a Nahuel cuando se encontraron. Les dijo que esperaran, que iba a buscar la moto, que no la tenía ahí. Temiendo alguna agresión a su hijo, la mujer le preguntó a Nahuel si había ido armado. Él se levantó la remera y le mostró que no. Así lo declaró ella en sede judicial, contradiciendo a los policías que afirman que Nahuel iba armado.
Según reconstruyó la madre de Silva a partir de varios testigos, J se fue y no volvió, probablemente alertado de que en ese momento estaba llegando la Policía a hacer un allanamiento en el barrio. En efecto, casi una decena de efectivos de la DDI de La Plata aparecieron en escena. Nahuel los vio venir hacia ellos, se asustó, le dijo a su novia que se quedara ahí, que venía la DDI, y aceleró la moto.
La mala suerte le atravesó un poste en su carrera. Cayó, rebotó contra un alambrado y empezó a correr. Perseguido por algunos de los policías, pocos metros más allá terminaría en el piso, con una bala calibre 9 milímetros en la cabeza, disparada por el subteniente Carrera Simonetti.
A media cuadra, del otro lado de la calle, las mujeres eran retenidas a golpes y empujones. Cuando las soltaron, la novia de Nahuel corrió al lugar donde estaba la moto tirada y vio que entre cuatro policías rodeaban al joven tirado sobre los pastos de la vereda. Pensó que le estaban pegando. Desesperada, los increpó y volvieron a golpearla. Alcanzó a ver la cara de su novio ensangrentada. Vio que movía los labios y les gritó que llamaran a una ambulancia. Nahuel murió en cuestión de segundos.
Hay testigos que vieron cómo, mientras Carrera Simonetti y otros policías perseguían a Nahuel, dispararon una decena de veces. Por el contrario, excepto los uniformados, nadie vio que Silva tuviera un arma.
Gatillo fácil, carne de cañón
Siguiendo el añejo “manual” de procedimientos de la Bonaerense para casos de gatillo fácil, luego de cada muerte aparece el montaje de la escena, que incluye la eliminación de evidencias, la implantación de “pruebas” creadas en su reemplazo y hasta la aparición de “testigos” que avalen la versión de las “fuentes oficiales”. Complementariamente, se activan diversas maniobras de encubrimiento (que suelen alcanzar a funcionarios ministeriales y del Poder Judicial) y el hostigamiento a la familia de la persona asesinada para hacerla desistir del reclamo de juicio y castigo.
En el caso de Nahuel Silva, las “fuentes confiables” dijeron esa noche que el “delincuente abatido” contaba con un “gran prontuario” y que al momento de morir estaba armado. Dos días después el diario El Día afirmó que se trataba de “un caso envuelto en misterio ya que, según la versión oficial, el implicado habría escapado de la Policía a bordo de una moto y ‘apareció’ muerto con un tiro en la cabeza”. Otros medios también barajaron “la posibilidad de un suicidio”, porque “se habría encontrado un arma al lado del cuerpo”.
Sobre ésa arma, las mismas “fuentes” hablaron de que se trataba de una pistola 9 milímetros “con la numeración limada”. Pero las pericias que se le hicieron determinaron que el artefacto no fue disparado. A ello se suma el relato de testigos que vieron y filmaron a un policía arrodillado junto al cuerpo en actitud sospechosa, probablemente plantando el arma. Finalmente se confirmó que el proyectil extraído de la cabeza de Silva salió de la Bersa Thunder 9 Pro, la pistola reglamentaria de Carrera Simonetti.
Según la autopsia realizada al cuerpo del joven, la bala homicida se disparó “a una proximidad máxima de 2.5 cm que impactó en la cabeza de la víctima en la región parietal izquierda con una trayectoria de derecha a izquierda, levemente de abajo a arriba y de atrás hacia adelante, provocando su muerte inmediatamente”. Literalmente, Carrera remató a Silva sin piedad.
El subteniente tiró dos veces. Las vainas de su pistola y otras cuatro fueron levantadas cuando la fiscal Corfield ordenó los peritajes, lo que corrobora el relato de vecinos y vecinas que afirmaron haber escuchado varios tiros durante la persecución. En total, se secuestraron 26 armas a los policías que participaron de aquel “allanamiento”. Aún falta conocer los resultados de esos peritajes.
Huelga decir que sobre el caso ni el ministro de Seguridad Javier Alonso ni el gobernador Axel Kicillof dijeron una sola palabra. Por el contrario, toda “explicación” sobre el asunto quedó en manos de esas anónimas “fuentes confiables”.
Ya se sabe quién tiró y cómo fueron los hechos que condujeron a la muerte de Nahuel. Pero su familia aún quiere saber el por qué del crimen. Alejandra sabía que la Policía tenía “marcado” a su hijo desde hacía rato, pero con eso no le alcanza. ¿Lo “entregaron” como parte de alguna negociación? Así se lo habría dicho a un amigo de Nahuel un policía que estuvo aquella noche. ¿Fue un error y en realidad Carrera Simonetti quería matar a otro pibe por una venganza personal? Eso también llegó a oídos de Alejandra, incluso con capturas de chats delatores.
Lo cierto es que Nahuel Silva perdió su vida a manos de un policía bonaerense, una noche de mayo mientras buscaba recuperar una moto robada a una conocida. Y hoy su familia pide justicia.
Mentiras y hostigamiento
Apenas cortó con su hermana, Alejandra salió de su casa de Tolosa para La Favela. Cuando llegó al lugar, le impresionó la cantidad de policías que había. De entre esos uniformes salió un oficial, “petiso y canoso”, que se le acercó y con gesto adusto le dijo “lo siento señora, Nahuel se pegó un tiro”. A su hermana, que había llegado antes que ella, le había dicho lo mismo. Mientras, empezaban a aparecer testigos que decían lo contrario.
La versión del suicidio se desmoronó a poco de que las “fuentes confiables” la desparramaran entre medios amigos. Pero además Alejandra pudo ver el cuerpo de su hijo por un instante y notó que estaba esposado, con los brazos atrás. Difícil creer que una persona en esa situación pueda dispararse. “Por eso quiero saber qué pasó con mi hijo, ¿cómo puede ser que estuviera muerto y esposado?”, dice hoy en conversación con La Izquierda Diario.
A los pocos días del crimen, la madre de Nahuel debió ser internada en un hospital. Mientras convalecía recibió la “visita” del mismo oficial que la había encarado en La Favela para decirle que Nahuel se había suicidado. Dijo que quería saber cómo estaba. Antes de despedirse le disparó: “Ahora vamos por tu otro hijo”.
Haciendo memoria, Alejandra afirma que ése mismo policía había estado en su casa el año pasado, cuando hicieron un allanamiento buscando a un amigo de su hijo. Y también se lo encontraría días después rondando la sede de Fiscalía cuando ella se acercó a conocer detalles de la causa.
Si bien Alejandra se muestra conforme con lo hecho hasta ahora por la fiscal Corfield, sabe que pelea contra un aparato muy grande. “Tiene que haber más presos, uno solo no puede ser. Es una burla. Después que lo matan a mi hijo, se saludan entre ellos, ¿cuál es la gracia? Pero es la DDI, tienen mucho poder”, confiesa.
Esos mismos medios que difunden acríticamente las versiones de “fuentes confiables” nunca la llamaron, siquiera para escuchar su versión. Son las empresas periodísticas que reproducen los discursos de odio y justifican cuanta medida punitiva y de mano dura florece desde los despachos gubernamentales. Las que difunden con beneplácito proyectos como el de la baja de edad de imputabilidad a los 13 años que el Gobierno de Javier Milei promete enviar al Congreso. “Se conoce el caso como el caso de La Favela, pero nadie conoce a Nahuel”, sintetiza Acosta.
Vidas y derechos siempre vulnerados
Alejandra tiene 33 años. A Nahuel lo tuvo a los 13. A los 17 tuvo a su segundo hijo. El padre de los chicos abandonó el hogar cuando aún eran chiquitos. Años después ella hizo pareja con otro hombre, que se borró apenas ella quedó embarazada de mellizas.
Cuenta que de chiquito Nahuel le decía que era su compañero y que nunca la dejaría sola. “Las mellizas nacieron cuando él tenía nueve y cuando el papá de las nenas nos dejó me dijo ‘mamá, esas nenas van a ser mis hijas, yo las voy a criar’. A los dos o tres años empecé a trabajar en una cooperativa y los dejaba en casa, cuando volvía él las tenía desayunadas, cambiadas y peinadas. Yo no lo podía creer”.
Como cualquier joven de Tolosa, La Favela u otro barrio, Nahuel creció y empezó a conocer relaciones y lugares. Había amistades de su hijo que a Alejandra no le gustaban, pero ella poco podía hacer. “Él era enemigo de robar”, dice, aunque ambos sabían que esa posibilidad estaba al alcance de la mano, sobre todo si quien ofrecía los “trabajos” era la Policía.
Nahuel no terminó la secundaria. “Le daba vergüenza ser el más grande de todo el salón, decía que se burlaban de él y un día dijo que no quería ir más”. Pese a las necesidades, aún era adolescente y tampoco le entusiasmaba conseguir un trabajo. Era uno de los cientos de miles de jóvenes “ni-ni” que germinaron en las últimas décadas en las zonas urbanas de un país lleno de precariedades y vacío de expectativas.
Alejandra cuenta que el año pasado Nahuel se había hecho amigo de un pibe que “varias veces lo invitó a salir a robar, pero él no se prendía”. Hasta que en agosto de 2023 aceptó llevarlo en su moto al Barrio Hipódromo a hacer un “trabajo”. Ese robo salió mal, al chico lo agarraron entre varios vecinos y Nahuel se metió a defenderlo. “La Policía lo detuvo a él, por cómplice y mayor de edad”, dice la madre. Recuerda que, cuando fue a verlo a la Comisaría Segunda, a ella también los policías la trataron muy mal.
“Nahu nunca había estado preso, pero ellos me decían que en mi barrio son todos unos ratas y que los iban a ir a buscar uno por uno”, cuenta a este diario. Y agrega que los guardias de la Segunda le dieron una golpiza muy fuerte a su hijo en la celda.
Nahuel estuvo cinco días preso. En un juicio abreviado lo condenaron a seis meses de “prisión de ejecución condicional” por “robo simple en grado de tentativa”. Alejandra salió de testigo, asegurando que su hijo no era un ladrón. Y denunció que la Policía lo había torturado. Según cuenta, lo dejaron en libertad con la obligación de ir a firmar mensualmente al Patronato de Liberados y hacer tareas comunitarias.
Algunos medios dijeron que sobre él pesaba un “pedido de captura”. Ella dice que “es mentira, lo que pasó es que Nahuel no fue a firmar dos meses seguidos al Patronato de Liberados, pero eso no quiere decir que estuviera prófugo”.
El 19 de abril otros dos jóvenes asaltaron la distribuidora de fiambres y lácteos Don Otto, de 520 entre 11 y 12 de Tolosa. El dueño del comercio no pudo evitar el robo, pero sí descargó su Bersa 9 milímetros sobre uno de ellos. Darío González, de 16 años, murió en la puerta del local. Tres de los cinco balazos que recibió le ingresaron por la espalda. Era sobrino de Alejandra e hijo de la mujer que veinte días después la llamaría a ella para decirle “mataron al Nahu”.
El otro ladrón de Don Otto, mayor de edad, escapó. Según la Policía, el 1° de mayo fue capturado junto a otro pibe cuando intentaban entrar a un edificio del centro. Alejandra asegura que ese muchacho “trabaja para la Policía” y que aquel el robo supermercado fue un “trabajo” por encargo. “Ese chico primero le dijo a Nahuel si lo acompañaba, que estaba todo controlado, pero él le dijo que no; después enganchó a mi sobrino. A Darío lo mataron, pero el otro escapó. Después lo agarraron, pero la plata nunca apareció. Por eso ahora está preso, no lo van a liberar hasta que no aparezca esa plata”, asegura. Para ella, su sobrino “ya estaba jugado”.
La marca de la gorra
La familia asegura que, tras esa primera detención, la Policía “marcó” a Nahuel. “Los de la UTOI lo empezaron a correr, a insultar. Un día cayeron en mi casa a hacer un allanamiento, decían que buscaban a un amigo de Nahuel. Él se fue corriendo, les tenía mucho miedo. Un día otro pibito le pegó un tiro en la pierna, después nos enteramos que también robaba para la Policía”, detalla Acosta.
En el barrio recuerdan que él siempre salía en defensa de sus vecinos cada vez que la Policía aparecía a verduguear y amenazar. “Él los enfrentaba y les preguntaba por qué hacían eso, ‘¿porque somos los negros?’. Hasta que un día directamente la Policía le ofreció a él salir a robar”. La “oferta” llegaba desde la Comisaría Sexta de Tolosa. Pero Nahuel se negó.
“Ése, el Pela, me dijo que si yo trabajaba para él iba a poder caminar tranquilo, que para mí iba a ser todo más fácil”, cuenta Alejandra que le dijo su hijo mayor. Ella pensó que le estaban ofreciendo anotarse en la escuela de cadetes. “No, má, me ofrecen robar para la Sexta”, le respondió. Tiempo después, en medio de rumores de actividades ilegales emanadas desde la propia comisaría, el “Pela” y otros efectivos fueron trasladados a otras seccionales.
A Alejandra le contaron que el subteniente Carrera Simonetti “está asustado y se la pasa llorando”. Y también que, en su barrio, del otro lado de la ciudad, casi todos los vecinos lo consideran un “maldito” que disfruta de “hostigar a los pibes”. Por eso este martes se sintió más tranquila cuando la fiscal Corfield le dijo que el juez Crispo confirmó la prisión preventiva para el asesino de su hijo.
Un dato extra es que, en casos como éste, el Ministerio de Seguridad bonaerense acostumbra poner abogados que defiendan a sus subordinados, al menos en la etapa de instrucción del proceso penal. Así lo hizo Sergio Berni en muchos casos ocurridos en pandemia, por citar un ejemplo. Pero Carrera Simonetti no corre con esa suerte y debió buscar abogados particulares.
No se sabe si los honorarios de Christian Romano y Juan Pesquera salen de su propio bolsillo, o de una colecta entre camaradas o de algún comisario. Lo cierto es que asumieron la defensa con compromiso. Esos abogados son quienes la semana pasada vendieron pescado podrido a varios medios sobre la excarcelación de su cliente.
Es muy difícil (sino imposible) pensar que cualquier cambio positivo para revertir los altos niveles de descomposición social, que en épocas de crisis profunda como ésta derivan en innumerables violencias cotidianas, pueda llevarse a cabo con la “ayuda” de la misma Policía que tiene presencia activa en todos los eslabones o etapas del crimen organizado. No será con efectivos “mejor formados” y “bien pagos” que se termine el entramado que se lleva las vidas de pibes como Nahuel Silva, Luciano Arruga y tantos más.
La salida a esta crisis económica y social nunca puede ser con la Policía gobernando los barrios y controlando la vida (y la muerte) de las hijas y los hijos de la clase trabajadora. Y para empezar a pensar en otra sociedad posible, ante todo es preciso desenmascarar a los responsables políticos, policiales y judiciales de esta situación.