Dirigida por Franco Verdoia, la obra de teatro que pasó por varios espacios incluyendo el Teatro Cervantes, cuenta la desopilante historia de un artista visual que vuelve a su pueblo de la infancia y se reencuentra con sus amigos, abriendo interrogantes sobre las relaciones, el paso del tiempo y la eterna incomodidad del exiliado.
Extrañeza. Quizás esa palabra sirva para resumir las expresiones de la cara de Amadeo, el amigo que “la pegó”, el que pudo salir del pueblo, el que pudo convertirse en “alguien”, que supo triunfar con su arte pero una incomprensión en su última performance visual lo llevó al destierro del paraíso europeo y ahora a ver las caras de los amigos de la infancia.
La comedia con el drama y con un tono exagerado que roza lo grotesco es el aire que se respira durante la hora de duración de “Matar a un elefante”, la puesta del dramaturgo cordobés Franco Verdoia que actualmente se puede ser en Espacio Callejón (Humahuaca 3759) hasta el 7 de septiembre.
De entrada hay una situación confusa: la muerte de un elefante de un circo que llega al pueblo se va convirtiendo a medida que suceden los hechos en un ruido de fondo que cada vez resulta más ensordecedor hasta (spoiler alert) ser el desencadenante de la situación final. En ese contexto es que se produce el retorno del viejo amigo, que volvió a su pueblo natal para vender las tierras de su familia y porta encima un maletín lleno de dólares. Aparece en el living de la casa de sus amigos, único escenario de la obra, en los que se pueden ver de costado un baño y del otro lado una cocina, y es entonces cuando se va produciendo el desfile de personajes frente a la impaciencia de Amadeo, que únicamente quiere huir de ese pueblo, de su pasado.
En el medio, los personajes, amigos de Amadeo, van expresando desde la envidia por el amigo hasta la frustración por haberse quedado en el pueblo y todo lo que fueron haciendo para trascender, de alguna manera, con todas las limitaciones, como por ejemplo el festejo de los 15 años de Emilia, la hija de Julián y La Pocha. El protagonista condensa un crisol de sentimientos que atraviesan a sus amigos luego del reencuentro, que lo van usando como un chivo expiatorio para reconocer sus propias frustraciones y miserias pero también alegrías.
De una forma sutil, Verdoia va llevando al personaje central en un recorrido que pasa por el desdén a su pasado, el rechazo a su origen, a un pueblo que nada ya tiene que ver con él pero sabiendo que al mismo tiempo es la clave de todo su desarrollo posterior y plantea dudas válidas para su vida. ¿Los amigos son el reflejo de uno mismo? ¿Son una imagen en blanco y negro de un momento de nuestra vida? ¿En el fondo Amadeo sigue siendo uno más de ellos?. El protagonista los ve en un comienzo como un paso obligado del retorno y la urgencia por irse se manifiesta desde los primeros parlamentos de la obra, pero al mismo tiempo sus amigos lo ven como algo tangible y palpable que está con ellos, que es parte de ellos más allá de su presente.
La incomodidad de Amadeo va creciendo a medida que se va desarrollando una trama desopilante, con pasos de comedia por momentos que terminan siendo más acrecentados por lo grotesco de las situaciones: tonada cordobesa bien marcada, la exageración en todo que resalta aún más el cúmulo de sentimientos de manera que el pesar y el sentir de los personajes se van desarrollando in crescendo hasta llegar a un clímax con el que finalmente termina la obra.
Ciertas reminiscencias de realismo mágico se van colando en “Matar a un elefante”, donde lo inverosímil se vuelve posible en este particular universo que con la llegada del amigo se revoluciona de una forma total. Intensa, bien actuada pero por sobre todo con una energía que mantiene en vilo y tensión a los espectadores, es imposible salir del teatro y sentirse de la misma manera que antes de la experiencia descarnada que quiso mostrar Franco Verdoia y que básicamente nos plantea interrogantes sobre el amor, la amistad y sus sombras.