El mundo contemporáneo tiende a enrarecerse. No es desacertado, entonces, preguntarse qué es el sueño y qué es la verdadera vida. El capitalismo no incluye el amor. En sociedades donde lo central son las leyes económicas, al margen de las necesidades de la mayoría, cualquier sentimiento pasa a segundo plano. El arte va en sentido contrario. El teatro busca que las palabras renueven su potencia, se resignifiquen en el contacto con los otros y abran los caminos a nuevos sentidos. En la escena las palabras dan cuenta de la potencia de la vida.
“La gran ilusión”, de Eduardo De Filippo, en la excelente traducción, versión y dirección de Lluís Pasqual, muestra que la imaginación es una de las armas más eficaces para enfrentar el sinsentido y la barbarie que late en la contemporaneidad. “En un momento en que se están difuminando los límites de lo que hasta ahora llamábamos verdad y mentira –reflexiona Pasqual- ¿tenemos el derecho de juzgar a alguien que se refugie en una ilusión que concede un soplo de esperanza a su propia vida? ¿No quisiéramos todos encontrar un mago que con sus poderes nos concediera nuevos ojos para observar la realidad con una sonrisa liberadora de este convulso y absurdo mundo contemporáneo?”
Nuevos ojos, sí, para ver de otra manera las mismas cosas que día a día nos agobian.
“La gran ilusión” combina dos piezas de Eduardo De Filippo: “Señor y gentil hombre” (1928) y “La gran magia” (1948). La primera está emparentada con la Comedia Dell’arte, pero no la de origen francés, sino su versión italiana, cuya traducción es “comedia de criados”. “La gran magia” va en otra dirección, ya que pertenece a la producción del autor en el período de pos guerra, donde produce “Filomena Marturano”, una de las grandes obras del neorrealismo.
La adaptación de Lluís Pasqual, el mismo que hizo una versión memorable de “El público”, la obra de Lorca interpretada por Alfredo Alcón, sitúa la acción en 1950 en Mar del Plata. Un mago chanta y una asistente agobiada, hacen desaparecer a una mujer en pleno show. La verdad es otra; ella se escapa con su amante y permanece cuatro años en otro país.
El marido, Calogero Di Spelta, le pide al mago que le devuelva a su esposa. El ilusionista, al que llaman profesor Otto Marvuglia, se las arregla para convencer y seducir a Calogero, de que todo es parte de un juego y sistema de ilusiones que hay que sostener hasta que ella vuelva.
El sentido común dice que lo mejor es siempre aceptar la realidad. Pero el sentido común en el terreno amoroso, no existe. No hace falta recordar a Pascal cuando dice que el corazón tiene razones que la razón desconoce. La imaginación puede sostener la esperanza en el dolor, acaso porque tiene formas de auscultar la realidad con más hondura que la razón. Y algo más importante: ¿podríamos vivir sin la imaginación?
“La gran ilusión” dialoga con “La vida es sueño” de Calderón de la Barca, pero también lo hace con “Sueño de una noche de verano” de Shakespeare. Calderón sabía que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”, y así construyó al célebre Segismundo. Y Shakespeare, en el bosque de “Sueño de una noche de verano”, logró que el deseo de los personajes se realizara sólo cuando estaban dormidos o hechizados.
Excelentes resultan los trabajos de Marcelo Subiotto, el mago, y Pablo Mariuzzi, el marido abandonado. Subiotto entendió que el mago no es el malo de la fábula: es el que sostiene la ilusión, de ahí que asome su ternura. La realidad, para Calogero, como para cualquier ser humano frente a la ruptura amorosa, es triste y amarga. Hacia el final, Mariuzzi, en una escena memorable, donde impone toda la potencia de su actuación, percibe que siempre, en algún momento, no hay truco de magia que evite el dolor o la enajenación.
Impecable la composición de Patricia Echegoyen en el papel de Zaira, como así también el desempeño de todo el elenco, desde el comisario de policía a cargo de Pablo Razuk, hasta la familia de Calogero, con Elvira Onetto, Alejandra Radano y Nacho Gadano.
Los músicos en escena es otro de los grandes aciertos de la escenificación de Lluís Pascual, uno de los grandes directores contemporáneos. Iluminación, escenografía, y el maravilloso vestuario diseñado por Renata Schusseheim hacen de este espectáculo una gran experiencia teatral. Porque más allá de cualquier consideración técnica está la matriz poética que impulsa la acción. No es poco intuir que en el fondo de la desesperanza también anida un camino a recorrer. Y que todo abandono, finalmente, puede ser también la posibilidad de acercarnos al claro del bosque. Y reanudar la marcha.
(En la sala Casacuberta del Teatro San Martín)
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