En un artículo de hace algunos meses ensayábamos un recorrido por las encrucijadas de la historia argentina reciente y las perspectivas estratégicas para la izquierda hoy. Miguel Sorans, dirigente de Izquierda Socialista, ha publicado recientemente una crítica a aquel texto: “PTS e Izquierda Socialista: Dos visiones opuestas desde la caída de la dictadura y de la política para construir una dirección socialista revolucionaria”. Un título acertado. Nuestra visión contrasta con la forma en que el autor aborda la historia reciente, la transición de 1983 y el régimen político nacido de ella que se continúa hasta hoy. Aquí presentamos algunas consideraciones históricas, teóricas y políticas a modo de respuesta.
Un relato con tintes social-liberales de la transición
Los debates político-ideológicos, coincidimos con Sorans, son bienvenidos. En este caso la forma de abordarlo deja mucho que desear. El autor construye sus propias premisas, nos las atribuye –recorte de citas incluido [1]– y luego busca refutarlas para reafirmar sus argumentos. Lo interesante de esta operación es que deja totalmente expuesto el modo en que razona. Su tesis es que utilizar el concepto de “democracia de la derrota” implicaría decir que el fin de la dictadura fue una derrota. Renglón seguido, nos exige ridículamente que nos pronunciemos sobre si para nosotros hubiera sido mejor que continuaran los genocidas en el poder. Esta es su parte más extravagante, la otra es que, a partir de aquel razonamiento, Sorans emprende una cuasi apología del régimen democrático-burgués surgido en 1983. Aunque el autor parece no reparar en ello, su abordaje por momentos se asemeja al discurso social-liberal, hegemónico en cierto progresismo, cuya clave pasa por establecer una discontinuidad absoluta entre la democracia capitalista emergente y la dictadura.
La noción de “democracia de la derrota” está destinada a lo contrario. Es decir, a resaltar las continuidades que subyacen detrás de ambos regímenes. No es un concepto nuevo. Una versión del mismo puede rastrearse en el ensayo “La democracia de la derrota” de Alejandro Horowicz, publicado como prólogo en la edición de 1991 de su libro Los cuatro peronismos, uno de los libros clásicos de la historiografía argentina reciente. Allí el autor buscaba dar cuenta, entre otros aspectos, de lo que había significado la dictadura desde el punto de vista de desterrar la voluntad de transformación revolucionaria de la sociedad, así como también de la continuidad del poder económico que la sustentó y de su programa económico, político y social luego de la transición al régimen democrático. Hasta el día de hoy esta noción se encuentra en debate. Sin ir más lejos, el año pasado Ediciones Herramienta y Contrahegemonía publicaron el libro 1983-2023. Cartografía de una democracia de la derrota, con el cual hemos debatido en las páginas de Armas de la Crítica, donde una serie de autores abordan desde diferentes ángulos el tema. Ni nosotros ni nadie hasta donde conocemos ha sugerido que la derrota a la que se refiere el concepto fuese la caída de la dictadura. Cabe reconocer, en este sentido, que la interpretación que Sorans saca de la galera es tan disparatada como original.
En nuestro caso, cuando hablamos de “democracia de la derrota”, nos referimos a la existencia de una doble derrota sobre la cual se erige el régimen democrático-burgués posdictadura. A saber: 1) la derrota del ascenso obrero y popular de los años 70 con la que la burguesía buscó borrar del mapa a la vanguardia y disciplinar al movimiento de masas; y 2) la derrota ante el imperialismo británico en la guerra de Malvinas, a la que llevará la política aventurera de la Junta militar y que redundó en una profundización de los rasgos semicoloniales del país. Ambas derrotas confluyeron para delinear la continuidad de elementos fundamentales en el régimen democrático-burgués posterior.
No se trata, como pretende ridiculizar Sorans, de la obviedad de que el país siguió siendo capitalista y no triunfó el socialismo, sino de cuestiones mucho más específicas. Las mismas van desde el afianzamiento del estigma de la deuda y la bota del FMI que nos llega hasta hoy; la consolidación de los grupos burgueses locales y de capitales imperialistas que impulsaron la dictadura y se beneficiaron con la estatización de sus millonarias deudas previo a la “transición”, como los Techint, Renault, Pérez Companc, Bulgheroni, Pescarmona, los Macri; la permanencia de actores clave en el entramado institucional (sea dentro del poder judicial, de los partidos burgueses, de la burocracia sindical, del aparato represivo, etc.); así como la continuidad legal (más de 400 leyes aún vigentes, muchas claves, que “modelan” el Estado argentino); entre otras.
En su afán de defender la discontinuidad entre democracia burguesa y dictadura, Sorans parece dejar de lado todo esto. Tanto es así que en su larga exposición sobre la trascendencia de la lucha por el juicio y castigo a los genocidas –que, dicho sea de paso, no sabe con quién está discutiendo, nos imaginamos que conoce la amplia trayectoria del PTS en este terreno– resalta la importancia de que se haya juzgado a los genocidas pero no dice una palabra, no ya de todos los militares impunes, de los privilegios con los que cuentan los que fueron juzgados, etc., sino de la impunidad casi absoluta que existe hasta el día de hoy de todo el entramado civil y patronal de la dictadura. Algo similar podríamos decir respecto al régimen de partidos o a los sindicatos, donde no se le cae una crítica sobre el papel de los principales partidos (UCR y PJ) bajo la dictadura o sobre la continuidad de todo un sector de la vieja burocracia que había sido colaboracionista y siguió a la cabeza de sindicatos luego del 83. Parece mentira tener que aludir a estos temas entre organizaciones de izquierda pero se hace necesario frente a la visión casi festiva de la transición que nos presenta Sorans en nombre de Izquierda Socialista.
Para rematar, el autor nos critica por decir que la extensión de regímenes democrático-burgueses a la periferia capitalista durante aquellos años vino de la mano del neoliberalismo, es decir, de una ofensiva imperialista a escala global. Y nos plantea la insólita pregunta de “¿Hay que darle las gracias por las libertades al ‘neoliberalismo’, que las trajo ‘de la mano’?”. Al negar de plano aquella relación entre la ofensiva neoliberal y la transición a la democracia burguesa Sorans no hace más que confirmar el diagnóstico que realizáramos en el artículo que critica: el gran logro de las clases dominantes desde la transición posdictadura fue sellar la escisión entre la lucha por las libertades democráticas y las reivindicaciones sectoriales de cada movimiento, por un lado, y el cuestionamiento a las bases económico-sociales y la opresión imperialista que había legado la dictadura, por el otro. En aquel entonces importantes sectores de la intelectualidad, que iban desde revistas como Controversia (que aglutinó en el exilio a Aricó, Casullo, Portantiero, Terán, entre otros) y Punto de vista (que en ese entonces tenía como sus dos figuras principales a Sarlo y Altamirano), el Club de Cultura Socialista o el “grupo esmeralda” (Portantiero, Hilb, de Ípola, Aricó, etc.) se empeñaron en sellar aquella separación con argumentos mucho más sofisticados. Forjaron la ideología social-liberal que permeó al progresismo de la transición y la posdictadura. Sorans parece decidido a hacerse eco de ella.
Cómo alucinar la historia nacional desde un concepto no marxista de revolución
El choque militar contra las fuerzas británicas era una causa justa que fue traicionada por el general Galtieri y la dictadura, lo que llevó a su caída en medio de movilizaciones populares en Plaza de Mayo del 15 de junio de 1982. A eso llamamos revolución democrática triunfante. La caída de la dictadura se logró por la movilización revolucionaria de las masas. No fue una “salida” pactada por militares y políticos patronales.
Esta definición de Sorans concentra la excéntrica visión de su corriente sobre la transición de 1983, argumentada de forma aún más extravagante por el autor. Así, Galtieri traicionó en Malvinas, las masas se movilizaron al día siguiente de la rendición, esto hizo caer a la dictadura y entonces triunfó la revolución. Ojalá fuera tan fácil. Seríamos más felices y no tendríamos que haber soportado décadas de sumisión al imperialismo y las políticas neoliberales. Pero lamentablemente el planteo del autor no es más que un rosario de inconsistencias históricas y teóricas. Veamos.
Lo primero que hay que remarcar es que luego de la rendición del 14 de junio, las subsiguientes protestas contra el gobierno en Plaza de Mayo al grito de “los pibes murieron, los jefes los vendieron” y la caída de Galtieri, el régimen quedó herido de muerte pero la dictadura prosiguió 15 meses más. La devaluación de este hecho, grande como una casa, está en el centro de la idea de “revolución triunfante” que imagina Sorans. Nos aclara, por suerte, que: “Recién después [de la caída de Galtieri], los militares, con el aval del PJ, la UCR y los partidos burgueses unidos en la Multipartidaria, decidieron que asuma el general Bignone, tratando de desviar esa movilización revolucionaria...”. Si este fuera el caso: ¿triunfaron o no en esta política? Si leemos a Sorans parecería que no, lo cual se demostraría en que “al día de hoy los militares siguen estando totalmente desprestigiados”.
Sin embargo, lo que dice la historia es otra cosa. La derrota en Malvinas y la subsiguiente crisis terminal de la dictadura implicó un cambió abrupto de la situación que selló la imposibilidad de cualquier transición mucho más continuista como la que se dio luego en Chile con la dictadura de Pinochet. Justamente, para enfrentar este escenario, ya para el 24 de junio de 1982 la Multipartidaria –creada en 1981– se reunió en el Congreso y apoyó la continuidad de la dictadura a través de la asunción del general Bignone, convirtiéndose en su principal sostén hasta las elecciones de octubre de 1983, evitando una caída abrupta de la misma. Así se gestó el carácter pactado de la transición. Que haya habido movilizaciones contra la dictadura no disminuye este pacto, solo lo hace más pérfido. Así fue que se sellaron toda la serie de continuidades institucionales, políticas y económicas que mencionábamos y que consolidaron, tanto los pilares neoliberales del régimen democrático-burgués que le sucedió, como el sometimiento al imperialismo que continúa hasta hoy.
A esto hay que agregar que la política de Galtieri de tomar una causa justa para declararle la guerra al orden de Yalta [2] fue aventurera en muchos sentidos. No solo para la nación sino para la propia burguesía. Con su plan de “ocupar para negociar”, la Junta apostaba a la peregrina idea de que el imperialismo norteamericano le recompensaría su fidelidad intercediendo a su favor para evitar una acción británica. Obviamente no sucedió. Desde bastante antes la dictadura había cumplido la misión para la cual la burguesía la había conjurado. La caída de Viola ya había sido expresión de una creciente disfuncionalidad. El desastre militar de Malvinas que alienaba la relación entre la burguesía local y su amo norteamericano terminó de confirmarlo. De allí un importante incentivo que tenía la burguesía para la “transición” y que, al igual que otros aspectos, desaparece en el relato de nuestro autor.
Ahora bien, por qué Sorans pone tanto empeño en forzar los hechos. Estamos ante un ejemplo de manual de dogmatismo. Resulta que Izquierda Socialista tiene determinada teoría de la revolución, como esta no se condice con los hechos entonces resulta que estos últimos son los que deberían estar mal. Aquella se remonta a la teoría de la revolución democrática de Nahuel Moreno [3]. Sorans se escandaliza porque decimos que este planteo se separa de la teoría de la revolución permanente de Trotsky. Pero no estamos discutiendo problemas talmúdicos. El propio Moreno tenía menos inconvenientes en marcar estas diferencias. Así, sostiene que:
Lo que Trotsky no planteó, pese a que hizo el paralelo entre stalinismo y fascismo, fue que también en los países capitalistas era necesario hacer una revolución en el régimen político [4]: destruir al fascismo para conquistar las libertades de la democracia burguesa, aunque fuera en el terreno de los regímenes políticos de la burguesía, del Estado burgués. Concretamente, no planteó que era necesaria una revolución democrática que liquidara al régimen totalitario fascista, como parte o primer paso hacia la revolución socialista, y dejó pendiente este grave problema teórico [5].
La discusión en este punto es que Trotsky no había dejado pendiente este problema teórico. Se había referido a él tanto en relación a Italia como a Alemania. Pero lo había hecho en términos muy diferentes a los esbozados por Moreno. En diálogo con sus partidarios italianos, Trotsky responde al problema de si puede existir una hipotética “revolución antifascista”. Su respuesta es que no. Ahora bien, no descarta que si estalla una profunda crisis revolucionaria y la vanguardia proletaria no toma el poder “posiblemente la burguesía restaure su dominio sobre bases ‘democráticas’” [6]. Algo similar sostiene en relación a la Revolución alemana de 1918. En su concepción, la República de Weimar no había sido el coronamiento de una revolución burguesa sino el emergente de una revolución proletaria decapitada por la socialdemocracia. Es decir, para Trotsky no había el tipo de “revolución democrática triunfante” que avizoraba Moreno. Si, producto del aborto de una revolución proletaria, surgía un régimen democrático burgués sería porque la contrarrevolución burguesa se ve obligada a ello por las circunstancias. Esto, de hecho, también sucedió mucho después en la Revolución portuguesa de 1974 contra la dictadura de Salazar. A partir de entonces el imperialismo transformó las “aperturas democráticas” en políticas preventivas frente a la caída de diversos regímenes dictatoriales. Previo al desarrollo de su teoría sobre la revolución democrática, la corriente de Moreno había analizado estas políticas en términos de “contrarrevolución democrática” [7].
Aunque Sorans se ofusque, la idea de revolución democrática de Moreno se opone a la revolución permanente de Trotsky. La primera, apuntando a una supuesta revolución en los marcos del régimen político burgués, separa la lucha por ciertas demandas democráticas como el sufragio universal o la legalización de partidos y sindicatos de la resolución de los problemas democrático-estructurales como la opresión imperialista, que son centrales en países oprimidos como el nuestro. La teoría de la revolución permanente, al contrario, plantea la enorme imbricación entre ambas –aunque suene raro tener que recordarlo–. Así, señala que en los países de desarrollo capitalista atrasado, las burguesías locales son incapaces de encabezar la lucha por la resolución íntegra y efectiva de los fines democráticos y la emancipación nacional debido a sus múltiples lazos con el imperialismo. Por eso el planteo de Trotsky era que solo una alianza de sectores populares encabezada por la clase trabajadora conducida por un partido revolucionario estaría en condiciones de llevar los fines democráticos hasta su resolución íntegra y efectiva afectando los intereses fundamentales de la burguesía “nacional” y poniendo a la orden del día objetivos propiamente socialistas. Las cuatro décadas de democracia burguesa cada vez más decadente en la Argentina atravesada por todo tipo de reformas neoliberales “estructurales”, por la deuda y el FMI son una confirmación palmaria por la negativa de este problema.
Más allá de esto, sería injusto achacarle a Nahuel Moreno la visión alucinada que presenta Sorans sobre los últimos 40 años de la historia argentina, consistente en una especie de ascenso ininterrumpido del movimiento obrero y de masas durante los 80 y los 90, abierto por el “triunfo revolucionario inmenso” de 1982. Para fundamentarlo, nuestro autor repite toda la historia de grandes luchas defensivas, heroicas en muchos casos, dadas por la clase trabajadora y los sectores populares que ya analizáramos en nuestro artículo original, solo que despojándolas de cualquier reflexión política, estratégica o siquiera táctica. Las batallas son presentadas como una sumatoria de hechos para fines puramente descriptivos, entre ellas las jornadas revolucionarias de 2001, que ya no se sabe si sigue considerando una “revolución popular” triunfante como consideraba cuando IS era parte del MST. El remate de esta visión superficial es la ausencia en su relato del kirchnerismo que encabezó, luego de Duhalde, la reconfiguración del peronismo y la recomposición del “Estado ampliado” durante 12 años ininterrumpidos luego de la irrupción de masas del 2001. Habría que preguntarle a Sorans por qué si venimos de un ascenso de 40 años, con una o dos revoluciones triunfantes –según se cuente o no el 2001– la corriente de la cual es dirigente, a pesar de su claridad meridiana, no lo pudo aprovechar en lo más mínimo para fortalecerse. Gran misterio.
Por qué optamos por el “frente único” de la III Internacional en lugar del que “prefiere” IS
En ese desarrollo destacan como política del PTS la propuesta del “frente único obrero”. Al respecto Maiello-Albamonte citan a la III° Internacional y a Trotsky. Es su eterna costumbre de recitar citas. Desde Izquierda Socialista preferimos hablar de llamados a la “unidad de acción y enfrentamiento” o diferenciación con las direcciones. Ya que “frente” es concretar una forma organizativa que difícilmente o excepcionalmente se puede constituir con la burocracia sindical o sectores de ella. Popularmente lo definimos como tácticas de “exigencia y denuncia”. Por ejemplo, “que la CGT rompa la tregua y convoque a un nuevo paro nacional”.
Con estos términos Sorans nos invita a dejar de lado la idea de Trotsky y la III Internacional del frente único para sumarlos a la concepción que “prefiere” IS. La respuesta es sencilla: muchas gracias pero no. Según nuestro autor, el “frente único”, que deberíamos llamar “unidad de acción y enfrentamiento”, sería una especie seguidismo a la burocracia sindical con las banderas en alto. Desde este ángulo le critica al PTS no haber cumplido con el deber de ser comparsa en el acto del 1ro. de mayo organizado por la burocracia CGT. A este acto folclórico, sin ningún tipo de trascendencia desde el punto de vista de la lucha de clases, IS lo define como “una de las movilizaciones de masas contra el plan Milei”. Parece un chiste pero es literal. Por otro lado, en relación al contundente paro del 9 de mayo –a cuyo impulso desde las bases estuvieron abocadas todas las agrupaciones del Movimiento de Agrupaciones Clasista y el PTS–, Sorans nos reta por haber osado criticar a la burocracia por dejar pasar sin lucha la aprobación de la Ley Bases en diputados. También habríamos pecado de lesa “unidad de acción y enfrentamiento” por querer organizar una política independiente dentro de la marcha educativa del 23 de abril para levantar la independencia del movimiento estudiantil frente a los rectores que después de los discursos en el palco terminaron entregando todo por un plato de lentejas. Si estos son nuestros pecados no los podemos negar, somos pecadores.
Ahora bien, el frente único es algo muy diferente a lo que propone Sorans. Popularizado por la III Internacional con la fórmula “golpear juntos, marchar separados” remite, por un lado, a la posibilidad de unificar las filas de la clase obrera en la lucha de clases para enfrentar a la burguesía más allá de las divisiones que impone la burocracia –por ejemplo, contratados-efectivos, ocupados-desocupados, sindicalizados-no sindicalizados, etc.–. Por otro lado, tiene como objetivo, sobre la base de esta experiencia común, agrupar a los sectores más avanzados de la clase en un partido revolucionario, subproducto de la confrontación de programas y estrategias. En aquel “golpear juntos”, el término “golpear” es más literal de lo que imagina Sorans. Refiere a acciones realmente de lucha, no meros actos folclóricos organizados por la burocracia como aquel del 1ro. Mayo que tanto ensalsa nuestro autor, los cuales carecen de cualquier efecto y solo sirven para que la burocracia haga su mímica de lucha. Por eso en nuestro artículo utilizábamos como ejemplo de una acción que tuvo elementos de “frente único” a las jornadas de diciembre de 2017 contra la reforma jubilatoria de Macri. Allí se movilizaron sectores de los sindicatos –con o a pesar de sus direcciones–, movimientos sociales –incluidos algunos vinculados al kirchnerismo– y la izquierda para protagonizar aquella concentración en Plaza Congreso que enfrentó la represión y marcó el comienzo del declive del gobierno macrista.
Este estrecho vínculo con la acción en la lucha de clases es clave en el frente único como táctica también desde el punto de vista de aquel “marchar separados”. Es justamente en la intervención en estos combates donde los trabajadores y las trabajadoras que aún tienen confianza en la dirección de la burocracia o en variantes de conciliación de clase pueden hacer una experiencia sacando conclusiones sobre la orientación de sus dirigentes. Es decir, donde la izquierda revolucionaria puede demostrar que es –siempre y cuando lo sea– el sector más decidido, más consecuente en la lucha, en impulsar la democracia obrera y la unidad contra las patronales, en su programa, en su política y de este modo convencer a franjas de aquellos trabajadores de unirse a la construcción de un gran partido anticapitalista y socialista de la clase trabajadora. Por eso suena ridículo el reproche de Sorans, cuando nos reprende por criticar la orientación totalmente claudicante de la burocracia en el marco de los preparativos del gran paro del 9 de mayo. La misma que al día de hoy, en el mejor de los casos, sigue convocando acciones aisladas sin ningún plan de lucha para derrotar la licuadora y la motosierra de Milei. Aunque refiere al movimiento estudiantil y salvando las diferencias del caso, otro tanto podría decirse de su crítica a nuestra propuesta de politica independiente en la marcha universitaria del 23 de abril.
Reducir el frente único a una táctica de “denuncia y exigencia” es confundir la lucha con la diplomacia. Cuando la III Internacional hablaba de frente único se refería a la articulación de volúmenes de fuerza para el combate. No se trata de una exigencia impotente hacia la burocracia para que cambie su orientación porque si no la denunciamos. La clave del frente único es cómo lograr imponerlo efectivamente. Para ello son necesarias fuerzas “propias”. De allí que en nuestro artículo señalábamos tres formas en las que puede imponerse el frente único. Una primera es por el propio impulso de las masas que pasan a la acción, que sería más bien una unificación “de hecho”, como sucedió en diciembre de 2001 y cristalizó en una alianza entre el movimiento de desocupados y sectores de las clases medias (el famoso “piquete y cacerola” del que quedaron al margen los sindicatos producto de la acción de la burocracia). Una segunda es gracias a la acción de un partido revolucionario, que para lograrlo tiene que ser una fuerza política poderosa que constituya una porción decisiva de la clase obrera organizada sindical o políticamente (Trotsky en sus “Tesis sobre el frente único” habla de que es necesario un cuarto o un tercio de la misma). Y una tercera variante se plantea a partir de la articulación de los sectores en lucha que constituyen la vanguardia del movimiento obrero en instituciones de coordinación (lo que llamamos, siguiendo a Trotsky, “comités de acción”) que impongan con su peso el frente único a la burocracia. Una mecánica de este tipo se dio en 1975 cuando las Coordinadoras Interfabriles obligaron a la burocracia a ir a la huelga general del 7 y 8 de julio.
Desde luego la izquierda revolucionaria no puede simplemente esperar pasivamente a que el frente único se imponga por el impulso de las masas (ejemplo del 2001). Eso significaría desconocer que las fuerzas del régimen actúan constantemente para sacar a los movimientos de lucha de las calles y devolverlos a los canales institucionales, ya sea mediante el desvío de los procesos de movilización, la represión o por una combinación de ambas. En el caso argentino, este proceso lo encarnó, primero Duhalde durante su breve interregno y luego plenamente el kirchnerismo. Se trata de uno de los principales problemas a los que se enfrentaron las múltiples revueltas que atravesaron el globo durante la última década, incluido el ciclo de 2019 que tuvo como epicentro a Chile. Frentes únicos “de hecho” como, por ejemplo, el conquistado durante el paro del 12 de noviembre de 2019 en Chile, donde diversos sindicatos confluyeron con la juventud precaria de las poblaciones en alianza con sectores medios democráticos detrás del “¡Fuera Piñera!”, que fue dividido rápidamente a través de una combinación de desvío político al que se plegó la burocracia (“Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”) y represión redoblada contra los sectores más combativos. En este marco, y mientras no haya partidos revolucionarios con suficiente fuerza para imponer el frente único por su propio peso, cobra especial relevancia en un contexto de fragmentación de la clase trabajadora, el desarrollo de instituciones permanentes de unificación de los sectores en lucha, combativos y organizaciones políticas de la clase trabajadora (“comités de acción”). Pueden ser coordinadoras que incluyan la participación del activismo. Incluso instancias como las Asambleas barriales que surgieron desde finales del año pasado sobre todo en el AMBA, mostraron elementos en ese sentido, así como otras experiencias, como la lucha autoconvocada de trabajadorxs de la educación y de la salud en Misiones o el reciente conflicto docente en Neuquén, que dieron lugar a experiencias asamblearias que son un punto de apoyo en el mismo sentido. El punto es que la energía desplegada por el movimiento no se diluya en combates aislados sin continuidad y sirva de palanca para imponer el frente único.
La lucha por un gobierno de trabajadores y una democracia de otra clase
El desarrollo virtuoso de una mecánica como la que describíamos es vital si estamos pensando la revolución, no “en el terreno de los regímenes políticos de la burguesía”, sino en términos del desarrollo de un poder alternativo que pueda enfrentar con éxito al Estado capitalista en un proceso revolucionario. Los consejos o “soviets”, que emergieron en el siglo XX como forma novedosa del poder constituyente de la clase trabajadora y el pueblo explotado y oprimido, son justamente organismos de frente único de masas cuando este adquiere su mayor desarrollo. Expresaron una nueva práctica potencialmente antagónica a la práctica burguesa de la política. Su estructura flexible y elástica con diputados revocables elegidos a partir del entramado que hace a la producción y reproducción de la sociedad –las fábricas, las empresas, las oficinas, los campos, los hospitales, las escuelas, las universidades, entre otros– permite articular las diversas reivindicaciones y formas de lucha para crear un poder alternativo. Desde Marx y Engels en adelante sabemos que “la clase trabajadora no puede simplemente tomar posesión de la maquinaria del Estado tal como está, y ponerla en movimiento para sus propios fines” [8]. Los consejos han mostrado su potencialidad tanto para la preparación de la lucha por el poder, como para la toma del poder por parte de la clase trabajadora y, una vez conquistado, como instituciones de una democracia de otra clase, mucho más amplia que cualquier democracia burguesa. Un “gobierno de las y de los trabajadores impuesto por la movilización de los explotados y oprimidos” como el que propone la declaración programática del FITU debería basarse en una democracia de los consejos (soviets). Sin embargo, esta es una de las diferencias históricas centrales que tenemos dentro del Frente de Izquierda, que ha llevado a que no haya una formulación común en su programa que sea explícita en este sentido.
Sin esta pelea por el desarrollo de instituciones de unificación y coordinación de los sectores en lucha y, en perspectiva, de consejos/soviets, es prácticamente imposible quebrar el ecosistema de reproducción de regímenes burgueses en crisis típico de la actualidad, donde suceden fenómenos de derecha y ultraderecha, así como frentes “anti” –“antineoliberales” o “populismos de izquierda” cada vez más degradados– que hacen de válvula de escape para sostener políticamente un capitalismo imposibilitado de consolidar nuevas hegemonías. A esto hay que agregar que en los casos donde el régimen se encuentra más amenazado surge, en oposición al frente único (“golpear juntos, marchar separados”), lo que en la tradición marxista se llama “frente popular”, cuya crítica, llamativamente, no aparece en el artículo de Sorans. El mismo consiste en la colaboración entre organizaciones obreras, sindicatos y movimientos sociales detrás de sectores de la burguesía –o sombras de ella– con un programa que adopta algunas demandas del movimiento de masas para enmarcarlas dentro de la defensa de los intereses fundamentales de la burguesía para salvarlos. En perspectiva, una política de este tipo parece propiciar Grabois y el ala izquierda del peronismo. En los 70 el peronismo –político y sindical– se dividió entre este tipo de variantes (Montoneros, etc.) y aquellos que apostaron a métodos fascistas para liquidar a la vanguardia, cuya expresión más saliente fueron las bandas de la Triple A. Pero, como era de esperarse, también las referencias a aquel “ensayo revolucionario” y su balance, que constituían el punto de partida de nuestro artículo anterior (y de cualquier reflexión seria), brillan por su ausencia en el abordaje de Sorans [9].
Hoy estamos ante un momento histórico bisagra, frente a un nuevo intento de reestructurar el país en función de los intereses de las grandes corporaciones y el capital financiero. El peronismo se encuentra en una profunda crisis y se empiezan a esbozar las primeras batallas de la lucha de clases del período. El Frente de Izquierda que integramos ya lleva más de una década siendo una referencia política en el país. Tiene razón Sorans cuando dice que el PTS e Izquierda Socialista tienen “dos visiones opuestas desde la caída de la dictadura y de la política para construir una dirección socialista revolucionaria”. El problema es que la que sostiene Sorans, ligada a revoluciones “en el terreno de los regímenes políticos de la burguesía”, a la separación de la lucha por ciertas demandas democráticas de la resolución de los problemas democrático-estructurales como la opresión imperialista, a no ver la vinculación entre la democracia capitalista pos-83 y el neoliberalismo, a reducir el frente único a un problema de “exigencia y denuncia”, a pensar la cuestión del gobierno de trabajadores por fuera del desarrollo de consejos/soviets, ya fracasó sistemáticamente en las últimas cuatro décadas.
Para construir un gran partido revolucionario de trabajadores con un programa anticapitalista y socialista necesitamos una izquierda que impulse la autoorganización y empalme con los sectores de vanguardia del movimiento obrero, estudiantil, de mujeres, de las Asambleas barriales, que pelee sistemáticamente contra la burocracia en los sindicatos apelando a la táctica de frente único obrero, que tenga como perspectiva el desarrollo de consejos y una democracia de otra clase que supere los estrechos límites de la democracia capitalista, que se prepare teórica y políticamente para enfrentar las variantes de colaboración de clases de “frente popular”, que levante las banderas del internacionalismo proletario contra cualquier “campismo” que termine detrás de unas potencias imperialistas frente otras (debate que hemos tenido con IS, por ejemplo, en torno a Ucrania), entre otros aspectos centrales. Para nosotros, solo una izquierda revolucionaria así puede confluir, al calor de los combates que están planteados en esta etapa del proceso político nacional e internacional, con los sectores que rompan con el peronismo y plantear una alternativa política de salida a favor del pueblo trabajador de la aguda crisis que atraviesa hoy el país [10]. Si sirve para clarificar algo de esto, bienvenida la polémica. |