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6 de octubre de 2024 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Dos estrategias en la izquierda. Un debate con la revista Jacobin
Matías Maiello | @MaielloMatias
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La revista Jacobin América Latina dedica su último número a lo que define como un fin de ciclo de la izquierda a nivel global. Este se suma a un avance arrollador de la derecha frente al cual parece que la única posibilidad es una resistencia en la última trinchera. Bajo el título “Cuando la mejor defensa es un buen ataque”, Ariel Petruccelli polemizó con estas tesis un reciente número de Ideas de Izquierda. Otro debate tuvo lugar entre Martín Mosquera, Claudia Cinatti y Alejandro Kaufman, con motivo de la presentación de la revista en la Fundación Rosa Luxemburgo. En estas líneas volveremos sobre estos debates. En particular, nos concentraremos en la situación de la izquierda, de la derecha, las conclusiones de los procesos recientes de la lucha de clases y las consecuencias estratégicas que se desprenden de ellas.

La tesis de Jacobin es que “el cierre de un ciclo histórico para la izquierda global deja un panorama de desilusión”. Efectivamente hay un fin de ciclo, pero de una izquierda específica. Aquella que quedó presa del ecosistema de regímenes burgueses en crisis luego relegar el programa anticapitalista y plegarse a las variantes neorreformistas o populistas de izquierda. Limitándose a la pura resistencia bajo el supuesto de “frenar a la derecha” ha contribuido a lo contrario. A continuación algunas reflexiones en torno a este problema.

El ciclo de una izquierda que dejó de ser radical

Al leer la editorial de Jacobin queda la sensación de que las desgracias políticas se suceden al modo de las catástrofes naturales. Solo merecen una crítica explícita la coalición griega Syriza por capitular ante la Troika y la formación española Podemos por culminar en un cogobierno con el PSOE. Sobre Venezuela la editorial se limita a señalar que “la crisis económica se profundizó, exacerbando una situación humanitaria crítica”. El PT de Brasil aparece mencionado solo como víctima del golpe institucional. El gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner como “frustrado interludio peronista”. En los casos del Reino Unido y EE. UU., solo se afirma que “Jeremy Corbyn y Bernie Sanders concluyeron sus aventuras en 2020”.

Ahora bien, el punto de la editorial es que: “Tras los fracasos del reformismo, la izquierda radical sigue siendo tan impotente como antes. No solo no se beneficia cuando las desilusiones reformistas quedan expuestas, sino que es arrastrada por el espiral depresivo de su crisis”. Desde luego esta ecuación depende de qué queramos decir con “izquierda radical”. Si entendemos el término, como se utiliza en Francia, como un intermedio entre una “izquierda institucional” social-liberal y una “extrema izquierda” anticapitalista, la afirmación citada no tiene demasiado sentido ya que la “izquierda radical” encarnaría efectivamente al reformismo. Sin embargo, adquiere entidad como problema si, siguiendo a Marx, asociamos el término “radical” a una alternativa anticapitalista. Entonces queda planteada la pregunta por el derrotero que tuvo efectivamente esta izquierda radical en los últimos años.

Cuatro décadas de ofensiva neoliberal e identificación del estalinismo con el “socialismo real” no han pasado en vano desde el punto de vista de la subjetividad de la clase trabajadora. Este es el marco de cualquier respuesta seria sobre evolución de la izquierda radical. Sin embargo, luego de una década y media donde hemos presenciado todo tipo de fenómenos políticos y de la lucha de clases, las coordenadas de esta crisis de subjetividad ya no son las mismas. Volveremos sobre este punto más adelante, pero hay una primera cuestión que es necesario abordar. A saber: qué políticas y qué estrategias se expresaron en la izquierda radical y cuáles fueron sus resultados. Más específicamente, ¿estas contribuyeron a revertir años de retroceso subjetivo o bien fueron parte del problema? Sin ser exhaustivos, a continuación algunos ejemplos relevantes en este segundo sentido.

Estados Unidos. La revista Jacobin original surge en EE. UU. hace más de una década en paralelo a la emergencia de la organización Democratic Socialist of America (DSA). El DSA logró un crecimiento importante vinculado al fenómeno juvenil que se conoció como el “socialismo millennial”. Esta juventud dio vida al movimiento Black Lives Matter, a la generación que protagoniza muchos de los recientes procesos de lucha y organización del movimiento obrero norteamericano, así como al reciente movimiento contra el genocidio en Gaza. Desde las páginas de Jacobin y el DSA se propició una estrategia de construcción popularizada como “inside-outside” (adentro-afuera) del Partido Demócrata. Eric Blanc, en su momento, la sintetizaba de la siguiente manera: “Bernie Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez y otros radicales recién electos han aumentado las expectativas de los trabajadores y han cambiado la política nacional. Los socialistas deben participar en este crecimiento electoral para promover movimientos de masas y organizar a cientos de miles de personas en organizaciones independientes de la clase trabajadora”. En aras de amoldarse al rígido bipartidismo norteamericano se les propuso a aquellos jóvenes que veían con buenos ojos la idea de un “socialismo”, juntar fondos y militar las elecciones para candidatos que figuraban en las boletas del Partido Demócrata, uno de los principales partidos imperialistas del planeta. Luego de las sucesivas derrotas de Bernie Sanders en 2016 y 2020 en las primarias terminaron respaldando más o menos explícitamente –y siempre presentado como “mal menor”– a sectores del establishment más rancio como Hillary Clinton y luego a Joe Biden, rebautizado “Genocide Joe”. Hoy la política de la mayoría del DSA es prácticamente indisociable del Partido Demócrata, a contramano de aquella juventud que levanta su voz contra el genocidio del pueblo palestino. Es la consecuencia de un estrategia centrada en las demandas económicas de bread and butter que dejó de lado la lucha contra guerrerismo bipartidista de las clases dominantes norteamericanas. El mismo que amenaza con poner al mundo frente a una tercera guerra mundial y que plantea la necesidad de una izquierda norteamericana verdaderamente radical que se proponga liderar la lucha internacional contra el genocidio en Gaza.

Grecia. El caso de la “Plataforma de izquierda” dentro de Syriza es otro ejemplo de la debacle de este tipo de “izquierda radical”. A poco de llegar al gobierno, en enero de 2015, como parte del proceso de pasivización de las enormes movilizaciones de 2010-2012 que incluyeron más de 30 paros generales, quien fuera miembro del Comité Central de Syriza y referente de la Plataforma de Izquierda, Stathis Kouvelakis, sostenía que lo que estábamos viendo era la consecución de la “estrategia de ‘guerra de posiciones’” de Gramsci. Tan pronto como en julio de aquel mismo año, cuando Syriza capituló ante la Troika desconociendo un referéndum donde el 61 % de los votantes habían decidido romper, se encontraba dando cuenta de “un desenlace completamente desastroso para un experimento político que dio esperanza a millones de personas luchando en Europa como en otras partes del mundo”. Kouvelakis expresaba una extendida ilusión de que sería posible un carril intermedio entre una estrategia de ruptura decidida con el capitalismo y la gestión “de izquierda” de lo existente. Habiéndose plegado a la dirección de Alexis Tsipras, la Plataforma de Izquierda que reunía a los sectores más de izquierda y llegó a constituir el 30% de la coalición, para mediados de 2015 había quedado reducida a su mínima expresión, siendo expulsada de Syriza sin pena ni gloria.

Brasil. El PT gobernó durante años en beneficio del capital asimilando sus métodos. Frente a la crisis y la enorme irrupción de masas de las jornadas de junio de 2013 respondió con nuevos ataques al pueblo trabajador nombrando al neoliberal Joaquim Levy como ministro de Hacienda para encarar los ajustes. Contribuyó así a la desmoralización de su propia base social y le allanó el camino a la derecha que levantó sus propias banderas “hegemónicas” con la operación Lava Jato y movilizó a las clases medias para dar el golpe institucional en el marco del cual luego emergería Bolsonaro. Buena parte de intelectualidad petista, cuya vocera fue Marilena Chaui [1], en vez de responsabilizar al PT, le echaron la culpa del ascenso de la derecha a las jornadas del 2013. Por su parte, la respuesta de la izquierda radical ante este proceso fue catastrófica. El PSOL profundizó un curso de asimilación al lulismo que hoy es prácticamente total. En caso del sector del PSTU, después de años atrapados en el sectarismo burocrático y el sindicalismo que los llevó a apoyar el impeachment, una fracción encabezada por Valerio Arcary –columnista de Jacobin– rompió con aquella organización y, en un giro de 180 grados, se plegó completamente al PT. Así, estos sectores de la “izquierda radical” brasilera, con el argumento de “frenar al fascismo” terminaron detrás de la fórmula Lula-Alckmin, la cual traducida a términos argentinos sería una especie de fórmula CFK-Larreta. Ahora una figura del PSOL como Guilherme Boulos se presenta como candidato competitivo en las municipales de São Paulo, sin embargo, su programa de gestión capitalista y sus alianzas ya son indistinguibles de las del lulismo.

Francia. El país es uno de los grandes laboratorios de la lucha de clases del último período, con procesos como la revuelta de los Chalecos Amarillos de 2018 o la enorme lucha contra la reforma de las pensiones que incluyó no solo enormes movilizaciones y paros generales sino también huelgas duras en sectores estratégicos del movimiento obrero. Fue necesaria la acción conjunta de Macron y la burocracia sindical para impedir que se transforme en huelga general. Buena parte de extrême gauche, desde el 2009 se propuso diluir su programa revolucionario con la ilusión de avanzar políticamente [2]. Así la histórica Liga Comunista Revolucionaria se autodisolvió en el Nuevo Partido Anticapilista (NPA). Sin embargo, lejos de poder proyectarse políticamente, bajo esa misma lógica, el NPA se fue desgranando detrás del desprendimiento del Partido Socialista encabezado por J. L. Mélenchon. Con el argumento de “enfrentar al fascismo” terminó diluido en el Nuevo Frente Popular (NFP) junto con el Partido Comunista y el Partido Socialista francés, con la ilusión de convertir a Mélenchon en Primer Ministro y administrar el Estado imperialista francés “por izquierda”. Finalmente, luego de que millones votaran por el NFP, Macron vetó esa posibilidad con los mecanismos bonapartistas de la V República y el Nuevo Frente Popular quedó sumido en la impotencia. A la otra parte de la extrême gauche, Lutte Ouvrière, no le fue mejor. Siguió todos estos convulsivos años recluida en el sindicalismo sin un papel relevante en el proceso político y la lucha de clases.

Si tomamos esta serie de ejemplos –que se podrían ampliar, y mucho– podemos responder a la pregunta de por qué, tras los fracasos del reformismo, esta izquierda radical quedó reducida a la impotencia. Se ha liquidado como izquierda anticapitalista plegándose a variantes neorreformistas o populistas de izquierda, declinando cualquier posibilidad de transformarse en alternativa política. De este modo ha transformado el fracaso del “reformismo” en su propio fracaso. Si hay una conclusión que puede extraerse de todo esto es que la idea de dejar en un segundo plano el programa anticapitalista para confluir con fuerzas políticas que se proponen administrar el Estado capitalista es una catástrofe para la izquierda. Sin embargo, la conclusión de Jacobin para “superar la crisis de la izquierda” pareciera ser la repetición de este tipo de experiencias esperando un resultado diferente.

La izquierda que no miramos

En este marco, el número de Jacobin América Latina, dedicado íntegramente al análisis de la izquierda, prácticamente no menciona al Frente de Izquierda y de los Trabajadores - Unidad (FITU) . El FITU sería un contraejemplo a la disolución de la izquierda radical detrás del neorreformismo o el populismo de izquierda. Hace más de una década, mientras todo el resto de la izquierda en un sentido amplio (PC, Patria Grande, PCR, etc.) se alineaba con el kirchnerismo, cuya política buscaba dar cuenta de la relación de fuerzas heredada de 2001 (DD. HH., concesiones salariales, paritarias, estatización de las AFJP, etc.) y establecer que a su izquierda “estaba la pared”, en 2011 se constituyó el Frente de Izquierda, a contracorriente, como un polo de independencia de clase. Desde entonces no se mantuvo estático y pasó por importantes cambios en su interior, se integró el MST, un sector del PO rompió (actual Política Obrera) y dentro del mismo fue cobrando peso determinante el PTS.

Hoy el Frente de Izquierda ya lleva más de una década como referencia política de la izquierda en el país. Esto a pesar de que, luego de las jornadas de diciembre de 2017 –que marcaron uno de los puntos más altos de la lucha de clases del último período–, se produjo un amplio proceso de pasivización encabezado por el peronismo/kirchnerismo, primero en torno a una salida electoral con el famoso “hay 2019” y luego bajo el gobierno de Alberto y Cristina que incluyó una tregua de 4 años de la burocracia sindical y social peronista. Todo ello mientras se degradaban enormemente las condiciones de vida del pueblo trabajador, lo que contribuyó a allanar el camino al fenómeno Milei. En este marco, adquiere toda su significación el hecho de que una izquierda con un programa transicional que contiene medidas anticapitalistas y culmina con el planteo de “gobierno de las y de los trabajadores impuesto por la movilización de los explotados y oprimidos”, tenga una presencia tan continuada y a un nivel que nunca tuvo.

Bajo condiciones similares de crisis de subjetividad de la clase trabajadora y en una situación de mucho menor lucha de clases, comparada con ejemplos a los que nos referimos como Grecia o Francia, el FITU ha logrado una influencia sostenida de entre 800.000 y 1,2 millones de votos según la elección, referentes nacionales destacados como Myriam Bregman (PTS) y Nicolás del Caño (PTS), presencia parlamentaria (nacional, provincial y municipal), implantación en la mayoría de las provincias del país, arraigo en la vanguardia obrera y estudiantil, en el movimiento de mujeres, en el movimiento medioambiental, en la juventud y en sectores de la intelectualidad de izquierda. Una fuerza minoritaria pero ineludible en la escena política, lo que le otorga una posición privilegiada que, en el caso del PTS buscamos aprovechar para afrontar el desafío vital de construir un gran partido de trabajadores socialista que pueda ser alternativa al peronismo frente a procesos de radicalización.

En Argentina la izquierda no solo se sostuvo a pesar del avance de la derecha, sino que es la única fuerza que, hoy por hoy, presenta un oposición decidida, tanto en el parlamento como en las calles, a Milei, cuestión que es reconocida por propios y ajenos. Es por ello que tiene una dinámica muy diferente a la izquierda radical en otras partes del mundo. Si hubiera seguido los consejos de Jacobin, probablemente hoy participaría de la desmoralización del kirchnerismo. Pero no se trata de una excepcionalidad argentina, sino de un determinado tipo de estrategia. Un ejemplo sintomático es Révolution Permanente (RP) en Francia. En una situación crítica de la extrême gauche, en el marco de la disolución del NPA en el melechonismo, RP resistió este giro. Hoy a pesar de ser una fuerza muy joven, es la corriente militante más dinámica de la izquierda francesa. El secreto, que no es tal, fue intervenir decididamente con una política independiente y de autoorganización en los múltiples escenarios de la lucha de clases que dio Francia en los últimos años. Así es que logró ligarse a los sectores más avanzados de estos procesos del movimiento obrero, estudiantil, antiracista, inmigrante y de la intelectualidad.

En las páginas de Jacobin, Martín Mosquera señala que: “El movimientismo y el populismo [...] ignoran principalmente la necesidad de construir una organización política sólidamente arraigada en la clase trabajadora, capaz de desarrollar un proyecto estratégico en torno al cual formar y movilizar a sus miembros”. Sin embargo, si uno recorre la revista, lo que destaca es la ausencia de una reflexión estratégica en ese sentido, empezando por una evaluación de la izquierda realmente existente. En el caso de Jacobin de EE. UU. los debates en torno a estos temas eran mucho más concretos, ligados al desarrollo del DSA, con los problemas que señalábamos antes. Pero en Jacobin América Latina esta reflexión se mantiene en un nivel abstracto e indeterminado donde la “izquierda radical” no queda claro a ciencia cierta qué es y desaparecen las experiencias que, como el FITU, no encajan en sus esquemas.

Las “nuevas derechas”, el impresionismo táctico y la ingenuidad estratégica

En su análisis sobre Bolsonaro en la revista, Valerio Arcary señala que la emergencia de lo que denomina “neofascismo” no responde al peligro de revolución –como sí sucedió con el nazifascismo–, sino a la radicalización de una fracción de la burguesía que lidera una ofensiva contra los trabajadores. Efectivamente, las nuevas derechas actuales no tienen enfrente un movimiento revolucionario. Sin embargo, la conclusión en este punto debería ser la contraria a la que saca Henrique Canary en Jacobin proponiendo el virtual abandono de un programa de ruptura con el capitalismo y un repliegue al programa mínimo. El hecho de que aún sin grandes luchas revolucionarias hayan emergido derechas radicalizadas es un anticipo de lo que podemos esperar si las hay. Muestra que las salidas que tiene preparadas la burguesía frente al desarrollo de la lucha de clases son contrarrevolucionarias. Representa un alerta de que si el movimiento de masas no articula una respuesta revolucionaria a la altura será derrotado en la lucha o, lo que es peor, sin presentar batalla.

Ahora bien, ¿en qué momento estamos? Para responder hay que distinguir por lo menos tres dimensiones, muchas veces confundidas, de lo que podría interpretarse como “fascista”. Una cosa es un discurso fascista, otra un movimiento o un grupo fascista y otra un gobierno fascista. La preeminencia de lo discursivo es característica de buena parte de la teoría política contemporánea. Desde este ángulo es fácil perderse en la fluidez de las cadenas de significantes. Mucho del uso y abuso del término “fascismo” para catalogar todo tipo de variantes de derecha se relaciona con miradas enfocadas en el discurso. Desde luego cada quien puede llamarle “fascismo” a lo que quiera, el problema es qué queremos explicar.

Una de las novedades que se expresaron pos crisis de 2008 es el fenómeno de la derechización de la derecha con sus respectivas combinaciones de religión, nacionalismo, xenofobia, misoginia y racismo según el caso. Sin embargo, las llamadas “nuevas derechas”, en la gran mayoría de los casos, se ubican a la derecha de los liberales y conservadores tradicionales sin romper definitivamente con el marco del consenso neoliberal. A diferencia del fascismo en los años 30 del siglo pasado, las derechas actuales aún no constituyen respuestas de conjunto frente a la necesidad de una reconfiguración a gran escala que necesitaría el capitalismo hoy. No esgrimen, dicho en términos de Gramsci, formas de “revolución pasiva”, se trata de fenómenos infinitamente menos orgánicos. En los países centrales intentan expresar la proyección internacional de su imperialismo –caso de un Trump–, mientras que, en la periferia, expresan la dependencia más servil al capital imperialista –caso de un Bolsonaro o un Milei–.

A su vez, aquella derechización de la derecha tampoco es evolutiva ni homogénea. Tanto Giorgia Meloni en Italia como Marine Le Pen en Francia han aggiornado sus discursos a los estándares de sus respectivos regímenes (y sobre todo al alineamiento con la OTAN) para fortalecer sus aspiraciones de gobierno; con éxito en el primer caso, sin él en el segundo. Un caso diferente es Alternative für Deutschland (AfD) que se ha impuesto en las recientes elecciones regionales de Sajonia y Turingia, la cual tiene como uno de sus líderes a Björn Höcke, una figura con un discurso abiertamente fascista. Un elemento que distingue a esta formación es su discurso antinorteamericano y anti OTAN. La multiplicidad de fenómenos de derecha a nivel global se debaten entre el aggiornamiento y la radicalización discursiva.

Junto con este fenómeno, existe otro que es característico desde la crisis de 2008 en adelante: la proliferación de elementos autoritarios y la concentración de poder en determinadas instituciones –en general en el Poder Ejecutivo– dentro de los regímenes democrático-burgueses existentes; lo que en la tradición del marxismo llamaríamos rasgos “bonapartistas”. Confundir la conjunción entre ambos fenómenos con la existencia de gobiernos fascistas propiamente dichos implicaría caer en una subestimación de lo que significaría un gobierno de este tipo. Retomando algunos términos de Trotsky, podríamos definir a un gobierno fascista como un tipo de bonapartismo que se constituye como tal luego de la destrucción y desmoralización del movimiento de masas. Esto hace que se caracterice por una estabilidad mucho mayor que cualquier otro bonapartismo.

Hoy en día, ninguno de los fenómenos de derecha que estamos describiendo tiene esta fortaleza ni por casualidad, se lo llame como se lo llame. Si bien se han desarrollado todo tipo de variantes de extrema derecha, aquellas que han logrado triunfar electoralmente y dirigir Estados no han podido consolidarse en el gobierno. Bolsonaro y Trump fueron ejemplos en este sentido. En el caso de este último, si logra elegirse por segunda vez, volverá a lidiar con las contradicciones que atravesaron su primer mandato, ahora exacerbadas. En este contexto debe ser inscripta la consolidación de una base propia de derecha, la cual es centralmente electoral, como quedó demostrado en el carácter marginal, tanto de la toma del Capitolio en EE.UU. como de la Plaza de los Tres Poderes en Brasil, luego de las cuales ambos presidentes tuvieron que entregar el poder.

Adoptar una aproximación precisa a estos fenómenos es fundamental, ya que la contracara del impresionismo táctico es la ingenuidad estratégica. Como trasfondo de la ampliación casi sin límites del término “fascismo” está la idea de que fenómenos como aquellos de los años 30 del siglo pasado serían irrepetibles. Un autor como Maurizio Lazzarato sintetizaba esta idea, muchas veces presupuesta pero no explicitada, cuando decía que “El nuevo fascismo ni siquiera tiene que ser ‘violento’, paramilitar, como el fascismo histórico cuando trataba de destruir militarmente a las organizaciones de trabajadores y campesinos, porque los movimientos políticos contemporáneos, a diferencia del ‘comunismo’ de entreguerras, están muy lejos de amenazar la existencia del capital y de su sociedad” [3]. Efectivamente hoy no estamos ante fenómenos como aquellos del “fascismo histórico” por estos elementos que señala Lazzarato. Pero no significa que hayan sido sustituidos por “nuevos fascismos” –que ni siquiera tienen que ser violentos o paramilitares–, sino que expresa que aún las clases dominantes no han tenido que echar mano a la alternativa de la guerra civil.

El problema es que el “fascismo histórico” no es una cuestión del pasado sino del futuro; y no hablamos de un futuro indeterminado sino de uno que está inscripto en las tendencias más profundas de la etapa actual junto con la guerra y la revolución. Milicias de ultraderecha del tipo Prud Boys, Patriot Prayer o Boogaloo Boys en EE. UU. hasta ahora fueron marginales, mañana podrían no serlo. En términos de estrategia revolucionaria, la preparación para el resurgimiento de estos fenómenos más “clásicos” es fundamental. Esto no implica que surjan con idénticas características, pero sí que su esencia, la guerra civil contra la clase trabajadora y el movimiento de masas, no puede perderse de vista como cuestión definitoria para evitar cualquier pacifismo a destiempo.

Si, como sostiene Canary, la forma de enfrentar al “fascismo” fuese dejar de lado una estrategia de ruptura con el capitalismo, entonces esta estrategia no tendría lugar nunca en la historia ya que, el desarrollo de la lucha de la clase trabajadora, cuanto más radical es, más presupone la emergencia de fuerzas igualmente radicalizadas pero de sentido contrario. La revolución y la contrarrevolución, históricamente, vienen de la mano. La cuestión es quién cuenta con fuerzas mejor preparadas y decididas para el momento del (inevitable) choque. La historia argentina reciente de los años 70 nos ofrece un ejemplo de manual sobre este punto.

El ecosistema político de los regímenes burgueses en crisis

Para comprender el trasfondo de estos fenómenos en la actualidad debemos situarlos en un marco más amplio del que nos ofrece Jacobin. El mismo está determinado por los procesos de “crisis orgánicas” (Gramsci) o elementos de ella que atraviesan a gran parte de los regímenes políticos capitalistas en la actualidad. La prolongación sin resolución de las mismas se traduce en la conformación de un ecosistema de reproducción de regímenes en decadencia con fuerzas de derecha y ultraderecha, por un lado, y neorreformismos y populismos de izquierda por otro, donde estos últimos cumplen un papel de válvula de escape frente a los procesos de movilización para sostener políticamente un capitalismo imposibilitado de consolidar nuevas hegemonías. La historia reciente de América Latina con la alternancia entre “oleadas rosa” y ciclos de derecha, y Argentina en particular, con la sucesión CFK-Macri-Alberto-Milei, son ejemplos muy ilustrativos [4].

La estrategia de amoldarse a este ecosistema ha sido fatal para la izquierda radical, como veíamos en los ejemplos de EE. UU., Grecia, Francia y Brasil. Así también, no hacerlo ha sido clave para la consolidación de la izquierda radical en Argentina. En este último caso, Jacobin ha insistido en el sentido contrario, incluso llamando al FIT-U a declinar su campaña electoral en favor de Massa en las pasadas presidenciales. Según criticaba Martín Mosquera entonces,

el Frente de Izquierda está comprometido en llevar a cabo su propia campaña electoral, la cual está en competencia con cualquier movimiento social que priorice la lucha contra la extrema derecha, ya que este último podría tener el efecto de desviar apoyos electorales de la izquierda hacia la candidatura oficialista.

Es extraño que esta insistencia en que la izquierda se subordine a variantes burguesas de conciliación de clases conviva con la pregunta de por qué la izquierda radical no emerge como alternativa a los neorreformismos o populismos de izquierda en crisis. Solo quebrando esta lógica es posible encontrar un camino para la izquierda radical y enfrentar verdaderamente el avance de la derecha.

En la Argentina actual esta discusión es muy concreta. El gobierno de Milei carece de partido, de fuerza parlamentaria, de gobernadores y de calle. Es imposible entender el equilibrio que lo sostiene sin dar cuenta del rol del peronismo (sindical, social y político), un entramado que va desde Scioli como secretario del gobierno y el colaboracionismo de gobernadores peronistas, que pasa por Cristina Kirchner proponiendo una agenda que incluya la reforma laboral y Máximo diciendo que “no hay que enojarse con el veto” y que llega hasta Kicillof como posible candidato confrontando a Milei o Grabois haciendo lo propio con el espaldarazo del Papa. Mientras, la principal contribución al equilibrio mileista viene de la CGT, las CTA y los movimientos sociales peronistas.

Como señalara Trotsky a propósito del fenómeno del bonapartismo, si se clavan simétricamente dos tenedores en un corcho, este puede mantener el equilibrio incluso sobre la cabeza de un alfiler. Frente a ese escenario hay dos opciones: o bien esperar a la próxima polémica con Jacobin sobre por qué el FIT-U tiene que votar en 2027 por el próximo Massa, Scioli, Alberto o, en su defecto, Kiciloff o Grabois, o bien buscar las vías para quebrar el ecosistema político que posibilita la reproducción del régimen burgués en los marcos de aquello que Fernando Rosso llamó “la hegemonía imposible”. Prolongando la sucesión entre variantes de derecha y antiderecha a la que apuesta Jacobin se degrada la situación de la clase trabajadora y el movimiento de masas y las condiciones se hacen más adversas para resolver el “empate hegemónico” a favor de las mayorías.

Según Canary, al pelear por un programa anticapitalista, “lo único que logran los revolucionarios es eliminar la posibilidad de unidad y pierden la oportunidad de entrar en contacto con una amplia capa de la clase obrera dirigida por el reformismo”. Lo que el autor imagina que es contradictorio en realidad no lo es. Lo podemos graficar tomando algunos solo ejemplos del pasado mes de septiembre que muestran la evolución de la situación del movimiento en lugares destacados.

En Mondelez Pacheco (ex Kraft), que está entre las fábricas más importantes del conurbano bonaerense y es uno de los símbolos la historia reciente del movimiento obrero –en el 2009 protagonizó el duro conflicto que los enfrentó al gobierno K, la embajada norteamericana y el sindicato–, la lista Bordó con militantes del PTS y activistas obtuvo el 43 % de los votos contra la lista conjunta de la burocracia de Daer y el PCR kirchnerista. En otro lugar emblemático como el Astillero Río Santiago, que en los 90 fue la única empresa estatal donde sus trabajadores lograron derrotar la privatización menemista, la lista Negra obtuvo el 49 % de los votos (1.062 frente a 1.105 de la burocracia peronista), con una campaña por la recuperación de la asamblea general como método de decisión, contra la subordinación de la conducción al gobierno de Kicillof y por la unidad con otros sectores en lucha, entre otros puntos. La docencia neuquina, protagonista de enormes combates como el de 2007 donde fue asesinado por la represión policial Carlos Fuentealba, es otro ejemplo; la reciente lucha que se prolongó durante ocho semanas, en la que jugaron un rol motorizador muy importante las conducciones de las seccionales opositoras donde está la izquierda mostró un camino para defender los derechos laborales y la educación pública junto a la comunidad educativa. Si hoy la lucha se encuentra en un impasse es producto de la política de la burocracia peronista en acuerdo con el gobierno provincial.

Pero podemos ir más allá de los ejemplos argentinos donde la izquierda es más fuerte. Uno de los conflictos de fábrica más importantes de este año en Francia, con amplia repercusión nacional, fue el protagonizado por los trabajadores Neuhauser, empresa del grupo InVivo, una de las multinacionales más grandes del agronegocio en Europa. Allí, una de las patronales radicalizadas de las que habla Arcary atacó al combativo sindicato CGT Neuhauser despidiendo a uno de sus dirigentes Christian Porta, militante de Révolution Permanente, por “acoso moral” a la patronal. En otras palabras, por su actividad como dirigente sindical. Meses de lucha, de huelgas en la fábrica, de movilizaciones, con amenaza de cierre de la fábrica en medio, donde no solo se involucraron los trabajadores del establecimiento sino que articularon un frente único con toda la comunidad activista local (la confederación campesina, los ecologistas, los estudiantes, las organizaciones políticas de la ciudad, otros sindicatos, etc.) y más allá. Todo ello con la autoridad que les daba ser reconocidos como uno de los sindicatos más combativos que había resistido a los despidos en grandes conflictos en 2017 y 2018 e incluso logrado que se contraten jóvenes de la región, también por ser una de las pocas secciones sindicales que organiza delegaciones en las marchas por los derechos de las mujeres y del Orgullo, comprometida con los derechos inmigrantes (catalogados por abogados de la empresa como “islamo-izquierdistas”). Finalmente la ofensiva patronal para quebrar el sindicato fue derrotada y la lucha triunfó.

Lo que muestran estos ejemplos es que tanto la unidad como el contacto con capas amplias de la clase trabajadora no tiene como condición que la izquierda deje de ser tal sino todo lo contrario. En particular, en Argentina estamos ante un momento histórico bisagra, frente a un nuevo intento de reestructurar el país en función de los intereses de las grandes corporaciones y el capital financiero. El régimen político está altamente fragmentado, el peronismo se encuentra en una profunda crisis y se empiezan a esbozar las primeras batallas de la lucha de clases del período. A contramano del consejo de Canary según el cual “los revolucionarios debemos dar un paso atrás”, lo que está planteado es partir de la autoridad que viene conquistando la izquierda por haberse mantenido independiente y estando en la primera fila de todas las luchas contra Milei para impulsar la construcción de un gran partido revolucionario de trabajadores con un programa anticapitalista y socialista, que pelee por el frente único, impulse la autoorganización, empalme con los sectores de vanguardia del movimiento obrero, estudiantil, de mujeres, etc. Solo un partido así puede plantearse confluir con las franjas de masas que rompan con el peronismo frente a una, muy probable, profundización de la lucha de clases.

Dos estrategias

A la hora de buscar una explicación sobre aquello de que “tras los fracasos del reformismo, la izquierda radical sigue siendo tan impotente como antes”, Martín Mosquera encuentra un problema en “los clásicos del socialismo”. Según él:

Los clásicos del socialismo tendían a pensar que la clase trabajadora era instintivamente revolucionaria y que solo factores coyunturales podían llevarla a un letargo reformista transitorio. Pero la realidad resultó ser más compleja. Solo en circunstancias de crisis excepcionales y con una gran acumulación de fuerzas es posible superar la hegemonía reformista en la clase trabajadora. Además, esto no se logra únicamente denunciando al reformismo como una ilusión y anticipando capitulaciones.

Si esto fuese así, para qué entonces la Internacional Comunista conducida por Lenin y Trotsky dedicó tanto tiempo a pensar los problemas de la revolución en Occidente, por qué elaboró tácticas como el frente único, porque buscó desarrollar programas “transicionales”, por qué discutió tanto tácticas como la de “gobierno obrero”, así como las vías múltiples vías para desarrollar partidos revolucionario que tuvieran una influencia mayoritaria en los países europeos. Difícil imaginarlo.

El autor pasa por alto casi todas estas elaboraciones, a pesar de que en su artículo “Luces y sombras de la ‘vía democrática al socialismo’” del último número de Jacobin se propone discutir la “estrategia socialista en Occidente”. Se limita a algunas referencias sobre la táctica de “gobierno obrero” de la Internacional Comunista en Alemania de 1923 pero solo para plantear que aquella compartiría un enfoque estratégico similar al de la “vía democrática al socialismo”. Sobre este punto remitimos a otros trabajos donde hemos debatido contra este tipo de interpretaciones. Aquí queremos referirnos a dos cuestiones que cobran especial actualidad hoy y que hacen directamente al problema que enuncia Mosquera sobre la acumulación de fuerzas para superar la hegemonía reformista en la clase trabajadora. Nos referimos a la táctica del frente único y a la articulación “transicional” del programa.

Lo primero que hay que aclarar es que, por ejemplo, en su prólogo a la Historia de la Revolución rusa, Trotsky toma como punto de partida el carácter profundamente conservador de la psiquis humana para explicar los cambios que se producen en la conciencia en momentos revolucionarios. Las instituciones no cambian nunca en la medida en que la sociedad lo necesita, aun cuando están en una gran crisis pueden pasar largos períodos donde las fuerzas de oposición no hacen más que oficiar de válvula de escape para descomprimir el descontento de las masas y así garantizar la producción del régimen social dominante; es el caso hoy de todo tipo de “progresismos” o “populismos de izquierda”. Este carácter crónicamente rezagado de las ideas y las relaciones humanas respecto a las condiciones en las que están inmersas es lo que hace que, cuando aquellas condiciones se desploman y las grandes mayorías irrumpen en el escenario político, los cambios en la subjetividad superen en pocos días a los de años de evolución pacífica [5].

El enfoque tanto del programa transicional como de la táctica del frente único apunta, justamente, a operar sobre esta discordancia de tiempos entre las crisis económicas, políticas y la subjetividad de los diferentes sectores del movimiento de masas. De allí que, en el primer caso, busca establecer un puente entre las demandas inmediatas que surgen de un determinado estadio “actual” de la movilización y aquellas consignas que se plantean como “necesarias” para hacer frente a determinada situación de crisis desde un punto de vista anticapitalista y socialista. Así también, el frente único apunta a tender un puente en la organización para la articulación de las fuerzas capaces de lograr la “realización” de aquellas demandas.

Claro que, a diferencia de Jacobin, ni la Internacional Comunista ni Trotsky cuando elaboró el Programa de transición, estaban dispuestos a resignar el programa revolucionario. Aquel carácter conservador de la psiquis humana del que habla Trotsky o el recostarse sobre las viejas organizaciones reformistas sobre el que tanto insiste Jacobin hacen que la mayoría de las veces se plantee una distancia, más o menos amplia, entre dos dimensiones a las que tiene que dar respuesta un programa revolucionario. Por un lado, una que podríamos llamar más “objetiva” y que hace a articular una respuesta a la altura de una determinada situación de crisis o el ataque de las clases dominantes. Por otro lado, el nivel alcanzado por la conciencia y la experiencia del movimiento de masas. Por ejemplo, cuando se produce la huelga general política de julio de 1975 en Argentina, el programa de las Coordinadoras Interfabriles tenía como eje la homologación de los convenios colectivos y la caída de Celestino Rodrigo y López Rega. Sin embargo, este programa era brutalmente insuficiente cuando lo que estaba en juego era el problema del poder frente a un gobierno que, con el plan Rodrigo, había jugado una carta contrarrevolucionaria que tenía su correlato militar en la acción de Triple A y de las FF. AA. Las consecuencias de este desfasaje fueron catastróficas.

El objetivo de un programa transicional es proporcionar una ayuda a las masas para superar las ideas, métodos y formas heredadas y adaptarse a las exigencias de la situación objetiva [6]. Por eso, señalaba Trotsky que “algunas reivindicaciones parecen muy oportunistas, porque están adaptadas a la conciencia actual de los trabajadores […], otras reivindicaciones parecen demasiado revolucionarias, porque reflejan más la situación objetiva que la conciencia de los obreros” [7]. El enfoque transicional apunta a ligar la necesidad inmediata (económica o democrática) que impulsa la movilización a consignas “transicionales” que buscan dar una respuesta estructural y de fondo frente a los padecimientos que impone el capitalismo sin detenerse ante el umbral de la propiedad privada y la institucionalidad de la sociedad burguesa [8]. Por ejemplo, hoy tenemos que derrotar la reforma laboral de Milei (objetivo inmediato) pero para resolver el problema estructural de fondo (la desocupación y la informalidad laboral que el kirchnerismo también reprodujo) sería necesario reducir la jornada laboral y repartir las horas de trabajo a costa de las ganancias capitalistas.

Siguiendo el ejemplo anterior, esto presupone la confluencia con todos los sectores que estén dispuestos a luchar contra la reforma laboral pero, al mismo tiempo, el planteo de reparto de las horas de trabajo –articulado de la forma más sencilla posible– es central para que la clase trabajadora pueda plantear una salida propia, la cual necesariamente choca con los intereses de los capitalistas. Este mismo enfoque es el que fundamenta la táctica del frente único. Popularizado por la III Internacional con la fórmula “golpear juntos, marchar separados” remite, por un lado, a la posibilidad de unificar a la clase obrera en la lucha de clases para enfrentar a la burguesía más allá de las divisiones que impone la burocracia –por ejemplo, contratados/efectivos, ocupados/desocupados, sindicalizados/no sindicalizados, etc.–. Por otro lado, busca, sobre la base de esta experiencia común, agrupar a los sectores más avanzados de la clase en un partido revolucionario, subproducto de la confrontación de programas y estrategias.

El planteo del frente único es otro de los grandes ausentes en las reflexiones del último número de Jacobin. En un sentido, estaría negado en la propia idea de Canary de que para conquistar “la unidad” en un contexto donde los revolucionarios no cuentan con fuerza suficiente y la clase trabajadora está fragmentada, hay que dar un paso atrás y aceptar ir detrás del “reformismo”. Evidentemente, para imponer el frente único –que la burocracia boicotea permanentemente, como sucedió aquí con la Ley Bases o el veto contra los jubilados– son necesarias fuerzas suficientes. Desde este ángulo, cobran especial actualidad los desarrollos de Trotsky en torno a lo que denominó “comités de acción”. Es decir, instituciones permanentes de unificación de los sectores en lucha, combativos y organizaciones políticas de la clase trabajadora que puedan permitir articular la fuerza suficiente para imponer el frente único a la burocracia. Por ejemplo, como hicieron las Coordinadoras Interfabriles en julio de 1975, imponiéndole a la burocracia la huelga general. A una escala más pequeña pudimos ver algo de esto con el papel de las asambleas barriales durante toda la lucha contra la Ley Bases. Al mismo tiempo, en instituciones de este tipo los revolucionarios pueden aumentar su influencia confluyendo con los sectores de vanguardia.

Desde luego, todos estos elementos se corresponden con un determinada estrategia vinculada a articular un poder alternativo capaz de romper la relación circular entre procesos de movilización e institucionalización y salir del ecosistema de los regímenes burgueses formado por fuerzas de derecha y frentes “antiderechas”. Claro una cosa es formular una estrategia y otra poder llevarla adelante. No hay ningún triunfo asegurado pero pelea pasa por acá. La estrategia de la izquierda que ha abandonado el programa anticapitalista ya demostró no servir para enfrentar a la derecha sino solo para licuar a la izquierda radical haciéndola partícipe de los fracasos de los diversos neorreformismos o populismo de izquierda.

Crisis de subjetividad, ¿qué hay de nuevo?

El mencionado artículo de Canary parte de la crisis capitalista de 2008 para señalar que “por primera vez en la historia, una debacle económica de dimensiones globales se combinó con el ápice (o, si se quiere, el fondo) de una crisis subjetiva del proletariado”. Es decir, la “novedad” sería la suma de una crisis de subjetividad que se remonta a, por lo menos, tres o cuatro décadas atrás, la cual se combina con una crisis del capitalismo que se inició hace 15 años. Si podemos llamarla novedad, se trata de una bastante añeja. Hace una década algo tan general podía tener más sentido, de hecho, con perdón de la autocita, en 2011, dando cuenta del comienzo del fin de un etapa –la de la “Restauración burguesa”– decíamos en el marco del inicio de la “Primavera árabe”:

Primeras batallas que se dan luego de años donde venimos presenciando la recomposición social y también reivindicativa de la clase trabajadora. Sin embargo, esta recomposición parte de una situación de atraso político del movimiento obrero con pocos precedentes. Una aguda crisis de subjetividad del proletariado fruto de la ofensiva neoliberal, la restauración capitalista en los ex Estados obreros burocratizados y la desmoralización producto de la identificación del estalinismo como “socialismo real”.

Seguimos suscribiendo aquellas palabras. Sin embargo, hoy día decir solo esto equivale a decir muy poco. La crisis de subjetividad sigue siendo una realidad operante, sin embargo, sus términos han variado. El horizonte de la revolución socialista como perspectiva aún está ausente, el stalinismo y la ofensiva ideológica de las últimas décadas han hecho estragos en ese sentido. Pero lo nuevo es que, desde comienzos de la segunda década del siglo XXI, se han sucedido un sinnúmero de revueltas en diferentes países del mundo. Si bien no han dado lugar a nuevas revoluciones, han contribuido a poner en primer plano uno de sus elementos distintivos: la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. Desde la Primavera Árabe de 2011 se han sucedido decenas de procesos de la lucha de clases en diferentes países del mundo. Aquel primer ciclo también se extendió desde Grecia y el Estado español hasta Turquía y Brasil. Un segundo ciclo se inició en 2018 y tuvo su punto más alto en 2019. El mismo atravesó, de un modo u otro, a 37 países [9], entre ellos Francia, Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, EE. UU., el Estado español, Argelia, Sudán, Haití, Hong Kong.

Luego de todos estos procesos, no alcanza con una noción genérica de “crisis de subjetividad” como clave explicativa. Necesitamos indagar sobre los problemas políticos y estratégicos precisos que estos procesos dejaron planteados que, por cierto, son muchísimos, tanto subjetivos como objetivos. Entre estos últimos, a la hora de considerar por qué no se desarrollaron como procesos revolucionarios, es indispensable tener en cuenta que el trasfondo de aquellos dos primeros ciclos no fueron catástrofes de la magnitud de las que hubo durante la primera mitad del siglo XX. No alcanza con constatar que la crisis de 2008 planteó una “debacle económica de dimensiones globales” sin dar cuenta del curso que tuvo. Si bien el 2008 fue una especie de “caída del muro de Wall Street”, se logró evitar un crack de la economía mundial como el de 1930. Claro que a un gran costo, acumulando nuevas contradicciones, gracias a una intervención estatal masiva para salvar a los grandes bancos y corporaciones a costa de las condiciones de vida de las mayorías.

Esta situación híbrida de crisis profunda pero sin crack explica la diferenciación de dos sectores entre quienes protagonizaron aquellos dos ciclos de lucha de clases. Uno que podríamos llamar, a falta de una denominación más ilustrativa, el de los “perdedores relativos” de la “globalización”, quienes lograron algún avance (aunque más no sea salir de la pobreza) y vieron sus expectativas de progreso frustradas por la crisis. Y otro que podríamos denominar el de los “perdedores absolutos”: sectores empobrecidos, precarizados, cuando no desempleados, muchos de ellos jóvenes que quedaron virtualmente por fuera del “pacto social” neoliberal. En el primer ciclo de lucha de clases (2010-2013), más allá de la Primavera Árabe, el protagonismo en los procesos lo tuvieron los “perdedores relativos”. En el segundo ciclo (2018-2020), la irrupción de los “perdedores absolutos”, incluso en las revueltas de países imperialistas como Francia, le otorgó un carácter explosivo y violento.

Bajo estas coordenadas es preciso analizar las características de estos procesos, es decir, la forma concreta en que se ha expresado la crisis de subjetividad. Entre ellas: 1) la primacía de la dinámica de la revuelta donde, si retomamos una conceptualización clásica de Charles Tilly, vemos una gran “división en la comunidad política” pero, a diferencia de las revolución, una muy limitada “transferencia del poder” allí donde la hubo y casi nula en términos marxistas de transferencia del poder de una clase a otra; 2) el carácter mayormente “ciudadano” –atomizado y buena medida desorganizado– que adquirieron los movimientos de masas; 3) una particular ocupación del “espacio público”, limitada en la mayoría de los casos a “las plazas”, al margen el entramado socio-productivo; 4) el desaprovechamiento de las “posiciones estratégicas” que detentan sectores del proletariado en el transporte, la logística, las grandes industrias y servicios; 5) en todos estos puntos cumplió un papel determinante la acción de las burocracias (sindicales, políticas y sociales) como “organismos de policía política, de carácter investigativo y preventivo” [10] para fragmentar y/o pasivizar los movimientos.

Estos son solo algunos de los elementos más sobresalientes, los cuales hemos analizado con mayor detalle y profundidad en otros trabajos. Sin ellos es imposible interpretar el resultado de aquellos procesos. Por ejemplo, la incidencia de los elementos señalados (atomización, aislamiento de los sectores estratégicos, fragmentación burocrática de los movimientos, etc.) fue determinante para impedir enfrentar con éxito al aparato estatal y permitirle al régimen separar –incluso geográficamente– a los manifestantes supuestamente “legítimos” de los “violentos” e “incivilizados”, ensayando para los primeros diferentes tipos de concesiones para sacarlos de las calles y así poder aislar a los segundos y criminalizarlos. Lo vimos, por ejemplo, en Chile en 2019 a través de una combinación de desvío político al que se plegó la burocracia (“Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”) y represión redoblada contra los sectores más combativos y a “las poblaciones”. Es una operatoria que se reitera en cada uno de los procesos, clave para desgastarlos, desactivarlos o directamente derrotarlos prematuramente impidiendo su desarrollo revolucionario.

Ahora bien, todos estos elementos que fuimos señalando tampoco representan hoy la novedad. Aquellas tendencias de la lucha de clases global están lejos de haberse aplacado. Hoy podríamos decir que nos encontramos frente a un tercer ciclo de lucha de clases. Su centro de gravedad se ha trasladado al sur y sudeste de Asia, desde el levantamiento Myanmar contra el golpe militar en 2021, pasando por el de Sri Lanka en 2022 que terminó con la dinastía de los Rajapaksa, hasta llegar este año a Bangladesh donde se produjo la caída de Sheikh Hasina. Un cuadro al que hay que agregar las recientes revueltas como la de Kenia –que incluyó la toma del parlamento y violentos choques que voltearon el plan del FMI–, así como los procesos en Nigeria y Uganda. Como alerta la revista británica The Economist, detrás de la mayoría de estos procesos están las políticas impuestas por el FMI y el creciente rechazo que generan. Estos procesos plantean características novedosas. La violencia de los enfrentamientos y la decisión del movimiento de masas que tiende a radicalizarse frente al endurecimiento de las clases dominantes son muy superiores a todo lo que vimos luego de la Primavera Árabe.

Otro elemento novedoso es el mayor protagonismo de sectores del movimiento obrero en los procesos más recientes desde Myanmar en adelante. El hecho más saliente en este sentido fue la lucha contra la reforma previsional de Macron en Francia de 2023 que llegó a transformarse en un verdadero movimiento de masas de amplias capas de la clase trabajadora extendido a escala nacional e incluyó acciones duras con bloqueos de establecimientos en sectores estratégicos del movimiento obrero. En este caso estuvo planteada en los hechos la posibilidad de una huelga general política. Lo determinante para que esto no suceda fue menos la crisis de subjetividad –como demostraron las tendencias a la acción directa y los elementos de autoorganización desplegados por una amplia vanguardia– que la crisis de dirección de la clase trabajadora encarnada no solo en las burocracias más conciliadoras la CFDT sino en las “combativas” de la CGT. Junto con estos procesos ha comenzado a resurgir en los últimos años la actividad huelguística y reivindicativa de la clase obrera en Europa. También en EE. UU., con un fenómeno extendido de organización de nuevos sindicatos y huelgas históricas como de los estibadores que en estos días paralizó los puertos de la Costa Este y del Golfo.

Otra novedad es el desarrollo del movimiento en solidaridad con el pueblo palestino con epicentro en las universidades de élite de Estados Unidos y Europa occidental. El mismo ha sido comparado en repetidas oportunidades con aquel contra la guerra de Vietnam de las décadas de 1960 y 1970. Para tomar dimensión del desplazamiento tectónico que representa, cabe recordar que en su libro de 2019, Capital e ideología, Thomas Piketty señala a las universidades de los países centrales como el reducto de una ideología elitista desconectada de los padecimientos de las mayorías y base social de lo que llama la “izquierda brahmán”, en alusión a la casta superior de los sacerdotes en el antiguo sistema hindú. La juventud de esos mismos centros universitarios, desde Columbia hasta La Sorbona, empieza a tomar en sus manos banderas antiimperialistas acampando en los campus, enfrentando a las autoridades universitarias, a los gobiernos, la represión policial y la persecución mediática que busca acallar las protestas.

Las novedades de este tercer ciclo de lucha de clases se corresponden con el nuevo escenario de la situación internacional que trae una situación mucho más convulsiva que aquella que sirvió de marco a los dos primeros ciclos de revueltas. Su fisonomía comenzó a delinearse más claramente a partir de la guerra en Ucrania y el retorno de la guerra interestatal con grandes potencias involucradas en ambos bandos, nada menos que en la periferia de Europa. Hoy estamos ante la escalada de una guerra regional en Medio Oriente con implicancias globales. El genocidio a cielo abierto del Estado de Israel en Gaza se está transformando en una guerra que involucra no solo al Líbano y a los Hutíes de Yemen, sino cada vez más a una potencia regional como Irán con estrechos vínculos con el eje ruso-chino. En ambos escenarios, las perspectivas para los intereses del imperialismo norteamericano son sombrías, como vienen insistiendo teóricos de las relaciones internacional del mainstream como John Mearsheimer [11]. Independientemente de si cumple con sus objetivos o no, como sabemos, el imperialismo no se rendirá, solo movimientos revolucionarios pueden ser capaces de detenerlo.

El escenario internacional de conjunto va a contramano de las reflexiones Jacobin; es cada vez más urgente una perspectiva revolucionaria. De allí también el fin de ciclo que sufre la izquierda que abandonó el programa anticapitalista para asimilarse a los neorreformismo o populismos de izquierda. La persistencia de las revueltas, su carácter más profundo y violento, la reversión de una larga tendencia que expresa el mayor protagonismo del movimiento obrero, el desarrollo de movimientos con rasgos antiimperialistas como el que emergió en torno al genocidio en Palestina, plantean un problema parecido a aquel del que daba cuenta Lenin en su folleto ¿Qué hacer? a principios del siglo XX. El “elemento espontáneo”, decía, es la forma embrionaria de lo consciente, pero cuanto más poderoso es el auge espontáneo de las masas, más se hace necesario el desarrollo de los elementos conscientes. A la inversa de lo que sostiene Jacobin, hoy la política revolucionaria está atrasada respecto a la subjetividad que ya ha mostrado el movimiento de masas, a pesar de todos los límites que esta tiene. La cuestión es cómo desarrollar una izquierda anticapitalista y socialista que esté a la altura y pueda contribuir a su desarrollo en términos revolucionarios. La victoria, como decía con razón Trotsky, no es el fruto maduro de la “madurez” del proletariado, sino una tarea estratégica. Y a esto, nos guste o no, no hay vuelta que darle.

 
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