Foto: Lorena Sopêna (Europa Press)
A favor de ese teórico norteamericano, hay que decir que su imponente libro de 1971 logró advertir la carencia de un sustento sólido a la adhesión del liberalismo a algún ideario democrático. En efecto, en su Teoría de la justicia el profesor de Harvard planteaba como punto de partida la insuficiencia de los argumentos -cosa que él se proponía subsanar- que se requerían para sostener el liberalismo en un escenario político acosado por la rapiña del mercado. Un buen argumento moral, un aliado para el debate político, una argamasa de conceptos más elegantes, capaces de sortear la hipocresía ética de su complacencia con la acumulación capitalista. Todo eso prometía la teoría de Rawls.
Es importante seguir su razonamiento, tan estilizado: en primer lugar, su invitación a pensar en qué debería fundarse una “sociedad bien ordenada”, en términos de principios. Qué principios deberían seguirse. Y sí, parece un ejercicio algo abstracto, como fuera del espacio y del tiempo. Pero sigamos. Una vez que consentimos seguirlo en ese ejercicio, Rawls propone: debemos pensar una situación, como en una burbuja, en la que estarían los individuos antes de saber qué parte de la lotería natural les va a tocar. Si son hombres o mujeres, si son pobres o ricos, si son talentosos o les falta una pierna, etc. En esa “situación original” por demás abstracta, tales individuos estarían oscurecidos por un “velo de la ignorancia” con respecto a su situación real y concreta. El ejercicio supone una capacidad de pensar y de actuar moralmente como sujetos. Y supone también que hay desigualdades que la vida en sociedad no puede corregir totalmente, aunque debe intentarlo en aras de una “bien ordenada”.
De esa ficción, de esa burbuja conceptual, salen unos principios. ¿Qué voy a elegir si no sé si soy pobre? Más me vale no elegir que los ricos tengan todos los privilegios. Lo mismo si soy mujer: tendré que elegir a ciegas, unos principios que garanticen aquello cuyo peor resultado fuese superior al peor resultado de las demás alternativas. Rawls deduce estos principios: que todos puedan seguir sus proyectos en libertad (1), que todos sean tratados por igual y tengan igualdad de oportunidades (2), y que sólo se admita un tratamiento desigual a quienes peor la sacaron en la lotería de la naturaleza, es decir, una compensación a su favor (3). Aun especificando que en estos principios hay un orden (la libertad antes que la igualdad y la diferencia), está claro que el autor buscaba sentar una especie de funcionamiento, de un mecanismo (con discurso normativo y ético adosado) capaz de evitar lo que ya desde antiguo se llamaba corrupción: cuando un grupo se apropia de lo común y gobierna en su propio beneficio. Hoy no parece tan evidente. Justamente lo que actualmente se eleva como mérito individual de los héroes del consumo y la acumulación, hasta hace unas décadas no podía ser visto como otra cosa que inmoral.
Quizás haya que mencionar el contexto de la Guerra Fría, de la puja distributiva en las políticas del Estado Benefactor en el país del norte —esas que desde la era de Reagan fueron rápidamente abandonadas allá y acá—para comprender la cantidad de aristas que esta versión de la justicia ponía sobre el tapete. Lo lindo de la cosa es que Rawls enojó a todo el mundo. Los hoy héroes libertarianos (en esa época muy outsiders, la verdad) se indignaron con su igualitarismo excesivo y encendieron los motores de publicaciones generosamente financiadas. El problema es que para discutirlo, tenían que recurrir a otros principios que no lucían para nada bien. ¿Apropiación originaria? (en este caso, no de los indios americanos, obviamente, sino de los colonos) ¿Jerarquías naturales? ¿Raciales?¿Superioridad Técnica? ¿o Sabiduría? (Ni Platón lo logró) ¿Mandato divino?. Quedaron en evidencia las simples relaciones de poder a un nivel que era obvio como para tomarse el trabajo de intervenir demasiado en el debate. Pero no se podía profundizar mucho, porque otras preguntas más complejas aparecían: ¿Qué concepto de sociedad subyace al planteo sin historia, por demás individualista y atomístico? ¿Qué tipo de cultura necesita esa sociedad para valorar qué tipo de bienes, con qué valores y virtudes? Cuestiones todas que apuntaban al excesivo formalismo de los términos en que se había propuesto un pomposamente denominado “debate del liberalismo” que dejaba la exclusión social como problema individual y una justificación fabulada del orden social. (Las que sí se aprovecharon del fenómeno de un tal “debate” filosófico fueron las feministas, quienes vinieron a sumarse con una radicalización de la crítica a las categorías tradicionales de ciudadanía y de política).
Un poco se merecía esto, don Rawls. ¿A quién se le ocurre que puede haber una distribución “justa” o equitativa (esa fue la categoría central ya desde el título) en una sociedad capitalista? Si eso nos suena descabellado, hoy se nos predica otro tipo de “ceguera” de tipo inverso: pasar del velo de la ignorancia -ficción pensada para no favorecer por demás las relaciones sociales existentes- a la consagración de una ceguera sistemática con respecto a los privilegios concretos, y no naturales. Nos quieren hacer pasar una igualdad aritmética como señuelo (cada uno cuenta como uno, igual ante la ley) ocultando el evidente carácter acumulado de quienes captan la renta de lo que producen con sudor todos los demás.
Esto último supone algo que en Trump o en Milei es tan sólo una especie de chicana discursiva, que pasa si se la deja pasar, pero sin contenido: la igualdad no significa tratar a todos de la misma manera, sino reconocer desigualdades estructurales para poder nivelar el terreno. Nunca fue otra cosa como principio de justicia. La igualdad no es abstracta sino concreta.
El pobre de John Rawls no había inventado nada, digámoslo todo: intereses particulares, posiciones dominantes o privilegios ya en Atenas del siglo III a.c. eran un factor de corrupción en las tipologías de las formas de gobierno, y tenían nombre: oligarquía, plutocracia y otras. La bella idea de la igualdad ante la ley, o de la Justicia con un velo tapándole la vista, no debiera ser usada contra el pueblo o contra las llamadas minorías desfavorecidas, porque ello subvierte y niega el mínimo significado de democracia o de república. Alegar que vamos a “un Estado ciego” porque cualquier discriminación positiva viola la igualdad ante la ley es inclinar más aún la cancha, hacer como si no existiesen las verdaderas desigualdades, y sacar del medio a quienes discuten la distribución de los bienes que la propia mayoría produce. No es batalla cultural anti woke. Es debilitar cualquier disputa a las bases de la distribución tan regresiva de los bienes y de la palabra. Es reforzar con un “halo” de mérito a las más injustas desigualdades: la de los varones ejerciendo violencia contra las mujeres, la de los ricos contra los pobres, la de los colonos contra las poblaciones originarias, la del racismo, el adultocentrismo, el capacitismo y otras discriminaciones (negativas, sistemáticas) que están presentes en sociedades tan desiguales como la nuestra.
Lejos ya de un encuadre mínimamente liberal, se quiere vender una versión totalmente tergiversada de estas reflexiones con algo tan podrido como que las políticas de género, de atención a la diversidad o la discapacidad representan un dar privilegios, o atender un reclamo “subjetivo”. En palabras de Milei o de Cuneo Libarona o del Gordo Dan (da igual), se trata de eliminar la discriminación “con que ciertos grupos sociales se hicieron de derechos que no le son natos”. ¿Era un derecho nato asesinar a tu novia por celos? ¿O torturar a tus empleados? ¿Era un derecho nato dejar de pagar impuestos por la fuerza del lobby, mientras se los imponen al resto de la población pobre?
Pese a su evidente falsedad, igual nos gusta creer en la igualdad ante la ley. Al menos como mantra para invocarla cuando nos asalta la indignación por el trato aberrantemente desigual (que es una constante en la experiencia de la mayoría). Pero cuando invoquen el velo de la ignorancia, que sea no para desfavorecerte, sino para no discriminarte.
Fuentes para estos conceptos mejor explicados:
John Rawls (1995) Teoría de la Justicia. 2da ed. México: FCE.
Roberto Gargarella (1999) Las teorías de la justicia después de Rawls. Buenos Aires: Paidós.
Atilio Boron y Fernando Lizárraga (comps.) (2014) El liberalismo en su laberinto. Renovación y límites en la obra de John Rawls. Buenos Aires: Luxemburg. |