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La Izquierda Diario
23 de febrero de 2025 Twitter Faceboock

Entrevista a Laura Ortiz Gómez
“Las mujeres de la Huelga de las Escobas nos decían que otro mundo es posible”
Maximiliano Olivera | @maxiolivera77

Ilustración: @rolivera77

Indócil es la primera novela de Laura Ortiz Gómez. Allí la autora construye un relato de cómo se hizo la Huelga de las Escobas y cómo pueden hacerse otros mundos. Conversamos con ella a propósito de una obra que entrecruza la memoria con la imaginación más salvaje.

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El sueño de la casa propia. Indócil (Tusquets, 2024) es la primera novela de la escritora colombiana Laura Ortiz Gómez. Podría definirse como un relato coral ambientado en la Huelga de las Escobas en la Buenos Aires de 1907 y quizás, por esa temática, lo más apropiado sea hablar del relato como una asamblea. La voz principal, o el lugar donde retumban todas las voces, corresponde a una casa. Los primeros personajes son Vira y Olena, dos mujeres que “hacían todo el día todo lo que otros habitantes de la casa no hacían”, y así se iban haciendo a sí mismas. “Arriba de todo está tu patrón, él te hizo con su dinero y a él perteneces”, sentencia una voz del sentido común. ¿Quién dice que siempre tiene que ser así? ¿Acaso el mundo no pertenece a quienes lo mueven? ¿Acaso las casas no son de quienes realmente la hacen un hogar?

¡A la huelga! Agosto de 1907, comenzó en La Boca y se extendió a otros barrios y hasta otras ciudades (Rosario, Bahía Blanca, Córdoba y Mendoza). La huelga surgió de los conventillos, aquellas casas que los ricos habían abandonado tras una epidemia de fiebre amarilla. Imposibilitada de afrontar un alquiler, una familia obrera debía agruparse con otros inquilinos, con importante presencia de inmigrantes en su misma situación, por lo que una familia ocupaba apenas un cuarto de las casonas. Sin servicios sanitarios ni cloacas, vivían hacinados y apenas con los baños, lavadores y, quizás un patio, como espacios comunes. Comparaciones de la época señalan que alquilar una pieza representaba el 30% del salario obrero o que era más cara la habitación de una pieza en un conventillo de San Telmo que en un hotel de París. El detonante de la también llamada Huelga de los Inquilinos fue una fuerte suba de los alquileres, una suma del 30%, la forma que acordaron los propietarios para amortizar una suba de impuestos municipales. La huelga fue organizada por delegados votados en las asambleas de los conventillos y por el comité central de la Liga de Lucha Contra los Altos Alquileres e Impuestos, impulsada por los anarquistas de la FORA y los socialistas de la UGT.

«Compañeras, estamos barriendo la inmundicia del mundo capitalista» En la trama de Indócil vemos el proceso de Vira y Olena, que van radicalizando sus ideas, no solo por el contacto cotidiano por obreros, expropiadores anarquistas y hasta un matemático que conoció a Malatesta, sino también por la brutalidad encarnada por el propietario del conventillo, Demetrio Núñez Ortega, su esposa e hijo. En Demetrio se conjuga la fisonomía de la clase dominante del Centenario, anclada en la propiedad de la tierra, auspiciante de la Campaña del Desierto, hacedores de la explotación obrera, custodiados por el jefe de Policía, Ramón L. Falcón.

La pasión, amorosa y política, entre Vira y Olena las lleva a ser parte de la huelga de inquilinos, donde las mujeres y sus escobas estuvieron en la primera línea de la resistencia a la represión comandada por Falcón, defendiendo a los conventillos de los caseros, la policía y las autoridades judiciales cuando llegaban con las órdenes de desalojo. Entre la ternura erótica y la tenacidad libertaria –la de la verdadera libertad–, entre lo fantástico y lo histórico, Indócil relata cómo se hizo la Huelga de las Escobas y cómo pueden hacerse otros mundos.

En Indócil hay un momento histórico particular que sustenta a la trama, la Huelga de las Escobas. Además, la historia lleva a indagar sobre la tradición del anarquismo, también del socialismo, como corrientes dentro del movimiento obrero en Argentina. Esto último me parece que puede despertar en el lector una necesidad de recuperar o disputar nociones como lo “libertario”. Incluso la misma idea de “libertad”, que se asocia actualmente a la ultraderecha como Milei. ¿Cuál fue el disparador para volver más de un siglo atrás y poner el foco en la Huelga de las Escobas?

Fui migrante en Buenos Aires por casi siete años y uno de los aspectos más duros de ese proceso fue conseguir casa. Encontré que los requerimientos como garante en Capital, recibo de sueldo y anticipo eran dispositivos que dificultaban muchísimo el acceso a personas migrantes, no sólo extranjeras sino incluso migrantes de otras provincias del país. Al no contar con estos documentos de la economía “formal”, las personas nos veíamos obligadas a aceptar acuerdos más usureros donde las relaciones de poder con los dueños eran extremadamente verticales; las condiciones y aumentos dependían del capricho del otro.

Finalmente, cuando conseguí una casa, estuve sometida durante años al miedo y las arbitrariedades. Los dueños no se hacían cargo de los arreglos urgentes, la casa carecía de mantenimiento, no se plegaban a la ley de inquilinos y hacían todo tipo de trampas legales para intimidarnos. La furia fue creciendo en mí. Me preguntaba ¿cómo en un país líder en movilización social los inquilinos estábamos dispersos, vulnerables y no organizados? También pensaba en la visión desgarradora del desalojo y la manera en la que el carecer de vivienda arroja inmediatamente a la gente a un nivel de marginalidad muy difícil de remontar. ¿Cómo conseguir trabajo sin un domicilio fijo, cómo resguardar y cuidar de las infancias, cómo asearse y cocinar? ¿Cómo hacer para salir de esa situación y no caer en un espiral de desaliento?

La furia me hacía fantasear con la posibilidad de ocupar una de las tantísimas viviendas vacías de la ciudad. También me llevaba a imaginar la posibilidad de armar una asamblea con mis vecinos para resistir la violencia sistemática de los dueños de esa antigua casa de San Telmo. Sin embargo, los dueños habían logrado a punta de miedo y coerción sacar la mezquindad en nosotros. Así, cuando se dañaba el motor del agua, se rebozaba la cloaca o se dañaba el tanque común, cada vecino entraba en una relación defensiva con el otro. La frustración de tener que pagar de nuevo esos carísimos arreglos y al mismo tiempo temer quedarse en la calle, hacía que volcáramos el resentimiento los unos en los otros. Los dueños nos inocularon el individualismo y el sálvese quien pueda.

Decidí volcar la furia en la investigación. Descubrí cuán mal está repartida la tierra en Argentina, no sólo en el ámbito urbano, sino también en la ruralidad. Este enorme desequilibrio en la repartición determinaba un proyecto económico y un proyecto de país donde las fuerzas estaban acomodadas desde siempre para un sector. Descubrí también que el comienzo del siglo XX fue escenario de dos movimientos simétricos que tenían que ver con la acumulación de la tierra: la “Campaña del Desierto” y el alquiler de conventillos para la oleada de migración obrera. Estos dos procesos históricos de despojo tenían del otro lado a actores sociales muy interesantes que planteaban una visión radicalmente opuesta a la propiedad privada. Por un lado, los pueblos indígenas que habitaban el territorio desde una cosmovisión que no respondía a la idea de fronteras y nación, y por el otro los migrantes anarquistas que organizaron los primeros sindicatos y las primeras huelgas de inquilinos, desafiando la idea de la propiedad privada e imaginando un mundo en cooperación autónoma, que diese lugar y alimento a todos y todas.

En este momento histórico encontré la misma oscuridad de siempre, la de borrar y explotar al más débil; pero también encontré una luminosidad incandescente en quienes no solo se rebelaban frente a la injusticia, sino que también encarnaban otros mundos posibles, donde las relaciones humanas no estuviesen determinadas por el tener. Estas otras miradas me hicieron repensar las relaciones de poder, no como un binario de opresor y sometido, si no que encontré en la propuesta indígena y anarquista un reconocimiento digno de la agencia amorosa frente al poder.

El proceso de escritura de Indócil, entiendo, te encontró como migrante en Argentina, luego retornando a Colombia. También fue el momento del ascenso electoral de Milei. ¿Cuánto influyeron esas coyunturas en tu proceso de escritura?

Migré de vuelta a Colombia en 2022. Se puede decir que, de alguna manera, fui exiliada inmobiliaria. Después de separarme de mi pareja me fue muy difícil conseguir de nuevo un alquiler, desalentada no quería someterme una vez más a ese proceso violento, donde me sentía mendigando lo que debería ser un derecho humano básico. En ocasiones, la gente me colgaba el teléfono al escuchar mi acento o incluso me decían hostilmente que no alquilaban a extranjeros. (Supongo que querían decir extranjeros de otros países de Latinoamérica, no gringos o europeos).

Regresé a Bogotá con el corazón roto, con la atención en vilo y seguí de cerca el ascenso de Milei. Los afectos que dejé atrás y la escritura de la novela hacían que mi atención estuviese todo el tiempo allá, atónita y descorazonada, vi como ganaba el proyecto político de la mezquindad.

El día después del balotaje entré en un profundo duelo. Sentí un dolor comparable al que experimenté cuando ganó el NO a la paz (en Colombia, durante 2016, NdR), en el plebiscito que buscaba ratificar con el voto popular los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Me sentía una vez más abismada frente a la popularidad de propuestas contrarias a lo que considero el rasgo humano definitivo, que es, el amor por el otro. No podía comprender cómo ganaba una propuesta que incentiva la peor hostilidad con el vecino. Si alguien la pasa mal es su culpa, que se pudra, no merece. Me abismaba pensar lo profundo que había calado el sentido común torcido del capitalismo, aquel que pregona que la vida no es más que una competencia despiadada, donde la única manera de encontrar bienestar es pisotear al otro.

La elección de Milei me puso frente a la desesperanza. De pronto la novela parecía un gran disparate. ¿A quién le iba a interesar una huelga de mujeres anarquistas ocurrida en 1907? ¿A quién le iba a interesar la historia de un ladroncito de poca monta que descubre por sus propios medios el ready-made y con esa subversión simbólica logra poner las jerarquías del mundo de cabeza?

Pero la furia digna, aquella que surge del amor, vino al rescate. La novela interpelaba de manera directa a Falcón que había participado de las campañas o mejor decir las matanzas de Roca, y ahí estaba la figura de Milei, enarbolando esa triste figura histórica de la matanza y el acaparamiento de tierras. La novela también discutía la función sagrada de la propiedad privada y ahí estaba Milei hablando del reino inmarcesible del mercado. Y para mayor indignación, ahí estaba Milei apropiándose del léxico de la anarquía vaciándolo de significado. Tomando impunemente la palabra libertad para torcerla, la libertad para atropellar al otro, la libertad contra el más frágil. Muy lejos de la libertad anarquista que cuestiona de fondo la idea de un mundo jerárquico y propone la solidaridad como alternativa política.

Me di cuenta que la novela respondía de manera directa a sus ataques, que las mujeres de la Huelga de las Escobas de 1907 eran valientes interlocutoras que nos decían que otro mundo es posible. Y que ellas tenían una tradición con otras luchadoras sociales, que también habían sido empleadas domésticas como Norma Plá. Así, la escritura tomó un nuevo vigor contestatario, estas mujeres viajaban en el tiempo para disputar los significados y símbolos del capitalismo tardío y fracasado.

Laura Ortiz Gómez (Bogotá, 1986).

Leí que definías al libro como “una asamblea literal y figurativa”, ¿cómo fue la búsqueda para combinar el registro histórico con el plano de la ficción?

Trabajar con hechos históricos tan distantes sobre un país que no me es propio me planteó muchas preguntas en términos de estructura y sobretodo de registro. ¿Cómo emular unas voces de migrantes de comienzos de siglo sin que resultaran impostadas? Y también, ¿cómo tejer una narración íntima a partir de hechos comunitarios? Me di cuenta rápidamente que no me interesaba la fidelidad a la historia, si no el entrecruzamiento de la memoria con la imaginación más salvaje. No me interesaba ser veraz en lo comprobable, si no darme la impunidad de tocar el significado del tiempo con la especulación.

Así, la novela no tiene ningún atisbo de estructura realista y rompe con la estructura convencional del lenguaje. Quería hacer una novela anarquista desde su apuesta estética, donde las palabras se sublevaran y alteraran la gramática. Encontraba que el decir poético estaba más cerca del ejercicio de pensar otros mundos posibles. Es por esta razón que una de las voces narradoras de la novela es la voz de una casa que se sabe dueña de sí misma, y se rebela frente a la noción de propiedad privada. Fue un reto y al mismo tiempo un placer inventar un decir para esa casa: un decir no humano, otra experiencia del cuerpo.

Por la temática y sus personajes, Indócil podría ser parte de lo que ahora se denomina “boom” de literatura feminista o etiquetas similares, a veces impulsadas por el mismo mercado, ¿cómo pensas esas clasificaciones? ¿Consideras que hay una relación entre la literatura y las luchas actuales, como la movilización del 1° de febrero en Argentina?

Creo que es interesante la distinción que haces entre mercado y movimiento social. Una cosa es vender productos a costa de ideas progresistas y otra muy distinta, cómo las prácticas artísticas disputan sentidos y proponen una multiplicidad de significados; y cómo en esas prácticas estamos luchando por la vida real de la gente.

Como la literatura (tristemente) no escapa de la lógica del mercado, muchas veces se la reduce a su dimensión más básica de objeto de consumo. Así el mercado o la sospecha sobre el mercado, termina por desactivar políticamente los movimientos. Te venden todo: camisas revolucionarias, afiches de superioridad moral, ceniceros feministas y banderines anti-racistas hechos en maquilas de Medellín. Venden slogans lavados, inofensivos, desnaturalizados. Pero eso no es culpa de los textos, ni de las escritoras, ni de la literatura.

El texto literario por su misma naturaleza es irreductible a un slogan. En tiempos de la economía de la atención donde la información se comprime hasta no decir nada, el texto literario exige el tiempo de la pregunta, el tiempo de la reflexión, de la imaginación y de la complejidad. Lo mismo sucede con la experiencia de la lectura de literatura, que requiere un tiempo largo de experiencia.

Celebro que haya más autoras publicadas en Latinoamérica y creo que no es simplemente un fenómeno del mercado, es un fenómeno de rigor, de trabajo, de disciplina. Detrás de cada pieza literaria hay un nivel de entrega que no es recompensada económicamente. ¿Cómo evaluar años de inmersión en la lengua, en la imaginación y en las decisiones estéticas?

Creo que la desconfianza con la escritura que llaman “de mujeres”, hace parte de una resistencia cultural a otras estéticas, con la resistencia a movimientos sociales más amplios. Así pues, creo que lo político de las escrituras no es “su mensaje”, su tema o peor aún, “su moraleja”. El gesto en sí mismo es lo político y un texto realmente contestatario es irreductible a una moraleja: es un objeto multidimensional y complejo. Así, lo que me parece feminista en la escritura es darse a sí misma la impunidad de escribir, sin esperar a la validación del canon, de la crítica o la academia. Y también darse la libertad de escribir más allá de las restricciones temáticas.

 
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