A continuación publicamos la introducción al libro China: onde os extremos se tocam, de André Barbieri, recientemente publicado en Brasil por Ediciones Iskra.
Un profundísimo investigador, aunque dado a especulaciones fantásticas, de los principios que gobiernan el movimiento de la Humanidad solía encarecer como uno de los secretos que rigen la naturaleza lo que él llamó la ley de la unidad de los contrarios (contact of extremes). El extendido proverbio “los extremos se tocan” era, a juicio suyo, una gran y poderosa verdad en todas las esferas de la vida; un axioma que el filósofo no puede dar de lado, lo mismo que el astrónomo las leyes de Kepler o el gran descubrimiento de Newton. Puede verse una brillante ilustración de si la “unidad de los contrarios” es un principio tan universal o no en el efecto que la revolución china parece producir en el mundo civilizado [1].
Los fenómenos sociológicos serían mucho más simples si los fenómenos sociales tuviesen siempre contornos precisos. Pero nada es más peligroso que eliminar, para alcanzar la precisión lógica, los elementos que desde ahora contrarían nuestros esquemas y que mañana pueden refutarlos. En nuestro análisis tememos, ante todo, violentar el dinamismo de una formación social sin precedentes y, que no tiene analogía. El fin científico y político que perseguimos no es dar una definición acabada de un proceso inacabado, sino observar todas las fases del fenómeno y desprender de ellas las tendencias progresistas y, las reaccionarias, revelar su interacción, prever las diversas variantes del desarrollo ulterior y encontrar en esta previsión un punto de apoyo para la acción [2].
El “profundísimo investigador, aunque dado a especulaciones fantásticas” al que se refería Marx a mediados de 1853, cuando discutía las implicaciones epocales de una revolución en China, era el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Hegel decía que al igual que no hay movimiento sin materia, no hay materia sin movimiento. Friedrich Engels, basándose en las lecciones del pensador alemán sobre la filosofía de la naturaleza, estableció igualmente que el movimiento es el modo de existencia de la materia: “la materia sin movimiento es tan impensable como el movimiento sin materia” [3]. Todo objeto de estudio debe ser captado en su dinámica cambiante y, frente a su ser, no debe olvidarse su devenir. En el campo de las ciencias humanas, este concepto es de vital importancia. La aparición de nuevos fenómenos en el ámbito de la economía, la geopolítica y la lucha de clases exige prestar atención a los puntos en los que se producen las transiciones y transformaciones de las formas concretas de ser.
China es quizá una de las expresiones más intrigantes de este movimiento de la materia. Es, y al mismo tiempo no es, lo que parece en cada momento. Debido a la riqueza que ha acumulado y a la rapidez con la que está entrando en la arena de la rivalidad entre potencias, el fenómeno chino del siglo XXI ha dejado en el museo de la historia la lenta gradación que caracterizó su milenario desarrollo. Una de las civilizaciones más antiguas, que combinó una galería de dinastías agrarias con uno de los procesos de colonización más atroces de la historia, se ha convertido en una formación capitalista que disputa territorios a las principales potencias por la absorción de mano de obra viva como medio de valorización de su capital. Este proceso se ve acelerado y acompasado por los acontecimientos que han sacudido la economía capitalista mundial. Empezando por los efectos no resueltos de la crisis económica mundial de 2008, pasando por la pandemia del coronavirus, hasta la guerra de Ucrania y el genocidio de palestinos en Gaza por parte del Estado de Israel. Todos estos procesos complejizan la entrada de China en el escenario de las grandes potencias, informando de la peculiar naturaleza de la actual competición interestatal que ha reactualizado las características de la era imperialista, de crisis, guerras y revoluciones.
Como resultado de su desigual y exacerbado desarrollo combinado, la China contemporánea exhibe el atraso y la modernidad en un estado concentrado. Podríamos tomar prestada la noción de Engels y descubrir también que en China los dos polos de un antagonismo son tan inseparables entre sí como opuestos y, a pesar de su carácter antagónico, se interpenetran. El atraso y la modernidad coexisten, oponiéndose el uno al otro. En vista de ello, el mejor método para analizar el fenómeno chino es captar las tendencias hacia las que se dirigen sus cambios. Tan importante como identificar las relaciones mutuas entre las tendencias contradictorias de fenómenos difíciles de aprehender, como China en el siglo XXI, es “prever las diversas variantes del desarrollo ulterior y encontrar en esta previsión un punto de apoyo para la acción”, como decía León Trotsky. Evitando el riesgo de fosilizar definiciones acabadas de procesos complejos que se están desarrollando en la realidad, la clave de la investigación es seguir los pasos de este desarrollo para actuar sobre ellos. Nuestro estudio de la China de Xi Jinping es inseparable de la posibilidad de una fusión entre la teoría socialista y la clase obrera china, que responda a las exigencias de una época en la que sólo nuevas revoluciones socialistas pueden poner fin a las rivalidades capitalistas y a sus guerras.
La guerra de Ucrania –que comenzó con la ocupación militar reaccionaria por parte de la Rusia de Vladimir Putin en febrero de 2022, y estuvo marcada en el campo ucraniano por la injerencia política y el mando militar-logístico del imperialismo estadounidense y la OTAN– arroja luz sobre las nuevas coordenadas hacia las que se dirigen los cambios en China. En este conflicto militar, que ha restablecido la condición de las guerras interestatales en el escenario histórico –nada menos que dentro del continente europeo–, los objetivos políticos de los actores trascienden el ámbito inmediato de Ucrania. Aunque no ha participado en guerras con tropas activas desde la invasión de Vietnam en 1979, la República Popular participa de forma destacada en la Guerra de Ucrania con sus propios intereses. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios (es decir, por medios violentos), en el clásico apotegma de Carl von Clausewitz, es posible distinguir cómo cada uno de los principales actores internacionales continúa su política en este conflicto. Estados Unidos, interviniendo por delegación y no directamente con tropas sobre el terreno, ha desarrollado la política de preservar el proyecto de integración capitalista mundial bajo su hegemonía imperialista. Su objetivo es subordinar a Rusia y China al decadente orden unipolar surgido de la Guerra Fría, mediante una agresiva expansión hacia el Este. En otras palabras, pretende cercar la zona de influencia rusa y contener la proyección internacional de Pekín. El segundo mandato de Donald Trump, elegido en noviembre de 2024, tiene en mente esta tarea estratégica, incluso de forma más agresiva que durante la administración de Joe Biden.
La política que China persigue con la guerra es la contraria. Al establecer una alianza de facto con Rusia, garantizando la continuidad de sus esfuerzos militares y su supervivencia económica frente a las sanciones occidentales, China ha tratado de evitar que una posible derrota de Putin ofrezca a Washington la oportunidad de avanzar sobre su zona de influencia asiática. Más que eso, la política seguida por Xi Jinping ha consistido en cuestionar el orden unipolar hegemonizado por Estados Unidos para cambiar a mejor su posición en el actual sistema de Estados. No se ha producido una conflagración en territorio europeo que enfrente a Washington y Pekín en términos armados, algo que potencialmente podría desencadenar una Tercera Guerra Mundial; sin embargo, el conflicto ruso-ucraniano tampoco podría reducirse a un incidente militar restringido a preocupaciones de seguridad local. A estas alturas, la carta militar se pone más a menudo sobre la mesa de la competición entre las potencias, porque lo que está en juego va más allá de lo coyuntural. De hecho, la guerra de Ucrania ha reavivado en términos militares un desafío abierto al orden mundial de las tres últimas décadas, y muestra a China –en su alianza con Rusia– como la principal potencia revisionista en la jerarquía del sistema capitalista de Estados.
Esta nueva eventualidad surge del cambio en las relaciones de China con el ciclo de acumulación neoliberal a partir de la década de 1990. En efecto, tras la restauración del capitalismo en la antigua URSS, Europa del Este y, sobre todo, China, el capitalismo encontró una nueva “jungla virgen”, un nuevo espacio vital para la reproducción ampliada de la valorización del capital. La derrota del movimiento obrero mundial –en la conjura del ciclo revolucionario de 1968-81 y la restauración de la propiedad privada en los países donde la burguesía había sido expropiada– significó la vasta expansión de la ley del valor. Una inmensa cantidad de fuerza de trabajo que había estado indisponible durante gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial se incorporó al terreno de la acumulación capitalista. En particular, la restauración del modo de producción capitalista en el gigante asiático transformó cualitativamente la capacidad del imperialismo para extraer plusvalía absoluta en todo el mundo, reduciendo los salarios y aumentando globalmente la explotación del trabajo hasta niveles desconocidos. China comenzó a absorber la inversión extranjera y a subordinarse estructuralmente al capital occidental, aunque no se adhirió a los contornos tradicionales de la estructura económica y de poder que el neoliberalismo pretendía generalizar en Occidente.
China es un país capitalista: la competencia entre empresas privadas y estatales por la acumulación de capital y los beneficios se basa en la explotación de la fuerza de trabajo humana. La producción de bienes en función de la tasa de rentabilidad rige la economía, no la satisfacción de las necesidades humanas. Así pues, la economía china forma parte de la vorágine de la competencia capitalista mundial. En el siglo XXI, China se esfuerza por reposicionarse en la escala mundial de Estados y superar las limitaciones de la antigua era unipolar dominada por Estados Unidos. Como afirman Eli Friedman, Kevin Lin, Rosa Liu y Ashley Smith en China in Global Capitalism: Building International Solidarity against Imperial Rivalry, la oposición del Estado chino al orden mundial liderado por Estados Unidos se refiere a la afirmación de sus intereses dentro del metabolismo capitalista global, más que a la promoción de una política socialmente emancipadora [4]. Se trata de una competición por el control de los recursos naturales, las tecnologías, las zonas de influencia y los mercados en la arena de la valorización del capital, con efectos catastróficos para los pueblos del mundo.
En cuanto a la actividad de China en las primeras décadas del siglo XXI, sin embargo, la novedad es que se está agotando su capacidad de actuar como contratendencia a la caída de la tasa de ganancia y de la productividad capitalista. El gigante asiático no puede seguir desarrollándose como mero receptor de capital. La destrucción de las conquistas de la Revolución de 1949 ha dado lugar a una clase burguesa que se ha enriquecido durante las décadas de reforma y apertura, y que ahora pretende proyectarse internacionalmente como una potencia valorizadora de valor, es decir, que explota fuerza de trabajo más allá de sus fronteras. Este cambio en su patrón de crecimiento sitúa a China en una trayectoria de colisión con Estados Unidos y las grandes potencias por nuevos mercados.
China ha pasado de ser una nación pobre, destino de la acumulación de capital por parte de las potencias imperialistas, a una nación que compite en el mercado mundial por las oportunidades de acumular capital. Como dice el sinólogo estadounidense Bates Gill:
Entre 2000 y 2020, el producto interior bruto (PIB) de China se multiplicó casi por nueve. Como proporción del PIB mundial, China creció de alrededor del 3 % en 2000 a cerca del 16 % en 2020. El PIB nominal de China era aproximadamente igual al de Italia en 2000, y pasó a superar al de Francia (2005), Reino Unido (2006), Alemania (2007) y Japón (2010) para convertirse en la segunda economía mundial, por detrás de Estados Unidos. En términos de paridad de poder adquisitivo, el tamaño de la economía china superó al de Estados Unidos en torno a 2014. Los ingresos personales de los ciudadanos chinos se han disparado, y cientos de millones han salido de la pobreza. Sobre la base de esta generación de riqueza, el Ejército Popular de Liberación disfrutó de presupuestos en constante crecimiento. El gasto militar chino superó al de Francia, Japón y Reino Unido a principios de la década de 2000 y en 2019 había alcanzado alrededor de 261.000 millones de dólares, el segundo después de Estados Unidos y más de tres veces superior al siguiente en la lista, India [5].
El ascenso de China a la prominencia en el sistema mundial de Estados es, de hecho, uno de los fenómenos más intrigantes del siglo XXI. Y parece imparable. En cuarenta años, China ha pasado de una posición subordinada y marginal en el mundo a convertirse en el epicentro de las preocupaciones del imperialismo estadounidense por mantener el orden mundial. China ya no es una pequeña potencia: se ha convertido en una potencia prominente en la escena mundial, rica e influyente. Posee activos en cientos de países y es uno de los inversores extranjeros más destacados del mundo. Se ha convertido en el principal socio comercial de multitud de países, un eslabón indispensable en las cadenas de valor mundiales. China ha pasado de un PIB per cápita de 300 dólares en 1978 a 12.600 dólares en 2023 [6]. De hecho, la economía china ha crecido a un ritmo sin parangón con ninguna otra nación en la historia. Esto ha permitido a China establecerse como exportador de bienes finales o componentes intensivos en mano de obra, proyectando su influencia internacional a través del comercio y la diplomacia. Al mismo tiempo, está concentrando sus esfuerzos en hacer más compleja su economía, sofisticando el contenido de su producción y compitiendo por el liderazgo en innovación.
Aunque el poder acumulado de China es inferior al de Estados Unidos, el peso de su economía (e incluso de su aparato militar) se compara con el de potencias de primer orden como Alemania, Gran Bretaña y Japón. Martin Wolf reconoce que China es un adversario mucho más poderoso para Estados Unidos de lo que lo fue la Unión Soviética en su momento. Sostiene que China no necesita resolver perfectamente todas sus contradicciones para tener la mayor economía del mundo: la producción per cápita de China (en términos de paridad de poder adquisitivo) representa el 33 % de la de Estados Unidos (era el 8 % en 2000) y el 50 % de la de la Unión Europea. Si China aumentara su producción per cápita al 50 % de la de Estados Unidos, su economía sería mayor que la de Estados Unidos y la Unión Europea juntas [7]. De hecho, la productividad laboral por hora de China, como señala el economista argentino Esteban Mercatante, es solo el 20 % de la de Estados Unidos; pero esta tasa era del 10 % en 2007, una proporción que se ha duplicado en una década [8]. En 2019, China era el tercer país con mayor stock de inversión extranjera directa (IED) en el extranjero: representaba el 6% del stock total, frente a sólo el 0,37% en 2000. Estados Unidos sigue siendo el mayor inversor mundial por un amplio margen, pero su participación en el stock total cayó del 36 % al 22 % entre 2000 y 2019. Gran Bretaña, Japón, Alemania y Francia se sitúan ligeramente por detrás de China en cuanto al volumen de capital productivo exportado, una dimensión relevante del avance chino. En cuanto al ámbito militar, los éxitos comparativos son notables. En 2022, según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, el 39% del gasto militar correspondió a Estados Unidos (877.000 millones de dólares), pero China (292.000 millones de dólares) ocupó el segundo lugar con el 13 % del desembolso militar mundial [9]. De 2013 a 2022, se produjo un aumento acumulado del 63 % en el gasto militar chino (2,7 % en el caso de Estados Unidos), a pesar de que el gasto estadounidense triplica al chino. Como señala un informe del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos [10], la Armada china es “con diferencia la mayor en comparación con cualquier país de Asia Oriental”, y en los últimos años ha superado a la Armada estadounidense en número de buques de combate. Las capacidades militares desarrolladas como resultado de estos niveles de inversión superan las de varios países imperialistas.
Esta transformación tiene graves consecuencias para la estructura capitalista. La principal es que China se ha convertido en un actor influyente –y decisivo– en la disputa sobre quién pagará los costes del agotamiento de la globalización neoliberal. Ante la ausencia de nuevos espacios de acumulación capitalista (como lo fue la propia China tras su reabsorción en la esfera de extracción de plusvalía en los años 90) y el hecho de que las crisis económicas (como la surgida con la quiebra de Lehman Brothers) no están cumpliendo su función de limpieza del capital debido a los mecanismos de contención del Estado, las tendencias a fricciones geopolíticas con implicaciones militares se inscriben cada vez más en la situación, aunque no se hayan generalizado en un conflicto global. Dentro de esta dinámica, en la que Estados Unidos sigue siendo la principal potencia imperialista dentro del sistema capitalista global, China está desempeñando un papel que para su historia no tiene precedentes en el reparto de los recursos mundiales.
Al mismo tiempo, a la cabeza del Estado se encuentra el Partido Comunista Chino (PCCh), que ha sobrevivido al hundimiento de la mayoría de los partidos comunistas estalinistas del mundo y ha conservado amplios poderes, que siguen siendo fundamentales para la dirección de la economía y la organización social. El creciente poder del capital privado está determinado por un dirigismo estatal característico de las secuelas de la restauración. Esta situación híbrida, entre la influencia coordinadora del Estado en la economía, por un lado, y su inserción en los flujos de circulación mundial del capital, por otro, es un atributo distintivo del desarrollo desigual y combinado exacerbado que caracteriza la formación socioeconómica de China. Ambas facetas son fundamentales para comprender la peculiar trayectoria del capitalismo en China y constituyen los fundamentos actuales de una formación económico-social que, por definición, no puede universalizarse.
La génesis particular y no reproducible del capitalismo chino desafía cualquier comprensión mecánica. Dos características son cruciales para entender el capitalismo chino a partir de su génesis. La primera es el enorme retraso del desarrollo capitalista chino en el periodo posterior a la restauración. En contraste con el amplio proceso de industrialización y urbanización que había tenido lugar en la Unión Soviética, cuando comenzaron las reformas procapitalistas de Deng Xiaoping en 1978, la población agraria de China todavía representaba el 80 % de su población total. Las ciudades chinas tenían un tamaño modesto en comparación con la densidad de población del país, con un campo técnicamente atrasado que seguía siendo el centro de gravedad de la economía en 1980. La segunda característica de la génesis del capitalismo chino es la apropiación por la restauración de todas las conquistas adquiridas por la Revolución de 1949, que sentó las bases para el desarrollo de sus fuerzas productivas. La rápida evolución de China no se debe a la ordenación virtuosa de la política por parte del Partido Comunista, sino a la expropiación objetiva de las conquistas revolucionarias promovida por la burocracia restauracionista con el objetivo de apalancar su posición en el sistema capitalista.
Como señala Perry Anderson, las conquistas del periodo de Mao Zedong, aunque planificadas burocráticamente, sentaron las bases de los logros de la era de la reforma. El punto nodal de este legado residió en la creación, por primera vez en la historia moderna del país, de un Estado soberano fuerte, que puso fin a la servidumbre semicolonial, aspecto también señalado por Alvin So y otros investigadores. En cuanto a la fuerza de trabajo, Anderson señala que la República Popular ha propiciado la salida de la pobreza de millones de trabajadores, con formación educativa y disciplina, alcanzando altas tasas de alfabetización y esperanza de vida. En el frente económico, según Anderson, China ha logrado establecer poderosos mecanismos de control económico –planificación, sector público, balanza de pagos, etc.– dentro de un marco institucional relativamente descentralizado, que permitía la autonomía de las provincias. Hay que decir que el Estado fuerte, la base obrera y campesina disciplinada por campañas políticas permanentes y los mecanismos de control sobre los mecanismos económicos tuvieron que mezclarse con la estructura burocrática de un partido-Estado cuya perspectiva no favorecía la existencia de órganos de democracia directa del tipo de la Comuna o los consejos soviéticos, ni la expansión internacional de las conquistas de 1949. El aislamiento y el atraso, alimentados por la situación mundial de retroceso de las conquistas obreras –la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética–, desencadenaron las fuerzas que devolverían a China al redil del capitalismo mundial.
La combinación de estos factores permitió que China se convirtiera en una especie de “jungla virgen” para el capitalismo en los albores de las décadas neoliberales. Sobre la base de las ventajas de su atraso, tanto la enorme masa de campesinos capacitados culturalmente para proletarizarse en las grandes ciudades costeras, como la apropiación capitalista de las conquistas de la revolución, hicieron de China un destino privilegiado para la inversión de capital extranjero. Se convirtió en la “fábrica del mundo”. Esta combinación única hizo posible que China, y no cualquier país atrasado con un crecimiento económico destacado –como la India–, cumpliera el papel de ancla de las décadas neoliberales y tuviera un ritmo de desarrollo de las fuerzas productivas sin parangón en la era imperialista, es decir, de la decadencia del capitalismo.
Esta combinación de factores subyace también a las contradicciones que atraviesan al capitalismo chino. Una de ellas es la contradicción entre las ciudades industriales y portuarias, vinculadas al comercio internacional y a las inversiones capitalistas, y el campo chino, de baja productividad laboral, generando una fisura nacional que podría entenderse como el retrato de las “dos Chinas”. Otra contradicción relevante es la existencia de una clase obrera colosal, de cientos de millones de seres humanos, y una burguesía nacional relativamente frágil, fruto de su situación de dependencia del Partido Comunista Chino. No menos importante es la contradicción entre los sistemas político y económico, que hace que el capitalismo chino dependa en gran medida del dirigismo estatal.
Estas características contradictorias deben considerarse conjuntamente. A menudo se disocian y se toman por separado, lo que conduce a caminos tortuosos a la hora de examinar los fundamentos sociales de China. Es posible identificar en las obras de intelectuales de renombre como el economista italiano Giovanni Arrighi y el historiador británico Perry Anderson, tan diferentes entre sí, la percepción de que China es un país no capitalista, o incluso de que China tiene características comunistas. En su célebre Adam Smith en Pekín, Giovanni Arrighi anunciaba que podían identificarse elementos de la historia de China, anteriores a las invasiones europeas, que autorizarían la definición de una economía de mercado no capitalista, es decir, no explotadora. En la misma línea, Arrighi desarrolla la noción del efecto benéfico del ascenso de China en el orden mundial, “subversivo” del sistema imperialista. En “Dos revoluciones: Rusia y China”, Perry Anderson desarrolla un enfoque teórico mediante una fórmula híbrida, en la que la forma social de propiedad privada capitalista no excluiría una superestructura política comunista. Indica que:
Taxonómicamente, la RPCh del siglo XXI es un novum histórico-mundial: la combinación de lo que es ahora, de acuerdo con cualquier medida convencional, una economía predominantemente capitalista, con lo que todavía es incuestionablemente, de acuerdo con cualquier medida convencional, un Estado comunista, siendo ambos los más dinámicos de su clase hasta la fecha [11].
De cada una de estas formas aparentemente polares de plantear el problema de la caracterización de China surgen algunas dificultades. El planteamiento presentado por Giovanni Arrighi de una economía de mercado no capitalista (que, por consiguiente, no explota el trabajo humano para la extracción y apropiación privada de plusvalía) retoma la tesis del propio Partido Comunista Chino de una “economía de mercado socialista”. Sin embargo, ¿qué podemos hacer con la realidad de la monumental explotación de la mano de obra china durante los últimos cuarenta años? La reintroducción de la mano de obra china en la esfera de la valorización del capital representó uno de los mayores ciclos de explotación laboral de la historia de la humanidad. Naturalmente, con consecuencias atroces para los trabajadores. Según el China Labour Bulletin [12], que recoge datos gubernamentales, en 2017 se produjeron 38.000 muertes de trabajadores en China relacionadas con accidentes laborales, una media de 104 trabajadores muertos cada día. Esto se considera una tasa decreciente si se compara con la media de muertes de la década de 2000, cuando más de 100.000 trabajadores perdían la vida por accidentes laborales cada año. La realidad es que China, en el proceso de restauración capitalista tras la década de 1980, se ha convertido en el principal motor de la economía capitalista mundial, precisamente al asumir el papel de escenario abierto a la acumulación privada por parte de los monopolios extranjeros mediante la superexplotación de la clase trabajadora local. Lejos de haber reducido la desigualdad global con su inserción en el mercado capitalista, como sostienen Domenico Losurdo o Branko Milanovic [13], esta reintegración de China en las cadenas de valor ha sido fundamental para los principales efectos del neoliberalismo a nivel global, y para la degradación de las condiciones de vida de los trabajadores chinos.
Es imposible profundizar en las contradicciones de la sociedad china sin tener en cuenta, como problema central, el lugar real que ocupa la mayor clase obrera del mundo y sus condiciones de vida. La terrible situación a la que los monopolios internacionales, con el salvoconducto de Pekín, han sometido a los obreros y campesinos chinos hace irrazonable la clasificación de Arrighi de “economía de mercado no capitalista”. En realidad, el capitalismo con características chinas, bajo el neoliberalismo, se ha convertido en uno de los sistemas de explotación más duros de la tierra. La multiplicación de los grandes conglomerados capitalistas privados en China, en todas las ramas –de la explotación de los recursos naturales a la logística, de la robótica de alta tecnología a las plataformas digitales– significa que el país ya no es un mero reproductor del capital privado extranjero en su territorio. Esta explotación de la mano de obra se basa en la aparición de una nueva clase de propietarios privados que, gracias a su poder económico adquirido durante las décadas de restauración, mantienen relaciones privilegiadas con el Partido Comunista.
En 1948, la industria privada en China constituía más de la mitad de la producción industrial nacional; en 1958, diez años después, la industrialización estatal redujo el sector privado a sólo el 20% de la industria nacional. Pero en 2023, al comienzo del tercer mandato de Xi Jinping, la industria privada en China representaba alrededor del 60 % del PIB. Este desarrollo implica un cambio en su morfología social: desde mediados de la década de 2000, China ha acumulado, cuantitativa y cualitativamente, una de las burguesías más ricas del mundo, y el gobierno chino no escatima esfuerzos para seducir a la burguesía global para que haga negocios en su territorio. El hecho de que la clase dominante burguesa en China tenga su expresión superestructural en el régimen de partido único de una burocracia bonapartista no la hace menos propietaria de los medios de producción nacionales. Aunque está obligado a estar en sintonía con los objetivos del Estado, disfruta de derechos de propiedad privada que le permiten absorber trabajo vivo para incrementar el valor de su capital. No hace falta decir que esto pone en duda la noción de que la superestructura estatal china es “incuestionablemente comunista”, como afirma Perry Anderson.
También surgen complicaciones adicionales al otro lado del espectro analítico. El capitalismo chino no aparece como un eslabón adicional dentro del patrón tradicional del sistema económico mundial. De hecho, presenta características particulares que lo distinguen del capitalismo occidental. Lo más notable es la forma en que los recursos estratégicos de la economía son controlados por el Estado chino, a menudo en alianza con propietarios privados. Destacan los elementos de liderazgo estatal en la asignación de recursos financieros, entre las diferentes provincias y en las distintas ramas de la economía. Ciertos nichos económicos, en particular, tienen un grado relevante de intervención estatal. El sistema financiero chino, por ejemplo, todavía está muy restringido en términos del flujo de capital extranjero. Las restricciones a la internacionalización del renminbi –que reflejan la fragilidad de China en términos de productividad laboral y como moneda en el comercio mundial– constituyeron una política consciente del Partido Comunista, celosamente preocupado por la estabilidad interna. La Guerra de Ucrania abrió un nuevo capítulo en la política del gobierno chino de ampliar el alcance del intercambio comercial denominado en moneda china, especialmente con Rusia, en la compra de recursos energéticos afectados por la guerra. La política de préstamos bancarios, que evolucionó en la dirección de las reformas procapitalistas de China durante las décadas de 1980 y 1990, todavía está dirigida en gran medida a la inversión de los gigantes estatales chinos, aunque Xi Jinping ha hecho esfuerzos para tranquilizar a los mercados e igualar las condiciones de financiación para el capital privado como medio para atraer inversiones. Los propios bancos estatales tienen un predominio indiscutible en el panorama de los servicios financieros dentro del territorio, cuya política está rígidamente determinada por el Banco Popular de China. Las empresas privadas de comercio digital, como Tencent y Alibaba, fueron disciplinadas a la hora de intentar entrar en el negocio de la concesión de créditos. Es famoso que el gobierno chino impuso la supresión de las operaciones crediticias de Ant Group, el brazo financiero de Alibaba, propiedad del multimillonario Jack Ma, quien criticó públicamente el modelo operativo de las operaciones de préstamos gestionadas por el Estado en 2020. Esta política, sin embargo, convive con un ambiente de mayor relajación en la financiación de las empresas privadas, esencial para el proyecto de desarrollo capitalista nacional de Xi Jinping.
Estas condiciones, una combinación contradictoria del rígido control del Estado sobre una estructura social fundada en la forma privada de propiedad, dan lugar a una formación muy particular, que proyecta el poder creciente del núcleo más fuerte de los capitalistas individuales de China, mientras al mismo tiempo lo disciplina a la estructura de poder del Partido Comunista. Por un lado, los capitalistas nacionales y extranjeros reciben fuertes incentivos para invertir y explotar la fuerza laboral urbana y rural de China. Por otro lado, existen restricciones en el ámbito de acción de los monopolios privados y las empresas deben aceptar la injerencia del Partido Comunista en sus consejos de administración, para que las decisiones empresariales se tomen sin amenazar la estabilidad social. Este complejo público-privado resulta en una interferencia estatal sobre la política interna de regulación de la fuerza laboral en las empresas privadas, al mismo tiempo que las empresas privadas en sintonía con el gobierno reciben enormes beneficios por trabajar de acuerdo con los objetivos estatales. Esto da como resultado un modelo capitalista distinto del visto en Occidente, y que responde a las características de la propia estructura económica heredada de la contrarrevolución liderada por el PCC.
Volviendo al lema de Engels, las rápidas transformaciones en un país de escala colosal requieren un examen dialéctico que comprenda que China es y no es algo al mismo tiempo. La introducción de avances de la economía capitalista internacional, si bien puso en crisis antiguos lazos sociales, estuvo en última instancia condicionada por la capacidad de asimilación económica y cultural de China, asumiendo por lo tanto un carácter contradictorio que puede verse en la amalgama de formas arcaicas y modernas. El concepto de desarrollo desigual y combinado en China es fundamental. Este concepto fue desarrollado por León Trotsky basándose en la ley histórica de la extraordinaria disparidad en los ritmos de desarrollo en diferentes partes de la humanidad, en diferentes períodos, y que crea en la era imperialista un sistema especial de dependencia y oposición entre países. Como describe exhaustivamente en Historia de la Revolución Rusa:
Las leyes de la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco. El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la integridad de su contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera que sea su grado [14].
En cierto paralelo con el caso ruso, y también en oposición a la formación social occidental, el Estado chino absorbió una parte proporcional mucho mayor de la riqueza pública, condenando a su enorme población durante milenios a una terrible miseria y debilitando también los cimientos de las clases poseedoras. Esta característica desigual y combinada del desarrollo se exacerbó en China con un doble movimiento. Por un lado, la restauración capitalista se basó en la reversión de la propiedad social de los medios de producción, habiendo absorbido los logros de la revolución de 1949. Por otro, la tormentosa intervención del capital extranjero, que rompió los diques estables de la estructura social china hasta el punto de dar origen a una nueva clase obrera proveniente del campo, joven, superexplotada, con mayor nivel cultural y capacidad para manejar las últimas novedades de la técnica capitalista.
En un contrapunto crítico a las tesis antes mencionadas, es necesario afirmar, por tanto, que China no tiene una superestructura comunista, como sugirió Perry Anderson, ni una economía de mercado no capitalista, como defendía Giovanni Arrighi. China vio completado en su territorio un largo proceso de restauración del modo de producción capitalista, en el que se revirtió la propiedad nacionalizada y se restableció la forma social de la propiedad privada. Esta contrarrevolución económica resultante de la restauración capitalista se logró bajo la dirección del propio Partido Comunista Chino, ahora encabezado por Xi Jinping. De hecho, incluso antes de la conclusión de este tortuoso proceso de restauración capitalista iniciado con Deng Xiaoping, China ya había abierto su economía a la inversión privada de empresas y monopolios imperialistas. Esto ha dado lugar en las últimas cuatro décadas a un tipo extraordinariamente salvaje de explotación capitalista de su clase trabajadora y su campesinado. Como decíamos, China tampoco tiene un modelo económico capitalista similar al modelo occidental, debido al dirigismo estatal que preside sus relaciones de propiedad privada. Estamos ante una economía capitalista sui generis, en cuyo territorio coexisten los efectos de la restauración capitalista con la dirección administrativa de importantes recursos por parte del Partido Comunista. A pesar de su osificación burocrática, este partido-Estado logró articular la supervisión de la estructura económica con el enriquecimiento de la burguesía nacional.
Esto es así porque el mismo proceso restauracionista en China se desarrolló por caminos diferentes al que atravesaron la Unión Soviética y los países de Europa del Este. Si bien vivieron un proceso de destrucción de fuerzas productivas, con economías esencialmente urbanas e industrializadas en las últimas décadas del siglo XX, China –esencialmente agraria– atravesó una etapa sostenida de industrialización y urbanización con la entrada de capital extranjero multinacional a su territorio. Académicos como el marxista de Hong Kong Au Loong-Yu consideran que la rápida evolución técnico-industrial de China la ubicaría hoy en la categoría de “imperialismo en construcción”, señalando que la trayectoria imperialista de China no ha sido completada [15]. El primer motivo de Au Loong-Yu es la espera de la integración nacional. Sostiene que, antes de que China pueda realizar su ambición imperial, tiene que eliminar su legado colonial, es decir, reincorporar a Taiwán y avanzar en su incompleta unificación nacional. Añade que China es una potencia expansionista y capitalista de Estado única que no está dispuesta a ser un socio de segunda clase de Estados Unidos.
Para superar la dependencia y allanar el camino a sus ambiciones expansionistas, Beijing necesitaría, según Au Loong-Yu, superar sus persistentes debilidades, especialmente en términos tecnológicos y económicos y la falta de aliados internacionales. Esta peculiar combinación implicaría una ambivalencia china, que se habría beneficiado del orden neoliberal, al tiempo que le plantearía un desafío. Ho-fung Hung estableció bases creíbles para esta interpretación, en contraste con la tesis de Giovanni Arrighi sobre el eventual papel subversivo del ascenso chino al orden imperialista. Sostiene que China no busca convertirse en una potencia con tendencia insurgente contra el orden del sistema capitalista existente, porque ella misma es uno de los principales beneficiarios de este orden. Sin embargo, Ho-fung Hung va en dirección opuesta a la tesis de China como “imperialismo en construcción”, señalando todas las dificultades estructurales que obstaculizarían la disputa de China con Estados Unidos por la primacía mundial [16].
Los avances industriales, militares, tecnológicos y geopolíticos chinos son notables, de modo que el estatus de China como potencia lleva a conjeturas sobre su situación frente a las principales potencias mundiales. Estados Unidos y la Unión Europea consideran a China como un competidor estratégico en varias áreas. Comercialmente, China establece relaciones de sujeción y subordinación sobre una amplia gama de naciones, en África, Asia y América Latina. A cambio de atraer inversión extranjera directa de China, los países con menor desarrollo económico en la “periferia capitalista” terminan sometiéndose a una deuda desfavorable, aumentando la influencia política de Beijing sobre estos países. Un ejemplo notable de este tipo de diplomacia de la deuda es el caso de Sri Lanka. Al pedir préstamos para la construcción de una zona portuaria que no pudo pagar, el país se vio obligado a vender el puerto de Hambantota, adquirido por la empresa estatal China Merchants Port Holdings Co. China controla activos portuarios en Myanmar, Bangladesh y Pakistán, que junto con Sri Lanka forman un conglomerado de infraestructuras en el Océano Índico capaz de facilitar el transporte de mercancías dentro de la Nueva Ruta de la Seda. La exportación de capital desde China como forma de sumisión política a los países más pobres es, de hecho, una de las características imperialistas de su proyección internacional. Esta influencia adquiere ciertos contornos en Europa del Este, como Hungría, Polonia y Eslovenia, aunque con la Guerra de Ucrania la inversión de Estados Unidos en esta región separó a ciertos países de una relación amistosa con China, como es el caso de Lituania y Letonia. Especialmente en los países africanos, el gobierno chino ha adoptado un comportamiento que no es en modo alguno inferior al colonialismo europeo y estadounidense en términos de rapacidad y destrucción del medio ambiente.
Pero esta etapa en la evolución de China no implica aún una solución total al problema de su atraso original, derivado de su trayectoria colonial y de sumisión a las potencias en los dos últimos siglos, y de la disparidad que resulta en el coeficiente general de capacidad técnica acumulada respecto de las potencias occidentales más avanzadas. Una de las características del exacerbado desarrollo desigual y combinado de China es la degradación de los logros asimilados desde el exterior simultáneamente con su incorporación endógena. Esto es lo que se puede comprobar al examinar el estado de desarrollo de la producción de robótica y semiconductores en China, estratégicos para su economía. Como afirmó Trotsky en el caso de la formación rusa:
los países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más primitiva. De este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter contradictorio. Así por ejemplo, la introducción de los elementos de la técnica occidental, sobre todo la militar y manufacturera, bajo Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil como forma fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada- determinaron el robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se interpuso como un obstáculo ante el desarrollo del país.
El retraso en el desarrollo de las fuerzas productivas también condujo a una combinación original de las diferentes fases del proceso histórico en China, injertando en su territorio la técnica capitalista más avanzada. En una nueva etapa, China tuvo que abordar el fenómeno destacado por Trotsky en el caso ruso, es decir, abordar las bases atrasadas sobre las que ordenó la asimilación de los recursos capitalistas occidentales. La analogía nos lleva a ver con más detalle y precisión el orden de los fenómenos en los planos económico y político. La tardía asimilación de la tecnología occidental no permitió a China desarrollar endógenamente sus capacidades productivas en nichos de vanguardia, y la subordinó a los diseños de acumulación capitalista de potencias extranjeras dentro de su territorio. La explotación de la mano de obra se produjo según los contornos de las invasiones extranjeras en las zonas ocupadas al comienzo de la era imperialista. Asimismo, esta entrada original en la arena del siglo XXI, absorbiendo y degradando los logros de la tecnología para adaptarla a su estructura, fortaleció al Partido Comunista Chino como agente político que impulsó un crecimiento económico explosivo en el país, hoy utilizado para crear centros de investigación y tecnología para la fabricación de productos de alto valor agregado –incluidos en el proyecto Made in China 2025 (semiconductores para vehículos eléctricos y procesadores para inteligencia artificial, biotecnología, robótica, comunicaciones espaciales, entre otros)–.
Teniendo en cuenta estas circunstancias, nuestra hipótesis para la clasificación de China se compone de dos factores complementarios. China se ha convertido en una potencia capitalista con una tasa de crecimiento exponencial, hasta el punto de actuar como un agente remodelador del viejo orden capitalista. Como decíamos, la Guerra de Ucrania representa el momento más importante de cuestionamiento del esquema de dominación diseñado por la globalización, que significó por parte de China traducir su avance económico y geopolítico en el desafío “revisionista” de la unipolaridad estadounidense, en nombre de sus intereses en nichos de acumulación de capital. Al mismo tiempo, China sigue buscando las condiciones tecnológicas y militares que le permitan competir por la primacía en los asuntos globales con Estados Unidos. Si es cierto que el ascenso de China tiene el potencial de remodelar el esquema unipolar de dominio de Estados Unidos desde el final de la Guerra Fría, hay que reconocer que el país parte de bases muy atrasadas en comparación con economías como Japón, Alemania, Francia, Inglaterra, Corea del Sur y especialmente Estados Unidos. Esta doble contingencia, propensa a cambios en el panorama internacional (en el que se inscriben en la realidad tendencias hacia shocks económicos, geopolíticos e incluso militares), caracteriza la situación cambiante del fenómeno chino.
En la tradición marxista, la clave de la comparación es equilibrar el poder global de los adversarios. Aquí se puede establecer otro paralelo interesante entre la situación de la Unión Soviética frente a las potencias imperialistas occidentales, primero con Estados Unidos, en la década de 1930, aunque en ese caso se trataba de sistemas económicos antagónicos (no siendo el caso de China, que representa una formación económico-social capitalista):
Los coeficientes dinámicos de la industria soviética no tienen precedentes. Pero no bastarán para resolver el problema ni hoy ni mañana. La URSS sube partiendo de un nivel espantosamente bajo, mientras que los países capitalistas, por el contrario, descienden desde un nivel muy elevado. La relación de fuerzas actuales no está determinada por la dinámica del crecimiento, sino por la oposición de la potencia total de los dos adversarios, tal como se expresa con las reservas materiales, la técnica, la cultura, y ante todo con el rendimiento del trabajo humano. Tan pronto como abordamos el problema desde este ángulo estático, la situación cambia con gran desventaja para la URSS [17].
Este coeficiente global de fuerzas plantea obstáculos al proyecto de Xi Jinping. La ventaja del retraso permitió a China acelerar las etapas de desarrollo económico y tecnológico, como ninguna potencia anterior en una etapa similar. Al mismo tiempo, la desventaja del mismo retraso, resultante del arcaísmo técnico heredado de la China imperial y agravado durante el siglo de las humillaciones (1840-1945), significó que China partiera de un nivel técnico global muy inferior al de sus competidores. La entrada de capital extranjero y la política del PCC de convertir su economía en una “fábrica del mundo”, como plataforma para exportar manufacturas de bajo valor añadido y uso intensivo de mano de obra, obstruyeron el camino de la acumulación tecnológica original. Por lo tanto, lo que impulsó el poder económico de China fue el mismo factor que desaceleró la incorporación de valor en el contenido productivo chino, lo que resultó en el diferencial dinámico en los coeficientes de capacidad bruta.
Para una comprensión integral de la caracterización del Estado chino, estos factores de incongruencia en los ritmos de desarrollo son fundamentales. En primer lugar, China es un país capitalista, sólidamente establecido sobre un proceso consumado de restauración económica de las bases de la propiedad privada –revirtiendo los resultados de la Revolución de 1949– y que, por lo tanto, no constituye un factor para cuestionar la naturaleza explotadora del trabajo en el sistema económico capitalista. Es, por el contrario, una parte orgánica del mismo. Al mismo tiempo, participa activamente, con medios cautelosos, en el cuestionamiento de la jerarquía de los Estados surgidos del viejo orden mundial neoliberal, cuya sentencia de muerte sonó con fuego de artillería en la guerra de Ucrania. En segundo lugar, China ha desarrollado su economía y tecnología en áreas importantes a niveles extraordinarios, que no tuvo hasta principios del siglo XXI, y lo hace a través de un liderazgo estatal que le da al capitalismo chino un carácter sui generis, distinto del capitalismo occidental. Hay una clara combinación entre los restos de una trayectoria de dependencia y atraso, con avances económicos y tecnológicos capaces de proyectar, con mayor o menor despliegue de fuerza, la influencia china sobre países de África, Asia y América Latina. Es la combinación de lo más arcaico con lo último en tecnología moderna.
A la luz de esto, podríamos decir que China está constituida como un Estado capitalista en rápido crecimiento, con rasgos imperialistas, intrínsecamente ligado a la orientación y supervisión macroeconómica del Partido Comunista. Grandes desafíos surgen como contrapunto al impulso chino de desarrollar sus características imperiales dentro del capitalismo; tales transformaciones no podrían ocurrir sin la mediación de shocks históricos en el terreno geopolítico y militar, en primer lugar con Estados Unidos. Dicho esto, está claro que la tendencia económica y política que late en la naturaleza del Estado chino lo dirige hacia su eventual conversión en un Estado imperialista.
Esta formulación descriptiva busca mostrar lo que es China hoy y la dirección en la que se dirigen sus tendencias estructurales dentro de la competencia capitalista global. Destaca sus características contradictorias, los rasgos imperialistas que exhibe y los desafíos a su desarrollo. Sobre todo, tiene cuidado de no cerrar apresuradamente el curso real de la evolución futura del fenómeno chino y de no dar por sentado en un nivel teórico lo que aún debe suceder en los hechos. La transformación de China en una potencia imperialista implicaría shocks y conmociones de magnitud histórica mundial, de ahí el cuidado mostrado por ambas potencias, que aún no están preparadas para una confrontación directa. La posibilidad de cualquier tipo de “sucesión” a la hegemonía estadounidense no será, en ningún caso, pacífica ni evolutiva. Es decir, no sucederá sin guerras y revoluciones a escala global.
Precisamente por esta razón, la opinión que simpatiza con el multilateralismo “benigno” de las potencias en el capitalismo tiene el efecto de desarticular a los trabajadores y a los jóvenes frente a las consecuencias de una larga y persistente competencia interestatal por la primacía de la fuerza. La fricción que ya se siente entre Washington y Beijing no es cíclica. La guerra de Ucrania devolvió a la escena internacional los métodos “clásicos” de conflagraciones militares, con máquinas y soldados modernos, en pleno territorio europeo, que vive la guerra principal desde 1945. Se trata de una forma de combate diferente de la que definió las últimas décadas de la posguerra fría, cuyos conflictos militares asimétricos (guerra del Golfo en 1991, guerra de Bosnia en 1994-95, guerra de Kosovo en 1998-99) pretendía administrar el triunfalismo neoliberal y el dominio indiscutible del imperialismo estadounidense. A estas alturas, los conflictos geopolíticos, más aún los de carácter militar como el que enfrenta Rusia y Ucrania (como la implicación logística activa de las potencias de la OTAN), encuentran mayor resonancia en una situación llena de incertidumbre, propia del cambio de siglo XX, que sirvió de preludio a la Primera Guerra Mundial. Ante este escenario, es necesario ver con los ojos abiertos lo que prepara la crisis capitalista, y hacer esfuerzos para construir una fuerza política para los trabajadores y oprimidos con un programa independiente de todos los estados nacionales.
La caracterización del fenómeno chino es fundamental para permitir predecir las principales tendencias de esta disputa interestatal que involucra a las grandes potencias. Nuestra hipótesis, de un Estado capitalista en rápido crecimiento, con rasgos imperialistas, con la característica distintiva del dirigismo estatal por parte de la burocracia restauracionista del PCCh, lleva a la noción de que estamos enfrentando fricciones entre potencias capitalistas de diferentes magnitudes. Un conflicto, por tanto, muy diferente al de la Guerra Fría, ya que no se produce entre sistemas sociales antagónicos, un Estado imperialista central y un Estado obrero burocráticamente degenerado, como fue el caso entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La diferencia de magnitud entre las potencias también caracteriza qué tipo de fricción aparece en el horizonte. A la luz de los diferentes factores, China aún no es capaz de disputarle a Estados Unidos la primacía de los asuntos capitalistas mundiales, pero ya es capaz de desafiar intereses norteamericanos específicos en ciertas áreas estratégicas, especialmente en la región de Asia y el Pacífico. Esta imagen de un desafío limitado pero poderoso por parte de China es típica de su dinámica ascendente. Es en este contexto que la gravedad del conflicto entra en la atmósfera de lo imponderable.
Un conflicto militar entre Washington y Beijing involucraría al mundo y adoptaría un carácter eminentemente reaccionario. En un duelo de carácter reaccionario como este, los socialistas tendrían que defender la derrota militar de ambos bandos y el impulso de la lucha de clases independiente contra la política de “paz social” que se convertiría en la bandera de todos los gobiernos beligerantes y sus burocracias. Si la perspectiva de mantener la hegemonía estadounidense, que se sentirá más agudamente en tiempos de crisis, no es nada alentadora, el horizonte de la expansión internacional del autoritarismo estatal por parte del Partido Comunista Chino tampoco puede recubrirse con un barniz benigno. El Estado liderado por el PCCh no representa ninguna alternativa progresista a la dominación imperialista de Estados Unidos y sus aliados. En tal duelo en el que tomar partido se vuelve imposible, el papel independiente de la clase trabajadora china –vinculada con los trabajadores en Estados Unidos y en todo el mundo– es de estatura fundamental.
La historia de la lucha de clases en China es demasiado rica en ejemplos de su fuerza independiente. Se incluye, por tanto, en el centro de esta hipótesis de la importancia de los trabajadores y campesinos para un resultado diferente al que aparece en el choque intercapitalista entre Estados Unidos y China. Encontramos en la historia de China una secuencia de auges obreros durante el siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial y el Movimiento del 4 de Mayo de 1919. Uno de los momentos decisivos de la actividad heroica de los trabajadores y campesinos chinos tuvo lugar en la Revolución China de 1925-27, en la que las masas transformaron su compromiso de poner fin al colonialismo extranjero en un gesto revolucionario que podría haber acabado con la burguesía y su partido, el Kuomintang de Chiang Kai-shek. Fueron impedidos por la desastrosa estrategia conciliadora de Stalin y Bujarin al dirigir la Tercera Internacional. Un segundo levantamiento importante tuvo lugar entre 1947-49, en la guerra civil que siguió a la derrota de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, y que culminó con la expropiación de la burguesía y la creación de la República Popular. Producto de la incomparable energía y heroísmo de las masas trabajadoras y campesinas chinas que se enfrentaron al Kuomintang apoyado por el imperialismo estadounidense, la República Popular nació, contradictoriamente, como un Estado obrero burocráticamente deformado por la dirección maoísta del Partido Comunista, que bloqueó la dinámica expansiva de la revolución y las posibilidades comunistas que de ella se derivaban. A lo largo de la República Popular, las protestas de los trabajadores surgieron en el Movimiento de las Cien Flores de 1957, en 1967 en el apogeo de la Revolución Cultural, en 1979 durante el Movimiento del Muro Democrático y el ascenso de Deng Xiaoping, y en el movimiento de la Plaza de Tiananmen de 1989.
En todos esos momentos, profundas divisiones políticas internas, generalmente intensificadas por las crisis internacionales, allanaron el camino para protestas obreras a gran escala en las principales ciudades de China. Más que la organización integral de sus batallas, la historia del proletariado chino está impregnada del heroísmo en el combate, y especialmente de la posibilidad de vencer. Este es un horizonte inevitable para la discusión sobre el socialismo en China en el siglo XXI.
Este libro busca pensar creativamente sobre las posibilidades que la estructura de clases moderna, la evolución de la economía y la tecnología y la recuperación del marxismo revolucionario abren para la revolución socialista en China en el siglo XXI, estrechamente vinculada con la revolución mundial. Establecemos un contrapunto, desde el marxismo, a la perspectiva pasiva y llena de ilusiones del multilateralismo “benigno”. Al estudiar la China de Xi Jinping, revisamos la tradición de la clase trabajadora y el equilibrio de la lucha de clases durante los últimos cien años para abordar hipótesis para resolver los problemas estructurales agravados por la restauración capitalista y el dominio del Partido Comunista. En la primera parte, examinamos la noción de multilateralismo capitalista en diálogo con autores como Giovanni Arrighi, Domenico Losurdo, Isabella Weber, Michael Roberts, Perry Anderson, Alain Badiou y Slavoj Žižek, con el fin de establecer una visión integral del debate actual. En la segunda parte, tomando la tradición de la clase trabajadora china y los enfrentamientos entre revolución y contrarrevolución en el siglo XX, examinamos críticamente la estrategia maoísta a la luz de la teoría de la revolución permanente de León Trotsky. En la tercera y última parte, abordamos la importancia de los conceptos de hegemonía, revolución permanente y democracia soviética para pensar la China de Xi Jinping y oponer un programa a la carrera militarista de las potencias, en nombre de pensar el comunismo en nuestro tiempo.