La nueva risa en el viejo Imperio
Vissarión Grigóriech Bielinsky, crítico literario y quizá el más radical e influyente liberal de toda la intelligentsia rusa del siglo XIX, fue quien caracterizó a Nikolai Gógol como padre de la escuela “natural” o “realista” rusa. Bielinsky logró no sólo ponerlo bien arriba en el canon de la literatura rusa (aunque fuera ucraniano), al lado de Pushkin, sino también que se abriera casi siglo y medio de debate en torno a nuestro autor. Algo superficialmente, podríamos decir que las dos grandes posiciones son las siguientes: Gógol es un realista social, crítico, cuya sátira denunció como nadie la miseria material y espiritual del pueblo ruso y su decadente aristocracia; o, Gógol es todo menos un realista y quien crea lo contrario será considerado un idiota hasta que no traiga una nariz que se haya escapado de un rostro o una troika que se convierta en calabaza.
Pero para abordar con profundidad este debate empecemos por formarnos una imagen de la obra fundamental de Nikolai Vasilievich. Nos referimos por supuesto a Almas muertas. Para introducir un poco a quienes no conocen nada de Gógol, pero sin aburrir a quienes ya tienen un acercamiento, optaremos por una analogía.
Imagínese un “caballero que no era ni guapo ni feo, ni demasiado gordo ni flaco; no podía afirmarse que fuera viejo, aunque tampoco se podía decir que fuera muy joven” [1]. Poco agraciado pero seductor. De buenas maneras y actitud compradora. En síntesis: un chamuyero. Para ilustrarlo, podríamos pensar tranquilamente en alguno de los típicos personajes interpretados por Guillermo Francella en los 90. Nuestro protagonista, de origen olvidable pero con ingenio codicioso, se dedicaría a deambular en el interior del país comprando empresas quebradas, de las que solamente quedan los papeles de propiedad. Mientras crece su capital fantasmagórico disfruta de codearse con la cream del empresariado local. Pampa húmeda, joda fuerte y droga cheta, no como la basura cortada que tiran en el conurbano. Junto a él y su extraño curro, una sarta de imbéciles e hipócritas (pero con tres apellidos), le adulan y hasta lo consideran uno de los suyos, sin hacer muchas preguntas o sólo haciendo las necesarias. Un poco más y el presidente sube un tuit para sólo “difundirlo”. Pero la cúspide de la buena vida, el prestigio y los contactos, el secreto se revela. La olla se destapa, a nadie le gusta su olor y todo empieza a derrumbarse.
Ahora cambiemos las “empresas casi quebradas” por siervos muertos. No ciervos (animales), sino siervos (de la gleba). Tras las reformas de Pedro el Grande los siervos o “almas” podían venderse separadamente de la tierra, a la vez que sus señores debían pagar al Zar un impuesto por la cantidad de almas en su posesión [2]. Los siervos físicamente muertos pero oficialmente vivos (según los registros del atrasado censo estatal) podían teóricamente convertirse en un morboso negocio: comprar barato los siervos muertos a quienes se querían deshacer de su carga impositiva para luego especular con ellos hipotecándolos, pidiendo al Estado tierras en Siberia para supuestamente poblarlas, revendiéndolos como vivos, etc. Será precisamente un misterioso comerciante de muertos nuestro héroe en esta historia, el legendario Pavel Chichikov. Con esa premisa y ese protagonista la novela Almas muertas –o poema épico en prosa según su subtítulo–, publicada en 1842, causó tanto escándalo como ovación.
Reinaba por entonces el Zar Nicolás I, obsesionado con perseguir y reprimir toda muestra de subversión desde la revuelta decembrista de 1825 ocurrida el mismo día en que asumió el trono [3]. Gobernó durante el mismo período revolucionario que fue desmembrando en Europa el orden político que había conquistado la Restauración. La pesadilla decembrista, revivida por cada revolución europea, lo persiguió toda su vida. Pero también las rebeliones campesinas que fueron alrededor de 600 durante su mandato [4]. Por lo que fortaleció inauditamente el aparato represivo zarista para proteger su poder absoluto y la sacra institución de la servidumbre (que no se abolió hasta 1861). De allí que el viejo régimen se viera fuerte y estable. Pocas cosas se colaban entre las garras de la policía política de Nicolás I: algún que otro periódico liberal inofensivo, ensayos sobre otros países que criticaban alegóricamente al zarismo, pero sobre todo literatura. Por supuesto no sin pasar antes por el filtro de los censores. Piedras Monroy, en su revisión de la correspondencia de Gógol, reconstruye la mini-odisea transitada para publicar Almas muertas [5]. En Moscú el manuscrito fue totalmente rechazado, empezando por el título: ¡inaceptable, el alma es inmortal! –gritaban los censores–. Una vez explicado que se usaba la palabra “almas”, porque ésta era usada también como sinónimo de “siervos”, y por lo tanto se refería a siervos fallecidos, el escándalo fue aún peor. Sólo en San Petersburgo el manuscrito fue aceptado, llevado por el mismísimo Bielinsky.
Por su lado, la intelligentsia rusa estaba encantada. Cosa extraña esos dispersos intelectuales que no contaban con una burguesía ni una clase media en la cual ampararse [6]. Nicolás I los perseguía y vigilaba, pero aún así crecían debajo de las maderas cual moho, esparciendo sus esporas ideológicas en las grietas del régimen, a la espera de un 1789 que nunca les llegó (o más bien llegó, pero como 1917). Mientras tanto tenían a los escritores y Gógol –a su manera– les dio de comer a todos. El tono romántico y nostálgico por una Rusia pérdida de Almas muertas, sus largas y detalladas descripciones del campo ruso, las constantes quejas del peculiar narrador gogoleano sobre el uso de palabras francesas como símbolo de falso prestigio y las exhortaciones cuasiépicas sobre el futuro de Rusia, bien pueden haber contentado a los eslavófilos ansiosos por restaurar la Rus de Kiev. Los occidentalistas, liberales y demócratas, encontraron en aquella novela la crítica más sarcástica y mordaz de la decadente aristocracia rusa y sus funcionarios estatales. Una suerte de tipología de aquellas verdaderas almas muertas del imperio ruso: de su avaricia (Chichikov), mediocridad (Manilov), ignorancia (Korobochka) vicios (Nodzdriov), mezquindad (Plyushkin), superficialidad (señoras X e Y), etc. [7]. Entre ellos, Bielinsky era el más entusiasta. Ya en 1835 antes de la publicación de Almas muertas, opinando sobre las Nouvelles de San Petersburgo, había dicho:
El carácter distintivo de los relatos del sr. Gógol consiste en la simpleza de la invención, la impronta popular [naródnost’], la completa verdad de la vida, la originalidad y la animación cómica, siempre doblegada por un profundo sentimiento de tristeza y melancolía. La causa de todas estas cualidades se encierra en una sola fuente: el sr. Gógol es un poeta, un poeta de la vida real [8].
Bielinsky aplaudió Almas muertas y consideró que Gógol era el primer escritor que se atrevió a mirar de frente la realidad rusa, planteando incluso que la novela facilitó que surgiera el movimiento por la emancipación de los siervos [9]. Paréntesis: para ser estrictos hay que decir que Bielinsky no era ni materialista ni empirista. Influenciado por el idealismo alemán consideraba la “realidad” más bien como la realidad del Espíritu –del pueblo– y, con vaivenes durante su vida, pensaba el arte como una actividad creativa que sólo puede y debe expresar la conciencia de su patria dentro del devenir de una Historia Universal, en la medida en que mantenga su autonomía. La preocupación de la crítica bielinskiana no es tanto la relación entre la literatura y la realidad material, ni tampoco la burda instrumentalización política de la literatura como hiciera el realismo socialista de Zhdanov y Stalin, sino, más románticamente, la relación entre la literatura y la nación.
Pero las minucias a veces se pierden en el teléfono descompuesto de la discusión teórica, y pareciera que tanto los seguidores como los críticos de Bielinsky lo interpretaron en términos –digamos– literales. Boris Eichembaum, uno de los representantes del formalismo ruso, escribió en 1927 un importante análisis de las operaciones literarias de “El capote” (cuento incluido en las Nouvelles de San Petersburgo), donde cuestiona directamente las lecturas realistas de Gógol. En una nota al pie de página dice:
Los ingenuos nos dirán que esto es “realismo”, “descripción”, etc. Discutir con ellos sería ocioso: es suficiente con que reflexionen sobre el hecho de que el autor nos habla expresamente de la uña y de la tabaquera mientras que del propio Petrovich [un personaje] sólo nos dice que tenía la costumbre de beber en todas las fiestas, que tenía mujer y que ésta llevaba un sombrero. Procedimiento evidente de composición grotesca, que destaca los menores detalles y descuida los que merecerían una mayor atención [10].
Para Eichembaum lo que articula la composición de “El capote”, aquella historia de un miserable funcionario de bajo rango que vive, muere y revive como espectro a causa de un abrigo y la crueldad de la burocracia zarista, no es tanto ese argumento sino el relato directo del narrador gogoleano. Que le da apariencia de verosimilitud a la vez que va ligando una serie de procedimientos cómicos: naderías, juegos de palabras, absurdos fónicos, divagaciones del propio narrador, etc., constituyendo un mundo peculiar donde todas las dimensiones se modifican o exageran. Para luego pegar un giro con una digresión melodramática y fantástica que choca con toda la comicidad previa. Gógol entonces no es un realista sino que su prosa es indudablemente grotesca.
Ahora sí podemos entender mejor los términos del debate en torno a Gógol, que no es sino una mezcla entre vieja y fundamental discusión contenido/forma en la teoría literaria y el carácter político de la obra de arte. Desde el lado del contenido, no sólo se identificó a Gógol con el realismo y el naturalismo europeo más en general sino también con las críticas a la servidumbre y al régimen zarista. Desde el lado de la forma se demuestra muy convincentemente cómo las técnicas estéticas de Gógol no son realistas sino más bien grotescas, a costa de –ciertamente– aislar analíticamente la obra del contexto histórico y despolitizarla. Pero hasta acá ambos lados concuerdan en una cosa: la risa gogoleana es de animosidad y melancolía, de absurdas naderías mezcladas con drama, “no un reír hasta llorar, sino un llorar hasta reír” dijo alguna vez Herzen [11]. Pero volvamos al siglo XIX porque el propio Gógol se mete en este debate, constituyendo una suerte de tercera posición.
Érase 1836 y a Nicolás I se le ocurrió permitir la puesta en escena de la más famosa obra teatral de Gógol, El inspector. Antes de aceptar que sea representada, ¿habrá leído el Zar aquella hilarante obra en la que un muchacho poco inteligente y arruinado por la timba termina engañando al alcalde, el jefe de policía y a un conjunto de funcionarios zaristas, todos igual de incompetentes pero aún más corruptos, haciéndose pasar por el inspector general? Lo indudable es que casi todo el público interpretó rápidamente en El inspector una feroz crítica al gobierno y a la mismísima Rusia. El más escandalizado de todos, Gógol, salió a impugnar esas interpretaciones políticas de una manera tan perspicaz como extravagante –o sea “a lo Gógol”– escribiendo otra obra teatral titulada La salida del teatro después de la representación de una nueva comedia. Allí parodiaba las críticas y todo el debate entre los espectadores alrededor de El inspector y hacia el final un personaje que hacía del propio autor de la comedia expresaba su punto de vista.
Sí, estoy satisfecho. Pero… ¿por qué siento tristeza? Es curioso: lamento que nadie se haya fijado en un personaje honrado de mi pieza. Sí: había un personaje honrado y noble que intervino en toda la acción. Ese personaje honrado y noble era… la risa. Era noble porque se decidió a presentarse en escena a pesar del bajo significado que se le asigna en el mundo [...] No, son injustos quienes dicen que la risa es indigna. Sólo indigna lo que es lúgubre, y la risa es luminosa. Muchas cosas indignarían al hombre si fuesen presentadas en toda su desnudez; pero todo eso, vivificado por la fuerza de la risa, lleva ya la paz al alma [12].
Cristiano devoto y pro-zarista, nuestro Nikolai Vasilievich no solamente rechazó las interpretaciones subversivas de su obra sino que los años subsiguientes buscó dejar en claro la intención detrás de sus textos: la educación moral del pueblo ruso. Almas muertas era sólo el inicio del camino de redención para el pecador Pavel Chichikov, el primer tomo de una alegoría en tres partes del camino que debía tomar toda Rusia. Sin embargo, ni siquiera la segunda parte fue terminada. Los manuscritos sufrieron la crítica implacable del fuego en 1852, quemados por un piadoso Gógol en crisis. Diez días después muere en un estado de profundo deterioro físico y mental.
Triunfo y traición al realismo en Gógol
Vladimir Vladimirovich Nabokov, el famoso autor de Lolita y sin dudas un erudito lector de Gógol, escribió en 1944 un interesante libro sobre nuestro autor que se aloja sutilmente entre la biografía y la crítica literaria. Allí Nabokov, a pesar de que su interpretación esté más bien influenciada por el simbolista Andréi Biely [13], se ubica cerca de la posición formalista del debate al resaltar el carácter grotesco de la narrativa gogoleana y rechazar de plano la interpretación realista y politizada de Almas muertas. Permítasenos citarlo ampliamente para entender su punto:
Moralmente, Chíchikov apenas si era culpable de ningún delito especial al intentar comprar todas las existencias de hombres muertos en un país en el que, legalmente, se adquirían y se dejaban en prenda hombres vivos. Si me pinto el rostro con azul de Prusia hecho en casa en lugar de aplicarme el azul de Prusia que vende el Estado y que no puede ser fabricado por particulares, mi delito apenas suscitará una sonrisa pasajera y ningún escritor hará de ello una tragedia prusiana. Pero si he rodeado todo el asunto de una buena dosis de misterio y he hecho gala de una inteligencia que presuponía dificultades de lo más intrincadas para perpetrar un delito de ese tipo, y si, por haber dejado que un gárrulo vecino echase una mirada furtiva a mis botes de pintura hecha en casa, soy arrestado y maltratado por hombres con auténticos rostros azules, entonces la carcajada que suscita la recibo yo. A pesar de la fundamental irrealidad de Chíchikov en un mundo fundamentalmente irreal, el tonto que hay en él se pone de manifiesto porque, desde el comienzo mismo, comete una metedura de pata tras otra [...] Repito, sin embargo, en beneficio de aquellos a quienes les gusta que los libros les ofrezcan “gente real” y “delito real” y también un “mensaje” (ese horror de los horrores tomado prestado de la jerga de los falsos reformadores), que Almas muertas no los llevará a ninguna parte. Siendo la culpa de Chíchikov una cuestión puramente convencional, su destino apenas puede provocar ninguna reacción emocional por nuestra parte. Este es un motivo más por el que la visión tomada por los lectores y críticos rusos, que vieron en Almas muertas una descripción realista de las condiciones existentes, parece tan completa y ridículamente errónea [14].
De hecho para Nabokov “los héroes de Gógol son señores feudales y funcionarios rusos simplemente por casualidad; sus entornos y condiciones sociales imaginados son factores perfectamente carentes de importancia” [15], pues el verdadero tema de Almas muertas es el poshlost. Palabra curiosa y casi intraducible del ruso que designa cierto sentimiento genuino de orgullo y satisfacción por valores estúpidos y de mal gusto. Como ser pobre pero sólo comprar ropa de marca, las novelas de Adrián Suar o que realmente te guste el café de Starbucks. Por cosas como estas es que Nabokov considera el poshlost como algo atemporal y puede plantear que no tienen importancia las condiciones sociales de los personajes gogoleanos. De lo que se trata es de cómo, con su maravilloso genio, Gógol expresa el poshlost a través de sus ridículos héroes y ese grotesco mundo que pinta hábilmente mediante técnicas como la “generación espontánea” de pequeños y olvidables personajes secundarios que aparecen furtivamente y generalmente con nombres extraños, o que se transmutan de uno en otro, para igual de rápido desaparecer. Puesto que el poshlost no es sino uno de los principales atributos del diablo, la primera parte de Almas muertas sería entonces una novela dedicada al diablo, para burlarse de él.
Ahí Nabokov tiene otro argumento a favor de su lectura: la posición misma de Gógol respecto a su obra, desde donde también analiza el derrotero de la inconclusa segunda parte de Almas muertas. Harto de las lecturas antizaristas de sus escritos y cada vez más cercano a las escrituras del Señor, Nikolai Vasilievich empezó a concebir su novela como una versión rusa de la Divina comedia que sirviera didácticamente para curar las almas enfermas del imperio moscovita. Siendo la primera parte el Infierno, la segunda el Purgatorio y la tercera el Paraíso. Y mientras en sus últimos 10 años de vida vagaba por el extranjero intentando lastimosamente escribir aquel purgatorio de Chichikov, hizo ensayos de su objetivo último a través de impartir lecciones de moral cristiana y aristocrática por carta. En los Fragmentos selectos de la correspondencia con amigos, Gógol incitaba fervorosamente a que los terratenientes rusos se enriquecieran volviendo a ocuparse de los campos y los siervos que Dios les dio. Fiel a su estilo –a decir verdad– escribió este tipo de cosas mientras viajaba por Roma, Dresde o Múnich, y fiel a su costumbre causó nuevos revuelos. Quienes habían leído en su obra una crítica a la autocracia y la servidumbre estaban consternados. Bielinsky, indignado, escribió una famosa carta pública condenando los Fragmentos:
Pero es que si Usted hubiera revelado un atentado contra mi vida, aun entonces no lo odiaría más que por estos vergonzosos renglones… ¿Y después de esto quiere que creamos en la sinceridad del tono de su libro?...¡No! Si Usted efectivamente hubiera estado lleno de la verdad de Cristo, y no de la enseñanza del diablo, de ningún modo hubiera escrito aquello a Sus adeptos entre los terratenientes. Usted les hubiera escrito que así como sus campesinos son sus hermanos en Cristo, y el hermano no puede ser el esclavo de su hermano, ellos debían o darles la libertad o al menos usufructuar sus esfuerzos del modo más benéfico para aquellos que fuera posible [...] Si Usted ama a Rusia, ¡alégrese junto conmigo de la caída de Su libro! [16].
Como adelantamos, la solemne segunda parte nunca pudo ser terminada. Nos quedan solamente unos tristes capítulos recuperados, que quien los haya leído o tenga la oportunidad de hacerlo, notará la desabrida e impostada virtuosidad de los nuevos personajes introducidos (especialmente Kostanzhoglo, el terrateniente laborioso y ahorrativo). Según Nabokov la causa de todo este derrotero radica en una profunda crisis de creatividad en Gógol. No sólo los personajes de la primera parte eran pecadores tan ridículos que hasta su redención se tornaba ridícula, sino que el genio creador de Gógol se quedaba sin ideas. Los constantes pedidos de anécdotas que hace por correspondencia en este periodo serían un síntoma de ello. Incapaz de crear por sí mismo un mundo tan vívido como el de la primera parte, buscaba “hechos” de la realidad para usarlos como materia prima remasticada por su nuevo objetivo pedagógico. Pero, para Nabokov:
Sería, por supuesto, ridículo suponer que Gógol se pasó diez años simplemente tratando de escribir algo que complaciese a la Iglesia. Lo que en realidad trataba de hacer era escribir algo que complaciera tanto al Gógol artista como al Gógol monje [17].
La argumentación de Nabokov es mucho más colorida y menos fría que la del formalista Eichembaum. Sin embargo tiene una serie de problemas interconectados. El primero es de carácter empírico: los pedidos de anécdotas para inspirar su narrativa eran una práctica corriente en Gógol. Eichembaum cita una carta a Pushkin de 1935 y otra a Prokopovich de 1837 donde nuestro autor les pide anécdotas para sus cuentos. Y hasta el propio Nabokov transcribe en su libro una carta de Gógol a su madre en 1829 donde le pide anécdotas y nombres típicamente ucranianos. No sería injusto decir que la escritura gogoleana se alimentaba de la vida cotidiana para transmutarla mediante su característico humor. Sin embargo esto puede oler demasiado a “realismo” para Nabokov.
Y es ahí donde aparece el segundo problema, de carácter teórico. Nabokov rechaza la idea de que Gógol sea realista dando cuenta, con razón, de lo absurdo y grotesco de sus tramas y personajes, pero en ningún momento explicita su definición de realismo. Pero lejos de crear aquí un conveniente concepto ad hoc, seleccionaremos convenientemente el de Raymond Williams, quien plantea que “la significación histórica del realismo consistió en hacer de la realidad social y física (en un sentido generalmente materialista) el fundamento de la literatura, el arte y el pensamiento” [18]. Y desde allí problematiza la identificación entre realismo, en tanto método y actitud literaria, y la tendencia a la representación exacta de la realidad –al estilo del naturalismo de Zola–. Hay ciertamente una relación entre realismo en términos gnoseológicos y en términos literarios: respetar el criterio de verosimilitud puede vincularse con la concepción correspondentista de la verdad. Pero basarse en lo real no implica disolver el “artificio” literario. Tampoco, necesariamente, tiene que ser un acto consciente e intencional sino que puede articularse y operar objetivamente en la obra de arte. Engels consideraba a Balzac como un maestro del realismo porque a pesar de su ideología legitimista retrató la efectiva decadencia de la nobleza francesa. Lo que denominó un triunfo del realismo [19]. En un sentido muy similar Lenin tituló al pacifista Tolstoi como el espejo de la revolución rusa [20] y en ese mismo registro Trotsky analizó a Gógol [21].
Pero antes de ir ahí, el último problema de la crítica de Nabokov, nos atreveremos a decir, es de carácter epistemológico. Para introducirlo recordemos cuando Borges –a quien nadie podría acusar de realista– dijo en una famosa conferencia sobre James Joyce:
Los naturalistas, aunque algunos de ellos, especialmente Zolá, tenían una poderosa imaginación, o una imaginación visionaria, decían solamente querer transcribir la realidad. Y vamos a analizar esta frase. Desde luego sólo se transcribe lo oral, sólo se transcribe lo que está escrito, o lo que se dice transcripción. En cambio, buena parte de la realidad no es oral. De modo ya, que en este programa que parece modesto, de transcripción de la realidad, hay algo imposible. Es decir, se puede transcribir lo que una persona dice, o un escritor puede manejar un estilo escrito que se confunda o parezca confundirse con el estilo oral, pero la mayor parte de la realidad no es oral. Hay una parte de nuestra realidad que es visual, otra es olfativa, otra es táctil, otra es gustativa. Y luego tenemos también la memoria, la memoria hecha de imágenes. Y tenemos las pasiones. Nada de esto puede transcribirse directamente. Sería posible transcribir la realidad si esta fuera simplemente verbal pero es muchas otras cosas: es memoria, es pasión, y nostalgia, y voluntad [22].
Agregaremos, solamente, que la realidad es también risa. Nabokov –a quien nadie podría acusar de naturalista– borra por completo toda esta dimensión del problema en su análisis cuando distingue tajantemente entre humor y literatura [23]. Pero la relación entre risa y arte “es más compleja”. Y es justamente ahí, en el humor gogoleano, en esa risa estruendosa, vivificante y convulsiva hasta la vergüenza o la amargura, donde para nosotros reside –o más bien se vehiculiza– el triunfo del realismo en Gógol. Pues, a pesar de las posiciones ideológicas del autor e incluso de sus procedimientos grotescos, aquel humor toma como objeto constante la muy real miseria del régimen zarista y su clase dominante.
Aun dándole la razón a Nabokov sobre cuál es el tema de Almas muertas, ¿quiénes podrían personificar mejor aquel poshlost que los aristócratas y funcionarios de aquella sociedad orgullosa de sus valores decadentes? De hecho el campesinado es representado activamente sólo al principio de la novela en aquellos mujiks que especulan inútilmente si la rueda de la troika de Chichikov llegaría hasta Moscú o hasta Kazán. Esa misma troika que –raramente no hemos visto ningún análisis que lo resalte– hacia el final del libro, mientras escapa Chichikov, es comparada con la mismísima Rusia recorriendo velozmente la historia. Podemos, como los mujiks, especular sobre si hay relación entre ese principio y ese final y cuál es su significado pero lo indudable es que aquellos campesinos que juegan con su imaginación no son víctimas del poshlost como los aristócratas y funcionarios.
Entonces, ¿sufría Gógol una crisis de creatividad o es que le era imposible conciliar al artista y al clérigo? Y es que ¿podía alguien darle a San Gogol aquellas anécdotas verdaderamente útiles a sus fines purgatorios mientras su propio realismo se le escapaba de las manos? Nuestra hipótesis deviene obvia: el triunfo del realismo en Gógol se opuso a sus propios fines evangelizantes. No encontraba forma de que su risa redimiese a los pecadores que antes había condenado. Sin embargo el triunfo del realismo en Gógol era tan destructivo que él mismo no tuvo más remedio que traicionarlo.
Nos queda sin embargo un punto sin resolver. ¿Si todo esto tiene algún sentido, por qué Gógol consideró en algún momento que el único personaje “positivo”, honrado, noble y luminoso de su obra era justamente la risa?
Es chiste, pero si da la relación de fuerzas no es chiste
Mijail Mijailovich Bajtín, el teórico marxista del lenguaje y la literatura que en la URSS se mantuvo tanto al margen de la revolución como de burocratización [24], utilizó a principios de los años 40 la categoría de realismo grotesco para caracterizar a Gógol en un capítulo de lo que fue su tesis de postgrado. La que por cierto fue rechazada por el Instituto Gorki y no se publicó sino hasta 1965 bajo el título de La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, y sin el capítulo sobre Gógol. O sea, pasó bastante desapercibido en su momento [25]. Lo cual fue una desgracia porque la categoría propuesta por Bajtín lejos de ser un “sano punto medio” en el debate constituye más bien una reformulación del mismo.
El realismo grotesco no es un género literario como lo venimos usando aquí, como método/actitud artística, sino una concepción estética de la vida práctica, un “sistema de imágenes” presente en la cultura popular medieval (contrapuesta a la cultura oficial de la Iglesia) cuya expresión literaria última es la obra de Rabelais pero que vivió fundamentalmente en el carnaval. Para Bajtin el carnaval es una forma concreta de la vida social que se configura como una fiesta universal y utópica: pues todo el pueblo es parte de él –no hay escenario ni espectadores–, se vive en el carnaval y de acuerdo a sus “leyes de libertad”; puesto que en él se trastoca momentánea pero absolutamente todo el orden social y sus jerarquías. Lo sagrado se vuelve terrenal, los placeres de la carne se elevan, gente disfrazada de demonios se pasea por las calles y se corona al más feo o deforme como rey. Asimismo la concepción del cuerpo y el tiempo se asumen en una incompletitud individual y transitoriedad necesaria, respectivamente, que Bajtín encuentra realista (en su sentido gnoseológico) frente a las doctrinas eclesiásticas. Y lo que articula esta “segunda vida del pueblo” junto a sus valores, concepciones y modalidades de percepción encarnadas en el realismo grotesco, es una forma particular de risa.
Explicaremos previamente la naturaleza compleja del humor carnavalesco. Es, ante todo, un humor festivo. No es en consecuencia una reacción individual ante uno u otro hecho “singular” aislado. La risa carnavalesca es ante todo patrimonio del pueblo (este carácter popular, como dijimos, es inherente a la naturaleza misma del carnaval); todos ríen, la risa es “general”; en segundo lugar, es universal, contiene todas las cosas y la gente (incluso las que participan en el carnaval), el mundo entero parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso, en su alegre relativismo, por último esta risa es ambivalente: alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica, niega y afirma, amortaja y resucita a la vez [26].
Esta risa que degrada y renueva a su objeto, que no es sino la totalidad de la vida, con un ánimo festivo, es lo que más va a diferenciarla para Bajtin de la risa satírica moderna. Tras la progresiva pero nunca absoluta privatización de la cultura popular del carnaval en las mascaradas cortesanas, el debilitamiento de las fiestas populares y el triunfo de una nueva “cultura seria” secularizada del racionalismo y luego del mundo burgués, la nueva risa preponderante es, según Bajtín, denigrante y particular, emplea un humor negativo ubicándose fuera de su objeto delimitado, oponiéndosele. Y, más allá de la compleja extravagancia de la teorización bajtiniana sobre el carnaval, ésta es una idea fundamental que aporta su trabajo. Pues para entender la risa –y a Gógol mismo– no es suficiente afirmar, como hicimos anteriormente, que es un fenómeno real y material, hay que pensarla además como fenómeno históricamente determinado. Tanto en la coyuntura como en sus tendencias generales. Ese es para nosotros el valor de Bajtín en este debate: plantear la pregunta por la forma histórica de la risa. Este modo de establecer la problemática consideramos que nos ofrece una perspectiva superadora respecto a las teorías generales y deshistorizadas del humor.
(No tan) breve disgresión: Terry Eagleton escribe en 2019 un muy gracioso libro titulado sencillamente Humor [27] donde estudia profundamente los escritos sobre lo cómico y los sintetiza en tres teorías: 1) la teoría de la superioridad, con referentes como Hobbes y Bergson, que sostiene que la risa surge del sentimiento de gratificación frente a la inferioridad ajena pero que hace aguas cuando observamos que nos podemos reír amistosamente y que no toda inferioridad es graciosa; 2) la teoría de la incongruencia, compartida por múltiples autores, que señala en la discordancia o contradicción de elementos –y el descarrilamiento del sentido que produce– la causa de la risa, que aunque convincente no es más que descriptiva pues no puede explicar por qué tal incongruencia es graciosa ni por qué hay incongruencias que no lo son; 3) la teoría freudiana de la descarga, que Eagleton pondera sobre las demás porque las puede contener, entiende el origen de la risa en la descarga de pulsiones normalmente reprimidas por el aparato psíquico. Una suspensión momentánea del principio de realidad y de la vigilancia del superyo, un fracaso de la autorepresión frente a nuestros oscuros deseos, la caída de lo elevado a lo cotidiano, la aniquilación del sentido frente a lo absurdo del mundo, que a su vez resulta inofensivo y hasta saludable en tanto descarga psíquica.
Es desde aquí donde Eagleton dialoga con Bajtín. Por un lado rescata la idea bajtiniana de entender la risa como una peculiar forma realista de conocimiento: "lo que nos proporciona una imagen verdadera de la realidad es una espectacular parodia" [28]. Esto es implícitamente coherente con sostener la concepción freudiana del humor, pues para romper el principio de realidad antes hay que dar cuenta de él de algún modo. Por otro lado cuestiona la ingenuidad de Bajtín, pues la fiesta utópica del carnaval se revela como una mera descarga, un alivio fugaz de la opresión feudal. Es esta misma dinámica lo que para Eagleton marca la relación ambivalente entre humor y política. La risa expresa el descontento frente al poder y puede horadar su legitimidad, pero al final del día… es sólo humor. Como mil memes sobre Milei pero ni una sola movilización de masas. La figura fantástica de gran economista se desploma en su realidad de estafador incompetente, aunque su poder sigue ahí.
A nuestro modo de ver, más que ingenuo Bajtin es un exagerado. Como si hubiese mirado tanto al grotesco que el grotesco terminó por mirarlo a él. Ciertamente afirma repetidas veces el carácter subversivo y liberador de la fiesta popular y su peculiar risa frente a los regímenes dominantes. De allí la interpretación plausible de su libro como una crítica implícita al stalinismo. Pero a la vez reconoce la naturaleza momentánea del carnaval como modo de vida paralelo a las formas oficiales del orden medieval. Así como también muestra –con documentación histórica– cómo la propia Iglesia Católica muchas veces toleraba estas fiestas bajo el argumento de que eran un alivio para que el campesinado luego no hiciera rebeliones. Que era realmente la manera en que se expresaba políticamente el campesinado. Pero nada de esto refuta la concepción bajtiniana de las formas históricas de la risa: el carnaval era una fiesta que, desde un punto de vista moderno, podemos considerar “pública” pero su risa no tenía necesariamente fines políticos.
De hecho la idea de la transformación histórica de la risa medieval positiva a la risa negativa moderna durante la transición al capitalismo, puede servirnos de base para una hipótesis sobre la génesis del humor como descarga. Pues que el humor se constituya como una descarga pulsional del aparato psíquico, supone –tanto lógica como históricamente– que dicho aparato necesite contener sus pulsiones. Más que en la tolerancia eclesiástica de la risa (aunque no podemos subestimar el papel de la Iglesia en la configuración de la cultura occidental) el cambio histórico reside en la desaparición de esa carnavalesca “segunda vida del pueblo” y por tanto en la reducción de los modos de vida en donde las pulsiones fluyan más libremente. Su limitación al espacio cada vez más privado tendría como consecuencia que la risa antes universal y renovadora asuma en la época capitalista una forma individualizada, particularizada, pero disponible para liberar esas pulsiones contenidas [29]. Asimismo, en tanto particularizada y ajena a su objeto, se le abre la posibilidad de transmutar también en un nuevo, aunque ambivalente, medio satírico para lo político (ambivalente en el más amplio sentido: Gramsci a diferencia de Bajtín encuentra positividad en la negatividad del humor moderno, desde el punto de vista de la “acción histórico política” y específicamente en el sarcasmo, que a diferencia de los tintes escépticos de la ironía puede atacar las ilusiones ideológicas de la época sin destruir los sentimientos íntimos en los que se atraigan [30]). Fin de la digresión.
Volviendo a nuestro tema, Bajtín nos plantea entonces que en Gógol se presentan elementos del realismo grotesco, es decir, aquella concepción estética determinada por la cultura popular medieval y renacentista. No sólo en sus primeros trabajos como Veladas en la finca de Dikanka o Mírgorod inspiradas en el folklore ucranianio con el que creció, sino también en Almas muertas.
Un análisis atento descubriría en la base de Las almas muertas las formas de marcha alegre (carnavalesca) por el infierno, por el reino de los muertos. Las almas muertas es un paralelo interesantísimo del cuarto libro de Rabelais, es decir, del viaje de Pantagruel. Naturalmente, no en vano el momento de ultratumba está presente también en la idea misma y en el título de la novela gogoliana (Las almas muertas). El mundo de Las almas muertas es el mundo de un infierno alegre [31].
Bajo esta lectura, donde la risa gogoleana asume la forma de la risa carnavalesca, se explicaría por qué el propio Gógol consideraba la risa como un personaje noble, honrado y luminoso –o sea positivo– y por qué además llegó a considerar su comedia –degradante y renovadora– como un medio de purificar el alma rusa. Asimismo explica sus vínculos con formas realistas de entendimiento y expresión. Pero como vimos, Gógol no logró su objetivo. Bajtín sugiere que en las condiciones de la “cultura seria” del siglo XIX la risa gogoleana no fue comprendida, que pasó contrariamente por risa satírica. Pero para nosotros la metamorfosis estética ya se asoma en el interior de Almas muertas: el objeto de su risa no es la totalidad de la vida, no es del todo una risa universal, sino –como señalamos antes– se particulariza en los terratenientes y funcionarios poshlyaki. Es decir que, paradójicamente, en las condiciones históricas de la vieja Rusia de los zares y la servidumbre ya se había transformado en términos modernos la concepción estética de la risa, los criterios y modalidades de percepción del humor. Aquella Rusia que Trotsky entendiera mediante la ley del desarrollo desigual y combinado como una amalgama de elementos feudales y capitalistas [32], que comenzaba a asimilar en su formación social los elementos más avanzados de la industria europea (recién introducidos Alejandro I) como así también los novedosos elementos científicos y estéticos de la cultura occidental (introducidos ya desde Pedro el Grande). Formación histórica compleja cuyos elementos asimilados no armoniosa y progresivamente sino siempre de a “saltos” y con nuevas contradicciones. Gógol mismo era la encarnación de estás contradicciones.
Pero este cambio a nivel de las tendencias sociales generales sobre la forma de la risa se combinó además con un acontecimiento histórico particular: 1848. Aquella ola revolucionaría que parecía un 1789 extendiéndose por casi toda Europa, que si bien no tuvo la radicalidad de la Gran Revolución Francesa por el miedo burgués a desatar las fuerzas de los sans culottes proletarios, sin dudas borró por completo los restos del orden que la Restauración había impuesto tras la derrota de Napoleón [33]. La pesadilla revolucionaria aparecía nuevamente y en proporciones inauditas para el régimen autocrático ruso, que temblaba y comenzaba a mostrar sus debilidades. Hasta el humor podía hacer peligrar su legitimidad. Nótese cómo en 1836, tras aplastar efectivamente la revolución polaca de 1830, Nicolás I y su aparato de censura permitieron la puesta en escena de El inspector, pero en 1849 Dostoievski fue encarcelado y deportado a Siberia acusado de conspiración luego leer públicamente la carta abierta de Bielinsky. Y en 1852 Turgueniev fue arrestado por escribir un obituario de Gógol [34]. Tras 1848 la risa gogoleana, descarga o no, positiva o negativa, etc., devino algo más que sólo humor.
En resumen: bajo condiciones histórico-culturales propias de la Edad Media, tal como piensa Bajtín, no habría contradicción entre los contenidos realistas de Almas muertas y el grotesco de sus formas, pero en la época moderna tiende a clausurarse estéticamente aquella conciliación. Y a partir de esa contradicción interna en Almas muertas, siempre abierta pero que se cierra con cada momento y cada lectura, es desde donde ahora se organiza la interpretabilidad de la obra. Ante los acontecimientos de 1848 la novela se retuerce, su grotesco deviene realista, y de conjunto la obra se torna indudablemente un fenómeno político en sí mismo. Pero ante nuevos escenarios históricos se rearticula y da lugar a otro tipo de lecturas que conforman todo el debate que venimos comentando.
Lamentablemente Gógol se oponía a aquella maravillosa fuerza viva en la que se transformó su novela. Sin embargo todavía nos fascina su obra, cuya complejidad es motivo de polémica teórica, inspiración política, indignación autocrática, y sobre todo incontrolables risas. Y es que ya no se puede expresar el carnaval medieval en la novela moderna sin “perder” algo en el proceso, ni sin que el proceso en sí modifique todo por completo y se “gane” algo con ello. Gógol, a destiempo de la historia, luchó gran parte de su vida por darle sentido a una forma de risa positiva que ya no tenía sentido. Tal vez si hubiera sido el escritor de su propia vida habría puesto deliberadamente como subtítulo de Almas muertas aquel oximorónico "poema épico en prosa", solamente para aprovechar el chiste. Pues lo cierto es que no se puede determinar la significación por decreto. Ningún discurso pertenece a nadie. Sólo la Historia puede reclamar algún poder provisorio sobre la palabra. |