Comentario sobre El malentendido de la víctima (Tinta Limón, 2024) de la jurista italiana feminista Tamar Pitch. ¿Qué pasa cuando el estatus de víctima es la única forma de hacer oír tu voz?
Tamar Pitch es una jurista italiana que reflexiona hace varias décadas sobre el punitivismo, su influencia sobre los feminismos y otros movimientos contra la opresión. En El malentendido de la víctima (Tinta Limón, 2024) aborda lo que llama el estatus de la víctima y su rol en la justicia penal, que se invoca (en palabras de Pitch) “como la solución a todos los problemas sociales y políticos”. Asistimos, dice la autora, “a una despolitización acompañada de una criminalización de problemas, fenómenos y conflictos cada vez más extensa”.
La sobredimensión de la justicia penal como solución “universal” se da en un contexto de “garantismo hacia los poderosos”, un concepto del jurista italiano Luigi Ferrajoli que recupera Pitch en su libro. Ese garantismo consiste en que lo que los poderosos “‘arruinan’ es difícilmente individualizable, por ende, culpabilizable. No es una persona, no es Elon Musk en persona el que contamina el resto del mundo. Es complicado, son crímenes que Ferrajoli llama ‘crímenes de sistema’”. Esa idea puede emparentarse con lo que Friedrich Engels llamó “crímenes sociales” en su estudio sobre clase obrera en Inglaterra a mediados del siglo XIX, cuando compara un crimen como el homicidio, fácilmente reconocible, con quitarle a
millares de seres humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir (...) es un crimen, muy parecido al cometido por un individuo, salvo que en este caso es más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino.
Las críticas de Pitch a la deriva punitivista no le impiden señalar los problemas de la justicia penal, por un lado, y la legitimidad de los reclamos que se le hacen, por otro.
La justicia es clasista y racista. También es sexista, pero no porque penalice más a las mujeres que a los hombres: al contrario, las mujeres son un pequeño porcentaje de la población denunciada, condenada y detenida. Es sexista porque resulta complejo reconocer y enjuiciar como delitos las ofensas y violencias perpetradas contra las mujeres, y, a menudo, la justicia se presenta como de difícil acceso para sus reclamos y reivindicaciones.
Su lectura crítica tampoco invalida las luchas feministas por hacer reconocibles como crímenes los abusos que sufren las mujeres, considerados privados hasta hace algunas décadas. Sí alerta sobre las consecuencias de los discursos que confluyen por múltiples vías en la “retórica punitiva dominante”. No es la única. Desde un punto de vista diferente, Sarah Schulman –activista y autora de El conflicto no es abuso. Contra la sobredimensión del daño– pondera en sus reflexiones sobre el punitivismo el giro “estatal” de sectores del feminismo, que le dieron a la Policía (fuente indiscutida de violencia) autoridad de intermediaria en conflictos relacionados con la violencia machista cuando –explica Schulman– pasó de la búsqueda de la transformación de la condiciones sociales a la cooperación con el Estado.
Los problemas abordados en El malentendido de la víctima no son exclusivos del movimiento feminista, sin embargo, Pitch acierta en señalar lo paradigmático de las formas que adquieren algunos discursos o tendencias en ese movimiento alrededor de la lucha contra la violencia patriarcal en todas sus formas. Y suma al debate un aspecto esencial a veces soslayado o atenuado: el contexto histórico, social y político en el que surgen y se consolidan esos discursos y las complejidades que los atraviesan. Uno de los primeros problemas que advierte es la simplificación, el llamado constante a centrarse en una sola cuestión (en este caso el género) cuando cuestiones tan profundas como la opresión patriarcal implican imbricaciones diversas en las sociedades capitalistas. La feminista negra Angela Davis lo explicó mejor:
¿Por qué no puede ser más sencillo? Si nos centrásemos únicamente en el género las cosas serían muchísimo más fáciles. Pero claro está, es ese ansia de simplicidad la que ha vuelto al feminismo responsable de sus falsas verdades universales (“Diálogos complicados”, Una historia de la conciencia. Ensayos escogidos).
Un planteo interesante, en consonancia con otras elaboraciones como La opción por la guerra civil (Tinta Limón), es el de incluir la “predilección por la respuesta centrada en el castigo” en el propio conservadurismo del régimen neoliberal (y no como una contradicción con sus promesas democráticas, cada vez más magras). Pitch señala que
la congruencia entre la racionalidad neoliberal y cierto feminismo puede verse no solo en la prevalencia de las políticas identitarias sobre las políticas contra las desigualdades, sino, precisamente, en el apoyo de facto, sin importar cuán intencional sea, al lado punitivo y securitario del neoliberalismo, así como a sus lados moralizante y conservador.
En ese sentido, las narrativas punitivistas se desarrollan como parte del crecimiento del discurso de la seguridad y el orden público y en sentido opuesto al espíritu de los movimientos que luchan por la emancipación y la conquista por derechos. Pitch habla de un entramado punitivo que se sostiene paradójicamente en reclamos que surgen de las luchas contra la discriminación o la opresión pero terminan asumiendo lo que llama “la condición de ‘víctimas’” y compartiendo la “‘retórica punitiva dominante’ que necesita, ineludiblemente, victimarios”.
Uno de los capítulos del libro está dedicado a explicar el avance de la individualización de los conflictos sociales. Uno de los elementos que destaca la autora es el dominio de nuevos términos en el discurso público. Palabras como “víctima” tienden a reemplazar a oprimido u oprimida y, dice Pitch, “en el plano cultural, este giro produce la reintroducción de los actores en un escenario hasta entonces caracterizado sobre todo por la atribución de problemas, injusticias y cuestiones como esas a la ‘estructura’ de la sociedad, al ‘sistema’”.
También existe una reducción y un “aplanamiento” de problemas y conflictos sociales en el uso de la palabra “violencia” como reemplazo de otras como discriminación, desigualdad o dominación, algo que provoca que pierda el sentido y “reduce el fenómeno, el problema, la situación a la que se aplica a una única dimensión, que es la dimensión penal”. De ese desplazamiento se desprenden otras cuestiones, como la invocación de la justicia penal para resolver todo tipo de conflictos o la acción gubernamental en nombre de las “víctimas”, puestas en el centro de la justificación de políticas securitarias y criminalizadoras. Pitch señala que este cambio implica una “privatización y moralización del discurso público” y una renuncia a “proyectos de reforma social y/o de rehabilitación personal, por considerarlos inútiles y costosos -de hecho, contraproducentes, porque quitan responsabilidad y son ‘laxos’- y la adopción de una perspectiva que combina el utilitarismo ‘neoliberal’ con el discurso moralizante neo-conservador”. Este cambio funciona en el contexto de la sociedad “plana”, en la que los conflictos son simplificados o reducidos al bien contra el mal, víctimas y culpables/victimarios.
Vale aclarar que Pitch toma como punto de partida el Estado de bienestar en los países avanzados para reflexionar sobre los avances de las narrativas punitivistas asentadas en el neoliberalismo. Las comparaciones y cambios en las políticas relacionadas con el crimen, el despojo de las características sociales del término seguridad (que incluía varias complejidades intrínsecas a las sociedades capitalistas) y sus conclusiones no invalidan el hecho de que ya existían críticas al Estado de bienestar, a los prejuicios y estereotipos que reproducía en su seno. Gran parte de las críticas de las feministas negras o de las feministas socialistas surgen justamente de los “universales” construidos durante esas décadas de bienestar y sobre los cuales se consolidaron las corrientes hegemónicas que resultarán indispensables en el giro neoliberal (neutralizadas o cooptadas directamente como las “femócratas” o las feministas neoliberales). La autora considera estas corrientes cuando se refiere a la relación entre el neoliberalismo y una parte del feminismo que adopta el discurso punitivo (aunque esa relación viene sufriendo diferentes metamorfosis hace algunas décadas, como surge de la conversación con Lucía Sbriller, María Eugenia Zampicchiatti e Ileana Arduino en las primeras páginas del libro acerca del término “neoliberalismo progresista” de la filósofa Nancy Fraser).
La voz propia
Uno de los elementos más interesantes de la crítica al paradigma victimista va más allá de los debates en el movimiento feminista. Aparece en el planteo de que asumir el estatus de víctima representa una vía para obtener una voz legítima en sociedades que criminalizan los conflictos e intentan borrar las marcas estructurales que las atraviesan (reduciendo todo a conflictos de individuos con otros individuos). Asumirse como víctima permite, dice Pitch, asociarse con otras personas o grupos que
a partir de este estatus, piden reconocimiento político y social. El estatus de víctima remite a la lógica y al lenguaje del derecho penal: una se define a sí misma como víctima o es definida como víctima sobre la base de algún mal o daño sufrido (y, luego, potencialmente por sufrir) por actores individualizados o individualizables a quienes se les imputa la responsabilidad exclusiva por daños y perjuicios.
Y como parte de este planteo subraya la diferencia con oprimido u oprimida “que remite, en realidad, a una situación compleja que involucra toda la biografía del individuo y lo asocia con otros individuos en la misma situación, por así decirlo, estructural”. La organización colectiva de personas asociadas por condiciones estructurales (explotación, racismo, discriminación) tiende a ser reemplazada por la asociación en base a una identidad definida en base a un daño perpetrado (o potencial) por individuos. Pitch sostiene que “la asunción del estatus de víctima es un modo óptimo, que hace fácil el reconocerse como sujeto político” (otra vez) en un contexto que desprecia o degrada identidades o construcciones colectivas. La idea de reconocerse como un sujeto en base a males o daños sufridos por “actores individualizados o individualizables” permite desarrollar esa conciencia en sintonía con un mundo “dispuesto horizontalmente, ya no en cuestiones complejas como la explotación o la opresión, sino en la violencia ejercida de una sola parte, los malos, contra los otros, los inocentes”.
La autora elige dos temas candentes en el movimiento feminista para ejemplificar las consecuencias de las narrativas punitivas: la maternidad subrogada (mercantilización de la gestación y el parto) el debate prostitución y trabajo sexual. Aunque el análisis se centra en las políticas criminalizadoras impulsadas por el gobierno de derecha de Giorgia Meloni plantea varias preguntas sugerentes sobre las formas de abordar nuevas y diversas formas de explotación y mercantilización y mercería un artículo aparte.
Volviendo a la idea de Angela Davis, el trabajo de Tamar Pitch invita a escaparnos de la simplificación. Cuando los poderosos proponen conflictos planos y sencillos (el bien contra el mal, víctimas y culpables), abordar las complejidades de las relaciones sociales y profundizar los debates potencia las luchas emancipatorias.