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La Izquierda Diario
18 de noviembre de 2015 Twitter Faceboock

Tribuna Abierta
La santidad
Martín Kohan
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Tal vez exista, a pesar de lo que parece, una verdad a contemplar en el chiste de lisonja que José Pablo Feinmann le dispensó a María Eugenia Vidal hace apenas algunos días, y que debió salir a explicar (todo chiste explicado fracasa) alegando descontextualización y mala fe. Por supuesto que no hubo intención alguna en su decir de alentar violencias de género, más allá de la desafortunada asociación de la belleza femenina con un destino de trata de personas. Se puede discutir, por supuesto, lo que María Eugenia Vidal entiende por violencia de género (o incluso, más aún, discutir hasta si la entiende), toda vez que echó mano al asunto para justificar un caso de gatillo fácil por parte de la policía metropolitana. Y se puede discutir también, por supuesto, el criterio acaso demasiado lúbrico con que Feinmann concibió a Vidal como una “chica linda”. Me pregunto, sin embargo, si, pese a todo, no hay en todo este embrollo un aspecto a considerar. No afirmo ni niego aquello de “chica linda”: lo dejo a criterio de Feinmann. Pero entiendo que, con ese puntual parecer, captó bien ese dejo de encanto afelpado que María Eugenia Vidal cultivó, su esmero en resultar agradable por medio de suavidades, la cuidada sugestión de candor (como signo de decencia) y de una buena voluntad sin límites (como signo de generosidad). Vidal se muestra incapaz de maldad alguna. Y de hecho casi no propuso otra cosa en campaña que una continua sonrisa apacible y la constante inclinación de la cabeza en el ángulo exacto que sugiere compasión o ternura. Su rostro, su pelo, sus tonos, su expresión, remiten a la iconografía estable de la pureza virginal, de las santas consumadas.

Feinmann a eso le puso morbo: la fantasía incontenida de que lo más puro y más bueno pueda rebajarse y enchastrarse, fantasía de profanación que se activa con lo que se ofrece como impolutamente pulcro. En ese derrape afiebrado tocó, no obstante, una verdad política: que María Eugenia Vidal labró su camino hacia la gobernación de la provincia de Buenos Aires sin poner en juego mucho más que la sistemática apariencia de la chica buena. La imaginó en el barro justamente por eso: porque ella se mostró una y otra vez inmaculada, literalmente capaz de pisar el barro sin mancharse ni impregnarse. Aparentemente ajena a cualquier mal pensamiento y a cualquier mala acción, se impuso en la votación dejando por completo de lado este elemental discernimiento: qué es lo que piensa, cuando piensa, y qué cosas va a hacer, cuando haga.

Esa nada (en el sentido en que se dice: cara de nada) fue vital para su éxito.

 
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