“La hegemonía no existe, ni nunca ha existido. Vivimos en tiempos poshegemónicos y cínicos; nadie parece estar demasiado convencido por ideologías que alguna vez parecieron fundamentales para asegurar el orden social”.
Con esa frase inicia el investigador canadiense John Beasley-Murray el texto de su libro Poshegemonía. Teoría política y América Latina, publicado en 2010 por la editorial Paidós.
Beasley-Murray parte de una versión “vulgarizada” de la teoría de la hegemonía de Antonio Gramsci a la que identifica con el consenso, mientras que propone una teoría de la “poshegemonía” basada en tres ideas: hábito, afecto y multitud (concepto este último que reemplaza la noción de clase).
Dentro de estas coordenadas, estaríamos viviendo en tiempos en los que existen formas de constitución de las subjetividades por parte de un poder que se ejerce menos desde una ideología con base consensual que desde una dominación “biopolítica”. Una dominación basada en el hecho de que el Estado permea de manera creciente la vida cotidiana, mientras se verifica un “declive de la sociedad civil”.
En este contexto, Beasley-Murray realiza una crítica bastante eficaz de la teoría de Ernesto Laclau y señala que su concepción de la hegemonía y el populismo en definitiva es una teoría de la eminencia del Estado respecto de las clases subalternas y los movimientos sociales. Crítica que puede aplicarse a su vez a la estadolatría que marcó tan a fuego los doce últimos años de la vida política argentina.
Si bien el trabajo es de conjunto cuestionable desde muchos puntos de vista, ofrece algunas claves para comprender el discurso descafeinado del flamante presidente Mauricio Macri y más en general el tipo de relaciones Estado-Sociedad, Dirigentes-Dirigidos, Gestores-Consumidores, que vocea el nuevo gobierno. Una forma de esconder detrás de la opacidad de un discurso “buena onda”, una guerra social del Capital contra el Trabajo.
Hegemonía débil y poshegemonía
El kirchnerismo fue, a su manera, “laclausiano”. Frente a una “multitud” que se había expresado en 2001 (bloque social heterogéneo en un contexto de retroceso y debilidad estructural de la clase obrera), buscó recomponer la autoridad del Estado, al mismo tiempo que moldear un sujeto colectivo que a medida que se retiraba de las calles se identificaba como el “pueblo”, en los marcos del acceso al consumo y de un discurso que desde arriba se proponía como supuesto articulador de las demandas insatisfechas.
Como señalábamos en otro lugar, a lo máximo que puede aspirar este tipo de estrategia política es a una “hegemonía débil”. Manteniendo a la clase trabajadora en una posición subalterna desde el punto de vista político e instrumental desde el punto de vista social, chocó con sus propios límites de clase y, paradoja del “populismo”, facilitó el camino al ascenso de la “nueva derecha”.
El nuevo presidente sale a evangelizar con la Biblia opuesta: No hay que confrontar, hay que dialogar, tenemos que unirnos todos, te lo digo a Vos. Un discurso que hace de la “desideologización” la clave de su propia marca ideológica.
Con mucha voluntad y haciendo mucha fuerza, puede descartarse en un 99,99% que Macri sea lector de Beasley-Murray.
Sin embargo, podemos decir igualmente que su discurso tiene aristas “poshegemónicas”: busca moldear desde el Estado la subjetividad de sus gobernados de forma tal que abandonen crecientemente cualquier identificación colectiva (no tan sólo como clase, sino que ni siquiera como pueblo) y cualquier acción contenciosa o conflictual encarada colectivamente. El sujeto de su discurso no es la clase ni el pueblo, ni la multitud; es una suma de individuos, ante todo consumidores dedicados a la vida privada, en una recomposición “no confrontativa” de los hábitos y de los afectos.
Aquí entra en juego el último componente “poshegemónico” del discurso macrista: el cinismo, o mejor dicho, la apuesta por el cinismo. Es decir, la apuesta por que la continuidad del consumo o la promesa de que un horizonte de consumo mayor para el futuro, permita sostener y justificar los ajustes en tiempo presente.
Palabras, trincheras, decretos
Una de las cuestiones que empobrecen los análisis de la hegemonía como reductible a mero consenso y por ende a la crítica "poshegemónica" que se deriva de este tipo de lectura, es el desconocimiento de que la sociedad no se sostiene por un discurso al que la gente simplemente presta apoyo (o no), sino por un “sistema de trincheras” anclado en las relaciones sociales que combinan consenso, coerción y coacción en una relación compleja entre Estado y sociedad.
En este sentido, el pensamiento “poshegemónico” (de izquierda o de derecha) tiene el problema de haberle creído a Laclau sin percatarse de su “picardía peronista”: cantaba loas al giro lingüístico y a Lacan para hacer el peronismo más digerible para los ambientes intelectuales europeos, pero sabía que la única verdad (o por lo menos una parte muy importante de ella) es la realidad de los aparatos y las fuerzas materiales: PJ, policía y sindicatos estatalizados y totalitarios.
Ese es precisamente el límite para un discurso “poshegemónico” como el de Macri, que persigue por otra parte, objetivos de un craso materialismo vulgar: bajar significativamente el costo laboral (o sea los salarios) para que la economía vuelva a ser competitiva. “Va a estar bueno” recomponer los hábitos y los afectos con un 40% menos de sueldo en el bolsillo. Una predica el amor mientras se apresta para la guerra.
En el marco político inmediato en el cual su éxito tuvo un gran componente de “consenso negativo” (contra el kirchnerismo en general y el cristinismo en particular) y además los vientos de la economía mundial “cambiaron” para venirse de frente sobre el país y la región.
Por eso, Macri no sólo apela al cinismo del individuo consumidor sino que practica el suyo propio.
Habla de consensos y acuerdos, pero se apresta a gobernar con uno de los instrumentos preferidos del “populismo” saliente: los Decretos de Necesidad y Urgencia. Esto es, sin convocar al Congreso. El republicanismo no demoró un día en volverse “bonapartista” para intentar salir de la crisis con un plan ajustador que no admite el mínimo riesgo del “juego democrático”. Ahí el discurso “poshegemónico” se transforma en un cesarismo “blanco” de buenos modales consensuales para la imagen de la videopolítica, pero de latigazos por decreto para las cuestiones sustanciales.
Una vez más, Laboratorio Argentina
En resumen, si la hegemonía kirchnerista fue una “hegemonía débil”, la “poshegemonía” del macrismo es un discurso vacío.
El camino recorrido de la crisis a la restauración se manifestó en el discurso político ideológico con la construcción por el “populismo” de un sujeto “pueblo” (juventud y “pobres”) cuya estrategia fue “desagregar” a la clase obrera como posible eje de su propia hegemonía. El nuevo líder Macri pretende llevar esto hasta el final y desagregar al “pueblo” para atomizarlo en una suma de ciudadanos-consumidores. Del “proyecto” a la “revolución de la alegría”, cuya garantía son los líderes mesiánicos. Lo que algunos ya no dudan en llamar el “primer partido del siglo XXI” (PRO), junto al primer movimiento restaurador de la pos-crisis (Kirchnerismo) -como separados al nacer-, tienen en común la misma marca de fábrica de la democracia argentina del siglo XX: la irresistible tentación bonapartista o la insoportable levedad de la república. En la semicolonia argentina, las estructuras supervivientes del siglo XX se ríen a carcajadas de las modas posmodernas del siglo XXI.
¿Puede funcionar? No se puede descartar, depende de muchas cuestiones, pero sobretodo de la sobrevida de la economía a golpes de nueva hipoteca gracias al gobierno market-friendly. De hecho, está funcionando en la coyuntura en amplios sectores de las capas medias e incluso de clase trabajadora, que ponen expectativas en Macri contrapuestas entre sí y respecto de sus propios intereses.
Sin embargo, que el discurso de Macri sea más “poshegemónico” que “hegemónico” (como era el de Menem) es a su vez un cierto homenaje a una relación de fuerzas sociales: no obstante sus divisiones y debilidades, a pesar de estar pésimamente representada por la burocracia sindical, la clase trabajadora argentina es una muralla contra la que no conviene chocar de frente.
Este elemento es el que posiblemente termine de resolver las tensiones entre el discurso “acuerdista” de Macri, sus objetivos políticos y económicos ofensivos y los medios bonapartistas con que se propone lograrlos.
De este laberinto tan argentino, Macri quiere salir “por arriba”, pero corre el riesgo de ascender y quedar a la deriva en la estratósfera. Cuando más alta es la pena, más ruido puede hacer al caer.
La narrativa de manual de autoayuda “poshegemónico” combinada con los métodos de cesarismo blanco; aplicados a la Argentina contenciosa, conforman un experimento social a cielo abierto lleno de interrogantes inquietantes. Las esquinas peligrosas de la historia pueden hacer que el “cambio” se estrelle con la “continuidad” y como suele suceder en la arisca sociedad argentina todos los planetas se alineen para que “parezca un accidente”. |