Nos fuimos habituando, con el tiempo, a la figura del Papa macanudo: el Papa cuervo, el Papa piola, el Papa nuestro, el que toma mate y guiña el ojo, el porteño socarrón. Casi como si hubiese llegado a Papa aquel curita amigacho que actuó Luisito Sandrini. Pero justo en estos días volvió a los diarios aquel otro Papa, Karol Wojtyla, el Papa de mármol, el Papa momia, el reaccionario vetusto que viene a recordarnos qué es de veras un Papa (todo Papa: también el actual).
La noticia trajo escándalo: revelóse que el bueno de Juan Pablo II mantuvo una intensa amistad íntima, a lo largo de más de tres décadas, con una filósofa de Cracovia llamada Anna-Teresa, casada por cierto, y apasionada con él. “Más que amigos pero menos que amantes”, calculó un periodista británico de la BBC, según parece un experto en la difícil medición de esos movedizos territorios que van de la franca seducción al histeriqueo equívoco, de la neta calentura al remordimiento interior, del talante de confidente al papel del amigovio.
Personalmente, estoy por completo de acuerdo con el voto de castidad que rige para los sacerdotes católicos. Para una doctrina como ésta, que concibe al sexo como intrínsecamente pecaminoso y lo admite tan sólo en función de una necesidad para la reproducción de la especie, no parece mucho pedir que aquellos que consagran su vida entera a Jesús renuncien a los enchastres carnales. Si los creyentes y las creyentes comunes tienen el deber de prescindir de métodos anticonceptivos, de pajas y de sodomías, y hacer la porquería nada más que para tener hijitos, entonces resulta incluso hasta razonable que los predicadores de esa fe (y tanto más el Sumo Pontífice: el representante de Dios en la tierra) se mantengan castos y puros.
Aquí es donde, inesperadamente, toca hacer un elogio de Wojtyla. Porque en su ahora ventilada amistad íntima con Anna-Teresa (“más que amigos, pero menos que amantes”), aunque epistolar en gran medida, no faltaron viajes de camping los dos solos o la costumbre de ir a nadar juntos en las noches. No hace falta haber pernoctado en la lábil intimidad de una carpa en lo abierto, ni hace falta haber compartido una húmeda proximidad silenciosa en la natación en penumbras, para advertir qué tan cargadas de erotismo suelen estar tales circunstancias.
Es doble entonces el mérito de Karol Wojtyla, y es doble su virtud; porque resistió a la tentación exponiéndose a la tentación, y no rehuyendo de ella; desistió de lo que tuvo a su alcance, y no de lo que le quedaba lejos. Estuvo ahí, con Anna-Teresa, en shorcitos o en malla (de lo primero hay fotos, de lo segundo por ahora no), en ojotas o directamente descalzos; cavó canaletas y clavó estacas en el suelo de la cachondez, braceó crawl o braceó mariposa en aguas recalentadas: y no sucumbió. ¿No lo hicieron santo, acaso? Santo y seña: treinta años con la muchacha ahí nomás, y él no, él nada, Dios Padre y la Virgen y punto, el Hijo y el Espíritu Santo y se acabó.
Es de imaginar hasta qué punto tamaña abstención exige una anulación del cuerpo, requiere toda una postración física, hacer de la propia carne una atrofia de tejido inútil. Pues bien, así parece haberlo entendido Dios. Que, como se recordará, premió a su buen pastor, en sus últimos años, anulando su cuerpo, haciendo de su carne una atrofia de tejido inútil, entregándolo a una postración física que resumió y simbolizó su vida entera. |