Viejas expresiones populares: Vivir para contarla… Haberla pasado (y, así sea bajo otras condiciones, más “favorables”, seguirla pasando, agrego yo)… Haberla vivido…
Entre los libros que han transitado por la experiencia de la militancia “sesentista” y/o “setentista” en nuestro país, entre la autobiografía y la ficción –en distintos “formatos” y extensiones: novela, cuento, relato, etc.–, encontramos, entre otros, Diario de un clandestino y La memoria en donde ardía, de Miguel Bonasso. Y los cuentos de Luisa Valenzuela –escritos antes, durante y después de la dictadura–, recientemente reeditados, que combinan la pasión de la actividad militante con la intensidad (y las relaciones de poder) del amor y el sexo en Cambio de Armas.
También, están las novelas –que “problematizan” la relación entre el presente y ese pasado militante– de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, La compañía de monte y A quien corresponda, respectivamente. Y las historias que, proustianamente, trabajan desde la memoria la experiencia del exilio, el tener que haberse ido, perdido y, posteriormente, regresado: En estado de memoria, de Tununa Mercado, hace ese recorrido. E incluso otra escritora, la colombiana Laura Restrepo, contó, en Demasiados héroes, su militancia en el trotskista PST: su viaje desde España a Buenos Aires bajo la dictadura, para llevar adelante diversas tareas políticas, cruzado esto por sus avatares familiares y sentimentales, con ex pareja y su hijo. Y ahora, Marta Lopetegui (joven militante veinteañera, en 1975, del PST –el mismo que Restrepo–) hace su debut literario, en la narrativa, con su primer libro: La permanente y otros relatos (Blatt & Ríos, 2015).
Las historias de Lopetegui son “mínimas”, puntuales, breves, y al mismo tiempo inmensas (por el universo que conllevan, por el conjunto de referencialidades que implican y significan); y contienen anécdotas, alrededor de tres núcleos vitales, fundantes y fundamentales: su pasado como joven militante, sus relaciones familiares (especialmente con su madre, su padre y su hermana), y su presente (residente en España un tiempo, regresó a la Argentina, y se dedica a la confección de ropa en la Ciudad de Buenos Aires). De ahí que, en cada relato, se vayan desgranando aspectos particulares, personas y/o personajes, frases, vivencias, y distintas reflexiones.
En el primer relato, el que da título al libro, Lopetegui nos cuenta cómo fueron las “escuelas de cuadros” del PST para la juventud en 1973 y 74: campamentos (“autogestionados”) donde se cocinaba, se estudiaba y discutía (explica: “Nosotros usamos la palabra discusión para cuando hablamos, no es sinónimo de pelea. Sé que es raro”), y se tocaba la guitarra (“todas éramos muchachas ojos de papel”). De aquellas “fiestas” (como un “mayo francés criollo y de verano, con yiscas y alpargatas”) rescata Lopetegui una tesis “inolvidable”, la número once, de Marx sobre Feuerbach (“Los filósofos no han hecho más que interpretar… pero se trata de…”) y la graciosísima explicación del summum en el estudio del marxismo y el trotskismo:
“Artillería pesada: el desarrollo desigual y combinado y la permanente. El desarrollo desigual y combinado esencialmente explica cómo una tribu zulú es descubierta ahora por el hombre blanco y a los dos meses sus miembros están twiteando; y la permanente esencialmente explica que la burguesía contemporánea de los países subdesarrollados es incapaz de llevar a cabo la revolución democrático-burguesa debido a factores como su debilidad histórica y su dependencia del capital imperialista. Por lo tanto, es el proletariado el que debe conducir a la nación hacia la revolución, empezando por las tareas democráticas y continuando por las socialistas. Además, la revolución no puede limitarse a una nación concreta, sino que debe ser internacionalizada porque sólo sobrevivirá si triunfa en los países más avanzados. Es cuestión de paciencia y mate amargo”.
Lo particular de Lopetegui está en la delicadeza con la que hilvana en cada relato (sea actual o pasado) cada elemento de la historia: el protagonismo de la narradora como eje o centro de la experiencia da paso, con modos sumamente coloquiales, amables en su diálogo, a la (re)creación de situaciones –como ya se dijo, incluyendo la de la militancia bajo la dictadura–, con una dosis de humor y la ironía, respecto de ella misma y de los demás personajes que aparecen “en escena”. Hay cierto aire de “picaresca” por momentos (ese final o remate apelando a la “paciencia y [al] mate amargo” podría ser un ejemplo, podría interpretarse así), aunque no del tipo y el tenor de un “renegado” como Jorge Asís (Los reventados, Flores robadas en los jardines de Quilmes, etc.). Todo lo contrario. Aquí, en La permanente y otros relatos, puede haber sonrisas y risas, pero ningún cinismo o derrotismo. Ningún doblez. Por el contrario, hay prácticamente una mirada cándida, sensible (de vivo cariño), de sutiles “transparencias”, sobre ese pasado militante (y familiar), del mismo modo que la hay –en alguna medida–, también, sobre el presente.
Pero candidez no quiere decir falta de “realismo”, falta de observancia de los claroscuros: en “La permanente” y “Cruz diablo”, por ejemplo, se puede apreciar cómo unos jóvenes de veinte años militaban –del modo que sea– bajo la dictadura, sorteando los inevitables peligros con mayor o menor conciencia, por esos años. Del mismo modo que en el plano familiar: la hermana de la narradora –nos enteramos en “La mentira”– fue policía, “custodia de la mujer de López Rega”.
Y más: “En esos días se había hecho Rosacruz. La orden estaba instalándose en Argentina, se terminó fundando en 1976. Sus jefes, amantes y camaradas estaban en la cocina de este engendro. Alguna vez me bajó el discurso de la suma de todas las religiones, esoterismo, poderes, las líneas de Nazca y las Pirámides. Yo no decía nada, bizca me quedaba del miedo” (este aspecto de la historia trae el recuerdo de Una pálida historia de amor, la novela de Fowgill sobre una bailarina, llamada no-casualmente “Isabel” –que adopta el espiritismo–, en un cabaret del Canal de Panamá en los años 60…). Esta hermana “contaba contenta que la habían hecho sentar a la mesa en una sesión de espiritismo en lo de Lastiri”.
Un cruce –no es el único– de “léxico militante” y vida cotidiana, sazonando el lenguaje (lo descriptivo y reflexivo) con un sutil humor: respecto a su madre, dice la protagonista en “Somos tantos”, un relato que comienza enumerando las particularidades del producto y la fabricación de calzas, para de ahí, de un detalle, ir al recuerdo de ella: “Cocinaba muy bien, pero lo que le gustaba a ella; por supuesto que lograba convencernos de que era lo que nos gustaba a todos. Limpiar la agotaba y le parecía una tarea que te vuelve loca, le hubiera venido muy bien conocer la palabra alienación, porque hubiera tranquilizado su angustia al tratar de explicar la repetición sin sentido de tareas ingratas”.
¿Pero cómo militar, con el ímpetu que trae la juventud y el descubrimiento de la política revolucionaria –que se quiere, y se necesita, proclamar a los cuatro vientos–, bajo el totalitarismo? ¿Cómo adoptar el resguardo necesario –“cubrirse”, andar “tapado” o “clandestino”– ante la dictadura torturadora y desaparecedora? Un curioso (y gracioso) episodio es el del “entrismo” en la Iglesia y en los Boy Scouts, como una manera de superar el aislamiento que se le impone a la izquierda bajo Estado militar, y poder acceder así al diálogo con cientos y miles de personas, de una manera más (relativamente) “segura”.
Y había (y hay) otro aspecto clave en esta militancia que se cuenta (“las finanzas”), en un recuerdo y un relato que, nuevamente, se lo narra con inteligente humor, y, en este caso, finalizando con una nota sensible y política entrañable:
“Punto importante eran las finanzas, las cotizaciones. Antes del golpe hacíamos campañas financieras, suscripciones al periódico. Así fue que conocí a Eduardo Galeano, con otros dos fuimos a la redacción de Crisis. Nos anunciamos en la recepción diciendo que queríamos ver al director.
–¿De dónde vienen? ¿Tienen cita?
–Somos de #$%&/”°, no tenemos cita.
–¿Por qué asunto es?
–Le queremos entregar un bono de nuestra campaña financiera.
–No sé si está; si está, está reunido.
Ahí se abrió una puerta, salió Galeano, muy algo y bastante pintón, me vio con el bono en la mano y me dijo algo así:
–Yo no coincido con ustedes, tengo diferencias, pero voy a contribuir, ¿de cuánto son los bonos?
Yo arranqué con los tres precios más altos y le dijo a la secretaria: dale tanto, le indicó un importe un poco superior al más caro. Antes de volver por donde había llegado me dijo:
–Yo sé que si necesito ayuda, ustedes me van a ayudar.
Salimos felices, habremos pensado qué ayuda puede necesitar este tipo, una revista como Crisis, un éxito, qué tendría que pasar para que alguien como Galeano estuviese en problemas”.
En “Santa Clara”, y más de una vez, entre el relato de los amores juveniles y la actividad política (apasionada también, con el indefectible camino de “etapas”: aspirante-simpatizante-militante; con la redacción, impresión y difusión de volantes; con la agitación y la propaganda…), del estudio y la familia (a la cual debe ocultarle lo que hace), de la vida intensa (“antes de todo” –del corte a sangre y fuego de la dictadura que vendría–), se lee: “ahora se da cuenta de lo inocentes que eran”.
“Qué inocentes”…
Otro capítulo lo tiene Cuba –al fin y al cabo no es raro que aparezca (“Hacia afuera la defensa absoluta, hacia adentro le dábamos con un caño”)–; tiene su experiencia-relato en el libro: fue en 2011 cuando la narradora logró lo que llama “el viaje de mi vida”. Es el relato “43”. Así nos ubica en la isla, ya entrado el siglo XXI, recorriendo una playa turística:
“En los bares de canilla libre los tragos son livianos, con colores de mentira. Hay extranjeros, canadienses, australianos, alemanes en estado de ebriedad permanente. No hablan, solo hacen un gesto para que les llenen unos vasos térmicos metálicos que vacían uno detrás de otro. En algún momento se ve que van a la playa o se quedan dormidos al sol. Tienen la piel rojo tomate pero parece no importarles. Nada parece importarles”.
La narradora, con una suerte increíble gana, en un sorteo, la posibilidad de homenajear (decir unas palabras en) la misma tumba del Che Guevara y sus compañeros combatientes, como parte de un contingente turístico argentino, diciendo unas palabras en Santa Clara. Esta posibilidad, además de al azar, se la deberá a su hija (ellas viajan juntas, con otra amiga y su hija. Dos pares: uno de hijas y el otro de madres. “Nuestras hijas siempre empezaban escuchando pero a los pocos minutos se ve que querían hacer zapping de nuestros relatos”, dice la narradora.) (La situación incluyó, entre otras anécdotas, esta “generacional” y de léxico: el tener que “explicarles a los más jóvenes” que fue (y es) el “centralismo democrático”: “antes de votar podés llegar hasta las piñas, pero votás y la línea, la propuesta que gana hay que defenderla aunque nos dé vergüenza”…)
Y hay más historias de Lopetegui: como el día que, (irónicamente) cuenta que “fue peronista” y le envidió el llanto a uno, que estaba en la calle como ella y vio pasar el automóvil en el que viajaba Cristina Fernández de Kirchner, tras asumir la presidencia (“el peronismo no deja de ser lo que ha sido siempre”, piensa la protagonista); también, el mangazo policial (de pilcha) un día que sonó la alarma de su taller y llegó el patrullero para constatar –junto con ella y una amiga, que también llegaban por su lado, a– lo que era una “falsa alarma”; y un puñado más de historias. Todas contadas desde una implicación afectiva –con el relato, con lo que se relata–, hechas con voluntad y sencillez: narraciones entretenidas e interesantes (se repone –se explica para quienes no la vivieron, y para quienes la vivieron y quieren/pueden rememorar junto a ella– toda una jerga hablada y una praxis militante pre y pos 76: “el minuto”, por ejemplo), con toques de sensibilidad y humor, como ya quedó dicho.
La escritora Hebe Uhart –quien supo leer y apreciar a Lopetegui: de ahí que haya incluido dos relatos de ella en la antología que hizo, Cuaderno nuevo, publicada en 2012–, en alguna de sus crónicas de impenitente viajera, asevera: “Cuando hay palabras para explicar las cosas, el espíritu se regodea y asciende”. Algo así se puede experimentar leyendo a Marta Lopetegui en su revisita histórica de aquella épica (época) dorada y en sus historias “en tiempo presente”: ascenso y regodeo. Y, también, una permanente ideología de izquierda (le dice a un proveedor que no emite factura; es decir, que no paga impuestos, y que es “judío ortodoxo”: “¿Viste que ustedes todavía esperan al mesías? Bueno, de la misma manera yo espero otro Estado, este no es mi Estado, no me representa por eso no te castigo por tu evasión”). Todo esto, para el espíritu, en los tiempos que corren –tan poco épicos, con un Zeitgeist tan apagado–, no es poca cosa. |