Pese a este panorama adverso, Peña Nieto, forzando el escaso margen de maniobra que tiene para llegar en buenas condiciones al 2018, actúa como si el suyo fuera un gobierno fuerte cuando, en realidad, es su misma debilidad estratégica lo que lo obliga a dar pasos (o zancadas) en una política que parece una fuga hacia delante.
Esto se explica por ese autoritario y pragmático ADN priísta que trata de pasar por encima de los hechos adversos que le muestra la realidad, basándose en las costumbres avasallantes de la “liturgia” priísta defendida recientemente por el presidente tricolor.
Sin haber salido bien librado todavía del descrédito por la forma en que la PGR abordó la masacre de Iguala y la desaparición del 43; con una sobrevaloración de triunfo electoral en el Edomex (basado en una fuerte intervención estatal), y con una confianza exagerada en el apoyo que podrían darle los acuerdos con un sector minoritario del panismo, Peña Nieto recurre a decisiones políticas antipopulares y desesperadas para detener una caída en vilo ante el posicionamiento de los partidos adversarios en la elección presidencial.
Pero en este camino, lejos de crear un fuerte andamiaje para sus objetivos, golpea y profundiza la crisis de credibilidad de las instituciones del régimen que pretendió legitimar a partir del año 2000. Lo que está creando son las bases para una derrota histórica de los planes estratégicos del PRI en las elecciones del 2018, y un debilitamiento del sistema de partidos que logró una importante unidad burguesa en las últimas década; sin la cual, imponer las reformas estructurales – mediante el Pacto por México- hubiera sido muy costoso políticamente.
El anunciado destape de la cloaca de la corrupción en Pemex mediante los tratos de Emilio Lozoya con la empresa Odebrecht -que le entregó 1.5 millones de dólares al que en ese momento era el Coordinador de Vinculación Internacional del candidato del PRI a la presidencia- dio un salto en la última semana que ha metido en gran problema a Peña Nieto muy difícil de superar de aquí al 2018.
No había pasado ni un mes de la derrota de su frustrada maniobra para imponer automáticamente a un Fiscal General a modo, cuando Carlos Fadigas, ex director de Braskem, la filial petroquímica de Odebrecht, no solamente confirmó la entrega de dinero a Lozoya durante la contienda electoral del 2012, sino que declaró que Marcelo Obredecht se reunió en Brasil y en México con el candidato priísta Enrique Peña Nieto (tres ocasiones en total antes de ser presidente).
Es decir, que el “primer priísta del país” profundiza su crisis de credibilidad al ser puesto en evidencia por sus acuerdos corruptos con la constructora brasileña para otorgarle la realización de construcciones como el proyecto etileno XXI). Y si algo le quedaba de margen político a Peña Nieto después de todas sus acusaciones de corrupción, a él en lo personal y a muchos de sus compañeros de partido, este escándalo repercute seriamente en sus aspiraciones de mantener el poder que recuperó en el 2012.
Hasta ahora nunca se había visto -pese a la corrupción endémica en el país- que un funcionario (Lozoya) tan ligado al gobierno de PRI, triangulara fondos vía cuentas en Suiza, Islas Caimán y Brasil, y mucho menos a un presidente acordando directamente negocios ilegales con empresas extranjeras.
Si desde un principio este gobierno fue señalado como ilegítimo, con las pruebas y la declaración de Carlos Fadigas, de que Odebrecht acompañó de “tiempo completo” (es decir, dando su apoyo millonario) la campaña de Peña Nieto, la presidencia queda muy cuestionada y aún más deslegitimada.
Un despido con efecto bumerang
Hay una percepción generalizada de que Santiago Nieto, titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade), fue cesado porque venía investigando la red de complicidades con Odebrecht, y cuya punta de la madeja en México es Emilio Lozoya. Pero sobre todo, de que Peña Nieto es el principal operador de estos movimientos para salvarse y salvar al PRI.
Es la desesperación de un gobierno debilitado que viene funcionando en base a acuerdos políticos con los partidos de la oposición en el Congreso, donde sus pocos triunfos electorales obtenidos en los últimos años, son debidos a las alianzas y pactos con otras fuerzas políticas.Volver a línea automática.
El anuncio del PAN, PRD y el Morena de que van demandar en el Senado la reinstalación de Santiago Nieto -que no sólo pone en evidencia el autoritarismo del gobierno sobre instituciones estatales y deja cada vez más solo a Peña Nieto-, va ser una vitrina nacional donde todos apuntarán a desnudar el carácter corrupto del PRI y el presidente.
Los tiempos electorales se ensañan así con un selecto grupo de priístas (del grupo Atlacomulco) que adquirieron un enorme poder político y económico durante este sexenio. Pero en el camino ganaron muchos enemigos externos e internos. Y ahora, con las elecciones en puerta, todos tratarán de aprovechar esta oportunidad para golpear duro al PRI y a Peña Nieto, o intentar imponerle acuerdos a partir de esta gran muestra de desprestigio y debilidad.
Lamentablemente para el PRI, cualquier candidato que elija para las presidenciales, no dependerá tanto de un gobierno expuesto y disminuido, sino de los que deciden lo mejor para sus negocios nacionales y con el exterior.
El Consejo Coordinador Empresarial, al criticar lo incorrecto de despedir al funcionario que fiscaliza la corrupción electoral, le pone un pesado pie encima al magullado cuerpo del aparato priista y del poder presidencial. Una cosa es segura, en estas condiciones, un fraude electoral escandaloso en el 2018 llevaría la polarización nacional a niveles que ni el PRI, el PAN, el PRD y el Morena (que sería el más beneficiado), podrían contener fácilmente.
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