La historiografía de la Revolución Mexicana decantó, durante el siglo XX, distintas tradiciones. Grosso modo podemos decir que la más recurrente y vuelta canónica, fue la que tuvo como sustento ideológico fundamentar la génesis y estabilidad del estado posrevolucionario. El relato oficial igualaba a todos los dirigentes políticos y militares del proceso iniciado en 1910 colocándolos en el mismo “bloque revolucionario”, y planteaba que el Constituyente de 1916-1917 había sancionado legalmente las reivindicaciones de la Revolución.
De tal suerte que la preservación de su legado sólo podía devenir de la permanencia en el poder de los herederos de la fracción triunfante. Este discurso fortaleció, durante décadas, la legitimidad del priato, que se abrogaba para sí las banderas de la guerra campesina que incendió al país durante la segunda década del siglo pasado.
Paralelo a este relato se instaló, durante un prolongado período, la visión que provino del estalinismo nativo, que la consideraba como una revolución antifeudal y burguesa, bajo un modelo etapista que establecía que, en los países de desarrollo económico atrasado, la revolución debía garantizar la evolución del capitalismo para, en un futuro remoto e indeterminado, configurar las condiciones propicias para la transformación socialista.
Coherente con esta interpretación, el Partido Comunista Mexicano (PCM) consideraba que la clase obrera y los sectores oprimidos y explotados de México, estaban condenados a repetir el camino recorrido por los países capitalistas avanzados durante los siglos previos, esto es, acompañar a la burguesía en su lucha contra el antiguo régimen. Esta concepción le asignaba un rol revolucionario a la burguesía, el cual no se circunscribía a la segunda década del siglo, sino que se extendía hacia adelante, y era la justificación para buscar alianzas con sectores “nacionalistas” o “antiimperialistas” de las clases dominantes.
Esta lectura le permitió al PCM y al fundador de la Universidad Obrera, Vicente Lombardo Toledano [1], justificar su apoyo político al cardenismo en la década de 1930, y al PRI en distintos momentos del siglo pasado.
El predominio ideológico del PCM fue combatido, en primer lugar, por Trotsky y sus partidarios nativos en la década de 1930. Pero fue hasta las décadas de 1960 y 1970, en el contexto de los cambios ocurridos en la situación política internacional y nacional [2], que se revitalizaron los análisis de la Revolución Mexicana, permitiendo la emergencia de una nueva generación que constituyó una tradición propia frente al estalinismo, y cuyo legado, en torno a la Revolución, hemos retomado los autores de este libro.
Estas nuevas miradas cuestionaban, en algunos casos, aspectos puntuales de la concepción estalinista “clásica”–como el caso de José Revueltas–, y en otros efectuaban una crítica global y una revisión profunda y radical de la misma [3].
En particular, destacamos las elaboraciones de Adolfo Gilly y Manuel Aguilar Mora -de quienes publicamos sendos trabajos en este libro– y que, en ruptura tanto con la visión canónica de la Revolución como con la concepción etapista del estalinismo, proponían una interpretación que incorporaba en su base teórica las elaboraciones de León Trotsky, que concebían la revolución en los países rezagados bajo una lógica no gradualista.
Los trabajos mencionados enfatizan la tendencia anticapitalista en la acción de las masas, intentando comprender las limitaciones que la Revolución no logró sortear y evitando encasillarla en el archivero de las revoluciones burguesas. Visto en retrospectiva, estas interpretaciones establecían un nexo con los artículos pioneros publicados en la revista Clave, escritos por Octavio Fernández Vilchis con la colaboración de León Trotsky, los cuales fueron comentados en distintos trabajos, entre los cuales destacamos la importante obra de Olivia Gall. [4]
En el presente ensayo realizaremos un contrapunto con aquellos autores referenciados con el marxismo que han aportado a la historia de la Revolución Mexicana. Por una parte, revisaremos críticamente las tesis de Enrique Semo y la postura de José Revueltas, que expresó una inacabada ruptura teórica con la concepción etapista del PCM. Junto a esto, estableceremos la importancia de los pioneros trabajos de Octavio Fernández en la revista Clave. Y, por último, consideraremos los límites de la postura de Adolfo Gilly en La Revolución Interrumpida, que, según nuestra visión, es la más acabada interpretación que, abrevando en el permanentismo, ha sido escrita hasta ahora.
Enrique Semo y la revolución burguesa
Enrique Semo fue uno de los principales referentes teóricos del ya desaparecido Partido Comunista Mexicano. En su artículo “Reflexiones sobre la Revolución Mexicana” definía que la misma era parte de:
“[…] un ciclo de revoluciones burguesas que se inicia con la transición de nuestro país al capitalismo y que termina en el momento en el cual la burguesía mexicana pierde toda reserva revolucionaria, es decir, toda capacidad de plantear y resolver los problemas del desarrollo del capitalismo por el camino revolucionario. ¿Cuándo se inicia este ciclo de revoluciones burguesas? Con la revolución de Independencia de 1810. ¿Cuándo termina? Considero que termina en 1940.” [5]
Intentando fundamentar la definición del carácter burgués de la Revolución,
afirmaba que:
“[…] lo que queremos decir es que la revolución se inscribe en la problemática del desarrollo del capitalismo, que la burguesía juega un papel importante en ella, que las demás clases progresistas no participan con sus propias demandas o bien son incapaces de plantear los problemas del poder.” [6]
La lectura que realizó Semo enfatizaba que el proceso revolucionario iniciado en 1910 y la acción de las clases sociales en el mismo estaban férreamente determinados por el momento histórico del capitalismo nativo, el cual se encontraba en transición hacia una “vía revolucionaria” de su desarrollo.
De esta manera, las tareas de la Revolución se constreñían, de antemano, a resolver la emergencia del moderno capitalismo por una vía distinta a la que ensayó el porfiriato, al que definió como análogo a la “vía prusiana” establecida por V. I. Lenin en relación con el desarrollo alemán de fines del siglo XIX. Esta vía alternativa estaba encabezada por la burguesía media agraria, que buscaba “transformarse en una gran burguesía, dominar el estado y darle una orientación diferente” [7].
Podemos decir entonces que Semo establecía el carácter y las tareas de la Revolución de acuerdo con el momento en que se encontraba el capitalismo nacional y a los objetivos económicos y políticos que la fracción triunfante tenía por delante.
En ese sentido, para el autor no había posibilidad objetiva de que las clases sociales oprimidas y explotadas le impusiesen un carácter distinto a la Revolución. Por ejemplo, en el caso del zapatismo y el Partido Liberal Mexicano de Flores Magón, a pesar de reconocer que jugaron un rol motor, no podían “otorgarle el carácter a esta revolución, porque en ningún momento logran dirigirla, y también porque el grado de desarrollo de la sociedad no permite la solución de los problemas que plantean estas fuerzas fundamentales”. [8] Esto implicaba que la dinámica de la Revolución y de la acción de las clases sociales estaban en sintonía con su carácter: el papel de las masas explotadas era esencialmente acompañar e impulsar la “vía revolucionaria” del desarrollo burgués.
Tratando de explicar las contradicciones evidentes de una revolución burguesa que no logró resolver sus tareas fundamentales, Semo consideraba que, si la Revolución “solo realizó una parte reducida de los objetivos burgueses que se habían planteado” [9], se debía tanto a la debilidad de la acción del proletariado para impulsar las transformaciones burguesas como al carácter no industrial de la burguesía. Sin embargo, estas contradicciones no alteraban su definición de la Revolución.
Lejos de eso, consideraba que la vía revolucionaria del capitalismo tenía por delante la posibilidad de realizarse en las décadas siguientes. Y es que, al darle a la Revolución el norte de agilizar el desarrollo capitalista, sólo podía “leer” los procesos posteriores bajo el prisma de la revolución burguesa inconclusa. En ese sentido, afirmaba que:
“[…] se manifestaron en las décadas de los veinte y los treinta elementos importantes de la vía revolucionaria del desarrollo del capitalismo: ascenso de la pequeñoburguesía mexicana y su transformación en burguesía, reforma agraria que benefició a sectores del campesinado a costa de los latifundios, intervención del Estado para frenar la presencia del imperialismo, etcétera. Es decir, la Revolución produjo una reorientación del desarrollo del capitalismo mexicano, cuyo resultado es una especie de híbrido en el cual la vía reaccionaria y la revolucionaria están entretejidas de forma peculiar.” [10]
Por otra parte, su caracterización de la Revolución tampoco fue alterada por considerarla “dentro del inicio del paso de la humanidad de la época del capitalismo a la época del socialismo” [11], ni mucho menos por evaluar que el desarrollo imperialista condicionaba la dinámica posrevolucionaria. Es de destacar que, para Semo, la extensión del capitalismo internacional no incidía decisivamente en la definición ni en el curso general de la Revolución Mexicana.
Sintetizando entonces: para el autor, las perspectivas del proceso iniciado en 1910 estaban obligadamente inscritas en el horizonte de la etapa de la revolución burguesa y de la necesidad de completarla. Su carácter burgués se desprendía de considerar la existencia de una etapa histórica y necesaria, fatalmente determinada por la inmadurez de las condiciones objetivas nacionales, que se convertían en un obstáculo insalvable para una revolución verdaderamente socialista, durante un largo período histórico.
José Revueltas: la revolución burguesa sin burguesía
José Revueltas, aunque no dejó ninguna obra dedicada específicamente a la Revolución Méxicana, discutió en Ensayo sobre un proletariado sin cabeza y otros escritos de la década de 1960, aspectos de las tesis del estalinismo en torno al proceso iniciado en 1910, lo cual se inscribió en el proceso de su ruptura definitiva con el Partido Comunista Mexicano.
Sus consideraciones hacían énfasis en un elemento fundamental de la historia del siglo XIX en México: mientras que una ideología democrático-burguesa cobró ímpetu, los intentos por avanzar en las tareas estructurales de la revolución burguesa no superaron las formas precapitalistas, reforzándose el latifundismo. De tal suerte que, ni la Revolución de Independencia ni la guerra de Reforma, realizaron efectivamente las tareas democrático-burguesas.
En ese contexto, analizó el carácter social de la burguesía durante la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, planteando que ésta “se ha tratado siempre de un núcleo social reaccionario” [12], distinto a la concepción imperante en el PCM que postulaba una burguesía revolucionaria en oposición a las fuerzas feudales.
Revueltas evidenció así la contradicción latente entre lo que consideraba eran los objetivos de una revolución históricamente progresista –encarnados en los sectores más radicales del liberalismo– y la incapacidad de la burguesía para llevarla adelante. Una de las causas de esta contradicción era el “enorme retraso con que el país entra al proceso general del desarrollo histórico” [13], con sus propias palabras, en tanto que en el movimiento iniciado en 1910
“[…] la ideología democrático-burguesa puede devenir en fuerza material, aun cuando la clase a la que teóricamente le corresponde representarla, la burguesía nacional, no se encuentre todavía madura ni integrada por completo como clase social, sino apenas en vía de convertirse en dicha clase. Esto no es sino el producto del atraso de un país respecto al nivel universal de desarrollo.” [14]
El autor del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, abordó con lucidez, apelando a un método dialéctico, las contradicciones del desarrollo en México, superando el análisis vulgar y mecánico del estalinismo. Su tesis del retraso nos acercó al carácter complejo y contradictorio que adquirió el desarrollo nacional, en la etapa posterior al movimiento de Independencia y en particular en las últimas décadas del siglo XIX; lo cual consideró como la causa de que la revolución burguesa en México transcurriese por carriles distintos a la revolución democrática en Francia, Inglaterra o Estados Unidos durante los siglos XVII y XVIII.
Partiendo de las consideraciones arriba planteadas, Revueltas definió que México estaba en un estado pre-burgués de su evolución, una fase semifeudal a la vez que oprimido por el imperialismo, ante lo cual la Revolución Mexicana sólo pudo asumir un carácter burgués. En esa Revolución la burguesía, ante la carencia de un partido propio y por sus propias limitaciones como clase, actuó a través de sus ideólogos.
Considerando la actuación de las fuerzas de clase y la dinámica de la Revolución, aunque admitió que la cuestión agraria emergió “como gigante ciego” definió que, a partir de 1910, las masas del campo fueron “incapaces de llevar a cabo ninguna acción independiente y, por cuanto a la clase obrera, sin una conciencia propia, como tal clase, que la pudiese situar en las condiciones de aliarse a los campesinos y disputarle a la clase burguesa la hegemonía”. [15]
Y, completando esto, estableció que “existe un hecho insuperable en la presente etapa histórica: la imposibilidad de que la clase obrera se plantee, como su objetivo inmediato, el de la lucha por el establecimiento del socialismo en México”. [16]
Al analizar los acontecimientos iniciados en 1910, Revueltas articulaba su consideración de la burguesía como una clase reaccionaria, con la noción de una estructura económico-social esencialmente precapitalista, lo cual ponía férreos límites históricos al desempeño de las clases oprimidas y explotadas.
De forma similar a Semo, su definición del carácter de la Revolución no consideraba la fundamental influencia que el vínculo con el capitalismo mundial ejercía sobre la formación económico-social y sobre los ritmos del proceso histórico. Los trazos que Revueltas dejó en torno a la Revolución Mexicana, presentes en Ensayo sobre un proletariado sin cabeza y otros escritos, muestran que la del duranguense fue una ruptura inacabada con la concepción estalinista: aunque superó cuestiones cruciales como el carácter “revolucionario” de la burguesía, quedó sujeto a un cierto etapismo, cuando menos en lo que se refiere al análisis del proceso histórico, y no alcanzó a ver la dinámica anticapitalista de la Revolución.
En los textos de Enrique Semo y José Revueltas podemos encontrar puntos en común y también importantes diferencias. Revueltas definió sin tapujos el carácter reaccionario de la burguesía y la contradicción que existía entre esta clase y las tareas pendientes propias de la revolución burguesa.
Semo, por su parte, reprodujo la tesis estalinista en torno al carácter revolucionario de la burguesía en los países atrasados, aunque matizándola en lo que se refería al periodo posrevolucionario.
Los autores en cuestión coincidían en el carácter de la Revolución de 1910. Las tesis de Revueltas llevaban a considerar una revolución burguesa sin burguesía, contradicción que nos hace recordar a los planteos de Lenin en 1905, quien proyectaba, para la Rusia zarista, una revolución democrático-burguesa realizada por una dictadura democrática de obreros y campesinos.
Semo no tiene la contradicción de Revueltas, su concepción es menos ambigua, a diferencia del duranguense, quien de forma incipiente intentaba superar críticamente el legado teórico del PCM. Aunque las elaboraciones de Semo guardan algunas divergencias con otras provenientes de este partido, la matriz teórica de corte etapista es la que sustentó el accionar del estalinismo mexicano durante todo el siglo XX.
Un contrapunto con Enrique Semo y José Revueltas
Para explicar los límites que, según nuestra lectura, tienen las interpretaciones antes planteadas, debemos partir de una cuestión metodológica que contrasta con el punto de vista que asumen los autores mencionados.
En ese sentido, es fundamental entender el desarrollo histórico no sólo en su dinámica interna y nacional, sino en su interpenetración con el capitalismo mundial. Por ello, es preciso comprender que la extensión de las relaciones de producción e intercambio capitalista al conjunto de globo, ocurrida desde el último cuarto del siglo XIX, incorporó a los países de desarrollo atrasado al mercado mundial, sin repetir las etapas recorridas por los países avanzados ni resolver las tareas estructurales pendientes.
Esto quiere decir que las economías atrasadas mutaron rápidamente hacia formas preponderantemente capitalistas, sin pasar por el proceso gradual, relativamente evolutivo, que atravesaron los países del Occidente europeo.
Esto constituyó una expresión de lo que León Trotsky denominó la ley del desarrollo desigual y combinado del proceso histórico bajo el capitalismo. La estructura económica y social de estos países preservó las atrasadas formas precapitalistas mientras incorporaba elementos modernos y propios del capitalismo – como el desarrollo industrial acelerado y los avances técnicos como el ferrocarril y el telégrafo–, imbricando y adecuando las distintas formas sociales en torno al eje ordenador que era la inserción del país en la división internacional del trabajo.
Bajo el porfiriato, como hemos planteado en el primer ensayo de este libro, México era un país retrasado en su desarrollo histórico que, sin haber concretado su reforma agraria, entraba a la esfera del capitalismo mundial, combinando formas arcaicas –como la hacienda– con los adelantos de la producción capitalista. En el terreno social, este proceso significó que, al tiempo que comenzó a emerger una nueva clase obrera en la industria de transformación, no surgió una burguesía política y socialmente revolucionaria al estilo de la que protagonizó la revolución democrática en la Europa occidental de los siglos XVII y XVIII. [17]
Esta realidad hacía insostenible y anacrónico plantear que México estaba en la fase preburguesa o semifeudal de su desarrollo histórico (Revueltas) o que tenía por delante la “transición a una vía revolucionaria de desarrollo capitalista” (Semo), sin considerar la determinante vinculación de la estructura económico-social a una estructura superior: la economía mundial en su fase imperialista, bajo cuyo influjo la formación social mexicana asumió un carácter capitalista atrasado, como fundamentamos ampliamente en el primer ensayo de este libro.
Ésta, para nosotros, es la base estructural que explica la dinámica del proceso revolucionario. Sin duda, es correcto considerar que sus tareas motoras eran de corte democrático, y que la burguesía norteña anti porfirista hegemonizó los inicios de la Revolución y trató de asfixiarla en los estrechos marcos de una reforma del régimen político. Sin embargo, la vía de desarrollo “revolucionario” del capitalismo mexicano estaba bloqueada, debido a que realizar la reforma agraria radical –principal tarea estructural de toda revolución democrático-burguesa–, requería atacar los intereses de la burguesía agraria e industrial, íntimamente entrelazados con el capital extranjero, y comprometidos con el mantenimiento del orden social existente.
Frente a este bloqueo, la Revolución no se detuvo en el derrocamiento del porfiriato, asumió una dinámica crecientemente anticapitalista y llevó a su máxima expresión el antagonismo irreconciliable de las clases actuantes, abriéndose la posibilidad histórica de suprimir el régimen burgués, todo lo cual desarrollamos ampliamente en el ensayo “Senderos de la Revolución: periodización y fases”. [18]
Sostener la noción de que la Revolución tuvo un carácter meramente burgués requería minimizar el rol de las masas agrarias y su tendencia a la acción independiente y subversiva, invisibilizando incluso experiencias tales como la Comuna de Morelos.
Bajo este ángulo hay que considerar lo planteado por los autores mencionados, y en particular las definiciones de Enrique Semo, que limitaba el rol de las masas rurales a empujar la “vía revolucionaria” del capitalismo. Frente a estos planteamientos, hay que definir que los sectores más radicales llevaron adelante, y en distintos momentos hicieron realidad, una perspectiva social y política opuesta a la que sostenían las fracciones burguesas.
Ejemplos de esto los encontramos en la acción arrolladora de los ejércitos campesinos que aniquilaron al ejército federal en Zacatecas, desarticulando al viejo Estado burgués y a su pilar fundamental, y poniendo en cuestión la dominación capitalista en México. Así como en el antagonismo político y social desplegado entre el ala campesina radical y el liderazgo constitucionalista, una de cuyas expresiones fue la Convención Militar de Aguascalientes y la posterior confrontación armada, así como lo fueron los programas y medidas revolucionarias que contra los terratenientes tomaron villistas y zapatistas en las zonas bajo su control.
De igual forma, fue la experiencia de la Comuna de Morelos de 1915 la que derribó cualquier intento por interpretar el proceso iniciado en 1910 y la acción de las masas agrarias, bajo el prisma de una revolución burguesa, cuestión que sostenían tanto José Revueltas como Enrique Semo. Allí el campesinado fue mucho más allá de una reforma agraria clásica (como la que realizó la Revolución Francesa de 1789), ya que cuestionó la dominación capitalista en el campo con formas socializantes de propiedad agraria, se basó en formas de organización democrática de las masas rurales e instauró un poder local claramente alternativo a cualquier institucionalidad burguesa.
En ese sentido, considerar los límites del campesinado como clase revolucionaria y la necesidad histórica de su alianza con la clase obrera –como planteaba José Revueltas– no era contradictorio ni podía oscurecer el hecho que, bajo la dirección zapatista, se desarrollaron acciones independientes respecto al programa y la política de la burguesía, como lo demostró la Comuna de Morelos. Fueron precisamente esas experiencias las que planteaban la urgencia de concretar dicha alianza, para darle una perspectiva de poder nacional a la lucha del radicalismo campesino y poder así resolver las tareas motoras de la Revolución.
Si el carácter de las acciones más avanzadas del campesinado pobre fue minimizado, ello obedeció a que en las mismas se mostraba que la Revolución iba más allá de los límites democrático-burgueses y adquiría una tendencia anticapitalista.
Hemos discutido hasta ahora lo referente al carácter de la Revolución y la relación con sus tareas motoras y su dinámica. Esto nos conduce a considerar su resultado, que desarrollaremos en el apartado siguiente.
Las elaboraciones de Octavio Fernández en Clave-Tribuna Marxista
Durante su exilio en México, León Trotsky propició la publicación de un nuevo órgano teórico, Clave-Tribuna marxista, escribiendo numerosos artículos, los cuales no siempre aparecieron con su firma, o colaborando asiduamente a partir de la discusión de sus contenidos. La importancia de esta publicación, para los trotskistas mexicanos y latinoamericanos de su tiempo, fue destacada por Octavio Fernández:
Se puede afirmar con una absoluta certeza que Clave fue la revista de Trotsky. Ella nació con él y sirvió fundamentalmente a sus intereses. Del principio al fin, él la utilizó para que sirva a sus ideas y a su trabajo. Fue él quien tuvo la idea de una revista en castellano para la educación teórica de aquellos que comenzaban a simpatizar con el trotskismo en América latina y ella sobrepasó nuestras expectativas. En poco tiempo, nosotros tuvimos tantos contactos que Clave se convirtió en el centro ideológico y el centro de organización naciente del movimiento trotskista en América latina.” [19]
Y, podemos agregar, legó a una generación de marxistas latinoamericanos, elementos para una visión de la revolución en los países de desarrollo capitalista rezagado, plenamente alejada de cualquier mecanicismo. Esto se manifestó en las elaboraciones sobre la Revolución Mexicana.
En Clave-Tribuna Marxista fueron publicados dos importantes trabajos, “Problemas nacionales” y “¿Qué ha sido y a dónde va la Revolución Mexicana?” [20], escritos por Octavio Fernández Vilchis y presentados en este libro. Particularmente el último, según Olivia Gall, es el resultado de las discusiones con Trotsky.
Fernández presentó la visión de Lombardo Toledano y de Germán Parra, que desde la revista Futuro sostenían, en relación con la Revolución, que “entre los hombres que han iniciado este movimiento de libertad y los que lo representan hoy, no sólo no hay divergencias ideológicas profundas, sino que no hay diferencias desde el punto de vista práctico”. Una postura que disolvía la guerra civil que se desató al interior del movimiento revolucionario, y que “nos presenta una revolución que se realiza, no bajo el fuego de la lucha de clases, sino en un medio análogo al que soñaban los idealistas liberales del siglo XIX. Une a Zapata con sus asesinos, a Carranza con los obreros que hizo fusilar”. Se trata de una mistificación cuya intención es remontar al pasado la política de conciliación de clases que se propugnaba en los años 30. [21]
“¿Qué es y a dónde va…?” se preguntaba por qué, si la burguesía triunfó, en la medida en que reemplazó a la “aristocracia feudo-clerical” dominante durante el largo periodo de Porfirio Díaz, no fueron resueltas las tareas fundamentales de la revolución democrático-burguesa. La tesis central de Fernández es que “es precisamente el retraso histórico de la Revolución Mexicana, como en el caso de la Revolución de 1917, lo que explica el gigantesco aborto que ha sido la Revolución Mexicana a pesar de los clamores excesivos de los lacayos criollos de las clases dominantes”. [22]
Esta tesis permite profundizar la comprensión de la dinámica de una revolución, ocurrida en el interregno entre la vieja revolución burguesa, y la época de la revolución proletaria que será la gran protagonista del siglo XX y XXI.
En ese sentido, la definición de “retraso histórico” incorpora la dimensión histórico-temporal y la desincronización que se establece entre el desarrollo nacional y el capitalismo mundial; englobando la noción de que la vinculación de México con la economía internacional y el incipiente desarrollo del capitalismo en el país, generaron una estructura económica y social signada por la oposición de la burguesía y sus representantes a resolver las tareas irrealizadas de la revolución democrática.
Fue el rasgo fundamental de una revolución democrático-burguesa que llegó tarde a su cita histórica, y que en 1910 condujo a una confrontación de clases que cortó, transversalmente, el bloque anti porfirista. Bajo la visión presentada en Clave, y aunque la misma no fue desarrollada más ampliamente por su autor, la Revolución asumió un aire “permanentista”, expresado en la continuidad de la tormenta campesina que enfrentó a Díaz, Madero, Huerta, Carranza y Obregón.
Los límites de la acción del movimiento campesino fueron tratados por Fernández, cuando afirmaba que “La base de la revolución mexicana ha sido el gigantesco incendio campesino, pero los campesinos, incapaces de forjarse una política y una dirección propia, no han sido más que carne de cañón sobre los que se ha elevado la burguesía indígena totalmente nueva”. [23] En este sentido, el “retraso histórico” se reveló también en que, si la burguesía ya no podía resolver las tareas democráticas, el proletariado estaba insuficientemente desarrollado en el plano político y social, y no pudo asumir un rol revolucionario. Ante la incapacidad de las dos clases fundamentales de la sociedad capitalista, consideramos que el zapatismo llegó al punto más alto de una política campesina radical, expresada por su programa y su independencia de las distintas facciones burguesas.
La conclusión que emerge de la definición de Clave y que se basa en la Teoría de la Revolución Permanente es que un programa radical para el campo, aunque pudiera imponerse localmente como en Morelos, requería, para mantenerse y triunfar, de la extensión a las ciudades y de la lucha por conquistar el poder político.
Y es que el liderazgo campesino radical, limitado por una visión regionalista derivada de sus condicionantes sociales –heterogeneidad y dispersión geográfica– requería para ello de la acción de la clase obrera y de la alianza obrera y campesina, que bajo una perspectiva de ruptura con la burguesía habría extendido geográficamente el programa del Plan de Ayala y habría realizado las aspiraciones campesinas. La concentración del poder político en manos de un gobierno obrero y campesino y la concreción por parte de la clase obrera de medidas socialistas como la expropiación de los capitalistas y los terratenientes, el control de los bancos, el comercio exterior y la socialización de la industria y los servicios bajo control obrero, hubiera garantizado el crédito necesario para una real reforma agraria y para el desarrollo técnico del campo en provecho de los campesinos y productores agropecuarios.
La ya citada carencia de fuerzas sociales capaces de dar una resolución al conflicto de clases desde la óptica de los explotados y oprimidos, fue la causa del “gigantesco aborto de la revolución”, como lo definió Fernández, expresado en el triunfo del constitucionalismo de Carranza y Obregón, que reconstruyó el Estado burgués e institucionalizó y expropió la Revolución.
Las elaboraciones publicadas en Clave por los trotskistas de los años treinta, en las cuales participó el revolucionario ruso y que estuvieron basadas en su Teoría de la Revolución Permanente, iniciaron una corriente de interpretación de la Revolución Mexicana, alternativa a la concepción estalinista, constituyendo una aportación inmensa para forjar un pensamiento marxista en la América Latina actual. Con el presente libro, nos inscribimos, tomando partido, en dicha tradición e intentando aportar a recrearla y profundizarla.
Adolfo Gilly y la interrupción de la Revolución
La Revolución Interrumpida, escrita por Adolfo Gilly en la cárcel de Lecumberri entre 1966-1970 [24], plantea elementos fundamentales para una interpretación marxista de la Revolución, recuperando y aplicando categorías como la ley del desarrollo desigual y combinado, y un análisis de la dinámica de las fuerzas sociales en pugna durante la Revolución. A lo largo de este libro, incorporamos cuestiones claves de la trascendental obra de Gilly, la cual consideramos como un punto de partida ineludible para una visión marxista de la Revolución. Sin embargo, a continuación presentaremos nuestro disenso con algunas de las tesis de su interpretación histórica.
Con la categoría de “revolución interrumpida”, el autor buscó otorgar una definición profunda y global de la Revolución y sus resultados. Es una categoría cuyo principal mérito estriba en que contrastó con las definiciones propias de las corrientes historiográficas oficiales y estalinistas.
En oposición a la idea de que la Revolución Mexicana estaba condenada a ser el impulso del desarrollo capitalista, y que transformaba el resultado que efectivamente tuvo el proceso en el único camino histórico posible, los postulados de la obra de Gilly correctamente sostienen que una dinámica empíricamente anticapitalista tuvo, como uno de sus principales obstáculos, la falta de una alianza entre la joven y naciente clase obrera y el campesinado, la inmadurez política y social de la clase obrera para jugar un rol revolucionario.
Partiendo esto, es que podemos plantear que el contenido que Gilly le da a esta categoría debe ser revisado con mayor profundidad.
Afirma en el apartado “Tres concepciones de la Revolución Mexicana”:
"La concepción proletaria y marxista dice que la Revolución Mexicana es una revolución interrumpida. Con la irrupción de las masas campesinas y de la pequeñoburguesía pobre, se desarrolló inicialmente como revolución agraria y antiimperialista y adquirió, en su mismo curso, un carácter empíricamente anticapitalista llevada por la iniciativa de abajo y a pesar de la dirección burguesa y pequeño burguesa dominante."
Y continuando afirma “En ausencia de dirección proletaria y programa obrero, debió interrumpirse dos veces: en 1919-20 primero, en 1940 después, sin poder avanzar hacia sus conclusiones socialistas; pero a la vez, sin que el capitalismo lograra derrotar a las masas [...]”. [25]
En efecto, como planteamos arriba, la Revolución iniciada en 1910 adquirió ese carácter; interpretarla como una revolución “interrumpida” era correcto en la medida que no hubo un aplastamiento contrarrevolucionario de las masas y el nuevo poder tuvo que retomar, a su modo y parcialmente, algunas de las demandas motoras de la insurgencia, quitándoles todo filo revolucionario.
Sin embargo, el autor va más allá, al considerar la definición de “interrumpida” bajo la idea de que el proceso iniciado en 1910, aunque no pudo encontrar una salida a la falta de la intervención dirigente del proletariado, sí
[...] dio origen y alimentó a un ala pequeñoburguesa radical y socializante, nacionalista y antiimperialista, que ejerció una influencia decisiva en las dos primeras fases ascendentes (1910-1920 y 1934-1940) y que aun hoy la ejerce, como expresión política de la continuidad de la revolución pero también, ahora, como un puente hacia la dirección proletaria que se está formando en esta fase y que es la condición de su culminación socialista. [26]
Cuando sostenía que la Revolución dio origen a “un ala pequeñoburguesa radical y socializante, nacionalista y antiimperialista” que fue “expresión política de la continuidad de la Revolución”, Gilly identificaba las tendencias más avanzadas del proceso revolucionario con una fracción del constitucionalismo triunfante.
Sin duda, el ala encarnada por Múgica, Cárdenas y otros oficiales, fue la izquierda del bando triunfador de la Revolución. [27] Pero establecer las diferencias entre los distintos sectores del constitucionalismo, así como valorar en su justo término su liberalismo radical, sus rasgos nacionalistas y las medidas progresivas que puntualmente pudieran tomar, no podía ser igual a considerarlos como una vía para la revolución proletaria.
Tras el correcto adjetivo de “interrumpida” se encontraba entonces la idea de una continuidad entre la dinámica del proceso revolucionario y el sector “socializante” que finalmente llegaría al gobierno en 1934 con Lázaro Cárdenas. En síntesis, podemos decir que, aunque interrumpida, para el autor la Revolución continuó y pervivió en un ala de la facción triunfante.
En ese sentido, hay que considerar que el autor deja de lado que esa ala “socializante” acompañó y fue parte de la política del constitucionalismo, la cual asumió un carácter contrarrevolucionario en la medida en que derrotó las tendencias anticapitalistas desplegadas por el radicalismo campesino, reconstruyó el régimen de dominación capitalista después de la debacle de Zacatecas a mediados de 1914 y finalmente contuvo el proceso revolucionario. Si los ejércitos constitucionalistas combatieron al villismo y al zapatismo, el ala jacobina integró los mismos y se subordinó a su dirección, más allá de que el rol principal recayera en los obregonistas y carrancistas.
En ese sentido, esta valoración del ala “socializante” también puede encontrarse en su análisis de la Constitución, presente en otro capítulo de su obra. El autor explicaba cómo la sanción de la misma fue posible a partir de la alianza entre el ala centro (dirigida por Álvaro Obregón) y el ala jacobina liderada por el General Francisco J. Múgica, “fueron esos artículos, y en especial los referentes a la cuestión agraria y a los derechos del trabajador, ausentes del proyecto y las intenciones carrancistas y contrarios a estas, los que convirtieron el proyecto de reformas al texto de 1857 en una nueva constitución”.
Y aunque plantea el carácter burgués de la Constitución, aunque sostiene que la política de Obregón partía de que “comprendía que para consolidar los triunfos militares sobre los ejércitos campesinos era imprescindible hacer profundas concesiones”, y aunque plantea que los derechos consagrados en la Carta Magna “fueron aplicados en parte o considerados letra muerta” por los gobiernos sucesivos, no saca las conclusiones necesarias y omite una definición fundamental: la Constitución de 1917, si bien implicó un reconocimiento parcial y distorsionado de las demandas, supuso la institucionalización de las mismas y la subordinación del movimiento de masas a la confianza en la legislación del régimen burgués.
Tenemos que decir que la acción de las distintas alas del constitucionalismo, lejos de ser continuidad de la insurgencia armada de la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur, representó su opuesto. En ese sentido, es correcta la definición plasmada en la revista Clave, de que la Revolución sufrió un gigantesco aborto a manos de la facción triunfante, en sus distintas alas y matices.
El proceso iniciado en 1910 expresó cuestiones claves de la revolución en los países de desarrollo capitalista atrasado, condensadas en la teoría de la Revolución Permanente; una de ellas es la imposibilidad de que facciones de la burguesía, por más socializantes que sean, resuelvan las demandas estructurales de las grandes mayorías agrarias o se conviertan en un vehículo para ello. Durante la Revolución, la insurgencia campesina generó una fuerza opuesta que, temerosa de las consecuencias revolucionarias de la acción de los desposeídos y explotados, buscó encorsetar en los límites de un Estado y un régimen burgués, al servicio de lo cual estuvo la nueva Carta Magna; y el sector “jacobino” participó y expresó, en sus textos y en su programa, esta política.
En ese sentido, Gilly, aunque le da a La Revolución Interrumpida una estructura muy similar a la Historia de la Revolución Rusa de León Trotsky y pretende abrevar en las ideas de la Revolución Permanente, en realidad contradice algunos de sus postulados, cuando le adjudica a una fracción burguesa la potencialidad de realizar lo que no pudieron hacer los obreros y los campesinos: retomar, continuar y culminar la Revolución, como veremos a continuación en el caso del cardenismo.
La postura de Gilly se radicalizó en los años siguientes. Ese fue el caso de sus elaboraciones sobre el cardenismo. Sin duda –y lo decimos para despejar cualquier polémica falsa– el gobierno de Cárdenas fue el más progresista de los gobiernos burgueses de su tiempo. Su acción se caracterizó por apoyarse en un movimiento de masas que durante los años treinta protagonizó un importante despertar de lucha y organización, y desde ahí establecer una distancia y una cierta independencia respecto a los gobiernos imperialistas.
Esto –que Trotsky, durante su estancia en México, denominó como un bonapartismo sui generis de izquierda– se expresó fundamentalmente en la expropiación petrolera de 1938, así como también en una reforma agraria parcial y distintas medidas que le granjearon gran popularidad entre el movimiento obrero, campesino y popular. Frente a esto, es importante recordar lo que planteaban los marxistas revolucionarios a fines de los años ‘30:
En la cuestión agraria, apoyamos las expropiaciones. Esto no significa, entendido correctamente, que apoyamos a la burguesía nacional. En todos los casos en que ella enfrenta directamente a los imperialistas extranjeros, a sus agentes reaccionarios fascistas, le damos nuestro pleno apoyo revolucionario, conservando la independencia íntegra de nuestra organización, de nuestro programa, de nuestro partido y nuestra plena libertad de crítica”. [28]
Esta fue la perspectiva de Trotsky para medidas tales como la expropiación petrolera; y la base para esto era la consideración de que “Estamos en perpetua competencia con la burguesía nacional, como única dirección capaz de asegurar la victoria de las masas en el combate contra los imperialistas extranjeros”. [29] Esta posición –que consideraba que las demandas de las masas sólo podían ser impuestas por la alianza revolucionaria de obreros y campesinos– era diferente a considerar al cardenismo como “el puente hacia la dirección proletaria”.
Todo esto se hace notar en la tercera parte de una de sus mayores obras El cardenismo, una utopía mexicana, una investigación monumental y muy meritoria sobre la expropiación petrolera de 1938. Gilly discutía allí con quienes supuestamente veían en la política cardenista una acción maquiavélica:
Las contradicciones entre las fragmentarias ideas socialistas y la compleja realidad del capitalismo mexicano y de su burocracia estatal y sindical plagaban las audaces pero parciales e inconexas iniciativas cardenistas para avanzar pragmáticamente hacia lo que imaginaban como una futura socialización o colectivización [...] Este nudo no resuelto, porque insoluble, ha llevado a muchos críticos a sostener que tales referencias socialistas eran sólo cobertura demagógica en la que nunca creyeron de verdad gobernantes que en realidad se proponían abrir camino al desarrollo capitalista (como en efecto ocurrió) cabalgando y controlando un gran movimiento de masas”. [30]
Gilly se refiere aquí a Arturo Anguiano, autor de una de las principales obras sobre el movimiento obrero en el sexenio cardenista.
Resulta llamativo que, las menciones que pueden encontrarse en El cardenismo, una utopía... sobre la estatización del movimiento obrero y su incorporación al partido de gobierno (que fue uno de los legados del periodo cardenista), son adjudicadas casi exclusivamente a la burocracia sindical, la cual, en todo caso, era la correa de transmisión, al interior de las organizaciones obreras, de la política de la dirección burguesa que se encontraba al frente del Estado. Se deja así de lado, por ejemplo, la particular asociación existente entre Lombardo Toledano y Cárdenas.
Éste era presentado como un militar con ideas socialistas agrarias que, por sus propias limitaciones y en particular por la coyuntura internacional desfavorable de 1939-1940, se encontró incapacitado para romper con los límites del capitalismo y avanzar hacia un ideario socialista realmente revolucionario.
Sin duda, sería incorrecto disolver los aspectos progresivos de la política cardenista como una mera acción demagógica, [31] o considerar a Cárdenas como una simple continuidad de los previos gobiernos posrevolucionarios. Pero esto no puede llevarnos a omitir una cuestión clave: el gobierno cardenista resultó, en los hechos, la mejor respuesta, desde el punto de vista de la defensa y el mantenimiento del orden establecido, para enfrentar una situación signada por un ascenso del movimiento obrero, campesino y popular. Esta respuesta tuvo la particularidad de que se basó en un fuerte control del movimiento de masas y que efectuó medidas puntualmente progresivas. Todo esto puede haber sido interpretado por el propio Cárdenas como parte de su ideario nacionalista revolucionario, pero su funcionalidad política en pos de los intereses históricos de la burguesía son claros.
Desde este ángulo de análisis, no pueden considerarse como continuidad de la Revolución una política que se basó en la estatización del proletariado y su incorporación al PRM, así como la división entre las organizaciones del campo y los sindicatos, lo cual reforzó el control del Estado burgués sobre el movimiento de masas. Considerar estos elementos que planteamos cuestiona una supuesta “continuidad” entre la Revolución y el “jacobinismo cardenista”. [32]
En ese sentido, retomar los consejos de Trotsky –que éste formuló a propósito del gobierno de Lazaro Cárdenas– en cuanto a mantener la independencia política de la clase obrera y del partido revolucionario respecto a los sectores “progresistas” o “nacionalistas” de las burguesías en nuestros países, es fundamental y conserva su actualidad, tanto para comprender la historia de la lucha de clases como los nuevos fenómenos políticos que surgirán al calor de nuevos procesos revolucionarios.
Esperamos que el análisis y las discusiones planteadas en las páginas precedentes, sin duda polémicas, contribuyan a reiniciar el debate y la recuperación crítica de las distintas teorías e interpretaciones de la Revolución Mexicana. Eso constituye una fuente esencial para desarrollar, enriquecer y actualizar, en la actualidad, una interpretación anclada en el marxismo, que incorpore los avances de la investigación historiográfica y permita comprender las tareas y las perspectivas para la revolución, en el siglo que ya ha iniciado.
NOTAS
1 Como planteaba León Trotsky durante su estancia en México, las dos cabezas del estalinismo en nuestro país eran justamente el Partido Comunista Mexicano y el dirigente sindical Vicente Lombardo Toledano.
2 Nos referimos al ascenso revolucionario que recorrió el mundo en aquellos años y cuestionó el orden existente tanto en los países imperialistas y semicoloniales, como en aquellos donde la burguesía fue expropiada por la acción de las masas o la intervención militar del Ejército Rojo, dirigidos por la burocracia estalinista o distintas formas de “estalinismos regionales”. El Mayo Francés, el Otoño Caliente italiano, las luchas obreras en Inglaterra, los procesos revolucionarios en Argentina y Chile, y la Primavera de Praga, son algunos de los grandes hitos de este periodo, en los cuales se inscribe el ‘68 mexicano, truncado por la masacre del 2 de octubre. Al calor de este proceso se desarrolló la radicalización política e ideológica en franjas de la clase obrera y la juventud, y en muchos países, incluido México, se fortalecieron distintas vertientes políticas que se reivindicaban marxistas por fuera del estalinismo prosoviético, como fue el caso de las organizaciones trotskistas.
3 El de Revueltas es un caso particular, debido a que ya era un intelectual conocido y de larga trayectoria en el PCM. Pero fue en estos años que avanzó en una ruptura política de carácter más definitivo con el estalinismo y se vinculó a la generación que protagonizaría el movimiento estudiantil de 1968.
4 Nos referimos a Olivia Gall: Trotsky en México, México, Era, 1991, 423 pp.
5 Enrique Semo, “Reflexiones sobre la Revolución Mexicana”, en Manuel Aguilar Mora, Adolfo Gilly et al., Interpretaciones de la Revolución Mexicana, México, Nueva Imagen / UNAM, 1era. ed., 5ta. reimp., 1981, pp.138 y 139. (6) Ibidem, pp.137 y 138. (7) Ibidem, p.141.
6 Ibidem, pp.137 y 138.
7 Ibidem, p.141.
8 Ibidem, p.137.
9 Ibidem, p. 142.
10 Enrique Semo: Historia Mexicana. Economía y lucha de clases, México, Era, 1era. ed. 6ta.reimp., 1991, p. 233.
11 Enrique Semo: “Reflexiones sobre la Revolución Mexicana”, op.cit., p. 138.
12 José Revueltas: Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, Era, 1980, p.
139.
13 Ibidem, pp.146 y 147.
14 Ibidem, pp.170.
15 Ibidem, p. 153.
16 Ibidem, p. 183.
17 Idea que, como ya dijimos, fue correctamente planteada por José Revueltas, en contra de los postulados clásicos del PCM.
18 Esta dinámica del proceso revolucionario, que desarrollamos en torno a la Revolución Mexicana, es anticipatoria de lo que fue la característica fundamental de las revoluciones ocurridas durante el siglo XX en los países de desarrollo capitalista atrasado.
19 Octavio Fernández: “Octavio Fernández recuerda” (en línea), entrevista realizada por Olivia Gall en agosto de 1982, en Boletín electrónico del CEIP, http://www.ceip.org (consultado el 1 de agosto de 2010).
20 Ver parte III “Otras miradas sobre la Revolución Mexicana”, p.
21 Octavio Fernández: “¿Qué ha sido y a dónde va la Revolución Mexicana?”, op. cit.
22 Octavio Fernández, op. cit.
23 Idem.
24 Adolfo Gilly era, al momento de ser encarcelado, militante de la tendencia del movimiento trotskista dirigida por J. Posadas, que en esos años tenía peso en algunos países de América Latina. En los años posteriores, Gilly se incorporó a la corriente mandelista mexicana y al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). En 1988, el surgimiento de la corriente democrática al interior del PRI, dirigida por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, llevó a que un sector minoritario del PRT, liderado por Gilly, Pascoe y otros, formara el Movimiento Al Socialismo, y se incorporase a la formación de un nuevo partido a la izquierda del PRI, el Partido de la Revolución Democrática, que desarrollaría un programa y una política de carácter burgués.
25 Adolfo Gilly: La revolución interrumpida. México 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder, México, Ediciones El Caballito, 7ma. Ed., 1980, p. 398.
26 Íbidem, p. 404. Este apartado que acabamos de citar es, desde nuestro punto de vista, la fundamentación teórica de la concepción de Adolfo Gilly pero el mismo ya no aparece en las ediciones recientes de su obra.
27 Y en determinados aspectos, y en cierta medida, fue progresiva respecto a lo que fue el comunismo estalinista. Baste analizar las posturas de Múgica frente a la Revolución Española a inicios de los ‘30, planteando la necesidad de realizar la reforma agraria como condición para encarar un verdadero cambio social, o la apertura de Cárdenas al exilio de Trotsky, priorizando una cuestión democrática elemental frente a las presiones de la Unión Soviética y el PCM.
28 “Discusión sobre América Latina” en León Trotsky, Escritos Latinoamericanos, Buenos Aires, CEIP, 1999, p. 114.
29 Idem.
30 Adolfo Gilly: El Cardenismo, una utopía mexicana, México, Cal y Arena, 1994, p. 414.
31 No es intención de este trabajo valorar las tesis de Anguiano, más allá de que consideramos muy valiosa su obra para el estudio de la situación del movimiento obrero bajo el cardenismo.
32 Cárdenas incluso, se negó a apoyar a Múgica para sucederlo y dar continuidad a su proyecto “socializante”, y enfrentar a los sectores más reaccionarios que presionaban a favor de Manuel Ávila Camacho. |