El 6 de diciembre desde la Sala de Recepción Diplomática de la Casa Blanca, reconoció formalmente a Jerusalén como la capital del estado de Israel, una decisión que había despertado la crítica de casi todos los líderes mundiales, a excepción por supuesto de Benjamín Netanyahu, el primer ministro israelí que milita en la extrema derecha del espectro sionista. Esta estrategia de polarización recargada podría tener efectos incendiarios en el Medio Oriente con repercusiones en occidente.
Como en otras cuestiones, la Casa Blanca está dividida en torno a esta decisión. Mientras que el vicepresidente Michael Pence es de la partida, los secretarios de defensa y de estado, J. Mattis y R. Tillerson, consideran que la jugada es riesgosa y que en la balanza podría tener más costos que beneficios.
Aunque el traslado no es inmediato, de hecho podría tomar algunos años, con este anuncio Trump abandonó la política que Estados Unidos sostuvo durante 7 décadas de mantener la embajada en Tel Aviv, como hacen los 86 países con representación diplomática en el estado de Israel, como un gesto diplomático de no dar por cerrado el estatus disputado de la ciudad de Jerusalén, aunque en los hechos se reconozca la ocupación colonial israelí de la parte árabe de la ciudad desde 1967, a la que se sumaron en estos años unos 200.000 colonos.
En su breve discurso Trump dijo, como se esperaba, que su administración solo estaba dándole estatus legal a lo obvio: que Israel históricamente ha tratado a Jerusalén como su capital, que es la sede del parlamento y de las principales instituciones gubernamentales, y que solo una formalidad impide que Estados Unidos, que tiene una alianza de carácter estratégico con el estado sionista, mantenga su embaja en Tel Aviv. De hecho el Congreso norteamericano votó una ley en 1995 ordenando el traslado inmediato de la embajada a Jerusalén, reconocida como la “capital indivisible” del estado de Israel, aunque dejándole una válvula de escape al ejecutivo para postergar esta decisión. Desde entonces, cada seis meses los sucesivos presidentes vienen firmando un “perdón” para extender ese plazo. Trump utilizó este recurso en junio de este año, pero esta vez decidió romper con los usos y costumbres de la política exterior norteamericana.
¿Por qué ahora? Hay varias hipótesis, ninguna excluyente. Aquí mencionaremos las tres más plausibles.
La primera apunta a la política doméstica. Fue la primera razón que dio Trump en su discurso. Dijo casi textual que la mayoría de los presidentes que lo precedieron hicieron la promesa electoral de trasladar la embajada a Jerusalén pero que él era el único dispuesto a cumplir. El momento puede ser oportuno.
Si bien la economía y el auge bursátil acompañan al magnate, el apoyo de Trump se reduce a un magro 35%. En un año de gobierno es poco lo que puede mostrarle a su propia base electoral, que es la que en verdad le interesa. A excepción de la reforma impositiva, un logro no menor para el 1% más rico del país, los polémicos proyectos del presidente han sido derrotado en el Congreso, incluso con el voto de senadores y representantes de su propio partido, como sucedió con la fallida derogación de la reforma de salud de Obama, conocida como Obamacare.
La Casa Blanca está enredada en la crisis del “Rusiagate” que parece no tener salida a la vista. Es más, el ex asesor presidencial Michael Flynn admitió sus contactos extraoficiales con diplomáticos rusos y anunció su disposición a colaborar con el FBI en la investigación.
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El traslado de la embajada a Jerusalén es un tema muy popular para los sectores de la derecha cristiana y los halcones pro israelíes que son parte del núcleo duro del electorado de Trump, entre los que se encuentra nada menos que Sheldon Adelson, el zar de los casinos que aportó nada menos que 25 millones de dólares a la campaña presidencial republicana.
La segunda hipótesis se relaciona con el cambio de estrategia en la política norteamericana hacia el Medio Oriente. A diferencia de Obama, que negoció al frente de un grupo de otras cuatro potencias el acuerdo nuclear con Irán, la política de Trump es conformar una suerte de “alianza sunita” contra el régimen iraní, lo que tiende a exacerbar el enfrentamiento intraislámico entre sunitas y chiitas que se traduce y arriesga a transformar en caliente la guerra fría regional entre Arabia Saudita e Irán.
En el caso de Irán, Trump aplicó una táctica que viene caracterizando a su administración que es la de tomar semi medidas: no repudió absolutamente el acuerdo nuclear con el régimen de los ayatolas, pero “descertificó” el cumplimiento de los compromisos pactados. Pero los mensajes simbólicos, de los que en gran medida se compone la diplomacia, suelen tener consecuencias reales. La situación es de alto riesgo, en particular desde que el casi decretado fin de la guerra civil en Siria dejó a Irán, y a su aliado Rusia, como uno de los ganadores, extendiendo su influencia a través del régimen cliente de Bashar al Assad.
La crisis del Líbano, con la renuncia luego desmentida del primer ministro Saad Harari que hería de muerte el acuerdo confesional que puso fin a la guerra civil en ese país y que hoy establece un delicado equilibro de poder con Hezbollah, fue un anticipo de los contornos catastróficos que puede tomar este conflicto. A nadie se le escapa que detrás de la jugada de Hariri está la monarquía saudita.
La tercera hipótesis tiene que ver con la inscripción del conflicto palestino-israelí en el nuevo contexto del Medio Oriente, diseñado no solo por la estrategia norteamericana sino por un cambio paradigmático en la monarquía de Arabia Saudita desde que el príncipe heredero Mohammad bin Salman tomara las riendas del reino.
Se sabe que Jared Kushner, yerno de Trump y asesor del presidente, hace casi un año está negociando con los líderes amigos del Medio Oriente un nuevo "plan de paz" para el conflicto palestino, y que ha encontrado un gran aliado en el príncipe Salman, dispuesto también a romper con la política exterior tradicional de su país que usaba la causa nacional palestina para encubrir su alianza con Estados Unidos e indirectamente su tolerancia hacia el colonialismo israelí.
Según algunos analistas, el príncipe Salman le habría dado a conocer al titular de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, los lineamientos de este nuevo plan que sería el más favorable a Israel de los presentados hasta ahora y liquidaría cualquier semblanza de autodeterminación nacional palestina, consagrando el estatus de apartheid.
Aunque el liderazgo nacional palestino hace tiempo vendió su alma al diablo norteamericano-israelí, y la política de Hamas no ha sido una salida progresiva, el pueblo palestino no ha renunciado a su derecho democrático elemental a la autodeterminación nacional y sigue enfrentando la colonización del estado de Israel.
¿Desatará esta decisión una nueva intifada? No se puede responder con certeza, pero viendo los antecedentes de provocaciones similares, tiene todo el potencial para hacerlo.
Según la lógica imperialista de Trump, reconocer la ocupación colonial del estado de Israel y su carácter exclusivamente judío, simbolizada en el reconocimiento de Jerusalén como la capital, permitiría de máxima avanzar en la “solución de dos estados” y de mínima utilizar un supuesto “proceso de paz” para darle cobertura política al incipiente frente anti iraní en el que militan tanto Israel como Arabia Saudita.
Por fuera del reino de las hipótesis, la realidad es que la política de Trump arriesga con inflamar aún más la región. Eso es lo que perciben sus aliados en occidente y en el mundo musulmán, e incluso en sectores del establishment sionista. Y desde hace tiempo lo que sucede en el Medio Oriente repercute en Occidente bajo la forma de atentados brutales, que a su vez alimentan el racismo y la xenofobia. El recrudecimiento de la opresión imperialista y colonial es la receta perfecta para el incendio. |