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La Izquierda Diario
6 de enero de 2018 Twitter Faceboock

OPINIÓN
Un diagnóstico para la economía mundial y la inversa del reformismo
Paula Bach

La reforma previsional y el proyecto de reforma laboral del gobierno Macri –tanto en lo que hace a sus logros inmediatos como a sus objetivos estratégicos- deben observarse a través del prisma de su dimensión internacional.

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La reforma previsional y el proyecto de reforma laboral del gobierno Macri –tanto en lo que hace a sus logros inmediatos como a sus objetivos estratégicos- deben observarse a través del prisma de su dimensión internacional. Como resulta bastante transparente ambas se inscriben en un universo más amplio que incluye tanto el deseo mancomunado “global” de elevar la edad jubilatoria -contemplando la aún estancada ley brasileña- como la ley de reforma laboral de Temer o la de Macrón en Francia. Pero no se trata tan sólo de buscar coincidencias bastante evidentes sino –fundamentalmente- de escarbar los significados de aquellas correspondencias. El optimismo que trasuntan organismos internacionales como el Fondo Monetario y la OCDE sobre la dinámica de la economía mundial resulta tan módico como efímero. Y es en estas últimas características donde se distingue la persistencia de lo que un sector de la teoría económica oficial retrató como “estancamiento secular”, un “estado de cosas” que acerca pistas significativas sobre el lugar y el sentido de la nueva arremetida contra las condiciones de existencia de trabajadores pasivos y activos. Los factores estructurales de la economía mundial -junto a las tensiones geopolíticas derivadas- se enfrentan a las características concretas de aquel ánimo de “reforma” y permiten a la vez desgranar las contradicciones más inmediatas del relato del “fin del trabajo”.

De luces y retoños

La recuperación de la economía mundial es el nuevo hit de la prensa y los organismos internacionales. Pero para quién se sumerge en la lectura de los últimos informes sobre economía mundial tanto de la OCDE como del FMI, resulta complejo imaginar la mueca que los acompaña. Es como si una maraña de sonrisas y lamentos se trasluciera en un mismo acto. Tanto la OCDE como el FMI resaltan la recuperación en curso a la que la primera bautiza como “modesta”. Al mismo tiempo ambos subrayan –en una operación política, si las hay- las debilidades estructurales que en unos pocos años pondrían fin al reanimamiento. Si hace unos meses los “globals” del FMI no podían ocultar el desconcierto que les generaba la paradoja de que la luz al final del túnel devolvía la imagen de Donald Trump (abanderado internacional del discurso nacionalista) ahora los brotes verdes se anuncian –con un dejo de alivio…- desde la inestable Eurozona. La desilusión americana quedó sustituida fundamentalmente por la esperanza europea y una mejoría en la largamente débil performance de Japón. Pero aún así la perspectiva es escueta.

La tasa de crecimiento para las economías avanzadas se incrementa en dos décimas pasando del 2% proyectado al 2,2%. El valor sintetiza la compensación entre “pérdidas” y “ganancias”. Entre las primeras se encuentra la retracción del pronóstico de crecimiento norteamericano que aunque exhibe una mejoría significativa respecto a 2016, retorna al promedio débil del 2,2% del período y debido a la inexistencia del prometido “plan de obras públicas”, se aleja de las expectativas iniciales. Entre las segundas se combinan una leve mejoría japonesa y un mayor crecimiento europeo traccionado por la Eurozona que en 2017 habría alcanzado un ritmo de entre el 2,1 y el 2,4%. Un valor que, si bien se encuentra entre los más altos registrados en años pos crisis 2008/9, está sujeto a varias limitantes. Entre ellas: no dista mucho de marcas ya alcanzadas en 2015 y 2010 y no puede desvincularse del rebote que sigue a depresiones profundas como muestra por ejemplo el “milagro portugués” -un crecimiento de algo más del 2% luego de un retroceso profundo de la economía y una contracción salarial acumulada del 25%.

Pero a decir verdad uno de los factores más significativos que desde el año pasado tracciona suavemente a la economía mundial es –una vez más- China que, mencionada en frases secundarias por el FMI y la OCDE, muestra una muy leve, aunque inesperada aceleración. Asunto problemático por partida doble. Por un lado, si para los organismos internacionales no resultaba alentador que la única esperanza provenga de Donald Trump tampoco lo es que derive de Xi Jinping. Otra vez china -que luego de siglos vuelve a abrazar ideas confucianas- tira del carro y en este mismo acto se presenta a la vez como alivio y amenaza para el desordenado orden mundial. Es sabido que aquello de “guardián de la globalización” es una mezcla de retórica con necesidad para una China que está incrementando sus intenciones nacionalistas. Pero, por otro lado, el empuje chino resulta en gran parte consecuencia de retomar la senda de los estímulos fiscales materializados en inversión pública. Mientras tanto los flujos totales de financiación continúan en valores muy elevados como porcentaje del PBI -a pesar de la adopción de medidas de desapalancamiento dirigidas en particular al sistema financiero en las sombras. Estos factores retratan las dificultades que enfrenta la intención de virar hacia un “cambio de modelo” -aún cuando el avance en inversiones chinas en el terreno internacional resulta significativo- y suman riesgos financieros a una economía mundial sujeta a la persistencia de un alto nivel de apalancamiento.

En el capítulo Resiliencia en tiempos de alta deuda, la OCDE señala que en términos globales los ratios de endeudamiento de los hogares y las empresas no financieras que se dispararon hacia fines de los años ’90 y alcanzaron un máximo alrededor de 2007/2008, permanecen en valores elevados –incluyendo el mercado de la vivienda. El organismo alerta sobre la correlación entre alto endeudamiento y riesgo futuro de recesiones severas. Quizás estén pensando –entre otros asuntos- en la nada despreciable probabilidad de una nueva burbuja bursátil en Estados Unidos asociada al recorte impositivo de reciente aprobación parlamentaria –único éxito económico significativo de Donald Trump hasta el momento. Ambos organismos alertan que, si en el corto plazo el crecimiento puede intensificarse, no hay que descartar la posibilidad de traspiés que golpeen sobre la valuación de los activos -que en algunos casos rozan máximos posteriores a los picos de la crisis- empeorando las condiciones financieras.

En este contexto general, el frenesí derivado de la tasa de crecimiento del PBI mundial más alta desde el inicio de la recuperación en 2010 –equivalente al 3,6% y cuatro décimas por encima del valor de 2016- luce ciertamente lábil. En el análisis de la OCDE el repunte más vigoroso y sincronizado entre países luego de Lehman, sigue resultando moderado en comparación con recuperaciones anteriores y el crecimiento per cápita en la mayoría de ellos no alcanzará los niveles previos a la crisis. Sin embargo, el asunto no concluye aquí.

Lo último que se pierde

Las inestabilidades financieras son una especie de marca de origen de los años de auge neoliberal en general y del período pos Lehman en particular. Su potencial catastrófico nunca debe desatenderse. No obstante -y reflexionando en términos estratégicos- el dato más novedoso parece ser el hecho de que los organismos internacionales están perdiendo la esperanza hacia el mediano/largo plazo. Aún si ningún nuevo cataclismo –cuya probabilidad naturalmente aumenta en función de la debilidad económica estructural y de sus derivaciones políticas- se interpusiera, de acuerdo a la OCDE “el ritmo de crecimiento mundial se mantendrá firme pero no por mucho tiempo”. Por estas pampas, estos augurios podrían sintetizarse en una suerte de menemismo al revés: “estamos bien, pero vamos mal”.

Si bien los pronósticos no son –y mucho menos los de mediano o largo plazo- el fuerte de los organismos, vale la pena detenerse en ellos porque justamente hacen foco en el movimiento de las principales variables que importa observar. El FMI prevé que antes de haber retornado a los valores previos a la crisis el crecimiento de las economías avanzadas disminuya durante los próximos años convergiendo hacia un débil promedio de 1,7%. También la OCDE estima que en 2019 el ritmo de crecimiento disminuya en la mayoría de las grandes economías alcanzando también la economía mundial un pico en 2018 para luego comenzar a retroceder.

Resulta que este quebranto de la esperanza de los organismos internacionales nos devuelve al asunto original. Porque sucede que para apreciar el trasfondo de la dialéctica economía mundial/“reformas”/”fin del trabajo”, es preciso enfocarse en los mismos aspectos que desalientan a los organismos en el mediano y largo plazo. A saber: el ritmo de crecimiento del comercio mundial, de la inversión y de la productividad. Este trípode –al que debe adjuntarse con un estatus superior el estado de las relaciones interestatales- da cuenta del núcleo duro de la dinámica de la economía capitalista entendida más allá de la inmediatez de retoños y luces tenues. Centrémonos entonces en la dinámica de estas variables.

Comercio e inversión: dos vasos demasiado vacíos

El FMI pronostica un crecimiento del 4,2% del comercio mundial para 2017. Si bien este valor se encuentra claramente por encima del incremento efectivo del 2,4% registrado en 2016 –el más bajo desde 2009- la cifra en sí misma dice poco del movimiento real si se dejan de lado una serie de observaciones. En primer lugar -y como elemento más inmediato- es muy probable que el ascenso se explique en parte por la acción combinada de una recuperación leve de la economía mundial y el pronunciado retroceso del comercio durante 2016. En segundo lugar y aunque en términos absolutos muestra la marca de crecimiento más alta del comercio desde la caída de Lehman volviendo a superar el incremento del PBI, aún no alcanza a sobrepasarlo en un punto porcentual como lo hizo en promedio entre 2008 y 2015. Y, en tercer lugar, continúa muy lejos del promedio de las décadas previas a la crisis cuando el crecimiento del comercio duplicaba el incremento del PBI. Así lo confirma la OCDE que al tiempo que exhibe la marca alcanzada, prevé una dinámica del comercio que continuará siendo suave en comparación con los niveles anteriores a la crisis. Por otra parte, la dinámica del comercio mundial -indicador fundamental de la potencia/impotencia de la “globalización” y por tanto del estado de salud del “modelo neoliberal”- no puede desvincularse de las crecientes tensiones interestatales derivadas. El ascenso de tendencias nacionalistas en un mundo altamente “globalizado”, tiene múltiples manifestaciones como las paradojas flagrantes al interior de la Organización Mundial del Comercio. En su última reunión, mientras China pretendía el rol de “garante de la globalización” y el representante de Trump aparentaba retirar al país del “libre comercio global”, los representantes de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón se unían en un documento común atacando implícitamente a China con la pretendida misión de “fortalecer el compromiso por un comercio mundial parejo”. Las “cuestiones de la política” y aquellas de la economía aparecen estrechamente entrelazadas cuando se observa que la dinámica del comercio mundial se vincula muy de cerca con el movimiento de la inversión -otra de las variables fundamentales a observar- que constituye el componente del PBI que acapara la mayor parte de las importaciones.

Nuevamente el FMI acusa una tímida satisfacción proyectando un incremento de la inversión global. Sin embargo, la OCDE observa que si bien la inversión aumenta en la mayoría de las economías avanzadas, el repunte continúa siendo más débil que en el promedio de las recuperaciones previas. Según el organismo incluso si al conjunto de los países de la OCDE se les agrega China, Rusia, Brasil, Taipei, Hong kong, India, Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur, Sudáfrica, Tailandia y Vietnam e incluyendo los pronósticos favorables para 2018 y 2019, la intensidad de la inversión –relación entre el crecimiento de la inversión en capital fijo y el crecimiento del PBI- se mantiene por debajo del promedio global del largo período que se desarrolla entre 1987 y 2007. Considerando igual grupo de países, la OCDE destaca que el promedio de crecimiento de la inversión durante la recuperación de los años 2002/2007 -pos crisis 2001- se hallaba -inversamente a la situación actual- claramente por encima de aquella media. En un sentido similar resulta significativo confrontar la evolución de la inversión privada fija neta no residencial como porcentaje del PBI para el caso particular de Estados Unidos durante igual lapso respecto de la evolución de los años pos Lehman. De la comparación surge que mientras que en el período 1987-2007 la variable mostró un incremento promedio anual del 3,08%, creció apenas 1,86% entre 2008 y 2016 (construcción propia en base a datos del Bureau of Economics Analisys). Abordamos en diversas oportunidades la cuestión de la debilidad de la inversión como uno de los núcleos duros que fundamentan el estancamiento de largo plazo tras la convulsión de 2008/2009. También la OCDE considera la evolución de la inversión como una de las vulnerabilidades estructurales claves hacia el mediano plazo. El organismo prevé que en la economía mediana de la OCDE la inversión durante el bienio 2018/19 se sitúe cerca de un 15% por debajo del nivel necesario para garantizar que el stock de capital neto productivo aumente al mismo ritmo medio anual que durante el período 1990/2007. Repara también en dos factores particulares de tipo estructural que empeoran en asunto. Por un lado, los coeficientes de amortización se incrementaron desde aquellos años hasta la actualidad y en consecuencia son necesarias inversiones brutas mayores para obtener el mismo crecimiento neto del stock de capital. Por el otro las tasas de rentabilidad mínima requeridas para la inversión empresarial -en relación con los costos de capital invertido- se sitúan en niveles muy elevados. Aunque el FMI y la OCDE quieran ver el vaso medio lleno, lo encuentran demasiado vacío y no hallan más que un consuelo amargo en la episódica recuperación parcial de los flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) con destino a las “economías de mercados emergentes” y en particular hacia...China -país del que hablan con el desprecio que suele dispensar la burguesía hacia los “nuevos ricos”. Como conclusión la OCDE prevé para 2019 un crecimiento que sufrirá un descenso ligero en la mayoría de las principales economías a medida que comiencen a aparecer restricciones de capacidad asociadas en parte a un repunte de la inversión productiva inferior al necesario para reforzar el crecimiento del producto potencial. De modo tal que según la evaluación del organismo y en términos generales, los obstáculos estructurales de largo plazo superan en dinámica las condiciones cíclicas más favorables. Inevitablemente el tratamiento de la debilidad de la inversión conduce al análisis de la productividad como otra de las variables claves.

Productividad y geopolítica

Llegamos de algún modo al nudo de la cuestión. El crecimiento lento del capital productivo y del producto potencial deriva necesariamente en un estrecho incremento de la productividad del trabajo. Y precisamente uno de los lamentos más estridentes de los organismos internacionales se centra en esta debilidad. En el Compendio sobre indicadores de productividad 2017, la OCDE señala que la disminución en el incremento de la productividad del trabajo representa una característica común a todas las economías avanzadas de mayor tamaño así como que la tendencia de largo plazo sugiere que se trata de un movimiento que precede a la crisis en alrededor de una década. Por su parte y centrándose en los años pos Lehman, los informes de The Conference Board indican que la particular debilidad de la variable en términos globales durante los últimos años expresa los efectos persistentes de la crisis financiera y la lentitud con que las nuevas tecnologías se tradujeron en una mayor productividad.

Frente al discurso que agita la llegada de la “Tercera revolución industrial” o “La segunda era de las máquinas”, resulta significativo reparar en el estado de sorpresa escéptica expresado desde The Conference Board. De acuerdo con el análisis de la entidad, la disminución generalizada de la productividad desconcertó tanto a los economistas como a los líderes empresariales. Un extrañamiento que –según idéntica fuente- se incrementó a la luz de los acelerados cambios tecnológicos y la innovación particularmente en las tecnologías de la información y de la comunicación en las últimas décadas. Existe evidentemente una brecha reveladora entre desarrollo tecnológico y productividad explicada en gran parte por la debilidad de la inversión y la consecuente escasez de dinámica de la economía mundial. The Conference Board concluye que una multiplicidad de factores como la crisis económica y financiera de 2008/9 y la flexibilización monetaria que condujo a rendimientos relativamente bajos en la economía real –incentivando el destino de dinero hacia instrumentos financieros y propiedades inmobiliarias- juega un papel destacado en la desaceleración de la productividad. Vaya paradoja: la flexibilización monetaria como instrumento clave que permitió evitar una dinámica catastrófica tras Lehman, agudiza la “competencia” entre finanzas y producción a tal punto que deviene fuente esencial de la debilidad estratégica de la economía capitalista en su conjunto.

Según la entidad el raquitismo en el crecimiento de la productividad resultó particularmente pronunciado durante los últimos cuatro años, aunque durante 2017 se habría verificado una reversión. El incremento pronosticado del 1,9% de la productividad en 2017 en términos globales frente al 1,3% de los últimos dos años, se encuentra no obstante sujeto a una multiplicidad de limitantes. En primer lugar, si la productividad se mide en términos de cantidad de producto por trabajador –como lo hace The Conference Board- su incremento se deriva lógicamente del repunte relativo de la economía mundial en un escenario de escaso crecimiento de inversión de capital y baja creación de empleo. En segundo lugar, la mejora no logra siquiera retornar al estrecho nivel de 2,1% de 2014 que aún se mantenía alejado del 2,6% promedio del período 1999/2006 previo a la crisis (Productivity Brief 2015). En tercer lugar y en las economías centrales, la entidad asocia la mejoría no al factor tecnológico sino a causas coyunturales como el incremento cíclico de la demanda en Europa o a una disminución de la creación de empleo en Japón, Reino Unido o Estados Unidos –donde el crecimiento de la productividad aún se mantiene entre el 0,8 y el 1%, o sea por debajo del ya pobre nivel de 2013. Por último y de acuerdo con The Conference Board, el repunte de la productividad en 2017 queda fundamentalmente explicado por los “mercados emergentes” y en particular por el rol de las mayores economías como –nuevamente- China. Aún así la productividad en este último grupo de países que según la entidad se fortalece significativamente, continúa también muy por debajo de la línea de tendencia.

Permítasenos aquí lo que podría parecer una digresión hacia la “cuestión china” donde la productividad oficia –quizá de manera más prístina que otros escenarios- de conector entre economía, cuestiones militares y relaciones interestatales. Si la productividad crecía en China a un elevado 9,5% promedio anual entre 2007 y 2012, se desaceleró luego a alrededor del 7% entre 2013/14 hasta alcanzar el 4% en la actualidad. A pesar de la declinación, el crecimiento continúa siendo acelerado y en la apreciación de The Conference Board, resulta sólido y podría estar mejorando ligeramente. No obstante, la producción por persona empleada todavía equivalía a alrededor del 19% de la de Estados Unidos en 2015. Una distancia muy grande cuando el aumento de la productividad en China representa una cuestión cada vez más apremiante. Se trata de una economía muy intensiva en trabajo que –aunque paulatinamente- está perdiendo las ventajas de salarios baratos y de un mercado laboral abundante en el contexto de una dinámica global estancada. Como abordamos hace tiempo en Robótica, productividad y geopolítica, esta serie de elementos remite casi en espejo tanto a las necesidades de producción de distintos tipos de plusvalía como a las relaciones interestatales. En el plan político de Xi Jinping la incorporación de nueva tecnología ocupa un lugar estratégico en el que la frontera entre lo económico y lo militar se esfuma. El proyecto de la Ruta de la Seda conocido también como One Belt, one road –un cinturón, una carretera- quiere significar nada menos que China ansía llegar a África y a Europa tanto por tierra como por mar. Este proyecto incluye el desarrollo de la armada en la que se concentra gran parte de la tecnología y que –al menos como mensaje- expresa un giro desde una política militar defensiva –el ejército como fuerza privilegiada- a una de tipo ofensiva. En este contexto en el que la adopción de tecnología deviene un asunto vital tanto en el terreno económico como en el militar, en el simbólico como en el real, no es casual que la unidad entre Donald Trump, la Unión Europea y Japón se haya revigorizado al interior de OMC para condenar implícitamente a China por –entre otros asuntos- la exigencia de “transferencias tecnológicas forzadas”.

Tanto en las contradicciones del discurso de la “tercera revolución industrial” como en la dimensión geopolítica, la cuestión de la productividad emerge como síntoma fundamental de la imposibilidad de la economía capitalista de operar cambios significativos bajo las condiciones “normales” de las últimas cuatro décadas.

A modo de conclusión

Hasta los “tecno optimistas” más recalcitrantes aceptan que la economía mundial resulta víctima de una disminución en el crecimiento de la productividad, aunque prefieren achacarla “simplemente” a “la Gran Recesión y sus consecuencias” sugiriendo que “ponerse al día” puede llevar “hasta décadas” (Brynjolfson, E. y McAfee, A., La segunda era de las máquinas). En este escenario general y sin negar la pérdida actual de puestos de trabajo en determinados sectores y países, los pronósticos que auguran la eliminación masiva de empleos -como consecuencia de una nueva revolución tecnológica y no de un salto en la crisis económica mundial- están más cerca del relato que de la realidad.

Los actuales adelantos técnicos resultan sorprendentes, pero no son capaces de impulsar por sí mismos grandes mutaciones en la economía sin pasar por el “filtro” de una inversión de capital suficiente como para transformarlos en productividad del trabajo o nueva fuerza productiva. La combinación de inversión débil, productividad por debajo de los promedios históricos, pronóstico a mediano plazo de crecimiento económico mundial descendente y continuidad del lugar protagónico de la valorización financiera, no parecen estar augurando el advenimiento de una “revolución industrial” sino más bien años de debilidad endémica del capital. Un escenario en el que podrán sucederse modestas recuperaciones como la actual y nuevos episodios catastróficos.

Este es el contexto concreto e inmediato en el que hay que interpretar la miríada de ataques a trabajadores pasivos y activos -más allá de las condiciones de regresividad en las que el capitalismo podría absorber una eventual revolución tecnológica. La debilidad endémica actual del capital se traduce en una política de siembra sistemática del terror que busca abrir paso a una nueva avanzada sobre amplios sectores de trabajadores. En este contexto la contradicción entre discurso y acto resulta elocuente. A la inversa del relato de gran parte del Mainstream económico y tecnológico, las reformas previsionales y laborales en boga pretenden casualmente más trabajo (aumento de la edad de retiro o de la jornada laboral) y no menos, en condiciones de flexibilización creciente. Una suerte de contraofensiva del neoliberalismo senil carente de las grandes conquistas de su versión original.

En todo caso y volviendo a la relación entre tecnología y geopolítica, el estancamiento actual de la “empresa neoliberal” hace pensar que las condiciones para nuevas transformaciones económicas y revoluciones tecnológicas a gran escala no pueden desvincularse de las crecientes tensiones interestatales donde el elemento militar adopta una presencia creciente. Como desarrolla con lujo de detalles David Gordon en The rise and fall of American Growth, el elemento militar (la Segunda guerra mundial) cumplió un rol determinante en la transformación de los adelantos tecnológicos en potencia económica. Sin simplismos ni analogías forzadas, el lugar de la guerra como “el milagro económico que rescató a la economía americana del estancamiento secular de los años ’30” (Gordon, R., The rise and fall of American Growth) no puede resultar indiferente en el escenario actual. Se trata de un sitio que debe revisitarse y reinterpretarse a la luz de la dinámica de una realidad singularmente compleja en la que conviven estancamiento económico, avance tecnológico y la novedad contradictoria del ascenso de tendencias nacionalistas en un mundo profundamente “globalizado”.

 
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