Hace 4716 años un hombre llamado Nebra, cabeza y Faraón de la Segunda Dinastía, observaba desde su palacio a la luminosa ciudad de Menfis y sopesaba los años de su reinado. Hasta la llegada de sus abuelos al poder, dos reinos se desangraban en ambos extremos del río Nilo. Su familia los unió y levantó las primeras pirámides. La ubicación de la suya, cuidadosamente planificada a lo largo de sus 39 años de gobierno, le llevó muchísimo tiempo. Ahora la contempla en todo su esplendor. No se pregunta si alguna vez alguien ha levantado tal monumento, tal marca colosal de trascendencia. De Mesopotamia y Capadocia llegan noticias de reinos y reyezuelos, dinastías de una sola cabeza que parasitan el limo del Éufrates sin ceremonia ni belleza. Del Mar Mediterráneo poco sabe y menos le importa: los griegos vestirían decenas de otros nombres antes de empezar a ser nombrados como tales. Y el mundo todavía más al norte era una extensión incognita de bosques nunca vistos, habitados por centauros y otras bestias. Nebra, cabeza y Faraón de la Segunda Dinastía, se siente el hombre más rico y poderoso del mundo.
Pero el mundo es mucho, y mucho más grande que el largo del Nilo. Al este, más allá de los desiertos medos y las montañas afganas, del valle del Indo y el Himalaya, recorriendo caminos que entonces sólo recorrían los trashumantes pero a los que la Historia volverá nombrar, se llega a las Puertas de Jade. Por ellas se recorrerán las aldeas y ciudades que beben las aguas del río Huang He desde su nacimiento hasta su muerte en el Mar de Bohai. Dos de los siete millones de personas que (dicen que por entonces) habitan el mundo lo hacen en los márgenes de él. Todos ellos bajo la divina merced del Celeste Emperador. Años ha, cuando el río corcoveaba, los hombres debían huir a las montañas. Fue Si Wen Min, o Yu el Grande, quien les enseñara a domar las caudalosas aguas a los Han, el pueblo escogido, para que no perdieran sus cosechas sino que las multiplicaran en los arrozales.
Mientras los astrónomos del mundo eran magos que todavía dilucidaban los misterios del solsticio, los chinos documentaban y nombraban el paso de los cometas. Mientras ardía y se olvidaba a la orgullosa Troya, Confucio dictaba clases a la nobleza de Lou y a su alrededor florecía la literatura y la poesía y canciones que hoy todavía se cantan y se escuchan en las radios del país más antiguo de todos.
Si Wen Min, primero de los Xia, dictó el calendario lunar que marcaba el origen de su Casa y su reinado. Siglos después se le agregaron los animales y los elementos, que nos avisan que hoy arrancó el año 4716, el año del perro de tierra. Un año más que nace sin saber dónde queda la gran pirámide de Nebra, cabeza y Faraón de la Segunda Dinastía, que creyó que nunca sería olvidado.
La celebración porteña se hizo la semana pasada, contó con la participación de funcionarios de segunda línea. Y fueron pocos entre los asistentes los que cambiaron el almanaque.
Occidente, ombligo del mundo, construyó su historia de retazos, de adelante hacia atrás. Tuvo que explicarse a sí mismo antes de alcanzar el rendimiento calórico de los hornos chinos, cosa que logró recién en el siglo XVIII. Las fraguas orientales ardían con esa intensidad desde hacía mil años. Sin embargo en este duelo hay un quiebre: Occidente fue el primero de los dos en comprender que el vapor y la pólvora no eran juguetes para los hombres de ciencia y los alquimistas, sino los arietes con los que había que salir a devorarse al mundo.
Felicidad, bendiciones y abundancia, de parte de los perdedores de la carrera de velocidades de la Historia. Pero guarda que repuntan. Al fin y al cabo, estos 300 años de hegemonía universal del calendario gregoriano, son muy poquitos para confundirlos con la eternidad |