La figura de Prividera es disonante en el escenario de un ambiente cinematográfico nacional actual poco propenso a debatir profundamente sobre su propia práctica y, menos aún, de pensarse en el marco de la situación histórica, política y social que nos atraviesa. En “El país del cine” el autor evidencia esa falta y, como dice el prólogo de Eduardo Russo: “… se pregunta allí por qué filmar, para qué filmar, pero sobre todo ¿para quién filmar?”.
En el libro analizás, sin dejar de advertir que algunos te lo pueden reprochar, a los cineastas del Nuevo cine argentino (NCA) como parte de un colectivo ¿en qué sentido se lo puede ver así?
A mí me parece que es justamente uno de los puntos a problematizar. Lo que no podemos hacer es dejar de tratar de pensarlo como un colectivo, porque cada generación tiene sus marcas; deja sus marcas y a la vez es marcada por su época, con lo cual hay una dialéctica ahí. Claramente tiene que pasar un tiempo para vislumbrar cuál es esa marca. La dificultad para analizar lo contemporáneo es que uno no tiene la distancia, pero pasaron 20 años de los inicios del NCA y me parecía que era un tiempo que me permitía esbozar algunas hipótesis más fuertes, habida cuenta de que los primeros textos sobre el tema tienen sus años. El libro de FIPRESCI es del 2002, el de Aguilar “Otros mundos” es del 2005, y luego hubo algunas cosas, pero siempre siguiendo las líneas de estos. Lo que se dijo en esa época, es lo que se volvió a repetir. No hubo una revisión, como si todos esos años no hubieran aportado nada.
¿Cuáles serían las marcas generacionales que vos identificás?
Toda generalización es pasible de crítica y está bien. Pero uno puede ver ciertas marcas, tanto en esta generación como en las previas. Los rasgos tienen que ver con que, no casualmente, es una generación que aparece en los años ’90, con la carga que eso tiene, y que se hace mucho más visible a partir de la crisis del 2001. Creo que a ese marco no se le ha prestado la suficiente atención en términos de marca. No se le ha prestado atención, me parece, porque tanto los realizadores como los críticos que trabajaron sobre ellos, trataron de desmarcarse y pensarse por fuera de la época. Y eso es, justamente, la cuestión a revisar.
Vos hablás en el libro que los ’90 aparecen de algún modo, sobre todo en las primeras películas, aparecen en la marginalidad de algunos personajes y su aparición en pantalla tenía algo de revulsivo o de contestatario en esa época. Sin embargo, vos planteas que después el NCA tiene una dificultad de representar a las clases populares. ¿A qué le atribuís esa dificultad de representación?
Por un lado, para poner un ejemplo, uno puede pensar en una película fundacional como “Pizza, birra y faso” que fue revulsiva, en cierto modo, en los años ’90 porque mostraba lo que no se veía en ninguna parte, ni en la televisión. Después vino “Okupas” y todo eso, pero hasta ese momento esos personajes y esa realidad no tenían imagen ni palabra. Veinte años después, la volvemos a ver, y es una película completamente fijada en su época. Su valor estaba en mostrar aquello que nadie mostraba y en aquello a lo que se oponía. Pero de algún modo, hoy, también podemos decir que se ha avejentado; y que seguimos un poco en eso, sin dar un paso adelante.
¿Cuál sería ese paso?
Me parece que ese paso, que no se terminó de dar, es esa especie de auto-conciencia del propio lugar del realizador. Me parece que eso no se dió porque, como reacción al cine previo que es un cine con un sujeto y un modo propositivo fuerte (no solamente el de los ’70, sino sobre todo el de los ’80, que es la versión más degradada y derrotada de ese cine), el NCA lo impugna en los ’90, posmodernidad mediante. Esto, entonces, tiene una doble cara. Efectivamente la crítica estética era correcta en tanto ese cine había terminado cayendo en los vicios de un cine discursivo, donde los personajes eran maquetas, un cine muerto en cierto modo. Pero, en el medio de la posmodernidad, se dejó de lado la posibilidad de pensar en un sujeto fuerte y situado con un punto de vista más autoconsciente.
¿Cuando hablás de autoconsciencia, hacés referencia a la pertenencia de clase?
Autoconsciencia en todo sentido: de su clase, de su lugar dentro de la historia del cine argentino, en fin, desde todos los ángulos desde que uno pueda pensar la idea de la autoconsciencia. El cine argentino, como todo el cine latinoamericano y buena parte del cine del mundo, tiene una fuerte marca clasista, claramente es un cine de capas medias e incluso de capas altas. Con lo cual, lo que uno termina viendo en pantalla es una mirada de clase no consciente. Y hasta podemos ser conscientes recién cuando vemos ciertas miradas distintas, como el caso de Campusano, que se desmarca un poco del resto y deja en evidencia, por su soledad, todo aquello que ese otro cine no está mostrando. En Campusano no sólo hay un punto de vista distinto, sino que muestra toda una zona del Conurbano que no está en el cine argentino. Así como tampoco estaban esos personajes de “Pizza, birra y faso”. De algún modo hay como un salto y en el medio hubo distintas maneras de acercarse al “otro”, pero de un modo, a veces, entomológico o irónico. No una mirada cercana o desde adentro.
También miradas paternalistas
Sí, eso no es sólo de ahora. Ese paternalismo recorre la historia del cine argentino, desde sus inicios, de Manuel Romero en adelante. Es una marca fundacional que habría que analizar. Se podría hacer una historia del cine argentino tomando eso como eje: la visión de las clases populares a lo largo de la historia del cine argentino.
Vos marcás una excepción en el cine de Lucrecia Martel. Incluso hacés un juego de palabras tomando el título de su Opera Prima, comparándola con la de Lisandro Alonso: “Allá donde algunos ven la libertad otros encuentran la ciénaga.” Es como si Martel lograse, sin salir de su clase social, tener la autoconsciencia que vos reclamás.
Es que justamente no se trata de salirse de su clase social, porque nadie puede hacer eso, sino que se trata de ser autoconsciente y mostrarlo. Martel es el mejor ejemplo porque más que reflejar al “otro” de clase, sin hacerse cargo del propio punto de vista, cuando lo hace, lo hace en tensión con la propia clase. Es decir los “otros” no aparecen separadamente de ese “nosotros” que aparece en la película de Martel. Lo que aparece todo el tiempo es la tensión entre clases, en todas sus películas y de modo más fuerte en “La mujer sin cabeza”. Es, a su modo, una cineasta solitaria y en ese sentido marca y tensiona su propio contexto y su propio entorno. Muestra algo que falta en el resto. Hacerse cargo del lugar desde el que uno habla.
El cine de Martel es, como vos decís, un cine que logra dar cuenta muy profundamente del entramado social. Sin embargo, siento que el destinatario de ese cine es muy específico. Pienso en esto porque, cuando vos hacés, en “El país del cine”, la genealogía familiar del cine argentino, marcás la tensión, que se da sobre todo en los ’70, entre las vanguardias estéticas y las vanguardias políticas.
La relación entre estas dos vanguardias es un problema histórico. Cada época radicalizada quiso resolverlo y no lo logró. La unidad entre una vanguardia política y una artística, desde la revolución rusa en adelante, es un problema que surge en momentos de radicalidad. Es un problema irresuelto y creo que es difícil que se resuelva desde un área sola como la del arte, debería tener una resolución en lo social en general. Eso no significa que haya que aguardar esa resolución, hay que problematizarlo. Lo que me parece interesante de periodos como el de los ’60 o los 70, no son tanto sus soluciones, que pudieron ser tan erradas como las de cualquier época, sino la autoconsciencia y la necesidad de plantear ciertos problemas. Cuando Solanas y Getino hacen sus manifiestos y plantean la idea del “tercer cine” (y aunque hoy puede verse que, en el mejor de los casos, son soluciones ingenuas) lo interesante es que se planteaban la necesidad de pensar políticamente el cine. Lo que no significa, y ese es otro aprendizaje, que necesariamente haya que pensar en un cine militante. No, por lo menos, en los términos de plantear una suerte de estética, de deber ser tipo realismo socialista. De hecho, el realismo socialista fue la muerte de la vanguardia, y no sólo la muerte estética porque vino de la mano del stalinismo y de muertes reales.
En ese sentido, en uno de tus artículos, vos escribís que el cine debería “plantear un problema cuya solución tal vez se desconoce, pero cuya misma formulación interpele al espectador para que busque una respuesta por sí mismo” ¿Podés ampliar esa idea?
Esta es la gran lección de Brecht, no es algo nuevo. Ese es el punto: tratar de pensar que la necesidad de plantear una visión política, no implica necesariamente tener una mirada cerrada sobre una praxis abierta como tiene que ser la del arte o cualquier práctica. Lo otro lo conocemos y lo hemos vivido. En el momento en que se empiezan a imponer ciertas miradas oficiales estamos en problemas, sea cual sea ese oficialismo: el del partido, el del Estado e incluso el del mercado. El arte debería mantener como horizonte el poder ser cuestionador de todo. Por eso, es pensar más en la pregunta que en la respuesta, porque finalmente en términos dialécticos siempre va a haber preguntas nuevas, ninguna respuesta puede totalizar y llegar a una mirada cerrada y definitiva. Las grandes películas de la historia, han sido películas problemáticas.
Hay una apreciación que vos hacés en donde decís que Gleyzer con “Los traidores” pasó de hacer cine militante a hacer cine político ¿A qué te referís?
En realidad no deja de ser nunca o siempre está más cerca del cine militante. Hay un dicho que dice “La obra es más inteligente que el autor”. Me refiero a que si hay verdad en lo que uno está haciendo, y si uno está abierto a la realidad, eso va a dejar marcas más allá de su propia intención. La película de Gleyzer, con sus cosas buenas y las que no, tiene la potencia de una obra abierta. De hecho la obra se sobrepone a su propio final, del cual él luego se arrepiente. La película, es más que una oda a favor del asesinato político de los burócratas sindicales, es otra cosa. Incluso visto hoy a la distancia, es un retrato muy preciso de la época. Con toda la impronta documental que tiene Gleyzer, con la investigación profunda que realizó, con la utilización de diálogos reales. Es un fresco notable. Eso es lo que hace que una película sobreviva a su época.
Para dar otro ejemplo, vos ves “El acorazado Potemkim” y todo ha pasado: ya no existe más la URSS, todo lo que la película cuenta ha muerto, y sin embargo la película está viva. Está viva porque de algún modo está conectando no sólo con la época sino con cosas no resueltas, y están planteadas, más allá de sus propias determinaciones, con esa potencia que tiene el arte para abrir cuestiones. Por otro lado, ves películas, como podría ser el cine de propaganda, que ya no comunican, que están agotadas en su propia época y no tienen la capacidad de perturbarnos.
Volviendo a la genealogía, vos nombrás a la generación de los ’70 como los padres de los cineastas del NCA. Sin embargo podría pensarse que los padres son la generación de los ’80 a la cual los hijos se le han rebelado o, incluso, algunos pueden sentirse identificados con una de las generaciones de los ’60, con la cual vos mismo planteas nexos. ¿Por qué, entonces, vos afirmas esa genealogía con los cineastas de los ‘70?
Elegí eso porque es la generación negada. Es una generación problemática, conflictiva, y a la vez muy golpeada. Desde ya es más fácil ir a los abuelos o ir hacia lo que llamaría los tíos o hermanos mayores de los ’80, que focalizarse en esa generación. Yo le contesto directamente a una idea de Sergio Wolf, él planteó en un artículo que la generación del ’90 es una generación de huérfanos. A mí me parece una cosa un poco fuerte. Él lo usa como metáfora cuando, de hecho, hay muchos que son huérfanos literales. A la vez me parece falso, porque no se trata de huérfanos. Porque esa idea parecería expresar que surge ex nihilo, de la nada, del desierto. Pero no analiza ese desierto, o por qué se constituyó como desierto. Efectivamente puede haber algo de eso, pero hay que pensar por qué. Para decirlo brutalmente: si hay una generación de huérfanos es porque los padres fueron asesinados, o se exiliaron, o los padres renunciaron a sus ideales… El gesto mío en el libro es recuperar eso y religar algo que aparecía roto en los análisis, como si hubiera un quiebre generacional. Hay algo de comodidad de pensarlo de ese modo y no indagar en esa relación, porque muchos de esos conflictos, de esas cosas irresueltas en las generaciones del ’60 y del ’70 son parte de nuestra herencia.
Creo que uno de los valores del libro es tratar de pensarnos a partir de nuestra historia cinematográfica. A veces me da la sensación que algunos críticos o cineastas están muy atentos a Hollywood y otros, al mercado de festivales y fondos de financiamiento europeos.
Esto último que marcás es un fenómeno más nuevo, que se da a partir de una nueva división del trabajo o de una exacerbación de la vieja. El cine, casi desde sus inicios, fue un arte monopolizado por Hollywood. Al lado de ese monstruo, todo lo que queda puede verse como cine independiente, pero cuando uno lo ve más de cerca, no lo es tanto. Se ha formado una especie de sistema que cobija a ese tipo de cine pero que hace años viene fosilizándose en un establishment de fondos, festivales, críticas, donde se impone la mirada dominante en esos espacios. Cuando uno lo ve desde Latinoamérica, y en general esos espacios son europeos, lo que ve es la mirada eurocéntrica con la demanda de determinados tipo de imágenes de América Latina, de determinada puesta de escena y forma de ver el mundo, y de división del trabajo también. En general, a América Latina se la relega al salvajismo, al sudor y a las lágrimas, mientras que el pensamiento, la teoría, los grandes temas, quedarían para los “países civilizados”.
El libro es un modo de intervenir, no es que “es el libro que hacía falta”, sino más bien que el libro está denunciando que hacen falta otros libros, otras películas. Ese es el gesto.
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