Este artículo es una polémica con las elaboraciones de John Holloway y en particular con su libro “Cambiar el mundo sin tomar el poder” (2002), que resultó ser una de las elaboraciones referenciadas con el autonomismo y sus distintas expresiones políticas e intelectuales. Fue publicado originalmente en diciembre de 2003 en las páginas electrónicas de nuestra corriente internacional, la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional, y replicado también por otros sitios de izquierda. Lo recuperamos por tratarse de un debate que mantiene vigencia en muchos aspectos y hace a la estrategia y la política de la izquierda socialista.
Un examen crítico de las elaboraciones de John Holloway va más allá de un comentario tradicional de su libro “Cambiar el mundo sin tomar el poder”, y remite a una discusión sobre teoría política.
Esto se debe a que el libro citado, publicado en el año 2002, pretendió expresar y justificar teóricamente la práctica de un amplio sector de la izquierda que abarca desde los movimientos de desocupados en Argentina, hasta los zapatistas en nuestro país, pasando por los desobedienti italianos y un sector significativo del movimiento altermundista. Los postulados de “Cambiar el mundo” son incorporados (de forma similar a lo que sucede con la obra de Antonio Negri) al bagaje de esta “nueva izquierda”, que anuncia su rebelión contra el orden establecido y, de paso, contra las viejas ideologías, en las cuales incluye al marxismo. Como el lector verá, nuestra crítica se centra en los postulados expresados en “Cambiar el mundo…” a la luz de su propia dinámica interna, así como en relación con la experiencia histórica, la actual realidad y los caminos para la emancipación de la humanidad del yugo capitalista.
La propuesta teórica del autor se fundamenta en una crítica radical a la experiencia del “marxismo científico” del siglo XX, y en particular a su estrategia de tomar el poder. Holloway (JH desde ahora) sostiene que es posible destruir al capitalismo sin tomar el poder. Para ello considera que la sociedad contemporánea descansa en el control ejercido por el poder sobre todas las personas y los órdenes de la vida social, y que este poder, apropiándose del saber y de la creatividad humana, cruza todas las relaciones sociales, dando lugar a un sujeto fragmentado. El modelo teórico desplegado por el autor se centra en la primacía de las relaciones de dominación y en el proceso de fetichización de las relaciones sociales.
En el libro mencionado, su particular análisis del poder concluye en que “El Estado no es el lugar de poder que parece ser. Es sólo un elemento en el despedazamiento de las relaciones sociales... es un bastión contra el cambio, contra el flujo del hacer, la encarnación de la identidad” (página 116 – a partir de aquí, las páginas del libro estarán indicadas con paréntesis). El autor, después de condenar toda estrategia de lucha por el poder, por conducir a una inevitable reproducción de las relaciones de opresión, plantea que la lucha contra el orden establecido debe basarse, esencialmente, en comprender nuestra potencialidad en tanto creadores del poder. Estos son los postulados que analizaremos y discutiremos en las próximas páginas.
Disolución Antagonismos de clase y poder: una discusión sobre la anatomía del capitalismo
La propuesta teórica de JH tiene su basamento en una reinterpretación de los antagonismos en el capitalismo. El “antagonismo binario” esencial se establece entre el hacer (o “poder hacer”) y el “poder sobre”, bajo el cual “el flujo social se fractura... cuando algunas personas se apropian de la proyección más allá del hacer y comandan a otras para que ejecuten lo que ellas han concebido”. De tal forma “el poder hacer se convierte en el poder-sobre, en una relación de poder sobre los otros” (págs. 51 y ss). En la sociedad contemporánea esto cobra forma en “la afirmación del comando de otros sobre la base de la propiedad de lo hecho y en consecuencia de los medios de hacer”.
Siguiendo con esta línea, el autor afirma que “el antagonismo social no es en primer lugar un conflicto entre dos grupos de personas: es un conflicto entre la práctica social creativa y su negación o, en otras palabras, entre la humanidad y su negación, entre la trascendencia de los limites (creación) y la imposición de limites (definición)”(214), para después decir que “La naturaleza polar del antagonismo se refleja en una polarización de dos clases, pero el antagonismo es anterior a (y no consecutivo a) las clases: las clases se constituyen por medio del antagonismo”(215). Esta definición del antagonismo social tiene dos fundamentos.
I
En primer lugar, se fundamenta en una reinterpretación del proceso de fetichización y de alienación: “la separación de estos trabajadores (se refiere a los trabajadores industriales) respecto de los medios de producción es sólo una parte (aunque una parte central) de una separación más general entre sujeto y objeto, un distanciamiento más general de las personas respecto de la posibilidad de determinar su propia actividad... La separación del trabajador respecto de los medios de producción es parte de un proceso más general de desubjetivización del sujeto… de aquí que la producción de plusvalor no puede ser el punto de partida del análisis de la lucha de clases, simplemente porque la explotación implica una lucha, lógicamente previa, por convertir la creatividad en trabajo alienado, por definir ciertas actividades como productoras de valor” (216). Por ende, para Holloway “el trabajo alienado produce la clase pero el trabajo alienado presupone una clasificación previa” (217).
De acuerdo con esto, el autor busca el origen primigenio de la alienación en el “proceso más general de desubjetivización del sujeto”. El problema es que esto pone patas para arriba el asunto, ya que ¿dónde está el origen y la causa de este proceso por el cual se separa el “hacer” y lo “hecho” y se constituye un sujeto fetichizado? Para Holloway no está en la base económico-social (“en la forma en que los hombres producen”, según Marx), sino que se encuentra en la “fragmentación” del ser humano. Creemos que esto implica escapar de toda causalidad basada en el desarrollo histórico y caer en una explicación idealista y subjetiva de la alienación.
En un sentido general, es como resultado de la pobreza general de la sociedad y de la insuficiencia humana para dominar la naturaleza que aparece históricamente la alienación, que en la sociedad primitiva toma la forma de alienación social, religiosa e ideológica. [1] Este proceso de “alineación múltiple” da un salto con el desarrollo del modo de producción capitalista y el fetichismo de la mercancía. En Historia y Conciencia de clase afirma Lukács que “La separación entre los productores y sus medios de producción, la disolución y la fragmentación de todas las unidades productivas espontáneas, todos los presupuestos económicos sociales de la génesis del capitalismo actúan en ese sentido: en el sentido de poner relaciones racionalmente cosificadas en el lugar de las situaciones espontáneas que muestran sin rebozo las verdaderas relaciones humanas … La transformación de todos los objetos en mercancías, su cuantificación en valores de cambio fetichistas se convierte en un proceso intenso que opera sobre cada forma objetiva de la vida”. [2] Esto se ve, por ejemplo, en el arte y la cultura; bajo el capitalismo, los distintos aspectos de la alienación (religiosa, ideológica, política) son resignificados en torno al fetichismo de la mercancía. En tanto que las distintas formas de opresión, previas al capitalismo —como la opresión nacional o de género— son reformuladas en función de la lógica de acumulación capitalista. Lo que expresa la “separación más general entre sujeto y objeto” de la que habla Holloway, es que, en la moderna sociedad capitalista, el trabajador no es propietario del fruto de su propia actividad productiva. Mientras que el “distanciamiento más general de las personas respecto de la posibilidad de determinar su propia actividad” es el resultado de la expropiación de los medios materiales de la sociedad. Entonces, el primer error de Holloway es disolver el trabajo alienado en un “proceso de desubjetivización del sujeto”, explicando aquel por medio de éste, sin comprender que es al revés: la falta de control de los hombres sobre su actividad y su subordinación a las exigencias de la producción de mercancías, es el resultado de las relaciones de producción capitalistas, que se cuelan por toda la sociedad.
II
El segundo fundamento de la tesis del autor es su negación de la existencia de clases preconstituidas.
Para Holloway la clase se define según la “resistencia a ser clasificados”, esto es similar a quienes sostienen que el sujeto se constituye como un “evento”. La potencialidad de la clase trabajadora es así negada (apelando a argumentos como su “declive numérico”), en tanto que el antagonismo trabajo asalariado/capital es disuelto en el conflicto entre "poder" y "hacer", donde el “hacer” representa toda actividad humana, desde el trabajo asalariado hasta la elaboración intelectual o las labores domésticas.
Lo que corresponde es ver si el planteo de Holloway permite comprender la realidad. El punto es que su argumento referente al “declive numérico” de la clase obrera, choca con el hecho de que, en el caso de México, un país con gran población indígena y campesina, el peso cuantitativo del trabajo asalariado aumentó en las últimas décadas, más de 25 millones de personas están obligadas a vender su fuerza de trabajo y creció la proporción de trabajadores urbanos. A la vez, junto a los sectores que son productores de riqueza (los trabajadores industriales) han crecido los que garantizan la circulación de mercancías y por ende la realización del plusvalor, y se ha dado un proceso de “proletarización” de los trabajadores de servicios, transportes, finanzas y al aumento de su peso cualitativo. Aún si tomáramos en cuenta sólo al proletariado industrial, el proceso es más complejo de lo que el autor indica; en México se combinó un decrecimiento del peso de las ramas tradicionales de la producción —la siderurgia o la madera—, con un crecimiento explosivo del proletariado de la industria de exportación y las maquiladoras. Este desarrollo desigual y combinado también se vio a nivel internacional, con la emergencia, por ejemplo, de los poderosos proletariados del sudeste asiático. El punto es que la precarización y las transformaciones en la clase obrera no niega ni su importancia cuantitativa ni, lo que es más importante, su rol cualitativo en la sociedad actual, donde el centro nervioso es la producción y circulación de mercancías, concentrada en un puñado de grandes empresas, consorcios y monopolios. [3] Holloway, al partir de una consideración subjetiva (la clase se determina por su resistencia a ser clasificada), desarrolla un concepto —“el hacer”— que carece de valor para explicar las relaciones fundamentales en la estructura de la sociedad capitalista. La definición marxista, que considera que la función económica-social determina objetivamente el “ser clase” (clase en sí), permite explicar la dinámica social y establecer, a partir del antagonismo planteado objetivamente en la producción, cual es el rol potencial que las clases pueden jugar en la transformación revolucionaria de la sociedad, y el impacto de sus formas de lucha en este proceso.
Indefiniciones y ubicuidad La cuestión del sujeto “critico revolucionario”
Como adelantamos arriba, las sugerencias sociológicas de Holloway buscan justificar teóricamente su idea del “sujeto crítico-revolucionario”. Este nuevo sujeto —el antipoder— surge en torno al hacer, y se constituye en un enfrentamiento cotidiano con el poder. En este conflicto con el poder adquiere un carácter fragmentario y dislocado, y sólo es capaz de una acción negativa respecto al poder sobre. [4] Para Holloway este sujeto es ubicuo, surgiendo en múltiples antagonismos y resistencias contra el poder, y es indefinible a priori. Estos postulados son contrapuestos a las tesis marxistas sobre el rol de la clase obrera, que subestimarían y excluirían a las luchas protagonizadas por “las feministas, los antiglobal o los zapatistas”, que para el autor tienen un impacto similar, ya que “la capacidad para interrumpir la acumulación del capital no depende necesariamente del lugar que se ocupa en el proceso de producción” (218). De esta forma, la ortodoxia marxiana impediría “dar cuenta de la complejidad del mundo” y de “las cambiantes formas de conflicto social en los últimos años” (91).
I
Es equivocado suponer que los marxistas subestimamos la acción de los sectores no proletarios. Que estos pueden impactar sobre la dominación capitalista, lo enseñó el levantamiento de Chiapas. Esta acción abrió una crisis terminal del priato y demostró que no habrá segunda revolución sin el concurso de los indígenas y campesinos pobres, aliados imprescindibles —en México como en gran parte de América Latina— de la lucha por la revolución socialista.
Pero es también cierto que tareas como Abajo el mal gobierno, Abajo el TLC, la tierra es de quien la trabaja no podían ser resueltas sólo por el campesinado pobre, sino que requerían de la participación de la clase trabajadora. Ésta, concentrada en los centros neurálgicos del capitalismo, podía paralizar el edificio social hasta la caída revolucionaria del PRI y la instauración de un gobierno obrero y campesino. Bajo esa perspectiva, la alianza de obreros, campesinos e indígenas pobres era la vía para resolver las demandas de las mayorías rurales.
Holloway podrá respondernos que la clase obrera no actuó, y afirmar, como en su libro, “dónde está la clase trabajadora en apoyo del levantamiento zapatista” (91). Si las direcciones burocráticas maniataron al proletariado y lo sumieron en la pasividad, esto no niega su potencia objetiva ni que su acción, golpeando hasta derribar el priato, podía frenar el ataque que posteriormente se descargó contra las condiciones de vida de las masas. Podría pensarse que no había condiciones reales para avanzar en la unidad obrera y campesina. Pero la movilización de un millón de personas el 1º de mayo de 1995, mostró que sectores de la clase obrera se movían, y podían hacerse parte de la lucha contra el PRI. Si esto no se concretó fue por la acción de las direcciones reformistas que apostaron a la “transición pacífica a la democracia” y al PRD como alternativa en el campo burgués.
Esta negativa a incorporar en su reflexión la importancia de la acción obrera, lleva al autor a no comprender los límites de la situación post-levantamiento. Aún más, termina transformando los límites en virtudes, como cuando escribe que la devaluación y la “convulsión financiera mundial” fueron un efecto favorable de la acción del 1º de enero de 1994. Increíble definición que olvida que la devaluación fue un ataque al salario y a las condiciones de vida por parte de una burguesía que impuso su salida ante la inexistencia de una alternativa de los explotados.
En esta discusión podemos también incorporar la reflexión sobre la situación argentina, país donde las tesis de JH abrevaron en sectores de la izquierda autonomista. El 19 y 20 de diciembre del 2001 emergió un bloque social que abarcó desde los desempleados y las multitudes de hambrientos hasta las capas medias, mientras la mayoría de la clase trabajadora permaneció pasiva por la acción de sus direcciones sindicales. La idea de que “piquete y cacerola” era suficiente para enfrentar la catástrofe provocada por los gobiernos burgueses se mostró incorrecta. Aunque bastó para echar abajo al gobierno de De la Rúa, no pudo evitar la devaluación ni frenar la transición reaccionaria hacia las fraudulentas elecciones del 2003. La lección es que la burguesía tomó como ventaja la inacción de los sectores más concentrados del proletariado. Ante ello, las tesis de Holloway no podían brindar una respuesta alternativa. Y es que la llave para poner un “hasta aquí” a la ofensiva burguesa era la acción de la clase obrera, apelando a sus métodos de lucha y de organización, y encabezando al resto de los oprimidos, contra lo que conspiró tanto el ataque devaluatorio como la tregua decretada por las direcciones burocráticas. Esta perspectiva habría permitido superar las desigualdades de la situación y preparar el combate estratégico por un gobierno de los trabajadores y el pueblo.
II
Pero a Holloway no le preocupa las vías para superar los límites de la lucha de clases, ya que para él, el “sujeto crítico revolucionario”, en su fragmentación, está condenado a negar el capital con los ojos vendados, sin plan o programa preconcebido, y sin la capacidad de acceder a una conciencia de sus propios intereses históricos. Nuevamente, sus tesis son elaboradas en contrapunto con la supuesta pretensión marxista de alcanzar un sujeto “puro” y “emancipado”. Pero nuestra interpretación del marxismo es que es imposible alcanzar dicha “emancipación” en los marcos del capitalismo. Ernest Mandel lo planteaba correctamente cuando afirmaba que “Los trabajadores asalariados no pueden sobrevivir en la sociedad capitalista sin vender su fuerza de trabajo. No pueden iniciar su emancipación sin tratar de vender la única mercancía que poseen al mayor precio. Al hacer esto, y al usar el dinero del salario para comprar mercancías, se convierten en un elemento clave de la reproducción del modo de producción capitalista —esto es, de su propia explotación—”. “Este hecho —continúa Mandel— no puede dejar de tener ciertos efectos en su conciencia”. [5] Por ello, la “emancipación” plena, la liberación de las formas más agudas de alienación, sólo es posible en una sociedad comunista, sin clases.
Pero esto no niega —como lo niega Holloway— que la clase “en sí” pueda transformarse, en el sistema capitalista, en “clase para sí”. Y aquí está la discusión. Si el rol en la producción implica un importante grado de alienación, el antagonismo objetivo con los propietarios de los medios de producción fomenta una acción que puede ir desde el cuestionamiento a la cantidad de plusvalía apropiada hasta un ataque en regla a los pilares de la producción capitalista. Esto es el pilar de la dialéctica que se establece entre la condición obrera y la subjetividad (conciencia). Esta dialéctica se despliega a través de la acción política y la adopción de demandas transicionales que cuestionen progresivamente los cimientos del sistema capitalista. Mediante ello es que la clase reconoce sus intereses históricos y desarrolla formas de lucha y organización, de una forma en absoluto lineal, sino más bien compleja y contradictoria, donde la subjetividad tiende a estar por detrás de la propia acción de la clase.
El yerro de Holloway está en que absolutiza la fragmentación del sujeto y borra de un plumazo la esfera de la acción política. Ésta es la mediación que permite superar los efectos disgregadores y alienantes del capital y el desarrollo de una subjetividad proletaria que, en sus fases más avanzadas, se expresa en la independencia política, el desarrollo de organismos de frente único y democracia directa, y el surgimiento y la maduración del partido revolucionario. Ejemplo de esta capacidad fueron los soviets rusos, las coordinadoras o cordones industriales en los 70 en Argentina y Chile, o a un nivel más incipiente, los sindicatos independientes en México en los 50 y 70. En la actualidad, viniendo desde muy atrás, expresan esta tendencia la aparición de nuevas formas de subjetividad en las fábricas ocupadas de Argentina o la experiencia de las juntas vecinales en Bolivia. [6]
Pero si el “sujeto crítico revolucionario” está fragmentado y es incapaz de comprender sus intereses históricos ¿donde está la posibilidad de la revolución? En la dependencia del capital respecto al trabajo alineado (“los sin poder somos todopoderosos”) responde Holloway, y en la oposición constante a ser dominado. Después de negar el antagonismo objetivo que sienta las condiciones de la revolución y la necesidad de una estrategia política, el autor cae en un voluntarismo disfrazado de comunismo: “la revolución es posible si sólo nos negamos a continuar siendo dominados”. Pero si esta posibilidad no se concreta, para Holloway no se debe a “la falsa conciencia, falta de hegemonía, ideología o las traiciones”, sino que afirma “por qué la revolución no se ha hecho no es un problema de ellos sino el problema de un nosotros fragmentado.” (93). Esta respuesta no es solo un círculo sin salida, una verdadera tautología, sino que, además, los factores que actúan en el terreno político —como las direcciones políticas y sindicales— y obstaculizan el desarrollo de una subjetividad revolucionaria, son disculpados para la historia.
III
Para terminar este apartado, es necesario preguntarnos, de donde surge esta teoría. La misma refleja el fuerte impacto que ejerció, sobre sectores de la intelectualidad y la vanguardia juvenil, la baja acción del proletariado desde los 90 y su aún más baja conciencia de clase, así como la desilusión ante la forma contradictoria en que cayeron los regímenes estalinistas en la ex URSS y Europa del Este. A la vez, acontecimientos como la rebelión chiapaneca y el surgimiento de un movimiento antiglobal que en su mayoría no está ligado estructuralmente a la producción capitalista, propició la emergencia de nuevas teorías que buscan explicar las “cambiantes formas de conflicto social en los últimos años”.
Pero la reciente realidad es más compleja de lo que el autor considera. Y la abstracción que permea “Cambiar el mundo…”, donde son escasas y poco fundamentadas las referencias a la lucha de clases actual, es consecuencia del choque de sus postulados teóricos (“dónde está la clase trabajadora en apoyo del levantamiento zapatista, como podemos hablar de revolución de la clase trabajadora cuando esta está en declive numéricamente”) con una compleja realidad que ya está planteando nuevos problemas que su “teoría de la revuelta” no puede responder.
Si la acción del proletariado y su subjetividad están en los niveles más bajos de las últimas décadas, inicia un lento y tortuoso proceso de recomposición, como se ha mostrado en Argentina, algunos países de Europa Occidental y, más recientemente, Bolivia. Esto no será un proceso fácil y probablemente implique nuevas derrotas y fracasos, en un camino que esperamos permita superar los efectos del estalinismo y reconstituir una nueva subjetividad revolucionaria. Para nosotros se trata es de formular una estrategia política que, a partir de los avances de la lucha de los explotados y oprimidos, permita superar el retraso de la acción del proletariado, y abrir una etapa histórica de nuevas revoluciones acaudilladas por la clase obrera.
El fin del estado La desaparición de la esfera de lo político
Como dijimos al inicio, la apuesta fuerte del autor es probar que la raíz del fracaso del marxismo [7] estuvo en la estrategia de tomar el poder. La visión instrumentalista que JH le atribuye a los marxistas, entendía al Estado como autónomo de las relaciones de poder y capaz de fungir en beneficio de los oprimidos.
Basándose en su tesis sobre el “poder hacer” y el “poder sobre”, escribe que “no se puede tomar el poder por la simple razón de que el poder no es algo que persona alguna o institución en particular posean... reside más bien en la fragmentación de las relaciones sociales. Ésta es una fragmentación material que tiene su núcleo en la separación constantemente repetida de lo hecho respecto del hacer, que implica la mediación real de las relaciones sociales por medio de las cosas... En el pensamiento y en la práctica, el cálido entrelazarse del hacer, los amores, los odios y los anhelos que nos constituyen se despedazan en una inmensidad de identidades, en una inmensidad de átomos fríos de existencia, cada uno de los cuales permanece por su lado. El poder-sobre, eso que hace que nuestro grito retumbe con resonancia sorda, eso que hace que el cambio radical sea hasta difícil de concebir, reside en este despedazamiento, en la identificación” (116). De tal forma, “la única manera en la que hoy puede imaginarse la revolución es como la disolución del poder, no su conquista”. A continuación analizaremos y criticaremos progresivamente los distintos supuestos de esta teoría.
I
La inexistencia del Estado o la negación de la realidad. Las teorías que minimizan el rol del Estado como órgano de dominación de clase en pos de la emergencia de un poder global se confrontaron, en los últimos dos años, a una convulsiva realidad internacional. [8] La cruzada “antiterrorista” de los EE.UU. y la oleada represiva al interior de sus fronteras, cuestionaron la tesis que sostiene que el poder “está en todos lados” y que “el Estado no es lo que parece ser”. El Estado —no cualquier estado, sino el estado burgués imperialista— se reveló una vez más como un instrumento de rapiña al servicio de la clase dominante. Se mostró que el poder no está en todos lados, sino concentrado en las instituciones de la “democracia” imperialista, donde demócratas y republicanos son los personeros de las grandes transnacionales y en el neoconservadurismo de Bush. Sin duda, ha habido una transformación en los mecanismos de dominación estatal y hay que dar cuenta de ello, pero eso es muy distinto a descubrir la agonía del estado nación, ¡después de la guerra de Irak y las disputas interimperialistas en el Consejo de Seguridad!
También en una semicolonia como México estas tesis corren parecida suerte. ¿Cuál es el rol del estado sino conducir la semicolonización y subordinación al imperialismo yankee utilizando las instituciones “democráticas” con el resguardo atento de sus fuerzas armadas? ¿Quién, sino es el estado, es el responsable, de la militarización y la represión que sufren las comunidades indígenas por parte del ejército y las guardias blancas?
Desde nuestro punto de vista, estos postulados son un paso lógico en la teoría presentada por Holloway: luego de disolver las relaciones de explotación en la separación constante entre “el hacer” y “lo hecho” y de barrer las determinaciones de la estructura económica-social sobre el edificio capitalista, concluye anulando la superestructura política y los instrumentos de dominación de una clase en el océano de las relaciones sociales fragmentadas. Creemos que sólo estableciendo con claridad el lugar de las instituciones de dominación burguesa puede desarrollarse (y tener sentido) una estrategia comunista y revolucionaria.
II
Antipoder y poder alternativo. Si no se trata de tomar el poder, el camino de la emancipación transita por la disolución del poder mediante la construcción de un antipoder; como plantea en un artículo publicado en la revista Rebeldía: “¿es posible construir otras formas de hacer dentro del capitalismo? ¿Es realmente posible crear y extender espacios de dignidad a tal punto que destruyan al capitalismo y creen una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad?”. Y luego plantea: “Las luchas que dicen No van muchas veces más allá que eso. En el proceso mismo de luchar contra el capital, se crean otras relaciones sociales… cuando las fábricas cierran [en Argentina, N. del A.] los obreros no están simplemente protestando sino ocupándolas para producir cosas que se necesitan”, [9] citando como ejemplos la lucha de los estudiantes de la UNAM, de los zapatistas, los “globalifóbicos”, las Asambleas populares de Argentina. Como otros autonomistas, Holloway encontró en estos nuevos elementos de subjetividad una validación de la estrategia de construir “espacios de dignidad” dentro del sistema capitalista, como parte de un proceso acumulativo que llevara a su destrucción sin que medie la toma del poder.
El primer error de ello es pretender que estas “islas de dignidad” pueden sustraerse del influjo de las leyes de la sociedad capitalista (como la ley del valor), mediante el autoconsumo y el trueque. En relación a Argentina, un artículo planteaba “en fábricas como Zanón la que marca el pulso de la “autoproducción” no es el autoconsumo, sino la demanda del mercado, los costos de producción, la renovación de maquinaria, el precio de las materias primas, es decir el mercado capitalista. De modo que aunque un grado mayor de libertad, de autoconciencia y de desalienación están presentes en estas luchas ejemplares, ellas dependen por entero del proceso que se da fuera de la fábrica.” [10] Si hablamos de México, la instauración de las Juntas de Buen Gobierno, aunque en las zonas autónomas mediatice determinados aspectos de las relaciones capitalistas, es imposible sustraerlas a la influencia del mercado. Y es que el intercambio de mercancías con el “exterior” y la búsqueda de una mayor productividad del trabajo requieren de la relación con la ciudad y la gran industria, sin la cual la economía campesina quedará condenada al atraso y no podrá acceder a los adelantos tecnológicos.
Si no es posible la autarquía, ¿entonces qué? ¿Acaso negamos que estas experiencias sean un paso adelante en la lucha anticapitalista? De ninguna forma. Las comunidades autónomas muestran que los pueblos originarios pueden darse el autogobierno y que exigen decidir colectivamente su destino. Las fábricas ocupadas enseñan que los trabajadores pueden organizar la producción sin el imperio de los patrones, y desnuda el carácter parasitario del burgués. Lo que la incapacidad de un desarrollo autárquico plantea es que la emancipación solo puede darse a través de generalizar estas experiencias, adoptar una perspectiva que ataque los centros de dominación capitalista, e instituir un nuevo poder de los explotados y oprimidos.
En el caso de Argentina (junto con Bolivia, el caso más avanzado de la lucha de clases en los últimos años), los nuevos organismos y formas de autodeterminación que surgieron en el 2002 como ejercicio de autoactividad y decisión democrática, señalaron las vías de un nuevo poder de los explotados y oprimidos, en oposición al poder de los explotadores. [11] La perspectiva no puede ser la coexistencia con el poder de los explotadores; [12] no sólo porque éste buscará cooptarlos y liquidarlos, sino porque la perspectiva de la autodeterminación requiere de la incorporación de los sectores más concentrados de la clase obrera, y el control de los principales resortes de la economía de la sociedad. De esta manera, una autodeterminación y una democracia directa real sólo son concebibles en relación con la lucha por el poder político. ¿De qué otra forma hacer real la auto actividad de las masas, y evitar que sea truncada su potencialidad, si no es expropiando a los expropiadores? ¿Cómo generalizar al conjunto de la economía y llevar a un nivel superior lo que plantea el control obrero en las fábricas ocupadas, la capacidad de los productores y la prescindibilidad de los capitalistas? [13]
Si la política es en gran medida economía concentrada, la toma del poder político es crucial para poner la economía al servicio de los productores, a través de la expropiación de los expropiadores, del fin de la propiedad privada de los medios de producción y del establecimiento de un plan económico en beneficio de las masas desposeídas.
En contraposición a esto, la no lucha por el poder (erigida en estrategia) perpetúa la dominación capitalista. En tanto la burguesía monopolice el poder político en Argentina y concentra los resortes de la economía en sus manos, en tanto la clase obrera no pone su fuerza en la escena política ni multiplica el ejemplo de Zanón y Brukman en los sectores más concentrados del proletariado, las masas continuarán sufriendo la acción destructiva de la crisis capitalista. La no lucha por el poder, con sus propuestas de “conectar los proyectos alternativos” mediante el trueque y los proyectos autogestionarios, es impotente para cuestionar el orden establecido.
Como dijimos previamente, Holloway supone erróneamente que la destrucción del capitalismo se dará en un proceso gradual y evolutivo. Pero si se trata de un proceso brusco y violento, es porque la emancipación económica depende de la emancipación política, que implica arrancarle el poder a la clase dominante mediante los métodos de la guerra civil. La historia muestra la tendencia al enfrentamiento agudo entre explotados y los explotadores, como enseñan los procesos latinoamericanos en los 60 y 70, la revolución mexicana en 1910-17, o los recientes sucesos en Bolivia. Resolver a favor de los explotados la guerra civil requiere de la existencia de un partido revolucionario que agrupe a los sectores más conscientes de la clase trabajadora, y que sea capaz de preparar la insurrección que arranque el poder a los explotadores en favor de los organismos de la clase obrera y sus aliados. [14]
“Estatismo marxista” y marxismo Las tergiversaciones de Holloway
I
Holloway busca un argumento de autoridad para su teoría en la supuesta oposición existente entre Marx y sus continuadores. La dialéctica “negativa” fundada por el primero (que “busca mostrar la no realidad del mundo”), es contrapuesta a un “marxismo científico”, identificado con Engels, Trotsky y Lenin. Este marxismo habría buscado un status de “ciencia positiva”, que políticamente se expresó en la búsqueda del poder político, en lugar de negar el poder establecido y proponer la construcción de un “antipoder”.
Pero esta supuesta contraposición no es probada mediante ninguna referencia a lo escrito por Marx sobre el tema, algo esperable si se pretende abrevar en las tesis del fundador del socialismo científico. En ese sentido sería interesante conocer la opinión del autor respecto a la idea que acompañó a Marx durante su vida política madura, y que resumió en el planteo de que “como los poseedores del suelo y del capital se aprovechan siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos y mantener sujeto al trabajo, la conquista del poder político es el gran deber del proletariado”.
Esta tergiversación oculta la existencia de una corriente marxista no instrumentalista que arranca con Marx y se plantea la lucha por el poder político. Se pretende igualar a esta corriente, representada en el siglo XX por el ala marxista revolucionaria de la II Internacional, y luego de ello por los fundadores de la III y la IV Internacional, con los partidos socialdemócratas y los partidos comunistas estalinizados. Holloway considera que hay una sustancia común al conjunto del “marxismo del siglo XX”: ser portadores de “la noción de instrumento (que) implica que la relación entre el estado y la clase capitalista es externa: como un martillo, la clase capitalista manipula ahora al estado según sus propios intereses; después de la revolución este será manipulado por la clase trabajadora según sus propios intereses” (pág. 30 y ss., subrayado nuestro). Pero esto no se sostiene seriamente. Sin duda, dichos partidos justificaron su accionar mediante postulados instrumentalistas respecto al estado, convirtiéndose en administradores del estado capitalista (como el caso del Labour Party, la socialdemocracia francesa o alemana) y participando en gobiernos de colaboración de clases con la burguesía y traicionando el movimiento de la clase obrera y sus aliados (como el estalinismo en Chile de 1973 o en Portugal de 1974), cuya continuidad es la práctica actual de los partidos comunistas reciclados, al estilo del PCCh o Refundazione Comunista de Italia. Pero la práctica desarrollada por las organizaciones lideradas por los referentes más importantes del marxismo revolucionario del siglo XX, como Lenin, Trotsky o Rosa Luxemburgo, fue opuesta por el vértice. Trotsky expresaba esto cuando afirmaba que “La democracia ideada por la burguesía no es, como pensaron Bernstein y Kautsky, un saco vacío que se puede llenar indiferentemente con cualquier clase de contenido”.
La confusión entre las concepciones de las corrientes reformistas y revolucionarias busca echa el agua sucia con el niño adentro, desechando todo el marxismo del siglo XX y validando las propias concepciones semianarquistas del autor.
II
Holloway cuestiona al “estatismo” marxista por pretender conservar un estado que es un “bastión contra el cambio, contra el flujo del hacer”, siempre e independientemente de la clase que detente el poder político. En relación a esto, hay que aclarar que, para el marxismo revolucionario, la lucha por el poder no buscaba conservar el viejo estado burgués y su maquinaria burocrática, sino destruirlo y construir un estado obrero de nuevo tipo, basado en la democracia de las mayorías, quienes debían tomar en sus manos las principales decisiones económicas y políticas (el estado tipo Comuna de Paris según lo definió Lenin). Esta perspectiva creemos que mantiene, en sus trazos centrales, su vigencia. En México no puede concebirse una segunda revolución triunfante sin poner en pie un nuevo poder basado en los organismos de autodeterminación de las masas. Éste deberá asegurar la expropiación económica de las 14 grandes familias y de la clase burguesa, realizando una radical reforma agraria, socializando la producción, las finanzas y el cambio. Al revés del México actual, cuya estructura económica fue moldeada por las necesidades de las transnacionales y el gobierno norteamericano, los consejos de obreros y campesinos tendrán la oportunidad de planificar democráticamente la economía, en función de las necesidades de las grandes mayorías. El nuevo poder tendrá que preservar la dominación de la clase obrera y sus aliados contra los seguros intentos de restauración de las fuerzas burguesas, ejerciendo una dictadura de clase sobre las clases enemigas. A la vez, el imperialismo no tolerará un poder revolucionario en su frontera sur, capaz de propagar un incendio a través de la frontera. Justamente por ello, es utópica cualquier perspectiva que niegue la necesidad de tomar el poder y poner en pie un instrumento estatal al servicio de los explotados y oprimidos.
Esto nos conduce a un segundo aspecto. En su libro, Holloway olvida decir que, para el marxismo, el estado obrero es transitorio y destinado a extinguirse. Esto significa que no puede simplemente abolirse por un simple acto de voluntad, ya que sus bases materiales sólo se superan mediante el triunfo de la revolución a escala internacional. La expropiación de los medios de producción en los principales países avanzados permitirá que las internacionalizadas fuerzas productivas estén al servicio de la humanidad, acabando con la escasez y transitando el camino para hacer efectivo “de cada quien, según sus posibilidades, a cada quién según sus necesidades”, con la consiguiente extinción de toda organización estatal y el advenimiento de una sociedad comunista. Si esta es la perspectiva estratégica, es verdad también que, como comprendieron Lenin y Trotsky, el inicio del ciclo de la revolución proletaria en los países atrasados (y el que la revolución no se diera simultáneamente en los países más avanzados) inauguraba un periodo histórico de transición entre el capitalismo y el comunismo, donde coexistirían el Estado obrero y el sistema multiestatal imperialista. Esta praxis internacionalista es opuesta por el vértice a la práctica de la burocracia estalinista.
En tercer lugar, Holloway sostiene que la lucha por el poder estatal implica que “cada estado es el centro de su propio mundo y se torna posible concebir una revolución nacional y ver al estado como el motor del cambio radical de ’su’ sociedad” (31 y 32). En otras palabras, luchar por una revolución social en los marcos de las fronteras del estado es vulgar nacionalismo. Aquí se revela la profunda incomprensión, por parte de Holloway, de la dialéctica que existe entre una revolución que inicia en un país y la revolución socialista internacional. Esta dialéctica tiene bases objetivas; la combinación de un sistema de estados nacionales, centros neurálgicos del capitalismo, con la internacionalización de la economía y la madurez de las condiciones para el socialismo a nivel internacional.
De esto se deriva, no sólo que la revolución comienza a escala nacional y concluye a nivel internacional, sino también un desarrollo desigual de las contradicciones políticas, económicas y sociales, que se expresa en la aparición de “eslabones débiles” donde puede iniciar con mayor facilidad las primeras fases de la revolución socialista internacional (como fue en Rusia en 1917). [15]
III
Uno de los principales cuestionamientos de Holloway es la idea de que la lucha por “tomar el poder para cambiar el mundo” causó la repetición de los vicios del poder en los “movimientos revolucionarios”. Esta idea, común al autonomismo y al anarquismo, se basa en una interpretación errada de la burocratización de la ex Unión Soviética, cuya responsabilidad es adjudicada al bolchevismo.
Hoy, en un panorama de desprestigio del marxismo, hay que explicar el proyecto comunista y su derrotero, cuya máxima expresión fue la revolución bolchevique de 1917. El fin —el triunfo de la revolución mundial—, imponía los medios, un estado obrero revolucionario basado en la participación democrática de las grandes mayorías. El partido revolucionario era concebido como una organización basada en la más amplia discusión y participación de sus integrantes. La degeneración estalinista fue su negación. El origen de la casta burocrática tiene bases objetivas y subjetivas, planteadas por Trotsky y la oposición de izquierda en un análisis que no ha sido superado. [16] Si al inicio de la revolución los administradores y funcionarios del naciente estado obrero, estaban al servicio de este, al ser liberada de toda fiscalización utilizaron sus lugares para invertir esta relación. [17]
Los bolcheviques no fueron inmunes a esto. Absorbiendo muchas de las funciones del estado (contra lo cual había advertido Lenin), las tendencias a la burocratización se expresaron en el partido. Stalin, secretario general y jefe de las “oficinas” del partido, se convirtió en el conspicuo representante de los conservadores intereses de la nueva burocracia. La dictadura del proletariado, concebida bajo la forma de la democracia y la autonomía obrera, tomó la forma particular de una dictadura bonapartista y burocrática.
En sus últimos años, Lenin inició una batalla contra los primeros indicios de la burocratización; el nada tenía en común con la idea de un “estado socialista”, y alertaba contra los excesos del nuevo estado obrero, proponiendo medidas de democracia proletaria. Luego de su muerte, Trotsky, construirá la oposición de izquierda, que continuará la lucha de Lenin, proponiendo un curso alternativo basado en la democratización del estado obrero y del partido y en un internacionalismo socialista. Como atestigua su programa y su acción, su lucha estuvo muy lejos de obedecer a la ambición de “el poder por el poder mismo”, como le gusta pensar a Holloway. La causa de la degeneración de la revolución rusa no fue un estigma innato derivado de la lucha por el poder, sino que tuvo bases objetivas en el retraso de la revolución mundial y en el triunfo de la contrarrevolución al interior del estado obrero.
Como mostró esta experiencia, no hay antídoto infalible para la burocratización. Pero no hay otra perspectiva para resolver las penurias de las grandes mayorías que arrancar el poder a los explotadores; el mejor camino para alejar la degeneración burocrática y garantizar el carácter revolucionario del estado obrero es la participación democrática de las masas insurrectas en todos los órdenes de la vida económica y política, aunado a una estrategia que conciba la revolución como un proceso que culmina con la derrota del capitalismo mundial.
Esto sólo se logrará si, previamente a la toma del poder, hay un ejercicio previo a través de los organismos de autodeterminación y democracia directa. Estos no serán órganos consultivos o decorativos (como en la URSS, China o Cuba) sino la base de un nuevo estado, mediante los que se avanzará en una planificación democrática de la economía, la cual tendrá que tomar en cuenta las necesidades del estado obrero —como incrementar la productividad del trabajo—, junto con la reducción del tiempo laboral en interés de los productores. Esa vía preparará el terreno de una sociedad sin clases y emancipar la creatividad humana.
El autor, en consonancia con su teoría del sujeto fragmentado, niega que la clase obrera pueda desarrollar un proyecto de sociedad alternativa. Sin embargo, definir como norte de la actividad teórico-practica la lucha por una sociedad comunista, es tan posible como crucial, para avanzar en la autoemancipación y la organización consciente del proletariado, como el punto más alto de una subjetividad revolucionaria. Antonio Gramsci planteaba hace muchas décadas, “Hoy las comisiones internas limitan el poder del capitalista en la fábrica y cumplen funciones de arbitraje y disciplina. Desarrolladas y enriquecidas, tendrán que ser mañana los órganos del poder proletario que sustituirá al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y de administración” y continuaba “El que quiera el fin, tiene que quiere también los medios. La dictadura del proletariado es la instauración de un nuevo estado, típicamente proletario, en el cual confluyan las experiencias institucionales de la clase obrera, en el cual la vida social de la clase obrera y campesina se conviertan en sistema general y fuertemente organizado”. [18] En estas y otras referencias —como la historia de las revoluciones del siglo XX, que dio innumerables y variadas formas de autoorganización, desde los comités de fábricas hasta los soviets rusos y la Comuna de Morelos en México— tenemos un punto de partida para pensar el proyecto de la sociedad comunista del futuro, el cual se nutrirá de la experiencia real de la lucha de clases en el nuevo periodo histórico que se abre.
En esta perspectiva es fundamental el desarrollo combinado de la lucha de clases y la maduración de un partido revolucionario en lucha por la sociedad comunista. La acción revolucionaria del proletariado es crítica y negativa en tanto cuestiona la eternidad de la sociedad capitalista y de la propiedad privada. Pero es también “positiva” en el sentido que propone la lucha por una sociedad comunista de productores libremente asociados, algo que sostuvieron desde Marx hasta sus más grandes seguidores, como Lenin, Trotsky o Gramsci. [19]
Uno de los mayores efectos de la ofensiva ideológica y política burguesa no es, como piensa Holloway “la lucha por el poder y la reproducción de sus vicios”, sino la idea de que no es posible luchar por una sociedad alternativa, idea que el autor difunde. Una de las tareas fundamentales de los socialistas revolucionarios es propagandizar, entre la vanguardia obrera y juvenil, la sociedad por la cual merece organizarse y luchar, para iniciar la verdadera historia de la humanidad y dejar atrás la prehistoria de explotación y opresión de clases.
Anexo Dialéctica y certidumbres - lindando con el posmodernismo
En su libro, Holloway critica los postulados filosóficos de la vertiente marxista inaugurada (supuestamente) por Engels y continuado en el siglo XX, y discute en torno a qué es lo que define a una ciencia crítica o revolucionaria, afirmando que para Marx, la ciencia es negativa: “la verdad de la ciencia es la negación de la no verdad de las falsas apariencias.”, en tanto que con Engels “el concepto de ciencia pasa de negativo a positivo” (177 y ss).
Ante ello, para el autor “el objetivo no es comprender la realidad sino comprender (y por medio de la comprensión, intensificar) sus contradicciones como parte de la lucha por cambiar el mundo” (177). La dialéctica se transforma en “la razón de la revuelta”. Los argumentos de Holloway plantean varios problemas políticos y epistemológicos.
En primer lugar: “¿Quién tiene el conocimiento correcto y como lo obtuvo?” (182), esto es ¿quién o qué suministra carácter de verdad? El autor sostiene la imposibilidad de acceder al conocimiento de la realidad. Como afirma al final del capítulo VII, “Si se toma al fetichismo como punto de partida, entonces el concepto de ciencia sólo puede ser negativo, crítico y autocrítico. Si las relaciones sociales existen en la forma de relaciones entre cosas, es imposible decir “tengo conocimiento de la realidad”, simplemente porque las categorías por medio de las cuales uno la aprehende, son categorías históricamente específicas que son parte de esa realidad”.
En segundo término, Holloway afirma que el “positivista marxismo científico” transformó la dialéctica en “una ley natural”: la “conceptualización de la naturaleza y de la sociedad como existiendo en constante movimiento”, que “comprende el movimiento objetivo de la naturaleza y la sociedad, independiente del sujeto”. Este esquema supondría, según él, que “la sociedad se desarrolla de acuerdo a leyes objetivas”. Y se pregunta “¿cuál es el papel de la lucha? ¿Están los que simplemente luchan cumpliendo con un destino que no controlan?”(183), cuestionando así lo que sería (para él) una visión errónea que separa lo objetivo de lo subjetivo.
I
El planteo base de Holloway (sostener que para Marx la ciencia era “la negación de la no realidad de las apariencias”) intenta fundamentar que el conocimiento sólo puede ser fragmentario, negativo y contestatario.
En El Capital, Marx explicó que “toda ciencia estaría de más si la forma de manifestarse las cosas y la esencia de éstas coincidiesen directamente”. [20] De esta forma, la ciencia es necesaria no sólo para descubrir la esencia que subyace tras la apariencia (lo que Holloway llamaría “la negación de la no verdad de las falsas apariencias”), sino para encontrar las mediaciones entre la esencia y la forma en que se nos aparecen, y acceder así a un conocimiento de la realidad. En su crítica a Feuerbach, Marx profundiza en esta cuestión, como se ve en la siguiente frase “Feuerbach arranca del hecho de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No ve que después de realizada esta labor, falta por hacer lo principal. En efecto, el hecho de que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base consigo misma...”.
Para el marxismo sí es posible acceder a un conocimiento cabal de la realidad, a condición de contar con un método correcto; “Lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso. Aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida, aunque sea el verdadero punto de partida y, en consecuencia, el punto de partida también de la intuición y de la representación. En el primer camino, la representación plena es volatilizada en una determinación abstracta, en el segundo, las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento.” [21] Autores como Ernest Mandel o Karel Kosik subrayaron que el resultado de esto es la reproducción de una totalidad concreta, lo que Holloway llamaría sin dudar un conocimiento “positivo” de la realidad y de las leyes fundamentales de su movimiento.
Holloway contrapone el “conocimiento de la realidad” (“positivo”) y el “descubrimiento e intensificación de las contradicciones” (“negativo”), un movimiento evidentemente falso, ya que la dialéctica, como método de interpretación del mundo, explica que el movimiento y el cambio —principal característica de la materia— se da a través de contradicciones. Explicando estas contradicciones puede llegarse, por ejemplo, a conocerse la estructura y la génesis de la sociedad humana en un estadio determinado de su desarrollo, como hizo Marx respecto al capitalismo. Es así como puede explicarse (y proyectarse) el origen y la superación de dicha estructura social.
Su planteo, sin embargo, solo conduce a un conocimiento fragmentario, una crítica superficial y parcelada de la “no realidad”. La crítica ya no es una palanca para explicar científicamente la realidad y es disociada de la lucha por una sociedad alternativa.
II
JH niega el acceso al conocimiento por estar inmersos en las categorías propias del poder, un verdadero círculo vicioso que nos atrapa en sus redes., Este razonamiento se acerca mucho al relativismo propio de la corriente historicista de Simmel (y otros) así como a los pensadores contemporáneos del posmodernismo. [22] Se pregunta “¿Quién tiene el conocimiento correcto y como lo obtuvo?” ¿Cómo es posible suponer un sujeto capaz de sustraerse a “la fetichización de las relaciones sociales”? Critica al “marxismo científico” por apelar a un sujeto omnisciente, por fuera de las determinaciones sociales, es decir una teología, critica que el marxismo ha recibido ya antes de la sociología de Weber como del historicismo de Mannheim.
Hacerle justicia a la dialéctica marxista significa explicar su propio surgimiento con el propio método materialista; “lo ideal no es sino lo material transpuesto y traducido en la mente humana”. [23] Esto significa que el desarrollo del pensamiento es determinado, en última instancia, por el movimiento de la realidad objetiva; determinación que se da a través de múltiples mediaciones y de ninguna forma supone una identidad absoluta. Dicha relación entre lo objetivo y lo subjetivo implica que “el proceso del pensamiento científico a través del cual Marx llegó a comprender las operaciones del modo capitalista de producción era en sí mismo un producto de ese modo de producción, de la sociedad burguesa y de sus contradicciones”. [24]
En el artículo precedente planteamos que la afirmación de Holloway respecto a que el sujeto está subsumido por el poder y es incapaz de conocer la realidad, es incorrecta en tanto existe una clase capaz de alcanzar su autoemancipación e identificar sus objetivos históricos: el proletariado. Y, justamente, la maduración de las contradicciones de la sociedad capitalista, y de la lucha entre proletariado y burguesía, fue la base objetiva de la emergencia del socialismo científico, punto de vista de la clase trabajadora e interés histórico de la misma, que se expresa en la búsqueda de la explicación fehaciente de las contradicciones del sistema capitalista y no —como la ciencia de la burguesía— en su mistificación.
¿Pero dónde está el criterio de verdad? Partimos de que no existe una verdad objetiva (en el sentido de que cualquier “observador” tiene un punto de vista social o de clase), y que, lejos de ser esto un obstáculo para conocer la realidad, es ese punto de vista social el que permite aprehender mejor o mistificar la realidad. En esa perspectiva, el método dialéctico-materialista es la vía para romper la red de la ideología dominante de la cual nos habla JH. Ejemplificando esto, Mandel afirmaba que “para Marx, lo concreto era tanto el verdadero punto de partida como el objetivo final de conocimiento, al que consideraba como un proceso activo y practico ... una progresión de lo abstracto a lo concreto necesariamente es precedida, como lo planteó Lenin, por una progresión de lo concreto a lo abstracto.”, es decir una labor previa de apropiación empírica y análisis; y, finalmente, que “cada etapa de análisis debe ser sometida a la prueba por los hechos y por la práctica”. [25]
El relativismo extremo de nuestro autor, puesto ante la obra de Marx, de la cual él se declara como partidario crítico, lo conduce por una escabrosa senda: el surgir del pensamiento marxista solo puede imaginarse brotando espontáneamente entre los resquicios de los sujetos fetichizados del siglo XIX, quitándole todo carácter científico, transformado en una “razón de la revuelta” reducida a una “negación de la no realidad de las apariencias”. La pregunta que queda en pie es: ¿cómo puede Holloway burlar las relaciones fetichizadas y descubrir el carácter falso del “marxismo científico” y de todas las ideologías “positivas” y mistificadoras? Tomando la figura presentada por Michel Löwy en su “sociología del conocimiento”, podríamos decir que el relativista Holloway, a la hora de justificar su propia elaboración, solo puede salir librado como el Barón de Munhasen, que escapó del pantano tirándose de los cabellos. [26]
III
Después de atacar el “cientificismo” del marxismo posengelsiano, Holloway acomete resueltamente contra su “objetivismo” y su pretensión de hacer de la dialéctica “una ley natural”. Marx siempre huyó de un criterio empirista que afirma que la ciencia es tal en tanto se ajusta a los hechos. En los escritos de Engels, sobre quien recayó la mayor parte de la elaboración sobre la dialéctica, se encuentra que el carácter científico del materialismo dialéctico se fundamenta en que sus leyes son la expresión en el pensamiento, del movimiento de la realidad y sus leyes; como son las leyes del salto de cantidad en calidad o de la negación de la negación.
Luego de él, y desde fines del siglo XIX y durante el XX, sectores importantes de la II Internacional primero y del estalinismo después, identificaron ambos dominios, cayendo en una visión vulgar que subsumía el movimiento de la conciencia en las supuestas tendencias hacia la catástrofe capitalista. Como respuesta al determinismo mecanicista de la II Internacional, surgió lo que muchos llamaron el “marxismo hegeliano”, que pretendió reestablecer la relación entre estructura y sujeto, a la vez que darle primacía a la dialéctica materialista aplicada a la sociedad humana. [27] Muchos marxistas del siglo XX afirmaron la existencia de una identidad entre el pensamiento engelsiano y el mecanicismo de la II Internacional, aunque hubo quienes, como Lenin y Trotsky, partieron de los postulados de Engels para desarrollarlos.
Su afirmación respecto a que el “marxismo científico” considera “(a) la naturaleza y (a) la sociedad como existiendo en constante movimiento”, es elementalmente cierta. Pero Holloway se equivoca en considerar que esto implica 1) la reducción del movimiento de la sociedad a las leyes del movimiento de la naturaleza y 2) la liquidación del sujeto por parte de marxistas como Luxemburgo, Lukács, Lenin, Gramsci o Trotsky.
En ese sentido, la lectura de Trotsky es muy importante. Trotsky, define que la dialéctica materialista es una unidad diferenciada, que comprende el materialismo histórico y aplicaciones en otras áreas del conocimiento pero que no son reducibles y donde las leyes de la dialéctica funcionan diversamente. Citamos un trabajo que se ocupa de los Cuadernos Filosóficos de Trotsky: “Trotsky llamará dialéctica objetiva a aquella aplicable a las ciencias naturales y dialéctica subjetiva a la correspondiente a la acción y conciencia humana. Ambas forman para él una unidad, siendo una hija de la otra. Postular la autonomía absoluta entre naturaleza y conciencia, significaría volver a un dualismo kantiano, como el representado en la lógica (que será luego superada por la dialéctica como forma de pensamiento), o a nuevas versiones historicistas donde en realidad ambos están contenidos en una conciencia devoradora que le da a ésta un carácter absoluto. Para Trotsky en cambio, son partes diferenciadas de una unidad que no está dada sólo por una casual aparición temporal sino porque marcan un desarrollo histórico concreto”. [28] Trotsky en sus Cuadernos plantea “La dialéctica subjetiva debe por esto ser una parte distintiva de la dialéctica objetiva —con sus propias formas especiales y regularidades—. (El peligro reposa en la transferencia —bajo el atuendo de “objetivismo”— de los dolores de nacimiento, los espasmos de la conciencia, a la naturaleza objetiva)”.
En este terreno, es de referencia obligada Antonio Labriola, marxista de origen italiano, sin duda uno de quienes desarrolló un pensamiento propio y plenamente dialéctico en la II Internacional. [29] Labriola, que parte de reconocer la unidad entre la naturaleza y el hombre en tanto ser social, acuña la importante categoría de “terreno artificial” que el hombre comienza a construir desde las primeras formas sociales. Discutiendo con cualquier intento de ver en ello una mera continuación de la naturaleza, Labriola escribía: “La historia es el hecho del hombre, en cuanto que el hombre puede crear y perfeccionar sus instrumentos de trabajo, y con tales instrumentos puede crearse un ambiente artificial que después reacciona en sus complicados efectos sobre el ... Faltan por esto todas las razones para atribuir este hecho del hombre, que es la historia, a la lucha pura por la existencia...(es decir al darwinismo y las leyes de las ciencias naturales - MJ)”. [30]
Para finalizar, Holloway impugna la separación de sujeto y objeto: “La idea de leyes objetivas abre una separación entre estructura y lucha. Mientras que la noción de fetichismo sugiere que todo es lucha, que no existe nada que este separado del antagonismo de las relaciones sociales, la de leyes objetivas sugiere una dualidad entre, por un lado, un movimiento objetivo de la historia independiente de la voluntad de las personas y, por el otro, las luchas subjetivas por un mundo mejor” (183). Ya planteamos a lo largo del artículo las consecuencias de esta operación teórica que disuelve las determinaciones económicas y sociales. Pero la tradición del marxismo revolucionario del siglo XX es ajena a un objetivismo mecanicista, como pretende Holloway. En el caso de Trotsky, su comprensión de la relación entre los factores objetivos y subjetivos en la fase imperialista le permitió desarrollar la teoría-programa de la revolución permanente, cuyo análisis excede a este anexo. Pero la operación teórica de Holloway no solo ignora las características del pensamiento de Trotsky y el resto del marxismo revolucionario del siglo XX, sino que cae en una concepción plenamente subjetiva (“todo es lucha”) en la cual desaparece el condicionamiento y las relaciones entre la estructura económica social y la lucha de clases. Esto puede dar lugar a sendas conclusiones políticas en las que el mismo Holloway cae: voluntaristas (todo es lucha, el capital solo existe por nuestra voluntad de dejarlo existir) o reformistas (nuestra lucha sin tomar el poder debe desarrollar nuevas relaciones sociales que no dependen de la base económica). Ambas por igual alejadas de la teoría y la estrategia revolucionaria.
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