Lunes 27 de abril de 2020 19:07
No me gustaba cuando llegó hasta mí, me parecía un poco complicado. Pensé que no iba a acostumbrarme. Soy bastante reacia a los cambios. Recuerdo que dije: “voy a tener que retorcerlo con la mano”, pero alguien me dijo que no hacía falta. Tal vez no debía ser tan exigente, sólo pedir que cumpliera con su función lo mejor posible. Me preocupaba tener que retorcerlo. Me duelen mucho las manos, no puedo apretar nada sin que me duelan. Sé que ya lo dije antes, pero también suelo ser un poco monotemática. Exigente y monotemática, mala combinación. Me llevaba bien con el trapo de piso, poder ver los recuadros mojados por donde iba pasando, recuadros convertidos en franjas, brillantes y luminosas. Pero había que retorcer, entonces eso, insisto, me molestaba. Quiero que mi dolor en las manos termine cuando termina mi horario de trabajo, pero se ha convertido en una prolongación. Lo doméstico y lo laboral mezclados en el balde, el perfume a lavanda y el ruido de las máquinas en mi cabeza. Un día, le dije a alguien, a la misma persona que me dijo que no hacía falta retorcer, que quería comprarme un lampazo. Nunca encontraba la ocasión, el momento adecuado para comprarlo, porque cómo lo llevo, no voy a andar con el balde, no es cuestión de, etc . Monotemática, embrollera.
El día llegó, fuimos a la tienda donde venden un poco de todo, donde me gusta mirar el vivero, las tazas, los platos color naranja, los repasadores de colores.
Me gustan los repasadores, mi mamá los colgaba de la puerta del horno de la cocina. Yo lo sigo haciendo aún. Ese repasador no se toca, es para que esté ahí, es un repasador para estar colgado ahí. Mirar la puerta del horno, ver a mi mamá en cuclillas, su delantal, sus chinelas de plástico. Es un repasador que me gusta ver ahí, justo colgado ahí, en la cocina.
No fue una compra común y corriente, porque después fuimos a caminar, a matar el domingo de tedio, de angustias cotidianas. Se podía salir a caminar, largas cuadras, cortinas blancas en las ventanas, veredas de Jacarandá, el ocre de la tarde y yo, con mi balde para el lampazo, color verde, no un verde apagado, sino un verde feliz.
Dos o tres hallazgos domésticos, cotidianos, podría enumerar sin darle lugar a las dudas: uno fue el lavarropas. Había un publicidad que rezaba:(la marca del lavarropas), “hace el lavado, vos, hacé tu vida”. Acertadísima.
Antes lavaba horas y horas a mano, la ropa del trabajo, las sábanas. Prefiero no recordar. También había que retorcer. Las sábanas quedaban bien pegadas en la soga, empapadas.
Mi abuela tenía un patio grande y tendía las sábanas bien estiradas. Me gustaba meterme entre ellas y separarlas, hacía pasadizos entre las sábanas, me mojaba la espalda, los brazos, salía de los túneles oliendo a jabón.
Otro de los hallazgos fue el departamento donde vivo, desde donde veo gran parte de la ciudad. Veo amanecer y veo cuando se pone el sol. Lo veo reflejado en las ventanas de dos torres, a lo lejos. La tarde se enciende en sus muros. Miro por el ventanal hacia el exterior y entre el cielo, la ciudad y mi vista, se interponen mis plantas en el balcón. Tengo un jazmín, y un malvón rojo.
Mi mamá tenía malvones de todos los colores plantados en latas de aceite.
Mi gato, Fermín, ve pasar los pájaros, siente en su lomo el calor del sol. Aquí arriba, bien arriba, nos olvidamos que la gente muere, que hay que taparse la cara y que no se puede abrazar. Vemos pasar bandadas de loros, verde brillante, como el balde del lampazo. Entonces la enfermedad queda afuera, también cuando llego del trabajo queda afuera.
El otro hallazgo fue el lampazo, que retuerzo sin hacer fuerza, que deslizo en zigzag, que va y viene sobre mis pisos claros. Un poco de limpiador violeta, unas gotitas de lavandina y ahí explota en el balde un destello blanco que dura unos segundos antes de mezclarse, antes de revolverlo con los flecos del lampazo. Es un instante feliz. Me arranca una sonrisa que rechaza pandemias, acelera cuarentenas e higieniza la tarde.