A raíz de una nota de Luciano Lutereau que lleva por título La depresión, cobardía moral, analizamos el problema que significa poner categorías morales al sufrimiento mental. Acá, una respuesta posible y colectiva para el tratamiento de la depresión.
Pablo Minini @MininiPablo
Miércoles 24 de noviembre de 2021 17:13
Hay una obra de Foster Wallace, La persona deprimida, que es muy graciosa. Es una mujer que no puede hacer nada más que divulgar a toda hora y a cualquiera de sus amigas lo mal que se siente. No puede nada, ni siquiera ser empática: sus amigas, su terapeuta, cualquiera puede padecer la enfermedad más terrible, pero a ella le duele más y su dolor es más importante.
La persona no parece deprimida, sino que parece sufrir más de otro mal de la época: la falta de empatía. Que es otra manera de romper los lazos y los vínculos con otros.
Algo así sucede con este artículo: no es depresión el tema, sino falta de empatía. Y no de los casos clínicos que divulga el autor, sino falta de empatía del autor mismo. Parece que elige un tema candente (depresión) y un título pegador (llamar cobarde a un padeciente).
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Llamar cobardía moral a la depresión es una forma de estigma social. La frase viene de Lacan y él también la usaba desafortunadamente. Moralizar la depresión, decir que alguien está deprimido porque cede, porque no le da lugar a su deseo, es un reduccionismo psicologicista y moral.
Lacan lo sabía (no podía no saberlo, siendo el de familia católica) que llamar cobardía moral a la depresión remite a la parábola que cuenta Jesús: un padre le da monedas a dos de sus hijos y uno de ellos invierte y reproduce las monedas en tanto que el otro las guarda a la espera de que regrese su padre. Cuando el viejo regresa alaba al hijo que invirtió y multiplicó sus dones y deplora al otro, que sólo se limitó a no gastar. Esa es la primera referencia que encuentro a la desafortunada frase de Lacan.
Pero el autor de la nota va más allá: no sólo llama cobarde a la persona deprimida, sino que dice que es vengativa, que quiere hacer pagar a otros por sus frustraciones. Que quiere impotentizar a su interlocutor: "no tengo ganas y vos no vas a poder hacer nada para que yo tenga ganas". Como si la depresión se tratara de venganzas, de agresividad y de falta de ganas. El autor parece no haber tomado nota de un detalle: hay personas deprimidas que, por lo general, se encierran, cortan lazos, sienten indignidad y le ahorran al mundo su presencia. Su ira ante otros parte más bien de estar obligados a mostrar una cara humana, cuando opinan firmemente que no tienen cara humana alguna para presentar a un vínculo. Alguien deprimido, quizá, no hable de su depresión.
El autor hace bien en diferenciar depresión de tristeza. La tristeza sí puede ser educativa, una forma de "parar la pelota" y pensar para desde ahí reorientarse y ver cómo seguir.
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También hace bien en marcar que la depresión puede ser la contracara de la frustración: "mi deseo es tan grande y yo pude y puedo tan poco con las herramientas que tengo, soy tan indigno, son tan poco, me faltan tanto las palabras, que no estoy a la altura de mi deseo y el mundo es tan adverso que no tengo fuerzas."
El problema está en la carga de artillería moral con la que ataca a la persona deprimida. Recordemos que estamos ante un artículo de divulgación psicoanalítica, no religiosa.
La cobardía la usa la clase dominante como concepto para deshonrar a quien no quiere pelear. Pelear por los intereses de la clase dominante, se entiende.
Y ese es el eje de la lectura de la depresión: la persona deprimida se siente por fuera del modo de producción. Hubo deprimidos en otras épocas (se los llamaba sencillamente locos). Pero quien está deprimido se sale de los grupos de amigos, de los grupos amorosos, de los grupos de trabajo. Quien está deprimido no busca mostrarse deprimido, lo hemos visto, más bien se difumina. Como diría Joyce, se vuelve un fantasma por cambio de hábitos. Y un buen día deja de estar y no se le encuentra por ningún lado. A veces está presente la amenaza de suicidio, pero no siempre.
No es un tratamiento moral el que se necesita, ni reduccionista. No vale ante la depresión reducir todo a un psicologismo individualista, ni a un "vos podés" y "si no podés es que no querés". No vale pensar sólo en términos neurobiológicos o cognitivos. No vale cargar la frustración propia del analista o psicólogo sobre la persona deprimida.
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El artículo que analizamos propone sólo una salida válida: el reposicionamiento subjetivo. Entendiendo que la depresión es una defensa ante las relaciones y el mundo adverso.
Opino que no alcanza con entenderlo como un trabajo de aceptación de las relaciones que el sujeto no eligió. Opino que no es una cuestión de aportar voluntades donde faltan voluntades. Sino de operar algo en la realidad concreta. (Tengamos en cuenta que la OMS reconoce que hay 300 millones de deprimidos en el mundo. Es un tema de política.)
Entonces habrá que ensayar una respuesta diferente. Porque si la depresión corta lazos, ¿no será necesario esforzarnos en crear un sistema de salud que garantice esos lazos? A la individualidad del tratamiento en la soledad del diván o de los fármacos, ¿no habrá que sumarle la oferta de la potencia de la comunidad donde vive, estudia y trabaja la persona deprimida? A un sistema de salud que ofrece soluciones sumamente caras monetariamente, ¿no habrá que oponerle un sistema de salud único, universal, gratuito, accesible para toda persona? Al dolor de la impotencia y la falta de fuerzas, ¿no habrá que ofrecer las múltiples herramientas que dan las comunidades y los trabajadores que se organizan? A la condena moral o patologizante, ¿no habrá que oponerme la empatía transformadora, a cada cual según sus necesidades? Al sentimiento de indignidad, ¿la comunidad organizada no podrá hacerle lugar a las posibilidades de cada cual? A la contraposición de persona sana productiva/persona enferma estancada, ¿no conviene oponerle una comunidad que congregue y a la vez permita el desarrollo subjetivo y grupal de un trabajo?
Porque otra cuestión que sobrevuela el artículo de divulgación es que no se menciona qué permite la movilidad y qué la impide. Si nos metemos en ese lado, no podemos dejar de ver que el capitalismo es el gran impedimento al ocio, al trabajo pleno, a la movilidad física y la creación mental y poética, a la actividad grupal y de provecho colectivo y singular, al pleno desarrollo como individuos y como comunidad. He visto gente deprimida que no estaba enojada o sin ganas: simplemente, o no tanto, estaba cansada de ritmos de trabajo extenuantes y de ver que el producto de su trabajo se lo llevaba otro. ¿No deprime ver que todo nuestro esfuerzo suma cero? ¿No nos hace preguntarnos si no haríamos mejor bajando los brazos de una buena vez?
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Nada se puede hacer sin un ejercicio de empatía.
La cantidad (declarada) de deprimidos en el mundo me recuerda un esfuerzo de empatía que siempre me llamó la atención: en 1923 a Roberto Arlt le encargaron cubrir el suicidio de una empleada doméstica. Cuando él llegó no vio el cadáver, sino la habitación de esa muchacha, gallega de 23 años que una buena mañana decidió tirarse bajo las ruedas del tranvía. Arlt vio la camita tendida, el baúl de inmigrante, la lamparita de 25 bujías encendida. Trató de imaginar el dolor de esa chica sola, desarraigada y explotada. Y sintió piedad. No la de quien es superior a otro, sino la de un sufriente que hubiera querido tenderle la mano a otra sufriente, pero llegó tarde. Entonces escribió para ella la obra de teatro 300 millones, que luego se presentó en el Teatro del Pueblo de Barletta.
Aunque sabemos que no siempre se puede, tratemos de dejar de lado el estigma y no faltar a la cita cuando a una persona deprimida se le complique llegar a tiempo.