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Red Internacional
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Reseña. El crepúsculo del mundo, una novela de Werner Herzog

Reseñamos la primera novela del cineasta alemán Werner Herzog, quien relata la historia de Hiroo Onoda, un soldado japonés que defendió durante treinta años la isla de Lubang, Filipinas, sin saber que la guerra había terminado.

Jueves 28 de marzo 16:27

Aquellos que sobreviven son los afortunados.
Tanigawa Gan, «Revolución»

A la selva se va a resistir. Lo sabían los jóvenes guerrilleros que, luego de la revolución cubana, se desplazaron de la ciudad al monte convencidos de que la estrategia comenzaba allí, entre la maleza. Lo sabían los exploradores que durante la llamada conquista de América se introdujeron en la salvaje Amazonia en busca de ciudades perdidas, oro y especias. Y lo sabía Hiroo Onoda, el soldado japonés cuya misión de defender la isla de Lubang durante la segunda guerra mundial lo llevó a vivir aislado treinta años en plena selva filipina, sin saber que la guerra había terminado.

Werner Herzog, el cineasta alemán, rescata la historia de Onoda en su primera novela: El crepúsculo del mundo. Herzog conoció al soldado a fines de los noventa durante un viaje a Japón y compartió con él varios encuentros. «Teníamos muchas cosas en común porque yo también había trabajado en la selva en condiciones difíciles y podía hablarle de cosas que él no podía compartirle a nadie más», escribe Herzog, quien es reconocido por películas como Fitzcarraldo y Aguirre la ira de Dios, filmadas en la selva amazónica peruana. Con buen olfato de cazador y poeta, Herzog peregrina por el mundo buscando descifrar ese secreto que hace siglos enloquece a los alemanes: la relación misteriosa entre la humanidad y la naturaleza, para lo cual se dirige hacia los márgenes de lo que entendemos como civilización. La historia de Onoda se suma a una larga lista de personajes aislados, errantes, locos, obsesionados, inadaptados, que constituyen la cinematografía –o la filosofía– herzogiana.

El relato transcurre a fines del año 1944 en la isla de Lubang, actualmente Filipinas. El teniente Onoda recibe una misión secreta: quedarse a defender la isla hasta que vuelvan las tropas del ejército nipón y evitar que sea ocupada por el ejército enemigo. Solamente Onoda había recibido instrucción en la estrategia de guerrillas, que implicaba la formación de pequeñas células invisibles al enemigo, para lo cual era necesario mimetizarse con el ambiente. Esta estrategia era muy difícil de asimilar para un ejército milenario como el nipón, con una larga tradición guerrera protagonizada por samuráis y kamikazes, símbolos de la acción heroica en la batalla. Además, a pesar de la instrucción, ni Onoda ni los dos soldados que lo acompañan habían vivido realmente en la selva; sin comida pero con municiones suficientes por décadas, la lucha por sostener la presencia japonesa en el territorio se convertirá casi exclusivamente en la lucha por sobrevivir en medio de la naturaleza más indómita. Es en ese juego en donde los soldados japoneses encuentran nuevas formas de ganar el honor del Imperio, a pesar de que el mismo ya no existía.

La selva, para la cultura occidental, siempre fue un lugar abierto a la fantasía. En ella viven las brujas y los caníbales, los animales salvajes y los monstruos. Sin embargo, al igual que Onoda, en la selva el mayor peligro es invisible. Durante tres décadas, los soldados japoneses deberán hervir el agua antes de tomarla para matar a las bacterias, esquivar las emboscadas del ejército filipino y, fundamentalmente, combatir a ese gran enemigo del aire que es la humedad, nociva para cualquier intento de preservación en el tiempo. El arroz, la ropa, las armas, los fósforos, la piel, todo se humedece. Onoda observa a la población local para aprender cómo viven en ese ambiente hostil, particularmente sus técnicas para hacer fuego, que será su mayor aliado para resistir durante esos treinta años.

Werner Herzog en el rodaje de Fitzcarraldo, cerca de Iquitos

«La batalla de Onoda no tiene sentido para el universo, el destino de los pueblos, el curso de la guerra. La batalla de Onoda está formada a partir de la unión de una Nada imaginaria y un sueño, pero la batalla de Onoda, engendrada de la Nada, es un acontecimiento grandioso, arrebatado a la eternidad.»

En todo héroe hay un elemento trágico; todo héroe parte de un convencimiento inflexible, casi obstinado, que lo hace atravesar los obstáculos más difíciles. Durante años, los ejércitos estadounidense y filipino intentarán comunicarse con Onoda para que se rinda, le hablarán a través de parlantes, arrojarán comunicados desde aviones donde le anuncian que la guerra ha terminado. Onoda desconfía, cree que son noticias falsas, emboscadas para derrotarlo. Muchos piensan que se ha vuelto loco. Pero… ¿Cómo creer que una gran bomba había arrasado con dos ciudades enteras en cuestión de minutos? La locura, como suele suceder, es una cuestión de puntos de vista. Cuando por fin logran su redención en 1974, ni el Estado japonés ni el estadounidense saben muy bien qué hacer con él. ¿Era realmente un héroe? La historia del soldado que combatió una guerra ficticia traía al presente debates incómodos, que luego de Hiroshima ambos países prefirieron olvidar.

Desde la década de 1930, el imperio japonés había comenzado una etapa expansionista, que implicaba la colonización de territorios a través de una fuerte militarización. El ejército ocupaba un lugar privilegiado en la política estatal, diseñada a su vez al estilo militar: un emperador elevado al título de deidad, una férrea burocracia de sostén y debajo, una gran cantidad de súbditos. Sin embargo, si se retrocede unos años atrás es posible ver que, antes de expandirse hacia adelante, el Estado imperial japonés dirigió sus armas hacia adentro; la década del ‘20 se caracterizará por una represión sin cuartel a «cualquier organización que persiguiera el derrocamiento de la forma de gobierno o la abolición de la propiedad privada». La policía ideológica, tokko, se dedicó a perseguir las ideologías anarquista, comunista y socialistas, ante el miedo creciente de las cúpulas a una propagación de la revolución que se estaba desarrollando en esos años en la vecina Rusia. Muchos militantes y dirigentes comunistas fueron perseguidos y asesinados. Ya hacia la década del ‘30 se consolidó un estado totalitario, que bregaba por volver a los «valores tradicionales» de la cultura japonesa, invocando a un pasado glorioso y a su superioridad por sobre las demás culturas. El relato expansionista, entonces, implicó la idea de la salvación de la creciente influencia occidental –en momentos donde China rendía cuentas con su propio imperio–.

El contenido colonizador se lleva muy bien con las formas de la brutalidad, la tortura y la crueldad; el caso japonés no será distinto. El ejército llevó a cabo crímenes de guerra que implicaron la violación masiva de mujeres, asesinatos en masa, torturas y experimentos con prisioneros. La masacre de Nankín de 1938, ocultada y negada por décadas, es catalogada hoy en día como uno de los crímenes de guerra más atroces de la humanidad. Pero los tiempos durante la guerra son misteriosos. En seis semanas en Nankín, se calcula que hubo unos 300 mil muertos; una cifra similar sería la consecuencia de los bombardeos atómicos, llevados a cabo en cuestión de minutos en Hiroshima y Nagasaki. Un imperio que se contaba por siglos, al cabo de seis días dicta su sentencia de muerte: desde allí en más, Japón entregará las riendas del futuro al imperio occidental. Onoda, mientras tanto, lucha su propia guerra fría, atrapado en el letargo de la selva, en un tiempo suspendido entre barbaries.

Hiroo Onoda se rinde, 1974

«¿Quién era yo, ciudadano de un país que tantas atrocidades ha cometido contra otros pueblos y personas, para permitirme hacer juicios simples?» se pregunta Herzog al ser invitado por Hiroo Onoda al santuario Yasukuni, donde yacen los restos de más de dos millones de personas –y animales– que han dado la «vida por la patria», incluídos millares de criminales de guerra. En el santuario yace el nombre de Onoda, considerado muerto hacía años. El fantasma Onoda le muestra a Herzog su uniforme, o lo que queda de él luego de haberlo usado durante treinta años. El cementerio, aquel lugar donde las cosas van para ser olvidadas, tiene ese doble poder, el poder volver a traerlas a la vida. Es que las cosas, como los cuerpos, también se resisten al olvido de la historia. En la figura de Onoda no solo hay un relato de supervivencia, sino que en su hazaña hay una resistencia al pasado perdido, es decir, a la posibilidad de otra historia. Su aparición fugaz en el presente, era incómoda para los vencedores porque golpeaba de lleno sobre el olvido de una sociedad que lentamente comenzaba a recordar que los responsables resultaron impunes.

Cuando los conquistadores portugueses desembarcaron en el territorio brasilero en el siglo XV, descubren un árbol rojizo por dentro, el Pau Brasil. Por siglos, lo desmontaron para ser utilizado como tinte de textiles. Tan codiciado era este árbol, que nombraron a la tierra nativa de igual manera. Cuando Onoda sale a la superficie del presente y llega a Tokio, lo que ve lo abruma: una sociedad arrebatada por el consumismo. «Para él, la nación había perdido el alma», escribe Herzog. Se da cuenta de que su vida en la selva, más que una condena, había sido un refugio. El estado filipino decide darle amnistía por los civiles asesinados en esas décadas de resistencia solitaria. Onoda decide entonces mudarse a Brasil, donde dedicó el resto de su vida a talar árboles y enseñar técnicas de supervivencia a jóvenes en el Mato Grosso. Cuando llega, ya hace tiempo al Pau Brasil se lo considera extinto.

El crepúsculo del mundo, de Werner Herzog. Publicado por Blackie Books en 2023.

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