Alguien escribió alguna vez que el peso de los muertos atormenta como una pesadilla la conciencia de los vivos. Bueno, el espectro del menemismo sobrevuela nuevamente la discusión pública en la Argentina. No sólo porque una agrupación estudiantil cuyas siglas conforman el apellido M.E.N.E.M ganó las elecciones del Centro de Estudiantes de la Universidad Di Tella, sino también porque hay mucho argumento menemista dando vueltas para justificar lo injustificable. En un libro al que tituló La novela de Menem. Ensayo sobre una década incorregible publicado por Sudamericana en el año 2000, la periodista Luciana Vázquez se hizo algunos interrogantes. Entre ellos “si fue Carlos Menem el factor determinante de lo menemista o si fue apenas síntesis privilegiada de los vientos que soplaron en su década (…) Vinculado con esto afirmó que su ensayo padecía de una imposibilidad: “la de establecer de una vez y para siempre si son las clases dirigentes las que determinan las ideas rectoras de una época o, al contrario, si ellas son simples catalizadores de ciertas brisas que recorren la sociedad”. El razonamiento tenía un problema porque, como alguna vez afirmó Margaret Thatcher, la madre de todos los menemismos habidos y por haber: “La sociedad no existe”, sólo que la denominada Dama de Hierro agregaba que “sólo existían los individuos” y ahí se equivocaba porque la sociedad no existe porque existen las clases. Y el menemismo fue el producto del triunfo de una sobre otra. Ahora, en el mismo libro de Luciana Vázquez hay una reflexión interesante. Escribió la periodista: “Contrario a la hipótesis que ve en lo menemista la negación de la cultura y la falta total de moral, este ensayo postula que lo menemista ha sido, en realidad, una moral de altísima productividad en cuanto a personalidades sociales, gustos consagrados, permisos admitidos y valores legitimados se refiere. Vale una precisión: reconocer que su cultura será un legado más duradero no es lo mismo que acordar con el sentido de la herencia. Se trata, apenas, de comprobar el poder de penetración que ha alcanzado esa cultura y los valores que ella consagra. Con la exaltación de la gratificación plena, la libertad de la individualidad a cualquier precio, lo menemista ha sido, en gran medida, una revolución en la estructura del deseo social”. Cuando el expresidente falleció escribí un artículo titulado “Insoportablemente vivo”. Allí partía de una cuestión central que justificaba el título y que también explica el resurgimiento actual de menemismos new age : mucha herencia de aquella década vive en las cosas y no se revirtió, aunque hayan cambiado algunas cuestiones. De ahí que cierta cultura menemista —porque la cultura tiene bases materiales concretas— se haya mantenido durante todos estos años. Y también destacaba que desde el punto de vista estrictamente político, hubo algo mucho más importante que Menem y el menemismo: el antimenemismo. Porque el mayor triunfo político de Menem fue lograr que el grueso del antimenemismo hiciera oposición dentro de sus coordenadas ideológicas. Discutían lo secundario y daban por hecho lo principal. Se debatía lo instrumental, la corrupción, y no la orientación económica que era prácticamente intocable. La forma le había ganado la batalla al contenido y los medios a los fines. Quienes vivieron esa década, recordarán que en los tradicionales programas opositores se desmenuzaban declaraciones juradas de funcionarios, pero se consideraba como un hecho natural las posiciones dominantes de las empresas o los salarios destrozados. Se condenaba a la casta política y se salvaba a la clase social. La indignación apuntaba a la corrupción, la Ferrari, la “pizza con champán”, la torta en el avión, la pista de Anillaco, las coimas, los sobreprecios, los contratos irregulares, las empresas fantasma o las tapas ligeramente provocativas de María Julia Alsogaray en las revistas de la farándula. Había que encontrar el robo para la corona porque todo tenía un precio, Telenoche investigaba tanto como Jorge Lanata en el esperado Día D. La oposición era antimenemista de piel y menemista de alma. ¿Por qué digo que se vincula con la actualidad? Porque el programa económico no se criticaba porque se consideraba inexorable, la Argentina estaba fatalmente condenada a “modernizarse” a lo menemista. Era el signo de los tiempos. La oposición real, la que venía de la calle era presentaba como puro revueltismo, los piqueteros y fogoneros de aquella época como un peligro, Norma Plá —referente de los jubilados y jubiladas— era una vieja loca y la izquierda, por supuesto, era “testimonial”. La transgresión —como alguna patentó Jorge Asís en un debate televisivo— era una “transgresión módica”. Mario Pergolini, hijo pródigo de la década menemista era uno de esos desobedientes de las reglas sin importancia, alertaba que “había mucho garca dando vuelta”. Como escribió alguna vez Horacio González, el menemismo “llamó ‘transgresión’ a lo que iba a ser un asombroso esfuerzo de componenda con las más banales pulsiones de un momento histórico”. El 2001 cambió todo esto, y ahí muchos se dieron cuenta que había múltiples problemas, pero esa es otra historia. Bueno, algo de todo eso vemos hoy. Las discusiones pasan por los tiempos y las formas de un “núcleo de coincidencias básicas” con el eje del ajuste, inapelable, ineludible. El que se opone es irresponsable o, un clásico, “testimonial”. Escuchamos progresistas que en las formas son políticamente incorrectos, pero en el contenido son “militando el ajuste”, dirigencias sindicales que salvan sus aparatos mientras se hunde el salario obrero. Y una grieta mediática que se saca los ojos por lo secundario. Como vemos, el problema del retorno menemista no son los chicos bien de la Di Tella que tienen nostalgia. El problema es todo lo demás.