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Red Internacional
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VIOLENCIAS MACHISTAS. El fenómeno de los pinchazos: entre sumisión química y terror sexual ¡Si tocan a una nos organizamos miles!

En las últimas semanas decenas de mujeres han relatado haber sufrido pinchazos seguidos de un estado de desorientación e incluso somnolencia en diversos puntos del Estado español, generalmente en entornos vinculados al ocio nocturno.

Martes 16 de agosto de 2022

Este hecho ha desencadenado una alarma social ante el temor de que pueda tratarse de un nuevo método de sumisión química; sin embargo, ninguno de los casos parece haber estado vinculado con una agresión sexual o un robo y los resultados de los análisis toxicológicos han mostrado la presencia de sustancias en el organismo tan sólo en el caso de una menor en Gijón, lo cual apunta a que o las sustancias empleadas desaparecen con rapidez —las sustancias habituales que se utilizan con el objeto de sumisión química desaparecen a las tres o cuatro horas de haber sido inyectadas— o porque se producen con instrumentos punzantes para intimidar y atemorizar a las mujeres.

Lo cierto es que para poder inyectar una cantidad suficiente de una sustancia que propicie la sumisión química, vía subcutánea o intramuscular, es necesario que la aguja permanezca varios segundos en contacto con la piel, un procedimiento que sería difícil de llevar a cabo con precisión especialmente en entornos con poca luz y donde hay mucho movimiento, como aquellos en los que se han reportado los casos, por lo que sería un método bastante ineficaz. Además, se trata de un suceso menos frecuente de lo que podría parecer a causa de la amplia cobertura mediática y el alarmismo que ha suscitado. Estamos lejos de encontrarnos frente a una terrorífica epidemia de pinchazos.

Ahora bien, estén relacionados estos pinchazos con intentos de sumisión química o hayan sido causados por retorcidos portadores de objetos punzantes, se trata de agresiones intolerables que entrañan riegos para la salud, como la transmisión de enfermedades. Hay que señalar, al mismo tiempo, tanto la necesidad de desactivar una alarma social desmesurada que se retroalimenta y crece, como denunciar la gravedad de la situación y comprender la legitimidad del miedo que pueden llegar a sentir un cierto número de mujeres, cuya causa no se debe al último suceso de actualidad, sino que hunde sus raíces en el sistema capitalista patriarcal y conforma la otra cara de la moneda del descrédito de las experiencias de las mujeres, para las que la acusación de «histérica» es ya una vieja conocida.

Como apuntábamos, los riesgos que entrañan los pinchazos no son exclusivamente físicos, sino que el alarmismo y el terror pueden llegar a ser efectos secundarios casi más peligrosos. Ya que estos se articulan como herramientas funcionales para ejercer control sobre el cuerpo y la vida de las mujeres.

Independientemente de cuál sea la finalidad que se esconde detrás de los pinchazos, refuerza el relato de la sobreprotección que nos han inculcado desde pequeñas («vigila la copa», «no vayas sola», «no vuelvas muy tarde») con una diferencia: las consignas anteriores suponen límites a las conductas de las mujeres—entendidas como víctimas en potencia— que transmiten la sensación de que si son sobrepasados, dinamitarían una escalada en el peligro de agresión, cuya responsabilidad recaería sobre la propia víctima por asumir el riego, por no tener autocontrol, por, en definitiva, salirse del esquema patriarcal de la buena víctima—determinado, por supuesto, por la raza y la clase—, a la que se le exige un comportamiento impecable para no ser «merecedora del castigo»; pero esta vez la reducción de las libertades de las mujeres canalizada en este nuevo «punto de no retorno» apunta a un abandono en gran medida del espacio público, ya que todo entorno supondría un riesgo. Una inducida situación de inseguridad que, además, a la extrema derecha le encanta aprovechar a favor de sus peroratas racistas.

Esta victimización que se hace omnipresente a causa de la espectacularidad del fenómeno de los pinchazos alimenta, por un lado, el mito clásico de las agresiones sexuales, según el cual estas se producirían en lugares oscuros, a altas horas de la noche y a manos de desconocidos. No obstante, según un estudio de cuatro universidades españolas (la de València, la de Jaén, la Complutense y la Carlos III), el 80% de las agresiones sexuales las cometen conocidos de la víctima y el 60% tienen lugar en una vivienda. Sin embargo, poner el foco en el espacio público y controlar así las acciones, libertad de movimientos y ejercicio de la libre sexualidad de las mujeres es mucho más funcional a los intereses del capital que la denuncia política del conjunto de relaciones sociales que perpetúan la opresión y, por tanto, el ejercicio de violencia contra las mujeres.

Por otro lado, la victimización colectiva nos arrastra a la impotencia y la pasividad, desactivándonos políticamente. En este estado de fragilidad e indefensión, la protección de las mujeres se desplaza a la esfera penal y el papel de organismo protector todopoderoso lo realiza el Estado—el mismo que garantiza la reproducción del patriarcado, que expulsa y estigmatiza a los migrantes, que reprime las protestas—y sus fuerzas y cuerpos de «seguridad».

El fortalecimiento de los instrumentos represivos del Estado se transforma en un boomerang para los oprimidos y al transformar las reivindicaciones políticas únicamente en peticiones dirigidas, desde nuestra posición de víctimas indefensas, a los distintos gobiernos—entre ellos el gobierno «progresista»—para que implanten medidas «en defensa de las mujeres más vulnerables» al tiempo que se mantienen las leyes de extranjería racistas y las reformas laborales que continúan con la precariedad y la explotación de las mujeres trabajadoras, se termina legitimando este aparato de dominación y se crea la ilusión de que centrándose en el ejercicio puntual de la violencia contra las mujeres realizada por individuos concretos se puede terminar con la opresión de estas.

¿Es, pues, la única salida el asumirse como víctima inevitable? Pensamos que no, que es posible otra salida al poder desmovilizador del miedo. La policía y la justicia son parte de este sistema capitalista y patriarcal, por lo que la única salida que realmente puede hacerle frente a las agresiones sexuales pasa por nuestra propia organización como movimiento de mujeres movilizadas desde los lugares de trabajo y de estudio para luchar junto a miles de mujeres contra todas las violencias patriarcales incluidas todas las agresiones físicas o sexuales como la que hoy nos preocupa. No tenemos que relegarle nuestra supuesta protección a los mismos organismos que perpetúan nuestra opresión, nosotras mismas tenemos la capacidad y la fortaleza de luchar por nuestros derechos.

Como apunta certeramente la consigna feminista: Las calles y las noches también son nuestras.