Jehry Rivera fue un activista y líder indígena, brörán, que murió de dos balazos propinadas por Eduardo Varela, en el marco de una escalada de violencia hacia los extremos que se dio en el territorio indígena de Térraba, el 24 de febrero del 2020. Varela ha sido puesto en libertad tras un segundo juicio por el Tribunal de Perez Zeledón, a pesar de ser homicida confeso.
Jueves 14 de noviembre
Sergio Rojas (izquierda) y Jehry Rivera (derecha) en Conferencia de prensa en Universidad de Costa Rica en 2013.
El Tribunal absolvió a Varela en setiembre anterior. El argumento central parece haber sido en torno a no poder establecer si la acción de Varela “fue movida por un deseo de venganza o si fue movida por una causa de justificación”. Lo anterior, argumenta el Tribunal, debido a que antes de la agresión mortal Rivera estaba enfrentando al hermano de Varela. A su vez esta acción de Rivera fue claramente un acción de defensa, pues en minoría enfrentó a una turba de decenas, ante un clima de pogromo contra indígenas desatado días antes de ese 24 de febrero, con incidentes que van más atrás en el tiempo. Por ello creemos que el homicidio se da en un clima político de tensión hacia los extremos que se vivió, y se vive aún, en ése territorio indígena.
Elementos de contexto histórico-local
Obviamente la disputa en cuestión hunde sus raíces en la época colonial. Pero incluso más atrás, durante la conquista, cabe mencionar que fue en Buenos Aires, en el Pacífico Sur de Costa Rica, (hoy una de las zonas más racistas del país y cabecera política más significativa cerca del territorio indígena de Térraba), es donde Juan Vázquez de Coronado, el conquistador de Costa Rica, intentó fundar la segunda ciudad del país, en 1562, empresa que fracasó precisamente por una rebelión indígena.
En un texto de 1949, la autora Doris Z. Stone, que alguna influencia tuvo sobre Figueres Ferrer, advierte que la creación de la carretera panamericana modificará sustancialmente la vida de las comunidades del Pacífico Sur de Costa Rica y así lo fue. El desarrollo capitalista durante el estado de bienestar social costarricense significó el cada vez mayor desplazamiento y despojo de las comunidades originarias de esa zona.
En 1977 la Ley Indígena le otorga propiedad de los territorios a las comunidades y los hace exclusivos “para las comunidades indígenas que las habitan. Los no indígenas no podrán alquilar, arrendar, comprar o de cualquier otra manera adquirir terrenos o fincas comprendidas dentro de estas reservas”, que más tarde han sido llamados directamente territorios. Nada de esto detuvo el desarrollo capitalista y su ‘modernización’ del Pacífico Sur costarricense. Al día de hoy, según diversas fuentes, el territorio de Térraba está ocupado en mucho más del 50% de su extensión por no indígenas, pudiendo llegar al 80% u 85%.
La Ley parece distinguir dos propietarios no indígenas, unos de buena fe, para los cuales se indica su expropiación pagada o reubicación. Pero también establece en su artículo 5: “Si posteriormente hubiere invasión de personas no indígenas a las reservas, de inmediato las autoridades competentes deberán proceder a su desalojo, sin pago de indemnización alguna.”
Ahora bien, ningún Ejecutivo, ni Asamblea Legislativa o instancia judicial, han hecho absolutamente nada por sacar del territorio a los no indígenas, lo cual crea una situación clara de imposibilidad de acceso a derechos para las comunidades, derechos claramente consagrados en la Ley Indígena del 77.
Así las cosas, en el año 2010, después de 16 años de discusión en la Asamblea Legislativa, líderes indígenas exigían el voto de la Ley de Autonomía Indígena, fuese a favor o en contra, y decidieron como medida de protesta mantenerse dentro del edificio legislativo. Fueron sacados en la madrugada del 10 de febrero por medio de la policía de manera muy violenta. Esto echaba por los suelos toda expectativa de que el territorio de Térraba fuera devuelto a sus propietarios legales por medio de las instituciones del estado costarricense.
Al crujir la crisis del 2008 y con ello el inicio de la crisis de hegemonía, una facción indígena lleva a cabo acciones de recuperación no violentas, amparados jurídicamente en el principio del derecho romano ‘ubicumque sit res, pro domino suo clamat’, ‘donde se ubique la cosa, clama por su dueño’. Es decir, sin armas y de manera pacífica empezar a trabajar la tierra, a construir espacios habitacionales, etc. ejerciendo en los hechos la posesión asegurada por la Ley Indígena, buscando con ello la acción política del Estado para garantizar su derecho al territorio.
Sergio Rojas y Jehry Rivera eran activistas y líderes de estas recuperaciones, el primero fue asesinado en 2019. Otro líder, Pablo Sivas, está bajo amenaza de muerte. Es esta la manera en la que propietarios ilegales pretender defender sus intereses por encima del ordenamiento jurídico nacional. Cabe mencionar la irresponsabilidad política del PAC, que en boca alguna vez de sus ministras llegó a hablar de resolver el problema ‘levantando cuerpos’. Desde el punto de vista político es el PAC el principal responsable de estas muertes y hechos violentos.
La muerte de Rivera
En la noche previa al 24 de febrero del 2020, se habían dado varios altercados entre propietarios ilegales y recuperadores en Térraba y en varias recuperaciones. La utilización del término “pogromo” no debe ser tomada a la ligera, pues la violencia llega efectivamente hasta la muerte de Rivera, es emprendida por grupos de poder en este caso locales y la policía fue absolutamente inútil para detener la violencia que sufrieron no solo personas recuperadoras sino indígenas en general.
En ese marco, el día 24, Rivera y otras personas fueron provocadas por propietarios ilegales, que en número mayor de 30 (lo cual obviamente sugiere organización previa) muchos con motocicletas, con palos, machetes y armas de fuego, hicieron salir a Rivera a la calle pública, frente a una recuperación que él ayudaba a proteger. Allí es amenazado con un machete, mismo que Rivera logra quitar de la mano al hermano de su victimario y lo usa para defenderse. Le dan un golpe contundente en la cabeza, lo toman entre varios y le disparan en dos ocasiones entre gritos racistas y amenazas de muerte a otras personas indígenas.
En video que circuló en redes sociales, en un acto oficial del Gobierno de Chaves, Eduardo Varela confesó haber ultimado a Rivera, argumentando la inacción de los gobiernos para dar seguridad jurídica a familias que tenían “70 años de vivir ahí”, obviamente de manera ilegal. No mencionó allí haber actuado para defender a su hermano y más bien se mostraba expresivo y orgulloso.
Puntos políticos significativos del segundo juicio a Varela
En un primer juicio el acusado había sido condenado a 22 años de cárcel, pero una apelación en el Tribunal de Alzada, en Cartago, anuló dicha sentencia, lo que generó un nuevo juicio, que finalmente ha dado la libertad al acusado.
Según la defensa del acusado, en el territorio se vive “una pequeña guerra civil”. Ciertamente la muerte de Sergio Rojas y de Rivera, así como la expropiación ilegal y los hechos previos de violencia contra indígenas durante días previos a la muerte de Rivera, son indicios de un enfrentamiento drástico entre los propietarios legales y los expropiadores ilegales. Por ello es difícil entender el argumento del Tribunal en el sentido del in dubio pro reo, pues en ese clima de tensión social es imposible diferenciar la venganza o la justificación.
Este enfrentamiento apunta al meollo del asunto: el conflicto no es por venganzas o por pseudo defensas justificadas, es por la posesión de la tierra. Y esto además en varios sentidos. Existe claramente un grupo de propietarios ilegales, blancos y no indígenas, que de acuerdo a la ley deberían ser sacados de los territorios, pero que se han enquistado de diversas formas allí. Existe además una comunidad indígena que tiene menos acceso a la tierra y tiene más difíciles condiciones de vida, de comunicación y de transporte, entre otros.
En la medida en que los propietarios capitalistas extienden su dominio alrededor de las tierras comunitarias, se crea una división en la comunidad, pues una parte tiene predilección por vincularse con el mercado capitalista y otra parte tiende a preservar lo mejor que puede las formas más tradicionales de relación con el territorio y con su cosmología, lo que incluye la preservación de la propiedad social de la tierra.
Esta situación es el fundamento del racismo rampante en la zona.
La propiedad social de la tierra es la molestia más grande que mostraba la defensa, que abogaba por una suerte de ‘empresarización privada’ de todos los territorios, precisamente obviando o atacando la cultura asociada al territorio de las comunidades. Esta idea modernizadora de los territorios, aparejado a un racismo que llamaba a iniciar una nueva cruzada, fueron los horizontes de sentido político que la defensa esgrimió de fondo.
Amparada en la división de la comunidad indígena, entonces el acusado, que no práctica la cultura originaria, se presentó como un indígena, reconocido como tal por la facción más pro capitalista de la comunidad. Esto fue reconocido por el Tribunal como “un choque físico entre dos etnias (…) son dos indígenas”. Incluso en el caso de que lo fuesen, representan auténticas formas sociales contradictorias, y por ello no sería un asunto puramente pasional o arbitrario de venganza o de justificaciones.
En este sentido es absurdo que la Corte no reconozca “cuál es la efectiva disponibilidad de los terrenos por parte de los indígenas”, pues es la base del conflicto antagónico que llevo a la muerte de Rivera. Más aún, cuando la Corte “ejerciendo un plan de igualdad” pone en el mismo plano a todos los indígenas y a todos los propietarios, legales o ilegales, no hace más que dar cuenta de sujetos antagónicos que se encuentran en una situación completamente asimétrica.
La exhortación del Tribunal, de que “corresponde resolver al Estado” obvia por completo el espíritu de la Ley Indígena, obvia el principio de ‘la propiedad clama por su dueño’, obvia las agresiones físicas de manera organizada contra indígenas y obvia la ocupación por no indígenas de los territorios de los pueblos originarios. Desde este punto de vista, resulta además absurdo que si el homicida es confeso, el Tribunal solo pueda demostrar el “involucramiento” del acusado en el homicidio y no su responsabilidad jurídica y política. Así, el Tribunal termina construyendo una nueva afrenta a las comunidades originarias.