El 16 de mayo de 1982 se realizó el Festival de la Solidaridad Americana, un evento que marcó un antes y un después en la cultura rock argentina. Detalles e intimidades de un episodio para siempre polémico.
Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola
Jueves 17 de mayo de 2018
A mediados de mayo de 1982 una iniciativa entre importantes productores y representativos músicos de lo que por entonces empezaba a llamarse “rock nacional” abrió una grieta para siempre. Se trató del Festival de la Solidaridad Americana organizado el 16 de aquel mes en la zona descubierta de Obras Sanitarias con el objetivo de cooperar con las tropas argentinas designadas en la Guerra de Malvinas.
Broma grotesca o cruda verdad estampada en la frente como una flecha de juguete: ¿era el mismo rock que la juventud antibelicista del norte había blandido en Woodstock el que, de repente, se abroquelaba detrás de una gesta tan salvaje como ajena? Una polémica que convive hasta nuestros días en las almas de quienes fueron parte de aquella extraña alianza entre la plana mayor del rock nacional (etiqueta acuñada en esos años de relatos castrenses y exacerbaciones chauvinistas) y las autoridades de turno, quiénes encontraron el punto de encuentro a sus propósitos en una de las horas más negras de la historia argentina.
Un viejo chiste intracamarines señalaba que había sido necesario un conflicto bélico para que tipos como Pappo, Charly García o Luis Alberto Spinetta depusieran sus egos en beneficio de una causa que superara sus protagonismos y los viera compartir escenario, equipos, instrumentos y una cartelera que no le prodigaba neones a ellos sino a la solidaridad latinoamericana que suponía agradecerse. Lo cierto es que el interés de los militares por la pujante escena rockera criolla durante Malvinas no fue nueva ni tampoco casual.
Nunca pensé en encontrarme con el diablo
Ya en 1981 el gobierno de Roberto Viola había ensayado una aproximación a aquel incipiente movimiento de expresión juvenil que llevaba desandada una década y media en el terreno local. A través de la jefa de publicidad de la revista Expreso Imaginario se reunieron Charly García, Luis Alberto Spinetta, León Gieco, David Lebón, Nito Mestre, Rodolfo García, el periodista Jorge Pistocchi y el productor Daniel Grinbank junto con Alfredo Olivera, algo así como un “asesor en juventud” del por entonces presidente de facto Roberto Viola.
En aquella reunión se habló de crear un Ministerio de la Juventud, editar una revista gratuita destinada a estudiantes secundarios, el acceso del rock a salas grandes y medios masivos y hasta la disposición de un tren con escenario incorporado que llevaría a los principales músicos por todo el país. Pero la presidencia de Viola duró apenas nueve meses y estos disparates nunca se llevaron a cabo.
A pesar de esto último, la revista Pelo ya hablaba de “la erupción del rock”, mientras que Clarín y Humor incorporaban secciones fijas dedicadas exclusivamente al asunto. Ya no se trataba simplemente del “gusto deformado de algunos directores musicales de las radios o disc-jockeys”, tal como lo había sugerido en 1979 el Secretario de Cultura de la Nación Raúl Crespo Montes.
Aunque no hubo quemas de discos ni músicos desaparecidos, el rock había padecido las asechanzas de los organismos de control del Proceso a través de todas las mecánicas posibles. Exilios forzados (Litto Nebbia, Rodolfo Alchourrón), discos alterados y censurados (León Gieco, Pedro y Pablo), listas negras que incluían -excluían, en verdad- centenares de canciones estrictamente seleccionadas por el Comfer, razzias furibundas (el récord: 197 detenidos en un show del reformado Almendra a principios de 1980) y hasta el asedio de la SIDE a través de su tristemente célebre “Nómina de compositores e intérpretes con antecedentes desfavorables” de 311 páginas de extensión.
Era en abril
Así las cosas, el rock argentino fue solidificando su identidad a través de ciertas cotas de libertad artística (en esencia, jamás supuso una amenaza política para el gobierno militar), convirtiéndose lentamente en la única expresión interpeladora de una juventud impedida de prácticas de congregación habituales como la militancia política, universitaria y sindical, por citar algunas. En sintonía, los recitales de rock comenzaban a ofrecerse como intensos factores de agrupación colectiva en tiempos donde las madres de desaparecidos debían caminar obligatoriamente por Plaza de Mayo mientras reclamaban por el paradero de sus hijos como forma de burlar la prohibición de reuniones sociales en público.
Inesperadamente, la Guerra de Malvinas acentuó este crecimiento de la forma más insólita: la proscripción de “cantables en inglés” obligó a radios y canales a valerse de repertorios que, en circunstancias habituales, tenían al ostracismo y la intrascendencia como únicos destinos posibles. “Los programadores comprobamos que no había más de cien discos con canciones realmente importantes”, recordó José Alaniz, musicalizador de El Mundo.
Rápidamente la pantalla chica se vio invadida de programas con títulos tales como “Rock R.A.” (Canal 13), “Prohibido para mayores” (ATC) y “Tribuna 21” (Canal 9), a la vez que Miguel Grinberg producía en Radio Del Plata un micro sobre la historia del rock argentino (que llevaba apenas quince años de existencia). El rock nacional se convertía en nacionalista, ocupaba casi todo el aire y el dibujante Caloi ponía en boca de Clemente el reclamo de muchos acerca de por qué no eran igualmente beneficiados el tango y el folklore. La respuesta era clara: el gobierno procuraba proyectarse en el mismo sector etario de los colimbas que había ido a ponerle el cuerpo a una guerra que no les pertenecía más que por obligación.
El banquete
Con el conflicto en marcha, diversos sectores de la vida social argentina comenzaron a expresar su apoyo a la gesta bélica a través de diversas iniciativas. En esa sintonía, el ex Almendra Edelmiro Molinari había pensado en convocar a sus colegas para juntar dinero en beneficio del Fondo Patriótico Malvinas que el gobierno había creado para seguir alimentando su presupuesto militar. El productor Daniel Grinbank retomó la inquietud y se reunió con algunas autoridades para ofrecer la disposición de muchos artistas, aclarando que el rock no aceptaría mezclarse con otros géneros. Sumaron sus voluntades Alberto Ohanian, Oscar López y Pity Iñurrigarro (es decir, los otros productores fuertes de la época) y entre los cuatro mencionados esbozaron diversos borradores en los cuáles se plantearon nombres, fechas, lugares y modalidades. Finalmente se cerró como “Festival de la Solidaridad Americana” para el 16 de mayo de 1982 en las canchas de rugby y hockey de Obras Sanitarias con la consigna de que no habría intervenciones monetarias de ninguna naturaleza: el club cedía el predio y tanto los músicos como los sonidistas participaron ad-honorem.
Durante los días previos, colas de muchachos se apostaron sobre las inmensidades de Av. Libertador para adquirir sus entradas a cambio de alimentos no perecederos, ropa, cigarrillos o pañuelos. Sin ambulancias ni bomberos, y con apenas 18 de los 250 agentes de seguridad pactados con el gobierno, el evento comenzó a las 17 horas, cuando los presentadores Juan Alberto Badía y Graciela Mancuso pidieron un minuto de silencio por los soldados caídos (la mitad de ellos tras el hundimiento del ARA Gral. Belgrano ocurrido dos semanas antes, el 2 de mayo).
Por último, y como preludio a los shows, se entonaron las estrofas del Himno. Luego abrió el fuego (un decir) el dúo Fantasía y posteriormente se sucedieron (en un orden previamente negociado por los productores) el ex Vox Dei Ricardo Soulé con Edelmiro Molinari, Miguel Cantilo y Jorge Durietz, Dulces 16 con Pappo de invitado, el ya ex baterista de Serú Girán Oscar Moro y el candombero uruguayo Beto Satragni (acompañados de un ignoto Ricardo Mollo), Litto Nebbia, Tantor, Luis Alberto Spinetta, León Gieco (que tocó alternativamente con Nito Mestre, Antonio Tarragó Ross y Raúl Porcheto), Charly García y David Lebón, ellos dos con Porchetto para hacer su canción “Algo de paz” y los tres, junto a Mestre y Gieco, para cerrar con “Rasguña las piedras”.
Se estimó que la convocatoria del festival superó las 60 mil personas, cifra solo parangonada con la histórica presentación de Serú Girán en La Rural de diciembre de 1980. Aunque, a diferencia del show de Serú, muchos otros interesados pudieron seguirlo a través de Canal 9 y las radios Rivadavia y Del Plata, quienes transmitieron de corrido y sin cortes publicitarios. En cinco mil bolsos entró todo el material recaudado, que fue trasladado en cincuenta camiones del ejército hacia un rumbo incierto y desconocido. Lo que sí se enviaron a las islas -aunque a raíz de otra iniciativa-, fueron cintas con música de Raúl Porchetto, Rubén Rada y Celeste Carballo, aunque los ingeniosos mentores de la idea ignoraban que ninguno de los pozos ocupados por colimbas en Malvinas contaba con pasacassettes.
Rock de acá
Pelo sentenció desde su tapa que era “La hora de rock nacional” y exhumó su propia versión de triunfalismo describiendo que “el público volvió a legitimarlo una vez más como la única música moderna de auténtica raigambre popular y argentina”. La revista Somos no perdió la oportunidad de titular “El rock en el frente” en su doble página central de la edición del 21 de mayo, acompañándola de una foto con un soldado cuyo epígrafe parafraseaba a León Gieco diciendo: “Solo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente”. El diario Crónica, en tanto, destacaba que la convocatoria del festival respondió a “una expresión multitudinaria de fervor patriótico de parte de quienes están dispuestos a dar su cuota de sangre en defensa de la soberanía”.
Pocos hablaron de las pancartas pacifistas que el público exhibió tenazmente debajo de una pertinaz pero incesante lluvia, de la ovación que Miguel Cantilo y Jorge Durietz recibieron tras “La gente del futuro” (“¿Donde está el bien? ¿Debajo de quién? ¿A dónde hay un ejemplo que nos sirva de ley?”). Y nadie refirió ni un miserable párrafo a la negativa de Los Violadores y Virus a ser parte del festival. Como si el discurso oficial necesitara reflejar únicamente a un rock vigoroso y masivo, aunque no crítico y combativo. Tal era lo que se pretendía espejar de la sociedad en este fenómeno cultural: la banda de sonido de un proceso (con pé mayúscula y minúscula) que iba a la guerra para distraer. Solo bajo ese modo era aceptado y prohijado.
Los Violadores (representantes seminales del movimiento punk en Argentina) habían hecho estruendo el año anterior cantando canciones tales como “Represión”, “Sucio poder” y “Moral y buenas costumbres” en un concierto ofrecido en la Universidad de Belgrano que terminó con sillas volando por los aires y el grupo amasijado en la Comisaría 33. “Nadie se rebeló, levantaron la alfombra y metieron la basura abajo. Ese festival, de tan fraternal se volvió fratricida”, opinó mucho después Pil, su cantante. Virus, grupo de los hermanos Moura, guardaba otros argumentos: Federico había integrado el siloísmo (germen del actual Partido Humanista), Marcelo fue delegado de su división en el Colegio Nacional La Plata poco antes de La Noche de los Lápices y Jorge -que jamás se dedicó a la música-, militaba en el ERP y se encuentra desaparecido desde que fue secuestrado en 1977 a la vista de su familia.
Queda como eterno testimonio de sendas negativas una poderosa foto que ambos grupos compartieron para la Expreso Imaginario. Allí los músicos están apoyados con sorna sobre un afiche oficial que alentaba el odio hacia los ingleses mientras un Ford Falcon observaba todo. A pesar del potente testimonio gráfico, la revista finalmente desechó su publicación. Fue rescatada recién en 2001 por la biografía de Los Violadores que realizó el periodista Esteban Cavanna.
Tiempos difíciles
Como se sabe, la historia prosiguió de la forma indeseada: el gobierno argentino firmó su rendición el 14 de junio, hipotecando las últimas reservas del capital político del Proceso y zanjando una herida irreparable para nuestra historia contemporánea. También lo fue para muchos de los participantes del festival, quiénes fueron ensayando reacciones de acuerdo a sus posibilidades y credibilidades, aún a pesar de que este episodio marcó un quiebre en la historia del rock nacional y aceleró la curva de instalación popular como manifestación masiva e industria cultural, tal como demostró, a consecuencia, el fuerte incremento de discos vendidos (ese año, Juan Carlos Baglietto alcanzó el récord de 70 mil copias con “Tiempos difìciles”), la vuelta de mega-festivales de la mano del B.A.Rock, el arribo a los estadios de fútbol de la mano de Charly García y su estreno solista en Ferro, y las inmejorables condiciones que artistas como Los Abuelos de la Nada, Los Helicópteros, Gustavo Santaolalla, Pedro Aznar, Suéter, Miguel Mateos/Zas, Los Twist, Memphis La Blusera, La Torre (con Patricia Sosa en voz) y V8, entre otros, tuvieron para grabar sus respectivos discos debut entre lo que restaba de 1982 y 1983.
Charly García dijo: “Hicimos un festival por la paz y nuestro mensaje fue ‘paz, algo de paz, ¡no nos maten más, loco!’” mientras que León Gieco, un tanto más autocrítico, simplemente se dio lugar para asumir que “haber participado del festival fue un error”. Rubén Rada fue más allá y reconoció en nombre propio y de varios colegas que “muchos de nosotros sentimos que estuvimos colaborando con los militares”.
Algunos hicieron su duelo a través de canciones (Raúl Porchetto se figuró la desesperanza de la familia de un combatiente en “Este hermanito a casa volvió”, acaso una continuidad de “La hermanita perdida” de Yupanqui). Aunque otros tantos, en cambio, prefirieron callar hacia un ruido blanco que desafina. La música formal y pentagramada admite notas pero también silencios. Los dos, cada cual a su modo, dicen algo, y ese algo perdura para siempre.