Hace pocos días el movimiento de mujeres inundó las calles de México como parte de una jornada global de movilización que recorrió el 8 de marzo distintos países del orbe. Una de las principales demandas de miles de mujeres y disidencias fue un alto al feminicidio y a la violencia machista.
En México, el feminicidio como fenómeno aberrante se extendió y se hizo notorio en los años 90. Ciudad Juárez, una de las mayores ciudades obreras del país y privilegiada por la industrialización derivada del Tratado de Libre Comercio (TLC), saltó a la prensa internacional por los asesinatos de mujeres.
La deslocalización productiva durante el período neoliberal, permitió el auge de una ciudad industriosa con abundante mano de obra migrante y ventajas para el traslado de mercancías, un jugoso negocio para el imperialismo y la burguesía legal e ilegal a ambos lados del Río Bravo, por la cercanía con la frontera con EUA y El Paso, Texas, bajo el cual cundió y se extendieron fenómenos aberrantes como el feminicidio y las redes de trata.
Mientras las madres de víctimas, las activistas, las organizaciones de mujeres y de derechos humanos, siguen peleado por justicia y denunciado la impunidad, las autoridades han anunciado diversas políticas, supuestamente, orientadas contra este brutal azote que golpea con especial saña a las mujeres trabajadoras, pero que han estado muy lejos de resolverlo y más bien han confirmado la complicidad y la desidia del Estado.
Hay que señalar, que el feminicidio ha aumentado los últimos años, a raíz de la militarización del país ocurrida bajo la anunciada guerra contra el narco en 2006 bajo el gobierno de Calderón, que tuvo como ciudad laboratorio a Juárez, para luego extenderse a todo el país y arrastrar consigo el feminicidio a nivel nacional. En 2015, bajo el gobierno de Peña Nieto –y casi una década después de que inició la fase más extendida de la militarización– se contaban siete feminicidios al día. Hoy, bajo el gobierno “progresista” de López Obrador y su Cuarta transformación, la cifra alcanza las once asesinadas por día, contando solo aquellos casos investigados como feminicidio (que representan apenas una tercera parte de los homicidios dolosos contra mujeres según cifras oficiales del Sistema Nacional de Seguridad Pública).
¿Qué es el feminicidio?
El feminicidio es el último eslabón de una larga cadena de violencia contra las mujeres, que tiene múltiples dimensiones como fenómeno social afectando, de manera mucho más profunda, a las mujeres pobres y trabajadoras quienes están más expuestas a la violencia estructural en las periferias y en el transporte público. De la mano de la militarización del país, ha aumentado y se ha extendido por toda la república, a la par que se fortalecieron las redes de trata y prostitución y la acción del llamado crimen organizado.
Ya sea en su expresión individual, tratando la especificidad de un caso, o visto como política sistemática del Estado y las clases dominantes, que se niegan a transformar las condiciones estructurales de vida de millones, tiene un efecto disciplinador, que transmite un mensaje muy claro sobre los riesgos y consecuencias de transgredir el mandato patriarcal para las mujeres: en México pareciera que “no pasa nada” si asesinas a una mujer.
Jurídicamente, en el Código Penal Federal mexicano, el artículo 325, capítulo V: Delitos contra la vida y la integridad corporal, se entiende como feminicidio –delito tipificado en 2012 tras la famosa sentencia de Campo Algodonero–, que: “comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género.”
Esta definición genérica deja fuera las distintas polémicas, que se han desarrollado los últimos años en el debate feminista sobre la definición de feminicidio. Algunas se concentran en señalar la saña y violencia contra las mujeres en estos asesinatos, enfocando el problema a la necesidad de tipificar el delito, aumentar los castigos y penas. Otras lecturas apuntan a responsabilizar al Estado y las instituciones por su “mal funcionamiento” para plantear políticas, que buscan mejorar la administración y gestión de la justicia burguesa; lo que también implica políticas punitivas. Por último, están aquellas que problematizan el origen social de la violencia planteando distintas salidas para enfrentarla, entre éstas las feministas socialistas, quienes opinamos que la violencia machista es constitutiva del Estado capitalista y que no podrá erradicársela sin barrer con éste, sus instituciones y transformar de manera revolucionaria la sociedad actual y construir sobre otras bases materiales una sociedad sin opresión ni explotación.
El debate sobre el concepto
La palabra femicidio es la traducción del inglés de femicide, por analogía con homicidio. Apareció por primera vez en Feminicide/ The politics of woman killing en 1988, de Jill Radford y Diana E.H. Russell. Allí Radford afirmó que el feminicidio es “asesinato misógino de mujeres cometido por hombres; es una forma de violencia sexual” [1].
Más adelante, en la misma obra, Jane Caputi y Diana E.H. Russell precisaron:
El feminicidio es el extremo de un continuo terror antifemenino que incluye una gran cantidad de formas de abuso verbal y físico, como violación, tortura, esclavitud, incesto y abuso sexual infantil extrafamiliar, maltrato físico y emocional, hostigamiento, mutilación genital, operaciones ginecológicas innecesarias, heterosexualidad forzada, esterilización forzada, maternidad forzada, psicocirugía, negación de alimentos a las mujeres en algunas culturas, cirugía cosmética y otras mutilaciones en nombre de la belleza. Siempre que estas formas de terrorismo resulten en la muerte son feminicidios [2]
.
Lo que destacamos de estas definiciones sobre la redacción del Código Penal mexicano es, precisamente, qué se entiende por “razones de género” y cómo se expresa en diversas y muy variadas formas de violencia y transgresión de los cuerpos de las mujeres en el proceso de ser asesinadas, que se presentan con elementos simbólicos, que coadyuvan al disciplinamiento del colectivo femenino al emitir un mensaje a través de los cuerpos de las asesinadas (exposición en vía pública, víctima desnuda, escritura en los mismos, rasgos de tortura sexual, mutilación, estrangulamiento, etc.).
Estos aspectos de violencia específicos sobre el cuerpo son destacados tanto por las definiciones de Marcela Lagarde de feminicidio como de Rita Segato, ambas señalan la responsabilidad del Estado; sin embargo, se vuelven problemáticas, pues licúan el carácter de clase del Estado capitalista. Según ellas, de funcionar correctamente garantizando a cabalidad la ley, el Estado capitalista sería capaz de salvaguardar la integridad de las mujeres jugando un rol de tutela o de “estado madre ” en palabras de Segato.
Esto deja fuera de su definición, que el Estado capitalista no es neutral y que salvaguarda los intereses de clase y propiedad privada de los capitalistas. El “colapso institucional” o una “falla/quiebre en el estado de derecho”, que lleva a un “estado fallido” en la lógica de Lagarde, oculta que la violencia contra las mujeres también tiene carácter de clase, pues la opresión patriarcal en el capitalismo se reconfigura al servicio de la explotación capitalista.
Nos referimos a que la opresión tiene como perímetro de su esencia las condiciones materiales en las que se desarrolla el sujeto que la experimenta. Es la clase social la que da sustento material a la opresión, y ser de la clase trabajadora, pobre o ser desplazada, delinea un contorno muy distinto de cómo se experimenta la violencia. Esto, por supuesto, no quita que haya casos de violencia entre sectores acomodados de la población femenina, es decir entre mujeres de las clases dominantes. De sostenerlo, afirmaríamos que el patriarcado es exclusivo de los sectores populares, cuestión que está lejos de la realidad; sin embargo, las condiciones materiales y el lugar que se ocupa en la estructura productiva de la sociedad capitalista, el nivel educativo, el ingreso, etc. son cuestiones que impactan en cómo se vive la violencia, en particular la violencia feminicida.
Estas concepciones están arraigadas en la teoría liberal burguesa sobre el Estado y en una concepción punitiva que busca aportar elementos teóricos para sustentar la tipificación [3], el castigo –incluyendo el escrache como medida de ajusticiamiento social– y el aumento de penas como política privilegiada del feminismo institucional; pero hay otra arista de la discusión conceptual.
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La definición de Lagarde o de Mariana Berlanga de que el feminicidio es un “crimen de Estado” producto de la responsabilidad del mismo en la falta de políticas públicas –y por su responsabilidad en no combatir la vulnerabilidad del colectivo femenino– equipara al feminicidio con todos los crímenes de Estado; como aquellos cometidos por las fuerzas represivas, ya sea el ejército o la policía, y a los crímenes de guerra.
El Estado capitalista es, en efecto, responsable de las políticas de precarización, violencia y ataque a las condiciones de vida de las mujeres y las grandes mayorías laboriosas; pero, al tildar todo feminicidio como crimen de Estado, se corre el riesgo de dejar en las sombras las complejidades y distintas expresiones que ha desarrollado este fenómeno terrible y reaccionario, en particular esa que hace a una violencia orquestada por “pares” –compañeros de trabajo, familiares, parejas o conocidos– que encarnan lo más podrido del machismo y la misoginia.
Por otro lado, no podemos olvidar la gravedad de los crímenes de lesa humanidad con involucramiento y participación activa de cuerpos represivos del Estado, de los cuales México tiene una larga historia como vimos con Ayotzinapa o en la guerra sucia, y de una acción conciente que se orienta a responder, de manera contrarrevolucionaria, al ascenso de la lucha de clases y el peligro de la revolución, como las dictaduras militares en el Cono Sur durante los años 70 y el genocidio contra toda una generación de obreros y jóvenes activistas. Lo mismo cuando se trata de una política pública sistemática de aniquilación; por ejemplo, las esterilizaciones forzadas en mujeres indígenas mayas y de pueblos perseguidos durante la guerra sucia en Guatemala, cuyo objetivo era la extinción étnica.
En estos casos, cuando se trata de crímenes de lesa humanidad contra mujeres, sería más propicio hablar de “femigenocidio”, como propone Segato, o de crímenes de lesa humanidad con razón de género, distinguiendo las especificidades de cada caso con el objetivo de reforzar la denuncia contra el Estado capitalista y contra las expresiones de machismo, que se traducen en feminicidio.
El entramado de relaciones opresivas y de poder en una formación social marcada por la subordinación imperialista y un capitalismo dependiente, semicolonial y con fuertes rasgos de descomposición social como consecuencia de todo ello, la cultura machista en México arraigada en canciones, dichos populares y sentidos comunes, ha configurado el fenómeno del feminicidio como una moneda de dos caras donde los agresores responsables pueden ocupar un lugar más alto en la jerarquía política y social (funcionarios, empresarios, integrantes de fuerzas armadas, con mayor o menor vínculo directo con el Estado o las instituciones) o donde los agresores pueden ubicarse como “pares” de las millones de mujeres que sufren violencia, siendo compañeros de trabajo, amigos, familiares o parejas (lo que Segato llamaría el “eje horizontal” en el que se expresa la violencia).
Capitalismo y patriarcado, dos caras de la dominación burguesa
El machismo, como expresión práctica de la ideología de la clase dominante, tiene como objetivo primordial el control del colectivo femenino en general; pero, en particular, en el caso de la clase trabajadora y los sectores populares, esto significa la división de las filas de la clase, la competencia entre trabajadoras y trabajadores. Esta competencia es utilizada a favor de los empresarios para disminuir el valor de la fuerza de trabajo, pues el patriarcado y el machismo justifican que a mujeres y niñas se les pague menos por el mismo trabajo. Una gran técnica para presionar a la baja el conjunto de los salarios, pues de negarse algún trabajador a laborar por poco salario, se enfrenta con la competencia del enorme ejército de reserva, que son las mujeres. Funciona igual con el trabajo migrante o con la discriminación generada por el racismo y, por esta vía, se desvaloriza también la vida de la clase trabajadora de conjunto.
Al mismo tiempo, el pacto patriarcal sostiene que el colectivo femenino debe estar subordinado al masculino y debe ser disciplinado a como dé lugar, ya sea convenciendo a unas pocas de replicarlo a través de integrarlas al disfrute de una parte de los privilegios masculinos –por ejemplo el poder en puestos directivos o un alto nivel de ingresos que contrastan con las condiciones de la gran mayoría de las mujeres– o con métodos de fuerza como la violencia física, incluyendo el feminicidio.
El debate sobre la violencia no puede mantenerse en el ámbito privado, que remite al castigo y la judicialización del derecho penal burgués, cuyo límite es que nunca sentará al patriarcado en el banquillo de acusados o a las instituciones responsables de la violencia estructural. Aun cuando derive de “relaciones interpersonales” o “de la personalidad del agresor”, el feminicidio debe ser considerado un fenómeno social con múltiples expresiones concretas, pero vinculado al entramado estructural, que es la base del desarrollo cultural y sociopolítico de la época.
Por ejemplo, no podemos obviar los debates que se abren al calor de cómo la precarización y la pérdida de poder adquisitivo se transforma en un factor de peso no solo para la vulnerabilidad de las mujeres, sino también en el trastocamiento del “mandato” que impone este sistema capitalista y patriarcal a los varones en su posición de “proveedores”, dejando siempre como telón de fondo la propiedad sobre los cuerpos y la vida de las mujeres como parte de la justificación del orden social actual, que mercantiliza y explota los cuerpos como fuerza de trabajo y mercancías desechables, como retomaremos más adelante.
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Empero, no podemos obviar que la situación de violencia se ha profundizado en México al calor de la militarización y la acción del crimen organizado, sumada a la situación de pobreza y desigualdad en el acceso a oportunidades y ejercicio de derechos, que sufre la mayoría de mujeres pobres y trabajadoras –y las masas laboriosas de conjunto– configuran un caldo de cultivo perfecto para reforzar una cultura machista y misógina, alentada por la reaccionaria alianza entre el Estado y las Iglesias las últimas décadas y por la agenda antiderechos de sectores conservadores y de partidos como el Acción Nacional.
Frente a la violencia feminicida, que se presenta cada vez más como violencia entre “pares”, como compañeros de trabajo o en los ambientes “privados” de la vida de las víctimas (familiares, parejas, vecinos, etc.), es necesario redoblar la discusión sobre cómo combatir el machismo y construir relaciones menos opresivas, más libertarias, con mayor compañerismo y camaradería de quienes comparten una profunda y consciente convicción por enfrentar a quienes se benefician de esta violencia y la utilizan para mantener este sistema de explotación, protegiendo sus ganancias multimillonarias: los empresarios y la clase dominante.
El combate al machismo entre las filas de la clase trabajadora junto a la pelea por que las organizaciones sindicales retomen la demanda de la lucha contra la violencia y el feminicidio es fundamental en esta perspectiva, algo que la mayor parte de la izquierda populista y filo estalinista –incluyendo la tradición guerrillera en México– no comparte.
Es evidente la responsabilidad del Estado mexicano al perpetuar las condiciones estructurales para que la violencia se asiente de esta forma contra las mujeres. La denuncia a las condiciones de precarización, sumadas a la militarización y la llamada guerra contra el narco, de las cuales es responsable el Estado capitalista en su conjunto y los distintos partidos del Congreso que votaron estas políticas, como el Partido Acción Nacional, el Revolucionario Institucional o el de la Revolución Democrática, es central, lo cual se ha mantenido en sus condiciones esenciales durante el actual gobierno del Morena.
Seguiremos denunciando esa responsabilidad y señalando cómo esa situación estructural, en donde las mujeres se encuentran, es la base de la vulnerabilidad, generando que las mujeres trabajadoras o de sectores populares sean las más expuestas a la violencia. La denuncia del ejército y los cuerpos represivos, ligado a la exigencia de desmilitarización del país, es crucial para plantear la urgencia de empujar y desarrollar un potente movimiento de mujeres en las calles, como perspectiva para enfrentar la violencia y la precarización con la movilización y la fuerza organizada de la clase trabajadora, como parte de la lucha contra el feminicidio.
Aunado a lo anterior, está la impunidad de las instituciones del Estado, que son responsables no solo al ser omisas sino al actuar para imponer trabas en la resolución de los casos, sobre todo aquellos donde agentes del Estado se ven implicados, marco en el cual se manda un mensaje permanente de que “la vida de las mujeres no importa”. En México esta situación rebasa el 95 % de los casos de feminicidio que son investigados, cifra que ya decíamos está muy por detrás de la cantidad real de casos de feminicidio al no ser todos reconocidos como tales y contener un pequeño porcentaje de mujeres que decide denunciar.
Por eso es fundamental pelear por comisiones de investigación independientes del Estado conformadas por especialistas, feministas, activistas, organizaciones de derechos humanos, políticas, sindicales y familiares, para desde ahí controlar todos los recursos materiales y humanos que exijamos al Estado ponga a disposición de la investigación, controlando el curso de la misma, para evitar la obstaculización en las pruebas y la fabricación de verdades a modo que proteja a funcionarios y empresarios involucrados o que produzcan chivos expiatorios.
Ya que la opresión y la explotación están, profundamente, articuladas en el orden capitalista, el feminicidio juega un rol crucial para sostener la dominación de la clase burguesa a nivel internacional. Este debate es desarrollado de manera amplia por Silvia Federicci en su libro El Calibán y la bruja, donde sostiene que el feminicidio, como fenómeno social e histórico, ha tenido múltiples dimensiones en su despliegue como mecanismo de control social al colectivo femenino para preservar y garantizar el mandato patriarcal, que nos constriñe al ámbito doméstico, privado, a las tareas reproductivas y, fundamentalmente, como mecanismo de disciplinamiento contra la resistencia frente al avance de las relaciones de producción capitalistas en la economía artesanal del medioevo europeo.
La clave de una lectura marxista enfatiza la utilización de la opresión como mecanismo para profundizar la explotación; es decir, como expresión de la configuración de mercantilización de la fuerza de trabajo, que ha construido la idea de que las mujeres pobres y trabajadoras de regiones donde se localiza más enfáticamente el feminicidio (ciudades fronterizas o periféricas con composición obrera, migrante, etc.). son mercancías consumibles y descartables. Además, que el feminicidio funge como mecanismo de disciplinamiento social al que recurren las clases dominantes cada vez que las mujeres –pobres y trabajadoras en su mayoría, pero también tratándose de mujeres de otras clases– se movilizan contra los preceptos patriarcales y, más importante aún, contra políticas que aseguran la hegemonía de las clases dominantes como la guerra, la precarización y la explotación capitalista.
El feminicidio, en una de sus dimensiones, también puede contemplarse como parte de las políticas de coerción, tanto de la sociedad civil como de la sociedad política, que impulsan las clases dominantes para preservar su hegemonía, su cultura y su lenguaje (en tanto formas de ver el mundo y preservar el orden social capitalista desde una concepción patriarcal). Reflexionemos sobre, que debilitando a una parte fundamental de la clase trabajadora cada vez más feminizada y racializada, se debilita al conjunto de la clase profundizando su división, la competencia hostil entre sus filas y golpeando sobre la moral y las fuerzas subjetivas de aquella. La opresión a las mujeres (y en este caso, la violencia) es intrínseca al capitalismo; el machismo y sus expresiones más crudas como el feminicidio no son la excepción de los estados fallidos o las grietas del derecho burgués, sino que son la regla para garantizar el orden capitalista, patriarcal, racista y colonial actual.
Las principales corrientes del feminismo institucional (ya sean decoloniales, posmodernas o liberales) terminan dejando en un callejón sin salida al movimiento de mujeres y la situación de violencia, con políticas impotentes para atacar las bases estructurales de la violencia (esa relación entre capitalismo y patriarcado) o que refuerzan el aparato represivo del Estado burgués, que después será usado contra quienes se movilizan por sus derechos. Por eso, las medidas para enfrentar la violencia no pueden apuntar a políticas que refuerzan el aparato represivo del Estado.
En México, la política de militarización del país impulsada por los distintos gobiernos neoliberales y el actual se dio en un contexto donde existía una asociación, vínculos y complicidades entre los llamados cárteles del crimen organizado y las fuerzas represivas y sectores del estado y la casta política, así como con sectores de la burguesía legal, que garantizan el blanqueamiento de las ganancias de los negocios ilegales.
Esta asociación no es armónica y está en constante renegociación de campos de acción, influencia y despliegue en función de la relación de fuerzas y el accionar de dichas corporaciones criminales, su influencia territorial y su relación con el Estado. El feminicidio en zonas donde actúa el crimen organizado tiene, también, una función de pasivización y disuasión de la respuesta organizada de las mujeres, la clase trabajadora y el movimiento de masas contra la militarización y la violencia de los cárteles.
El feminicidio como mecanismo que genera ganancias para grupos de las clases dominantes o de burguesía ilegal mediante la mercantilización de los cuerpos de las mujeres –además de formar parte del entramado de mercancías que trafica el crimen organizado más allá de las drogas– implica reconocer, a diferencia de lo que plantea Segato, que incluso en aquellos casos donde están involucradas las corporaciones criminales, el resultado termina coadyuvando a la hegemonía de las clases dominantes, por la vía del disciplinamiento y de la imposición del terror, que muchas veces fortalece las posiciones punitivas de tutela e intervención del Estado para “preservar” la seguridad e integridad de la población [4].
Queremos todos los derechos, pero también queremos acabar con el capitalismo
Todo lo anterior conlleva la necesidad de levantar una política de denuncia y exigencia hacia el Estado, sus instituciones y el gobierno, para arrancar todas las condiciones materiales propicias, que beneficiarían a nuestra clase; otorgando mejores condiciones de vida como alumbrado público, transporte digno y gratuito las 24 horas, lavanderías, comedores y guarderías subsidiadas para liberar a las mujeres de la esclavitud doméstica, licencias laborales para cuidados, etc.
Nuestra perspectiva, distinta a los sectores que sostienen una orientación centrada fundamentalmente en la acción punitiva, busca pelear por la implementación de toda medida y recursos posibles para evitar el feminicidio, atacando todas las condiciones de vulnerabilidad estructural que enfrentamos las mujeres. Resulta clave para no sostener una política que renuncie a arrancarle al Estado capitalista todos los derechos, que pueden obtenerse bajo su dominación de clase. La pelea por mejores condiciones laborales, mejor infraestructura, mayor gasto social del presupuesto público, derechos sexuales y reproductivos, etc. permite develar lo mínimo que tendría que garantizar el Estado, su negativa a realizar estas demandas y, por esta vía, horadar la confianza del movimiento de masas en él y en los mecanismos institucionales para resolver las necesidades de las grandes mayorías.
Incluso, además de la necesaria crítica al Estado capitalista y la denuncia de su responsabilidad en la situación de violencia, que debe ir acompañada de una perspectiva política en lucha por arrancarle a los gobiernos todos los derechos posibles, también está el debate de cuál es el sujeto capaz de transformar las condiciones estructurales sobre las que se desarrolla la vulnerabilidad del colectivo femenino y del conjunto de los oprimidos; sujeto que, para nosotros, es la clase trabajadora, que también posee un enorme potencial creador y puede sentar las bases para una transformación revolucionaria de la sociedad.
Frente al feminicidio como fenómeno de múltiples características sociales que responde a la necesidad de la clase burguesa y los Estados capitalistas de mantener su dominación, consideramos que el movimiento de mujeres, estudiantil, popular, los sindicatos y las organizaciones de izquierda deben retomar la lucha contra la violencia machista y el feminicidio como máxima expresión de ésta y empujar un potente movimiento en las calles para combatirlo de manera independiente a los partidos del régimen y sus instituciones que sientan las bases de la violencia y garantizan las condiciones para su reproducción.
El poder de fuego de la clase trabajadora, las posiciones estratégicas que posee potencialmente, permitiría impulsar una respuesta organizada del conjunto de la clase trabajadora contra la violencia, si no fuera por el rol de control y la política de las burocracias sindicales que mantienen amordazado y fragmentado al movimiento obrero. Un gran ejemplo es la última jornada de huelga general en Francia, que al organizarse democráticamente desde la base en muchos sectores, precisamente para superar el control de las burocracias sindicales, votó por mantener la huelga en lugares como refinerías, petroleros, transportistas y movilizarse codo a codo con las trabajadores, el movimiento de mujeres y al juventud el 8 de Marzo.
Nuestras compañeras de Du Pain et des Roses junto a la militancia de Revolution Permamente en Francia, dieron una feroz pelea para lograr la unidad de la lucha entre oprimidos y explotados, reconociendo que la clase trabajadora está más feminizada y racializada que nunca. Y que el combate contra la opresión, el racismo y el patriarcado, es más fuerte cuando se unifica con la lucha contra la explotación capitalista.
La lucha de clases a nivel internacional demuestra esta potencia y las cientos de miles de mujeres que nos movilizamos en todo el país este 8M contra la violencia, el feminicidio y la precarización, por aborto legal y todos los derechos, somos la base sobre la cual podemos avanzar para fortalecer un movimiento, que busque levantar una política para arrancar estas demandas e ir por más desde una posición ofensiva que imponga nuestras demandas mediante la movilización y la lucha en las calles.
El feminismo socialista, que levantamos las mujeres y disidencias organizadas internacionalmente en Pan y Rosas, busca ligar cada combate por más derechos como el aborto legal, libre, seguro y gratuito, por mejores condiciones de trabajo y de vida, a la lucha por acabar con este sistema miserable de violencia y explotación desde una perspectiva socialista y revolucionaria. Porque, como dijo el gran revolucionaria León Trotsky, “si en realidad queremos transformar la vida, tenemos que aprender a verla a través de los ojos de las mujeres”.
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