Un día como hoy pero de 1832 moría a los ochenta y dos años Johann Wolfgang von Goethe. Considerado el mejor escritor de la lengua alemana, su literatura marca el ascenso de una nueva concepción del hombre y del destino.
Viernes 22 de marzo de 2019
Es distinta la relación con un texto que establecen el lector que busca entretenerse y el que se propone su desciframiento. Muchas veces la crítica colabora a la instauración de sentidos comunes que dictan cuáles textos son los “difíciles”, que alejan al lector de a pie. Y sobran patovicas literarios que nos dicen que, en el boliche goethiano, con esas zapatillas no entrás.
Nada más lejos que la intención del viejo Johann. No se propuso ser el padre de la literatura alemana, ni el tópico de una pila de papers. “Si leo a Homero –escribió Goethe a Zelter–, me parece diferente del de hace diez años; y si uno cumpliera trescientos años, le parecería siempre distinto”. Leemos a Goethe desde el prisma de un balance ¿Pero de quién?
Las ventajas (filosóficas) del atraso
Para la época del nacimiento de Goethe, en 1749, las debilidades estructurales del Sacro Imperio Romano Germánico eran evidentes. Las guerras campesinas, el levantamiento más importante de Europa hasta la Revolución Francesa, habían atrofiado el desarrollo histórico de la nación alemana. La burguesía no logró abrirse camino al poder político, e incluso su preeminencia económica era más frágil que en otros países cuya unidad nacional permitía un mejor flujo mercantil (sobre esto hablamos acá).
En una Alemania dividida y dominada por los príncipes, la curva del desarrollo filosófico experimentó un desacoplamiento entre los recursos intelectuales disponibles y sus fines. Las consecuencias sociales de ciertas teorías (incluso de poéticas o narrativas) no aparecen inmediatamente en la vida, lo que le permitió a la ideología idealista alemana alcanzar nuevas cimas a través de la dialéctica.
Mehring ya planteó que la literatura alemana del siglo XVIII y principios del XIX fue el trabajo preparatorio de la revolución democrático-burguesa. Ahí está situada la narrativa de Goethe y de los románticos alemanes, con sus tendencias progresivas y reaccionarias. A esta ley del desarrollo histórico que combina los elementos más avanzados con los más atrasados de la realidad bajo formas nuevas, los marxistas la llamamos ley del desarrollo desigual y combinado.
El concepto de polaridad de Goethe habla de una relación complementaria entre acción y reacción, no el de la antítesis de la lógica formal. Esto lo llevó a afirmar en su Teoría de los colores una polémica con Isaac Newton al afirmar que los colores surgían del entretejimiento entre luces y oscuridad. Toda la existencia es “un eterno separar y unir”. En su poética de la vida, hombres y procesos se encuentran en relación de contraste recíproco.
“Una Ilíada de la vida moderna”
Goethe tenía la visión de que la verdadera poesía surge de la experiencia. No por nada El joven Werther, la obra con la que Goethe se ganó la admiración de Napoleón, cultiva la forma epistolar de narrar como método para mostrar el alma de sus personajes. Lo mismo vemos en el poema dedicado a Prometeo o los distintos pasajes en Fausto estructurados como un monólogo interior.
Hasta el advenimiento de la sociedad burguesa, la religión fue el telón de fondo donde se desarrollaron los conflictos del héroe y del destino. Los antiguos griegos y los cristianos medievales vistieron la vida con las ropas de su propia mitología, dándole una unidad coherente. Trotsky afirmó que la fe en un destino inevitable de los antiguos, su fatalismo (pensemos en las tragedias de Esquilo) correspondía a su primitivo dominio de la naturaleza. Durante la Edad Media, el cristianismo renovó el imaginario religioso y la fe resolvió aparentemente las contradicciones terrenas con la promesa de un paraíso celeste. Pero a través de esta mitología, no hablan los individuos sino pueblos enteros, colectividades representadas más que contingentemente en la imagen de los héroes o los santos.
Fue la sociedad burguesa la que atomizó las relaciones sociales, pulverizando los lazos milenarios de reciprocidad y arrojando al individuo desnudo al mundo. La épica religiosa no podía encontrar eco en este nuevo mundo más que un survival de una época muerta. El hombre ocupó el lugar de Dios. El teatro isabelino de Shakespeare fue el primer experimento que reemplaza eficazmente el halo de los dioses por las pasiones humanas. Goethe celebraba los personajes de Julio César no como ejemplos de un típico romano, sino porque en ellos veía a un auténtico inglés. Por eso, Fausto es la primera búsqueda de una espiritualidad burguesa. En palabras del poeta Alexander Pushkin, se trató de “una Ilíada de la vida moderna”
“Vous êtes un homme!”
Fue imposible en esta nota abarcar todos los aspectos de la obra de Goethe. Él escribió siendo testigo de acontecimientos de repercusión histórico-universales como la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el ascenso de Prusia como antesala de la unificación Alemana. Su evidente talento para captar al nuevo genio individualista abrió las puertas para un nuevo tipo de literatura. Sin embargo, está muy lejos del francófobo que se oponía a la Ilustración. Por el contrario, en Poesía y Verdad descubrimos sus intentos de modernizar el ducado de Weimar bajos aquellos preceptos.
Su viaje a Italia, lejos de la desafectación amorosa que lo justifica en la crítica conservadora, fue impulsado por la impotencia que le generaba la incapacidad de convencer a ese pequeño principado de abrazar la ciencia de la Ilustración.
Hay otro giro en Fausto que es importante señalar. La apuesta con Mefístofeles consistía en que Fausto moriría en cuanto se sintiese satisfecho con los logros y conocimientos infinitos proporcionados por el demonio. Pero la muerte le llega en plena faena de un territorio donde Fausto planeaba dragar una ciénaga y se sintió pleno al imaginar que su tarea facilitará la vida de millones de hombres del porvenir.
Aquí la realización personal coincide con la colectiva, por eso su alma es salvada por los ángeles y Mefistofeles pierde la apuesta con Dios. Pero también debajo de esta resolución divina del conflicto de la obra anida una moraleja más sugerente que la de tener cuidado en la búsqueda de conocimientos: la del individuo que se desarrolla libremente a través del libre desarrollo de todos.
Esa síntesis dialéctica entre individuo y colectividad, tan repudiada por la burguesía que organiza la vida como una carrera de lobos, es la misma que tomarán Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.