Al hablar de violencia patriarcal siendo mujer, es imposible no pensar en primera persona. Muchas de nosotras la tenemos grabada en la piel, en la memoria, en nuestra forma de vivir la sexualidad y nuestra expresión de género.“¿Por qué no denunciaste?” es la pregunta que más de alguna vez nos han hecho. Y es aquí es dónde comienza el debate sobre qué hacer, cómo actuar ante la violencia machista.
“La agresión sexual que conseguimos tipificar como crimen es la punta de un iceberg de un comportamiento social extenso, y que es una espiral de violencia como se dice en el feminismo mundial, [cuyas manifestaciones] no son ni pueden ser tipificadas por la ley pero constituyen el semillero, el caldo de cultivo donde germinan los agresores, y por eso la ley no está consiguiendo parar en ningún país este tipo de crímenes. Hay que desbaratar el semillero, no simplemente cortar los yuyos. Hay que trabajar en la sociedad. No se puede actuar, legislar, sentenciar, condenar ni castigar, sin pensar. Es tan absurda la solución punitivista que consiste en enviar al violador a una verdadera escuela de violación como es la cárcel.”
Rita Segato
Al hablar de violencia patriarcal siendo mujer, es imposible no pensar en primera persona. Muchas de nosotras la tenemos grabada en la piel, en la memoria, en nuestra forma de vivir la sexualidad y nuestra expresión de género.“¿Por qué no denunciaste?” es la pregunta que más de alguna vez nos han hecho. Y es aquí es dónde comienza el debate sobre qué hacer, cómo actuar ante la violencia machista. También resulta imposible no ligar los recientes procesos convulsivos que hemos vivido en Chile con el “despertar” de miles de mujeres y diversidades-disidencias sexuales y de género. Durante la revuelta fuimos cientos de miles en las calles, gritando contra la impunidad y ligando nuestra pelea contra la violencia hacia las mujeres a un cuestionamiento más profundo sobre la sociedad en la que vivimos, capitalista y patriarcal.
En tiempos de pandemia tampoco hemos estado fuera del debate. El tristemente bullado caso de Antonia Barra y la resolución de arresto domiciliario para Martín Pradenas desató una inusitada rabia popular, expresada en manifestaciones por todo el territorio. Protestamos exigiendo justicia para Antonia y reclamando contra un sistema penal profundamente racista, patriarcal y para ricos. Protestas que, sin duda, fueron un aliciente para la revocación de la medida cautelar por parte de la corte de Apelaciones de Temuco y la dictaminación de prisión preventiva para Pradenas.
Mientras esto ocurría, parlamentarios de la derecha y el Frente Amplio presentaron una idea de legislar públicamente denominada “Justicia para Antonia”, poniendo en evidencia sobretodo la necesidad de una mayor profundidad en el debate. En el presente artículo intentaremos establecer algunos apuntes que permitan pensar el problema de la justicia y la violencia contra las mujeres desde una perspectiva feminista socialista.
“Justicia para Antonia”: el proyecto de la derecha y el Frente Amplio
El lamentable caso de Antonia Barra ha sido enormemente mediático: solamente la audiencia de formalización de Pradenas tuvo más de 1 millón de personas siguiendo el proceso vía internet. Como movimiento de mujeres y feministas decidimos romper la cuarentena, con acciones que fueron desde marchas hasta cacerolazos, identificando no sólo a Pradenas como responsable sino a un sistema judicial completo que opera contra las mujeres. Este es el contexto en que varios parlamentarios impulsaron una iniciativa legal llamada “Justicia para Antonia”, levantada como proyecto transversal, tanto de derecha como de oposición, con el Frente Amplio a la cabeza.
Si bien hasta la fecha sólo se ha ingresado una moción referente a la imprescriptibilidad de los delitos sexuales [1], anunciaron un paquete de mociones y modificaciones al código penal que tendrían por objetivo perseguir la violencia hacia las mujeres e imponer penas más duras frente a los delitos sexuales. La propuesta socializada introduce el termino de suicidio femicida, es decir, da cuenta del hostigamiento, maltratos, y violencia empujan a una mujer a quitarse la vida, poniendo responsabilidad en el agresor. También propone generar “orden de alejamiento de por vida” en caso de violación, es decir, si en tribunales se dictamina que fue violación, el agresor no podrá acercarse a la víctima incluso terminando su condena en cárcel. Según se señaló a la prensa, la iniciativa “tiene por objetivo hacer efectiva la Convención Interamericana Belém do Pará, que busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, y que fue firmada por Chile en 1996” [2]. No obstante, la iniciativa fue recibida muy críticamente por el frente feminista del Frente Amplio y diversas organizaciones de mujeres, planteando discusión sobre varias medidas que calificaron como “populismo penal” [3].
No es el único problema de la propuesta el endurecimiento de las medidas penales en casos de violencia sexual. La imprescriptibilidad de los delitos es un tema un tanto mentiroso, desde el punto de vista que, mientras más tiempo pase entre la ocurrencia del hecho y su investigación, normalmente será más complejo probarlo. Junto a ello, cualquiera sea la conducta que se busque tipificar como delito, aparece el problema probatorio. La decisión judicial de culpabilidad -que solamente puede establecerse en el juicio- siempre debe encontrarse suficientemente justificada bajo un estándar que no admite prejuicios, especulaciones, suposiciones infundadas, hipótesis ad hoc ni cualquier elucubración que no se encuentre firmemente enlazada a las probanzas rendidas en el juicio oral donde se debate precisamente acerca de esa culpabilidad.
No obstante, ello no significa exigir, como impropiamente algunos han sostenido -inclusive el mismo abogado de Pradenas- solamente pruebas directas de dicha conducta imputada al acusado, pues de antaño se han admitido no solo aquellas para dictar una sentencia condenatoria, sino que también las denominadas indirectas, indiciarias, circunstanciales o presuntivas, en que lo que se prueba en el juicio es solamente uno o más hechos llamados base o indicio o signo, del que a través de un razonamiento inferencial conduce de manera unívoca, sin discusión racionalmente aceptable que visualice otras alternativas posibles que surjan de la prueba rendida en el juicio, hacia la consecuencia necesaria de la participación del autor del delito imputado.
El proyecto trata de llenar los vacíos legales que existen; es una forma de subsanar algunas de las aberraciones del sistema judicial actual, que revictimiza y pone constantemente en duda el testimonio de las mujeres. El problema es que aleja la posibilidad de mayores cuestionamientos a la estructura del poder judicial y la cultura de la violación, que lamentablemente no se limita con mayores grados de punibilidad [4]. No pone el foco en la prevención de la violencia machista, sino en el castigo y los mecanismos para perseguirla una vez ejercida.
La gran mayoría de los estudios e investigaciones que se han efectuado sobre el tema dicen que no hay vinculación entre mayores penas de cárcel o el endurecimiento de las mismas y disminución de los delitos sexuales:«hasta el momento, la criminología no ha logrado comprobar que la pena de prisión sea más eficaz para lograr bajos niveles de reincidencia que otras sanciones» [5]; lo que expresa esa ecuación es nada más que inclinarse frente al populismo penal: castigar más y mejor, de manera más eficiente, dotando de mayores poderes persecutorios al mismo Estado que sostiene y reproduce la violencia hacia las mujeres. Por eso no nos sorprende que la derecha quiera impulsar la iniciativa, contando con el apoyo del presidente Sebastián Piñera, principal responsable político de las violaciones a los DDHH y la violencia político sexual ejercida hacia mujeres y feminidades por Carabineros y militares durante la revuelta.
Como indican correctamente Burgueño y Martínez (2019) [6]:
“Los sectores más conservadores intentan utilizar la conmoción por cada nuevo asesinato para fortalecer los instrumentos represivos del Estado. Este mecanismo se ha definido como punitivismo”.
El punitivismo, como forma de responder ante los conflictos sociales, sostiene que dichos problemas se resuelven recrudeciendo los castigos, con más cárceles, mayor duración de las condenas y disminución en la edad de punibilidad. Esto resulta profundamente problemático, en tanto el sistema carcelario constituye una “máquina trituradora de seres humanos y multiplicadora de los conflictos que llegan para su resolución” [7].
Reivindicar el feminismo socialista, que por su carácter emancipador incorpora la perspectiva de lo “no punitivo”, no implica proponer que actualmente el sistema judicial no intervenga frente a hechos concretos de violencia machista. Lo que se busca es, ante todo, clarificar que pese a la existencia de individuos concretos que ejercen esa violencia, esta se funda en un problema social estructural que es la opresión hacia las mujeres y feminidades, por lo tanto, es la sociedad el caldo de cultivo de estos supuestos “monstruos” que no son más que hijos sanos del capitalismo patriarcal y racista.
Debemos cuestionar que sea la perspectiva penal la encargada de responder ante un problema social, dado que dicha perspectiva que simplifica las conductas en delitos y conductas punibles, privatiza las responsabilidades, en lugar de centrar la actividad en la reparación, educación y prevención respecto a la violencia machista.
La única manera seria de abordar este debate es atender a los derechos sociales, económicos y culturales que el capitalismo nos niega, para poder pensar la transformación de las formas de relación que establecemos entre seres humanos y así construir vínculos de manera igualitaria.
El horizonte del feminismo socialista: terminar con esta sociedad de opresión y explotación
Combatir la violencia machista con los mecanismos que la sostienen es parte de la maniobra de cooptación por parte del poder actual, que es patriarcal; como dijo la feminista negra Audre Lorde: “No desmontaremos la casa del amo con sus herramientas”. La cárcel es un lucrativo negocio que permite estigmatizar sujetos que representan lo que los miembros hegemónicos de la sociedad rechazan: la mayoría de las personas que reciben penas carcelarias son aquellas pertenecientes a los sectores más precarizados y empobrecidos de la sociedad; personas racializadas, migrantes. En nuestro país esto resulta muy expresivo en el abordaje penal del conflicto del Estado de Chile con el pueblo-nación mapuche.
Pradenas nos parece odioso por ser el ejemplo perfecto de quienes tienen el poder de eludir la justicia. Es aquello que impugnamos en las calles y aquello que decidimos no seguir reproduciendo; una forma de relación donde las personas son desechables y nos ven como sujetos de derecho en tanto mérito. El capitalismo patriarcal, que nos ve como víctimas, obliga a las mujeres y todas aquellas identidades disidentes a la norma a vivir nuestro “castigo” en la integración. En lugar de transformar las condiciones materiales que habilitan el ejercicio de la violencia, es más fácil y tiene menor costo económico para los patriarcas y poderosos, penalizar a ciertos sujetos con castigos ejemplares para que todo siga igual, puesto que es la sociedad la que permite una cultura completa donde el abuso sexual y la violación conforman un engranaje sustentado en los valores patriarcales y sustentan su reproducción.
Como sistema, es incapaz de responder ante cada caso de violencia, y se conforma en la impotencia legal: tal y como señalan Burgueño y Martínez (2019), el abordaje de la violencia hacia las mujeres en el capitalismo
“implica una excesiva judicialización, ya que impone la obligación de que las mujeres denuncien penalmente para comenzar el proceso de solicitud de ayudas. Y mientras que el Estado siga recortando los pocos recursos destinados a la prevención en el ámbito sanitario y educativo, la vía penal se ofrecerá casi como única salida. En muchos casos, las mujeres no quieren denunciar porque no quieren que sus parejas vayan a la cárcel, para evitar un engorroso procedimiento de interrogatorios policiales y judiciales, o porque no tienen papeles y se exponen a ser criminalizadas”.
Resulta curioso, por decir lo menos, que las acciones y políticas públicas en relación a la violencia de género estén centradas en lo penal, es decir, en castigar la violencia ejercida, cuando podrían perfectamente destinarse esos recursos en labores de educación sexual y estrategias para la prevención de la violencia contra las mujeres, trabajando los conflictos que existen en torno a la desigualdad de género en los territorios, educando sobre el consentimiento y el autocuidado, entregando herramientas para la defensa y protocolos de ayuda en caso de vivir violencia, sin necesidad de llevar adelante necesariamente un proceso judicial. Es fundamental que existan redes de apoyo, casas de acogida, y financiamiento para poder romper la dependencia económica con los agresores. Educar para cambiar la sociedad requiere recursos que el presupuesto de este gobierno asesino de Piñera no contempla, ni estará dispuesto a hacerlo. Como el congreso no puede aumentar el presupuesto, no podemos conformarnos con las maniobras del plano legal, que como ya desarrollamos, resultan absolutamente insuficientes para atacar de raíz al machismo y su violencia.
Aún planteando que necesitamos la elección democrática de los jueces, jurados populares y comisiones de personas expertas en violencia de género para los delitos contra las mujeres y feminidades; sabemos que debemos ir por mucho más. Pues necesitamos transformar estructuralmente las relaciones entre las personas para erradicar efectivamente el machismo y su violencia:
“Toda interpretación de la violencia hacia las mujeres separada del resto de entramados de dominación (explotación, racismo, etc.) pierde poder explicativo, no permite comprender el conjunto y no favorece el diseño de una estrategia acorde para enfrentarla” [8].
El capitalismo lo que hace es nutrirse del patriarcado, funcionando de forma unitaria para hacer aún más cuantiosas sus ganancias, y las políticas centradas en lo punitivo han sido funcionales a su lógica, ejerciendo la justicia a la medida de su sistema, desde y para la perpetuación de la desigualdad. No por casualidad las personas privadas de libertad son en su mayoría racializadas, pobres o migrantes.
Para pensar ese horizonte de transformación radical, hago eco de las compañeras D’Atri y Murillo (2019):
“La propia dinámica de procesos de lucha de clases en América Latina, como el de Chile, plantean una pregunta que no es nueva para la movilización feminista, que quiere acabar con la opresión: ¿es posible pasar de la resistencia a la transformación social profunda, como de la revuelta a la revolución?”
Es necesario que desde los sectores anticapitalistas del movimiento de mujeres y feministas comencemos a poner en marcha el despliegue de redes organizativas y alianzas con sectores estratégicos como son las y los trabajadores, junto a personas afrodescendientes, migrantes e indígenas para pasar de la resistencia a la disputa del poder, y conquistar una vida digna, que merezca la pena ser vivida, terminando de una vez por todas con las viejas y pesadas estructuras que nos asfixian; una sociedad sin explotadores ni opresores: el comunismo.
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