En este artículo, profundizamos la discusión en torno al progresismo de la Cuarta Transformación y debatimos con las posturas de algunas organizaciones socialistas, que se han adaptado al gobierno y su partido.
Desde su llegada, el carácter del gobierno de la Cuarta Transformación ha sido sujeto de múltiples debates que han dividido a la intelectualidad y a las distintas expresiones políticas e ideológicas de la izquierda. El verdadero alcance y los límites evidentes de su postulado progresismo debe ser constantemente esclarecido a la luz de los acontecimientos. Resulta particularmente importante, considerando el curso que han adoptado distintos sectores de la izquierda autodenominada como anticapitalista y socialista renunciando, en los hechos, a una cuestión fundamental para los marxistas: la independencia política respecto a los gobiernos y partidos de la burguesía, sean neoliberales o “progresistas”.
En este artículo presentamos una interpretación crítica del gobierno de López Obrador, que recupera los análisis hechos en La Izquierda Diario México e Ideas de Izquierda. A partir de allí abordamos el debate en el seno de la izquierda mexicana.
“Progresismo tardío” y carácter de clase
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador fue, desde sus inicios, un representante tardío del llamado progresismo latinoamericano [1]. El momento político regional de su llegada fue muy distinto al que enmarcó la primera oleada de estos gobiernos en el Cono Sur —como el de Nestor Kirchner o Lula Da Silva—, cuando se beneficiaron del boom de los precios de las materias primas, que les permitieron contar con recursos suficientes para aplicar políticas limitadamente redistributivas, sin afectar los intereses esenciales de las burguesías y el imperialismo.
El gobierno de AMLO, al darse en un momento de bajo crecimiento económico —lo cual luego se agravó con el inicio de la pandemia y la subsecuente crisis económica internacional— obtuvo los recursos para los programas sociales del llamado combate a la corrupción y la “austeridad republicana“, la cual significó un recorte de la planta laboral en la administración pública, que afectó a sectores de trabajadores altamente precarizados [2].
En ese contexto, la administración lopezobradorista navegó, desde sus inicios, entre las expectativas e ilusiones de amplios sectores de las masas y un programa que garantizó lo esencial de los intereses capitalistas; ganar y conservar el amplio apoyo popular —tanto en la elección de 2018 como en los años siguientes— dependió de su capacidad para diferenciarse de la herencia neoliberal.
De ahí la importancia de mantener una retórica progresista y la implementación de medidas que generaron simpatía entre la población, como el aumento al salario mínimo (aunque sólo benefició a las y los trabajadores que reciben el salario mínimo) y los programas sociales.
Estos fueron su carta fundamental; su eficacia, en términos de afianzar su base social y electoral, había sido probada por el presidente durante sus años de jefe de gobierno de la Ciudad de México. Como planteamos aquí se trata de mecanismos que buscan una ampliación relativa de determinadas funciones del estado, y en ese camino construir y fortalecer la hegemonía y el control sobre las masas populares.
El carácter de la administración de AMLO y de los intereses de clase que representa no fueron puestos en entredicho por estas medidas, como pretenden quienes le asignan la etiqueta de gobierno “popular” o de “izquierda”, ocultando lo esencial de su agenda. La popularidad obtenida ha sido utilizada para darle continuidad a aspectos fundamentales de las políticas de sus antecesores neoliberales, muchas veces cambiándole el nombre y pretendiendo una ruptura con el pasado que no existe.
Ejemplo de ello fue la creación de la Guardia Nacional y el mayor protagonismo del Ejército, eufemísticamente bautizado por AMLO como “pueblo armado”; los megaproyectos desarrollados a contramano de la voluntad de las comunidades como el “Tren Maya”, o la continuidad de la precarización laboral, tanto entre los trabajadores del sector público como privado a pesar de la publicitada regulación del outsourcing, como muestra la situación de quienes trabajan en los programas sociales, algunos de los cuales han salido a luchar para enfrentarla, como los de cultura comunitaria en la CDMX. De igual manera, bajo este gobierno, no se resolvieron demandas fundamentales como es el caso del derecho al aborto libre, legal, seguro y gratuito, en un contexto donde han aumentado los feminicidios y la violencia contra las mujeres.
De esta manera, el Morena asumió su lugar como administrador del Estado capitalista, más allá de que algunas medidas puntuales generaron roces con facciones de la gran burguesía menos cercanas al gobierno ante lo cual, en la mayoría de los casos, éste decidió revisarlas para satisfacción del capital, como fue el caso del ya mencionado outsourcing, donde cedió a las presiones empresariales, o en el plan para controlar la inflación.
Partir de una clara definición de clase para comprender la esencia del gobierno de AMLO, e incorporar las características particulares que asume este “progresismo” en su relación con el movimiento de masas y el capital, es fundamental para no perder la brújula de una necesaria política socialista y revolucionaria, que responda verdaderamente al interés histórico de los oprimidos y explotados.
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Imperialismo y progresismo
En América Latina, la problemática de la dominación imperialista ocupa un lugar determinante. La actitud ante la misma define el carácter de los gobiernos, los regímenes y los partidos políticos.
No es un hecho menor que los gobiernos llamados progresistas, aunque tuvieron un cierto y variable grado de autonomía (y en algunos casos sostuvieron roces con la Casa Blanca), respetaron los compromisos fundamentales enmarcados en la subordinación nacional —como el pago de la deuda externa— y mantuvieron la estructura económica del capitalismo dependiente; .eso marcó el carácter político y social de estos gobiernos.
El caso de AMLO no es distinto. Bajo su gobierno se terminó de negociar el nuevo Tratado México Estados Unidos Canadá (T-MEC), sucesor del TLCAN, que constituye el mayor acuerdo de dependencia y semicolonización de un país latinoamericano respecto al poderoso vecino del norte, impuesto bajo la política trumpiana de America First.
Por otra parte, en el terreno de la política exterior, el gobierno buscó asumir un liderazgo regional, mostrándose como un progresismo moderado, marcando distancia respecto a Washington y otros gobiernos imperialistas en determinados aspectos; por ejemplo, manteniendo una relación cercana con el gobierno de Díaz Canel de Cuba, con el cruce diplomático con el Parlamento Europeo y, más recientemente, con la disputa establecida con la administración estadounidense en torno a la Cumbre de las Américas, donde AMLO condicionó su participación a que se invite a Cuba, Venezuela y Nicaragua, haciendo peligrar el éxito de una reunión que es importante para la diplomacia de la Casa Blanca hacia América Latina y el Caribe.
No obstante, en cuestiones cruciales como migración, seguridad nacional y combate al narcotráfico, se alineó con Estados Unidos, jugando un rol clave para Washington frente al resto de América Latina. México actúa, ante el problema migrante, como un verdadero estado tapón, donde la Guardia Nacional funge como una verdadera border patrol al sur del Río Bravo, en tanto que aceptó la creación del programa Quédate en México para mantener a los migrantes de este lado de la frontera. Incluso en algunas de sus propuestas progresistas, lejos de buscar una ruptura con la Casa Blanca, pretende presionar y “sensibilizarla”; por ejemplo, en Centroamérica, alentándola para que participe de su programa social Sembrando vida.
En este terreno, se mantiene la subordinación al imperialismo estadounidense en lo económico y otros aspectos cruciales —como la mencionada cuestión migratoria—. Lo cual se combina con una política exterior que, mientras incluye gestos e iniciativas que ponen ciertos límites a algunas políticas estadounidenses en la región y marca un mayor margen de maniobra del gobierno de AMLO ante EE. UU. , está muy lejos de pretender una ruptura con la Casa Blanca ni con el orden imperialista de dependencia y expoliación sobre México y la región.
Pasivización y movilización social
Sectores importantes de la izquierda latinoamericana (particularmente el populismo y el reformismo) sostuvo, en los últimos 20 años, que existía una identidad y comunión de intereses entre los progresismos latinoamericanos y los procesos de aguda movilización social que los precedieron. En sus versiones más extremas, propusieron que los gobiernos marcaron la llegada al poder de los movimientos populares.
Evidentemente, no podría entenderse el giro político en la región sin los procesos de la lucha de clases que abrieron, a distinto nivel y grados, profundas crisis en los regímenes políticos y en la relación entre el movimiento de masas y los viejos gobernantes. Sin embargo, lejos de suponer una identidad entre aquellos, los diversos progresismos jugaron un rol pasivizador de la protesta social y se constituyeron, en los hechos, como la negación de las tendencias más avanzadas de la lucha de clases. AMLO, con sus particularidades, no escapó a esto.
Como planteamos en otros artículos, la emergencia del movimiento por Ayotzinapa marcó el inicio de una profunda crisis orgánica expresada en la consigna “Fue el Estado” y el repudio a los partidos que habían hegemonizado la política nacional en las décadas previas, el PRI, el PAN y el PRD, y que antes habían suscrito el “Pacto por México” bajo el auspicio de Enrique Peña Nieto [3]. Cuatro años después, este profundo proceso de deslegitimación de las instituciones de la llamada “transición democrática” y sus representantes políticos, llevó a la ruina electoral de esos partidos identificados por el movimiento de masas con el legado neoliberal.
Esta crisis fue capitalizada por el Morena que, después de un meteórico ascenso, jugando a su favor con presentarse como opuesto a los partidos del “Pacto por México”, triunfó en las elecciones presidenciales y desvió el descontento social tras las expectativas en el cambio que representaría su candidato. De esta manera, se conjuró cualquier posible continuidad de las movilizaciones sociales de 2014, así como de los sectores de trabajadores que, como el magisterio, fueron agentes principales de los procesos de protesta social en esos años. En ese contexto, sectores de la burguesía nativa vieron en AMLO una salida —en cierta medida, la menos mala en función de las coordenadas políticas y sociales existentes— a la crisis de representación referida.
Desde entonces, el gobierno de Lopez Obrador ha desarrollado rasgos de corte bonapartista, que se expresan tanto en su ubicación respecto al movimiento de masas como a la propia burguesía y el imperialismo, cuestión que desde esta revista ya hemos desarrollado ampliamente en otras ocasiones. Decíamos en relación a ello que “AMLO se apoya en una popularidad y fortaleza institucional directamente proporcional a la crisis de los viejos partidos. El nuevo “hombre fuerte” de México, su legitimidad y su partido, prácticamente hegemónico en ambas cámaras, es garantía de estabilidad después de décadas de desprestigiados gobiernos priistas y panistas. A la par que cuenta con gran consenso, López Obrador le otorgó un lugar a las fuerzas armadas que expresa su curso bonapartista”.
Este proceso de pasivización no puede entenderse sin el accionar de las direcciones sindicales y sociales, que se plegaron primero al candidato opositor y luego, con mayor entusiasmo, al presidente. El gobierno de Morena buscó, desde su misma llegada, fortalecer sus posiciones mediante la subordinación y el alineamiento de las organizaciones obreras y populares; tanto de aquellos provenientes de la vieja burocracia charra (como es el caso del SNTE) hasta los otrora opositores del Sindicato Minero y la Unión Nacional de Trabajadores. Se buscó recrear, en condiciones nuevas y distintas, una característica central del viejo régimen priista —la subordinación y estatización de las organizaciones de masas—, a la par que se apostó también a la conformación de centrales sindicales orgánicamente vinculadas al oficialismo. Esto es la base de que hoy estemos en una verdadera tregua de los sindicatos con el gobierno, a pesar de los ataques que han sufrido sectores de trabajadores.
Esta dinámica de cooptación política se expresó en la participación en el gobierno y en las listas electorales del Morena, de representantes de organizaciones obreras, sociales y populares; particularmente, de varios que fueron parte de los movimientos que surgieron en los últimos 8 años (es el caso de Susana Prieto, Omar García o Nestora Salgado); lo cual definimos previamente como transformismo, retomando la categoría del marxista sardo Antonio Gramsci [4]. El rol pasivizador que asumió el gobierno de AMLO y la subordinación al mismo por parte de las direcciones sindicales y políticas del movimiento de masas ha sido una característica fundamental de los últimos años.
La izquierda y el gobierno de AMLO: una adaptación escandalosa
En un artículo previo, a propósito de las pasadas elecciones intermedias, debatimos con algunos grupos que se reclaman socialistas, como la Coordinadora Socialista Revolucionaria, Izquierda Socialista o Izquierda Revolucionaria quienes, con distintos matices, combinaron “Ni un voto a las derechas” con el voto “crítico” a los candidatos obreros y populares en las listas de Morena. Esta postura implicó, en los hechos, un llamado a votar por el partido de AMLO.
Meses después, se involucraron activamente en la consulta por el juicio a los expresidentes con la que AMLO buscó fortalecer su perfil “antineoliberal” y de impulsor de la llamada democracia participativa; que este era su real objetivo político se probó en la oposición del presidente al juicio y castigo de los responsables de las políticas neoliberales.
Posteriormente, varias de estas organizaciones, junto al Grupo de Acción Revolucionaria [5], se sumaron entusiastamente a la iniciativa de reforma eléctrica impulsada por López Obrador.
Cuestionada por funcionarios estadounidenses y atacada por la oposición de derecha (que finalmente evitó que fuera aprobada en el Congreso), la reforma pretendía limitar la presencia del capital privado hasta un 46 % y fortalecer el control estatal, debilitado por la anterior reforma de 2013. No obstante, estaba muy lejos de cualquier medida expropiatoria que afectase a las trasnacionales imperialistas y al capital nativo —como el propio gobierno dijo desde el principio— y de pretender la nacionalización del sector eléctrico.
A pesar de esto, las organizaciones mencionadas impulsaron un Frente en defensa de la reforma eléctrica junto a Morena, justificándose bajo la idea de que la propuesta gubernamental era un paso adelante en la lucha por la soberanía energética. Además, las organizaciones mencionadas omitieron cualquier crítica profunda a la política de López Obrador.
La participación en este frente no es un hecho menor. No estamos hablando de un frente único con organizaciones obreras y populares para la lucha, puesto que Morena no es una fuerza política de izquierda, ni que busque desarrollar la lucha de clases, sino al contrario. Estamos ante un acuerdo político con el partido que gobierna el país y administra los intereses de los capitalistas; una fuerza de carácter burgués por su programa y por su política, independientemente de su retórica progresista y de su base social [6]. Podríamos esperar que las fuerzas populistas y reformistas, que se han caracterizado por adaptarse históricamente a los sectores “progresistas” de la burguesía (primero el PRD y luego AMLO) obvien convenientemente esto; es evidente que en los grupos socialistas mencionados, la cercanía política con el populismo y la propia presión del progresismo gubernamental ha influido poderosamente en el alejamiento cada vez mayor de una perspectiva revolucionaria.
La participación en un Frente en defensa de la reforma de AMLO, encabezado por el propio Morena, representa el abandono de la independencia de clase, y confirma la adaptación y subordinación de estas organizaciones “socialistas” al partido de gobierno, que ya habíamos advertido en anteriores artículos y polémicas. La retórica desplegada desde sus publicaciones —por cierto, de muy escaso alcance— en torno a que ellos sí estarían por la renacionalización del sector, no pueden ocultar cuál ha sido la clave de su política concreta; integrando el Frente y participando de foros y acciones junto a Morena en defensa de la reforma gubernamental.
Algunas de estas organizaciones sostuvieron, en los años previos, una política de adaptación y de subordinación al PRD primero y al Morena después, cuando eran partidos de oposición; no obstante, estamos ante un salto cualitativo dado por el apoyo político al partido de gobierno.
Una consecuencia —esperable, pero no menos bochornosa— es la participación en la administración de la 4T. Es el caso del Grupo de Acción Revolucionaria, uno de cuyos referentes se ha convertido en un defensor público y a ultranza de la política de AMLO, desde su puesto como Director General de Energías Limpias de la Secretaría de Energía federal. Esto es expresión del “transformismo” al que nos referimos previamente.
Se inscribe en una deriva de subordinación política a un gobierno y un partido burgués que culmina en la participación en aquel y la defensa, desde “dentro”, de su política [7], lo cual remite a la discusión en el seno del marxismo en torno al llamado ministerialismo. No podemos menos que recordar y citar los escritos de Rosa Luxemburg al respecto, cuando criticaba a aquellos “socialistas” que “están tratando de introducir las mismas reformas sociales en tanto que miembros del Gobierno, es decir, apoyando al mismo tiempo al Estado burgués”, y que por lo tanto reducen “su socialismo a un democratismo burgués o una política obrera burguesa”, lo cual implica, como en el caso contemporáneo que criticamos, sostener la defensa de la política gubernamental, convirtiéndose en “socialistas de la 4T”. [8].
Esta adaptación es aún más grave ante el hecho que el gobierno ha mostrado una profunda cerrazón frente a los conflictos obreros y populares, apelando a la represión cuando ha sido necesario, como la que han debido enfrentar los normalistas y el magisterio en los meses previos, mostrando así cuál es la actitud del “progresismo” ante las luchas de las y los trabajadores. Lamentablemente, esto no ha alterado en lo más mínimo la política de estos “socialistas” de la 4T.
Una estrategia socialista y revolucionaria ante la 4T
Considerar las diferencias que puedan existir entre determinadas medidas gubernamentales y las anteriores políticas priistas o panistas —como las que se evidencian en el caso de la reforma energética— no puede significar que obviemos los límites de clase de aquellas. Lejos de ello, es necesario desplegar una perspectiva claramente independiente para el movimiento obrero y popular como la que ya hemos planteado desde esta revista, y sostener la independencia política de los socialistas.
En relación a eso, en sus escritos sobre México y el cardenismo, Trotsky afirmaba que “durante el curso de la lucha por las tareas democráticas, oponemos el proletariado a la burguesía. La independencia del proletariado, incluso en el comienzo de este movimiento, es absolutamente necesaria” [9]. También afirmaba que era esencial mantener la independencia de la organización y de su programa, justamente, para impulsar esa perspectiva en el seno de la clase obrera. No se trata solo de una independencia en términos organizativos; Trotsky se refiere a la independencia política de los marxistas revolucionarios, que debe expresarse en levantar una política independiente para la clase trabajadora, mediante la cual “oponemos el proletariado a la burguesía”.
En el caso de los grupos mencionados, lejos de la independencia política y de pelear por la misma en el movimiento obrero, se integraron a un frente junto al partido de gobierno, se convirtieron en defensores acríticos de su política y, en algunos casos, se sumaron a la oleada “transformista” como funcionarios gubernamentales.
Una adaptación y una capitulación política, que parece resultado tanto de la presión del progresismo lopezobradorista como de una ilusoria búsqueda de atajos para construirse; sin embargo, no hay posibilidad de empalmar con sectores de masas en clave revolucionaria, sobre la base de actuar como la pata izquierda del gobierno de la 4T.
Por el contrario, hay que confluir con aquellos sectores que comienzan a realizar una experiencia con el gobierno lopezobradorista y que enfrentan los despidos y la cerrazón gubernamental —como los trabajadores estatales, de la cultura, docentes, por ejemplo—, así como con quienes están avanzando en una politizaciónpolítización crítica respecto a la 4T, extrayendo y difundiendo las lecciones de los límites y el verdadero carácter del progresismo de AMLO. Esto, para levantar una política claramente independiente, tanto del gobierno como de la derecha.
No hay atajos que pasen por la subordinación al Morena y conduzcan a una política y una organización revolucionaria. Ese camino sólo puede reeditar, como una nueva farsa, la triste experiencia de organizaciones que, en el pasado, terminaron liquidándose en las filas del PRD o del mismo zapatismo [10].
Construir un gran partido socialista y revolucionario requiere orientarse hacia la vanguardia obrera y juvenil, hacer una experiencia común en la lucha de clases y organizarla tras las banderas del marxismo; esto es, debatiendo con la política del progresismo lopezobradorista y su “proyecto de nación” —-que no cuestiona la opresión imperialista y la explotación capitalista—-, tras una estrategia que luche por una revolución obrera y socialista en México y una sociedad sin explotadores ni explotados. Ésa es la perspectiva que impulsamos desde el Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas, en la lucha de clases, en las agrupaciones político sindicales que construimos junto a trabajadores y estudiantes independientes, y desde la red internacional La Izquierda Diario.
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