Quería aprovechar como excusa el tema que reintroduce de manera muy pertinente, desde mi punto de vista, el libro de María O’ Donnell (que vuelvo a recomendar) para plantear un “estado de la cuestión”, podríamos decir, sobre las interpretaciones en torno a qué pasó en los años ’70. Es oportuno porque muchos de los que quieren clausurar ese debate pretenden amalgamar los errores o lecciones políticas de las distintas organizaciones (armadas o no) para impugnar todas las aspiraciones y la voluntad de una generación que llevó adelante un ensayo general que quiso transformarlo todo. Entonces, los cultores del hecho consumado, niegan la multiplicidad de posibles que estaban contenidos dentro de aquellos acontecimientos que marcaron una década, indudablemente, revolucionaria y terminan afirmando: “bueno, miren como terminó”. Sentencian que todo intento, para decirlo así de manera directa, demasiado “zarpado” o excesivamente pretensioso de cambiar las cosas (como pretender la osadía de que las personas tengan trabajo y que a la larga no sea una forma de esclavitud, porque la técnica así lo permite; que nadie se muera de hambre; que no se condene a los jóvenes y se descarte a los viejos; que no se opriman naciones o continentes enteros; que no se masacre a pueblos despojados; en síntesis: que no exista más eso de para unos pocos, todo y para los muchos, nada). Eso no se le debe cruzar por la cabeza a nadie nunca más, porque necesariamente, es un cuento que termina mal. De esta manera, se invierte sutilmente la carga de la culpa: la responsabilidad del genocidio, de las masacres (aunque se condenen), en el fondo, en el fondo, piensan que está en los que se rebelaron demasiado, los que no supieron contenerse. Según estas miradas, las aberraciones de la contrarrevolución están -en última instancia- inscriptas en la revolución. Así la revolución no es ni siquiera un sueño eterno, es una pesadilla de odio, locura y muerte. Por todo esto me parece bueno hacer un repaso de los “relatos” construidos en torno a aquellos años y su final: el golpe de Estado de 1976. No voy a hacer más que apropiarme de algunas ideas que escribió Christian Castillo, sociólogo, dirigente del PTS, referente del Frente de Izquierda, en un artículo de una revista del año 2004 (Lucha de clases) cuya síntesis luego también se publicó en el diario Página 12. Existe un primer ensayo discursivo hecho por los propios militares y sus escribas (pongamos Ceferino Reato, el “Tata” Yofre), donde los crímenes cometidos antes y después del Golpe son, como máximo, vistos como “errores” y “excesos” de una “guerra necesaria” en defensa del “capitalismo occidental y cristiano” contra la “subversión apátrida”. Cuando Christian escribió el original de este artículo decía que “es una interpretación que hoy casi nadie sostiene por fuera de los propios represores y su círculo de influencias en la derecha local”. Bueno, después del macrismo está más relativizado, aunque como lo demostraron las movilizaciones contra el “2x1” (recuerden: el fallo de la Corte que, en última instancia, apuntaba a liberar genocidas presos), hay un límite allí de una relación de fuerzas histórica plasmada en determinados consensos de la sociedad argentina. La segunda interpretación es la llamada “teoría de los dos demonios”, que fue la sostenida como política de Estado por el gobierno de Raúl Alfonsín y se encuentra muy bien explicada en el prólogo elaborado por Ernesto Sábato al libro Nunca Más. La síntesis de esta lectura es que la acción represiva fue una respuesta al “terrorismo de extrema izquierda”, aunque condena la forma, los “errores” o los “excesos”.
“Durante la década del ’70 –escribió Sábato–, la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda (...). A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. Acá se igualan víctimas y victimarios y no cuestiona el contenido social y político del mal llamado “Proceso”. Un contenido que está ahí a cielo abierto y a la vista de todos en el país transformado regresivamente después de la dictadura: primarizado, empobrecido, endeudado y con su entramado industrial muy dañado. El tercer relato se diferencia de los anteriores en reivindicar la militancia revolucionaria de la generación del ’70, cuestionando por izquierda la “teoría de los dos demonios”. Esta visión, sin embargo, comparte con las anteriores el hecho de poner en un plano menor a las grandes acciones masivas protagonizadas por la clase obrera, su tendencia a la insurgencia y el desafío que sus acciones presentaron a los gobiernos y a los empresarios. Este discurso cobró peso en los años kirchneristas, aunque ahora no tanto en estos tiempos de consenso “albertista” en los que la narrativa estatal –todavía en construcción– es una mezcla extraña de un “derechoumanismo” más ligth, de tipo alfonsinista (sin la teoría de los dos demonios, obvio) y el discurso estatal de la etapa previa del kirchnerismo. El cuarto relato, para mí muy necesario y que se corresponde más con los hechos, es el que plantea que la etapa que vivió la Argentina entre 1969 y 1976 no puede reducirse a la actividad de las organizaciones político-militares. Hay que poner en un primer plano las acciones protagonizadas por la clase trabajadora, que en esos años llevó adelante gestas memorables e incluso tendió en los momentos previos al golpe hasta a rebasar los límites políticos e ideológicos se su representación política histórica: el peronismo. Hablamos del Cordobazo, del Rosariazo, hablamos de aquella impresionante rebelión que tuvo lugar en Villa Constitución, de las jornadas generales de junio/julio de 1975 y su huelga general, y de las “coordinadoras interfabriles”, que fueron embriones de un contrapoder que surgía desde corazón del mundo levantisco de los trabajadores y trabajadoras. Lo profundo de la amenaza que representaba esta insurgencia para los intereses de los grandes empresarios y las potencias imperiales explica los niveles alcanzados por una represión que tuvo como objetivo central no sólo terminar con la guerrilla (ya debilitada antes del golpe) sino doblegar a una clase, a un pueblo, que se mostraba indomable: la gran mayoría de los desaparecidos fueron asalariados y, más de un 30 por ciento, obreros fabriles. Por eso el golpe fue cívico-militar-empresarial-eclesiástico y con claros objetivos clasistas. Hoy asistimos a revueltas en todo el mundo, acá nomás en Chile estaba en curso un movimiento impresionante y muy profundo que quedó en suspenso por la pandemia, Estados Unidos se vio impactado por una rebelión negra o Francia por distintas formas de luchas. Las causas que empujaron a una generación a enfrentarse con una voluntad envidiable a un sistema aberrante siguen intactas o se agravaron hasta el infinito. Entonces, el debate es más necesario que nunca, pero no para una condena moral que se mantenga dentro de las coordenadas del evangelio según las ideas dominantes, sino para sacar lecciones políticas, estratégicas, para apropiarse de la voluntad, para criticar los errores y para aprender para el presente, pero sobre todo, para luchar por el futuro.