Hacemos público el documento presentado al VII Congreso del Partido de Trabajadores Revolucionarios, que busca realizar un balance de los procesos de lucha de clases de la última década y proponer hipótesis para el escenario que se abre luego del fracaso de los ensayos constitucionales. De conjunto, nos proponemos realizar un repaso de la historia reciente de Chile, ordenándola alrededor del problema de la hegemonía, entre la defensa activa de la herencia de la dictadura y los intentos por “ampliar el Estado” a través de a integración y cooptación de fracciones políticas y de clase para recomponer una hegemonía en crisis. Foto: Caiozzama
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I. Primera parte: crisis de la hegemonía neoliberal de la transición
1. Formación de una nueva burguesía
2. Estancamiento y crisis del esquema de acumulación
3. ¿Que hacer frente al estancamiento?
4. Empantanamiento estratégico
5. Clases, fracciones de clase y reconfiguraciones hegemónicas
a) Una nueva clase trabajadora
b) Rol de los sindicatos
6. Crisis del consenso de la transición
7. El régimen de la transición y el problema del “Estado ampliado”
8. Éxitos y fracasos de los intentos de “ampliación del Estado”
a) La integración del Partido Comunista
b) El caso del “nuevo sindicalismo”
c) El Frente Amplio y el movimiento estudiantil
9. La dialéctica de la pasivización
II. Segunda parte. Revuelta y restauración
1. Fracaso de la apuesta constitucional
2. Entre la política de “centro burgués” y la “restauración conservadora”
3. ¿Y después de los fracasos constitucionales? Nostalgia noventista
4. Gabriel Boric como un gobierno “socialdemócrata”
5. El Partido Comunista
6. Espacio a izquierda del PC
7. Inicial cambio de clima a nivel de la lucha de clases
Introducción
Una de las definiciones que hemos utilizado para entender el período en que transitamos en Chile, es la de “crisis orgánica”. Esto nos ha permitido distinguir diferentes situaciones y coyunturas de un mismo período histórico. Antonio Gramsci plantea que las “crisis orgánicas” (que diferencia de los fenómenos “coyunturales”), se producen cuando “grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales”, produciéndose una crisis de hegemonía de la clase dirigente. La crisis se manifiesta en una creciente ingobernabilidad política y en la ruptura del aparato hegemónico, lo que significa la desintegración de la red de relaciones e influencias. Ésta puede provocarse ya sea “porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas” o porque amplios sectores de masa “han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución” [1].
A su vez, Gramsci centra su atención en cuál es la capacidad de resistencia del Estado y de los defensores del orden existente. En efecto, en períodos de crisis orgánica “las contradicciones estructurales incurables se han revelado (han alcanzado la madurez) y, a pesar de ello, las fuerzas políticas que luchan por conservar y defender la propia estructura existente hacen todo lo posible por curarlas, dentro de ciertos límites, y superarlas” [2]. Es decir, la crisis orgánica da cuenta de aquellos momentos de transición de una configuración histórico-política a otra. La crisis orgánica puede abarcar diversas situaciones, ya que sus implicaciones espacio-temporales son de mediano y largo plazo.
De hecho, estas tendencias están presentes en diversos lugares del mundo, tanto en países imperialistas como dependientes y con diversos grados de profundidad y extensión. El trasfondo es la crisis mundial de la hegemonía neoliberal producto del agotamiento del “pacto social neoliberal”. Éste, pese a tratarse de un pacto esencialmente elitista, incluía a sectores de masas a través del consumo y el crédito. Los márgenes para la “integración social” a través del crédito y el consumo se han reducido notoriamente. A su vez, la generalización de la democracia liberal durante las últimas décadas también ha entrado en crisis [3], dando pie a la inestabilidad política, al surgimiento de nuevos fenómenos políticos por derecha y por izquierda, el aumento del autoritarismo estatal, procesos de lucha de clases como el reciente ciclo de revueltas, el renacer de luchas obreras en Europa y más recientemente, las movilizaciones de masas y luchas estudiantiles contra el genocidio en Palestina. En los últimos años esta crisis hegemónica se ha agravado. La guerra de Ucrania, el genocidio en Palestina y la enorme inestabilidad geopolítica que ha abierto, confirma que con la crisis capitalista de 2008 (profundizada por la pandemia y la crisis ambiental), se ha abierto un período en el que las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin) están nuevamente a la orden del día.
Chile hoy atraviesa ese período histórico. La “gran empresa” o proyecto que significó la transición pactada y el Chile neoliberal de la derecha y la Concertación, se agotó y entró en un momento de crisis estructural. La enorme separación entre los grupos sociales y los partidos está fuera de duda, lo que se expresa en la fragmentación política y el surgimiento de nuevos fenómenos políticos. La democracia liberal a la chilena se encuentra cuestionada. Atravesamos un momento de reconfiguración en el régimen político y “nuevas formas de pensar” (un fenómeno que, como hemos visto durante los últimos años, no es progresivo ni homogéneo, sino caótico y cambiante). Pero esto es expresión de un fenómeno más profundo que tiene raíces económicas (el estancamiento estructural del esquema de acumulación surgido durante los ochenta y los noventa) y la reconfiguración de las articulaciones hegemónicas o “alianzas” entre las distintas fracciones de clases, es decir, una crisis de hegemonía de la clase dominante. En la primera parte nos concentramos en estos aspectos estructurales: ¿en qué consistió la “gran empresa” del neoliberalismo chileno tanto en lo económico, social y político? ¿Cuáles son los rasgos fundamentales de su “fracaso”?
Como decíamos, la categoría de “crisis orgánica” da cuenta de un período histórico que contiene distintos momentos, situaciones y coyunturas. La crisis del esquema de acumulación de los últimos años y la crisis del régimen de la transición ya tiene varios años y existe una profusa elaboración al respecto. Por lo que la caracterización de esta etapa es insuficiente si queremos utilizarla para orientar nuestra actividad política. Como notaba Gramsci, la crisis orgánica no conduce automáticamente al derrocamiento del viejo sistema y a la creación de uno nuevo. De hecho, puede producir un "interregno" y es en estos momentos en donde las clases dominantes echan mano a diversos mecanismos para recuperar el control: desde mecanismos de cooptación, desvío y asimilación de ciertas demandas para fortalecer un proyecto restaurador de conjunto, hasta golpes represivos, aumentos de rasgos autoritarios, “bonapartistas” o “cesaristas”. Por este motivo, no basta con la definición de crisis orgánica y de crisis de la hegemonía neoloberal. Para responder a la pregunta de dónde estamos, es indispensable distinguir las distintas temporalidades y situaciones. A su vez, resultaría abstracto hacer análisis de situación sin considerar la correlación entre las fuerzas políticas y los resultados de los procesos de lucha de clases (y particularmente de sus desvíos y cooptaciones). En la segunda parte del documento nos concentramos en este punto.
De conjunto, nos proponemos realizar un repaso de la historia reciente de Chile, ordenándola alrededor del problema de la hegemonía, entre la defensa activa de la herencia de la dictadura y los intentos por “ampliar el Estado” a través de la integración y cooptación de fracciones políticas y de clase para recomponer una hegemonía en crisis. El objetivo político es doble. En primer lugar, de lo que se trata es de apuntar a un rearme estratégico luego de años turbulentos. Debemos notar la importante desorientación estratégica y crisis intelectual de la izquierda. Hasta el 2019 eran los intelectuales reformistas (primero del Partido Comunista y luego del neo-reformismo del Frente Amplio) quienes marcaban pauta en los debates político-académicos. Hoy es la derecha (e incluso la ex Concertación), la que lanza libros e instala los márgenes del debate. Se trata prácticamente de un apagón intelectual. Durante años los desarrollos del reformismo y neoreformismo concentraron sus dardos en el “malestar” y la crisis de representación política. El diagnóstico era que el nuevo esquema de acumulación neoliberal había empujado el surgimiento de “actores emergentes” que no encontraban formas de “procesamiento político” de sus demandas en el régimen político de la transición. El caso del movimiento estudiantil era el más emblemático. Carlos Ruiz Encina [4] es uno de los intelectuales destacados de esta vertiente, quien transformó dicho diagnóstico en un verdadero programa: de lo que se trata es de buscar una “ampliación” del régimen para la integración de los sectores emergentes. Esta apuesta ha terminado en una gran decepción: la apuesta por una “nueva constitución” no sólo significó la pasivización y neutralización de la revuelta de octubre, sino que fue rechazada abrumadoramente en las urnas. Por su parte, Gabriel Boric pasó de la retórica de un gobierno de “transformaciones estructurales” a transformarse él mismo en una nueva concertación.
La situación de la izquierda del “apruebo” no es mejor. Su foco puesto en teorías decoloniales, decrecionistas y multiculturales quedaron profundamente golpeadas luego del triunfo del rechazo. Una parte de dicha izquierda, representada sobre todo por Movimientos Sociales Constituyentes (que hoy busca legalizar el partido “Solidaridad para Chile”), apostó por su emergencia política a través de la Convención Constitucional, ubicándose como representante de los “movimientos sociales” y proponiendo como perspectiva estratégica una nueva constitución supuestamente “antineoliberal” que incluía una integración de los “movimientos sociales” a los engranajes de la gobernabilidad capitalista (algo a lo cual se subordinó el “morenismo” criollo). A su vez, ha mantenido una posición ambigua respecto al gobierno de Gabriel Boric con la idea de “apoyar lo bueno, criticar lo malo”, o derechamente mantener “un pie adentro y uno afuera” del gobierno como Izquierda Libertaria. Hasta la fecha, este sector no ha elaborado un balance de su apuesta fallida y menos que menos cuenta con un análisis de la lucha de clases de la última década ni perspectiva programático estratégica para el período que se abre. El último esfuerzo en esta dirección lo realizó Franck Gaudichaud [5] en el año 2015, de quien tomamos críticamente algunos elementos de su análisis y establecemos un debate. Peor es el caso de la izquierda abstencionista, anti electoral o revueltista (ya sea en sus vertientes “rojinegras”, frentistas, lautaristas, anarquistas, maoístas). No sólo no tienen un balance estratégico de estas características, sino que pareciera que hasta se enorgullecen de no tenerlo. En el mejor de los casos, sus distintos colectivos saltan de coyuntura en coyuntura careciendo de viabilidad política. Una de las pocas excepciones a esta falta de interés en elaborar hipótesis estratégicas nacionales, se encuentran en las elaboraciones de Rafael Agacino [6], de quien también tomamos críticamente algunas definiciones y buscamos debatir.
Desde nuestro punto de vista, retomar el análisis de la situación estratégica y de “naturaleza de la guerra” que nos toca afrontar, requiere situarnos en un balance de la lucha de clases de las últimas décadas a partir de una óptica marxista. Esto requiere sistematizar nuestras elaboraciones y teorizar nuestra práctica. Desde el Partido de Trabajadores Revolucionarios logramos una inicial pero relevante acumulación de cuadros al ligarnos a los sectores más avanzados de las luchas estudiantiles, obreras y del movimiento de mujeres de la última década. Gracias a esto logramos intervenir de manera organizada y con iniciativa política en la revuelta de octubre de 2019. En distintas ciudades impulsamos políticas de autorganización, y en Antofagasta influimos en el curso de los acontecimientos por nuestro rol en el Comité de Emergencia y Resguardo (particularmente en las jornadas revolucionarias del 12 de noviembre). Nos posicionamos contra el “Acuerdo por la Paz y la nueva Constitución”, oponiéndole las consignas Asamblea Constituyente Libre y Soberana, huelga general y fuera Piñera. Cuando se impuso el desvío, logramos desarrollar una agitación electoral con programa y personalidad propia a partir de una posición de independencia de clase sin diluirnos en fenómenos como La Lista del Pueblo. El objetivo fue acompañar la experiencia de las masas que tenían enormes ilusiones constitucionales, pero de forma principista e independiente. Esto nos permitió conquistar personalidades públicas como Dauno Totoro o Natalia Sánchez, concejala de Antofagasta, quienes se han hecho conocidas como férreos opositores a la derecha y la extrema derecha desde una posición independiente del gobierno de Apruebo Dignidad y la ex Concertación. No respaldamos ni política ni electoralmente al gobierno de Gabriel Boric. Tampoco lo hicimos con la nueva Constitución de la Convención, denunciando el intento de “restauración progresista” de la gobernabilidad capitalista. Hemos buscado teorizar estas posiciones en el libro “Rebelión en el Oasis” [7] y en diversas publicaciones en La Izquierda Diario.
En nuestro Congreso nos proponemos profundizar este camino, situando el balance estratégico de los últimos años en el escenario de las últimas décadas. Si el primer objetivo de este documento es apostar a un rearme estratégico, el segundo objetivo es fortalecer la autonomía estratégica que le dé sentido de existencia a una izquierda socialista y revolucionaria en Chile. Sin esto, es muy difícil pelear por la emergencia de un partido revolucionario que tenga plena independencia teórica y programática del reformismo en sus diversas variantes (ya sea del Frente Amplio, del Partido Comunista o del “jaduismo”). Estamos convencidos que sin esta independencia no resulta viable la emergencia de una izquierda revolucionaria en Chile.
En contraste con la mayoría de los análisis sobre la crisis política en Chile y el estallido social, sostenemos que los principales fenómenos políticos y de la lucha de clases tienen directa relación con la situación internacional. Esto refuerza nuestra vocación internacionalista. No es difícil situar las luchas estudiantiles del 2011 en la “primera ola de lucha de clases” post crisis del 2008 que se dio en muchos países del mundo. Lo mismo puede decirse del surgimiento del neorreformismo (con Podemos como caso emblemático), como desvío de dichos procesos. La rebelión de octubre se enmarcó en el ciclo de revueltas que se extendió por diversos países. Las tendencias a la crisis orgánica, a la crisis de la hegemonía neoliberal, a la polarización política y el surgimiento de fenómenos de extrema derecha, colorean el paisaje tanto de países imperialistas como de Latinoamérica. Podría decirse lo mismo del aumento de la crisis social y el aumento de los rasgos bonapartistas del Estado con la excusa del narcotráfico. Así las cosas, un análisis detallado de los rasgos particulares que adquieren estas tendencias en función de la historia nacional, las características propias de la crisis de la hegemonía neoliberal en Chile (ligada a la crisis del régimen de transición), a los resultados de la lucha de clases de la última década, etc, permitirá mayor autonomía estratégica.
I. Primera parte: crisis de la hegemonía neoliberal de la transición
La dictadura no se limitó a la derrota política, física y moral de la vanguardia surgida durante los años setenta. No cabe duda que su primer objetivo fue derrotar el proceso revolucionario en Chile, por lo que sus primeros años fueron los más intensos en cuanto a asesinatos y represión directa a la vanguardia obrera y juvenil, con miles de asesinatos, desaparecidos, detenidos, torturados, exiliados. Pero una vez completada esta tarea, la dictadura militar, sostenida en primer lugar por las Fuerzas Armadas, por la gran burguesía y el imperialismo norteamericano, acometió una serie de transformaciones estructurales. No por nada se habla de una “revolución neoliberal” (que fue más bien una ofensiva contrarrevolucionaria) o de un proceso de “modernización” capitalista. En un sentido, la dictadura significó una restauración del “orden” desafiado, sin embargo, no implicó una restauración del entramado político, económico y social previo.
I.1. Formación de una nueva burguesía
Uno de los aspectos más llamativos de la dictadura es que desde el Estado se impulsó la reconfiguración de las fracciones de la clase dominante y sus nichos de acumulación. Las privatizaciones de las empresas públicas por parte de burgueses ligados al capital bancario y financiero fue un paso fundamental para esto. La creación de las AFP apuntaló más el proceso, permitiendo hacer uso de las cotizaciones de la clase trabajadora para invertir en los nuevos nichos de acumulación (e incluso invertir en el proceso de privatizaciones). Fue durante la década de los ochenta que se sentaron las bases de dicho esquema, es decir, los pilares del neoliberalismo que han funcionado durante los últimos cuarenta años. Se comenzó a crear el mercado financiero chileno. Se creó la industria forestal moderna con políticas de incentivo desde el Estado. Se incentivó la modernización capitalista del campo de la mano del sector agro exportador y se sentaron las bases para la futura industria salmonera.
La privatización de la salud, la educación y las pensiones son los principales emblemas de esta ofensiva neoliberal. Sin duda estos fueron nuevos espacios de negocios que antes no estaban abiertos al mercado. Sin embargo, la reestructuración de los nichos de acumulación fue mucho más profunda y tuvo la fuerza suficiente para cambiarle el rostro a la burguesía chilena. Es aquí cuando surgen o se reinventan las principales “familias” de la gran burguesía (Luksic, Angelini, Matte, Piñera, etc).
Los años ochenta fueron bastante turbulentos e inestables en términos económicos. La crisis que estalló en 1982 implicó el salvataje estatal a toda la banca. Existió una política de shock (devaluación, disminución del gasto público y salarios reales, negociación de la deuda externa, transformación de la deuda privada en pública), que logró estabilizar la economía. Chile fue uno de los pocos casos en Latinoamérica que las políticas del FMI y el Banco Mundial fueron “exitosas”, lo que fue clave para el despegue económico posterior (Agacino, 2006). Esto fue posible gracias a una política de represión dura al principio de las protestas populares, y luego una línea de “desvío” encabezado por la Concertación que negoció un itinerario electoral con la dictadura. El imperialismo norteamericano, si bien había sido una pieza fundamental en el golpe contrarrevolucionario y sirvió como sostén de la dictadura (no sólo a través de los “Chicago Boys”, sino participando de la penetración de capitales en el proceso de formación de una nueva burguesía), tuvo un giro en su política hacia Latinoamérica durante mediados y fines de los ochenta con las “transiciones a la democracia”. Es decir, ya no le era funcional una dictadura deslegitimada e incómoda como la de Pinochet, por lo que comenzaron a presionar por un cambio de régimen (no olvidemos que fue la propia embajada norteamericana la que habló con Fernando Matthei, Jefe de las Fuerzas Armadas, para reconocer el triunfo del “No”).
Con el viento de cola que significó la restauración burguesa a nivel internacional y el “consenso de Washington” que puso a EE.UU como el único hegemón mundial, los noventa constituyeron años excepcionales para el capitalismo chileno. Es durante esta década que se despliega verdaderamente la hegemonía neoliberal en Chile y el “boom” de la economía. Como sabemos, la Concertación mantuvo los pilares de la ofensiva neoliberal, pero no sólo eso. Impulsó una serie de políticas económicas estratégicas que dieron forma al capitalismo chileno de las últimas décadas. Una de las claves fue la política de apertura comercial y liberalización. Chile fue uno de los países que más tratados de libre comercio firmó en el mundo a fines de los noventa y principios de los años 2000 (privilegiando esta política de apertura por sobre la integración al Mercosur). Hacia el 2012 Chile constituía el país en el mundo con mayor porción de inversión extranjera respecto del PIB (59,6% en 2008 frente a un 24,% como promedio mundial). Aunque la liberalización y apertura se iniciaron en dictadura, la penetración imperialista “en serio” se dio durante la Concertación: la explotación minera privada dio un salto reduciendo a Codelco al 30% de la exportación minera (a principios de los noventa representaba un 70%), empresas imperialistas comenzaron a controlar negocios claves como la energía, bancos, Isapres, AFP, conglomerados educativos, etc. Durante el gobierno de Frei se vivió una nueva ola de privatizaciones (en los puertos, telecomunicaciones, sanitarias, energía) que favoreció tanto a capitales extranjeros como nacionales. Otro de los nichos claves de acumulación capitalista durante la Concertación fue la infraestructura a través del sistema de concesiones. El centro fue la infraestructura ligada a todo el circuito productivo exportador, lo que permitió un gran impulso de la actividad extractiva.
Esta política de apertura favoreció a las principales exportadoras. Las “familias” que habían sentado las bases de sus negocios durante la dictadura, se fortalecieron enormemente. Desde el negocio minero, forestal, energético, bancario, financiero y del retail, lograron crear grandes holdings con participación en diversas empresas y rubros. Este peso les permitió desplegarse también a nivel Latinoamericano. Chile es el tercer país de Latinoamérica (después de Brasil y México) con las empresas más grandes de la región, lo cual resulta llamativo si consideramos que el tamaño de la economía chilena es cualitativamente inferior a la de estos gigantes latinoamericanos. Empresas forestales y del retail tienen importante presencia en países como Argentina, Perú, Colombia o Brasil (CMPC, Arauco, Cencosud, Falabella, entre otras). En síntesis, se vivió un proceso de integración mundial y fuerte centralización del capital, que se ha realizado a través de la integración horizontal (holdings) y fragmentación productiva al alero de estrategias de acumulación conglomerales (Agacino, 2006).
Sin embargo, el peso de esta nueva burguesía no se basó únicamente en su gravitación económica, sino en la coordinación y compenetración que existió entre el Estado, las Fuerzas Armadas, los capitales internacionales, las instituciones del capitalismo global. Como veremos, el entramado institucional y estatal fundado en la dictadura constituyó uno de los grandes puntos de apoyo para organizar su hegemonía hacia el resto de la sociedad. Por otra parte, como ha destacado Carlos Huneeus [8], los gremios empresariales en Chile tienen un peso político a cara descubierta que no es muy común en otros países. Esto quiere decir que no sólo actúan a través de sus representantes de sus partidos políticos, el financiamiento electoral y el lobby, sino que actúan directamente en el proceso político a nombre propio a través de la dirigencia de los gremios empresariales.
I.2. Estancamiento y crisis del esquema de acumulación
El fenómeno económico que está detrás de la crisis orgánica en Chile es el estancamiento económico que se viene arrastrando desde hace más de una década y que muestra el agotamiento del nuevo esquema de acumulación. Nosotros alguna vez llamamos a esto “fin de ciclo”. Sin embargo, el estancamiento va más allá de un ciclo particular (como podrían ser los dos súper ciclos del cobre que hubo el 2006 y el 2011), sino que afecta al esquema de acumulación de los últimos cuarenta años. La gran burguesía y los partidos burgueses ponen el estancamiento económico como uno de sus ejes políticos fundamentales. Y, por supuesto, lo hacen para hacer política: plantean que la causa está en las “reformas” que impulsó el segundo gobierno de Michelle Bachelet, particularmente la reforma tributaria y el encarecimiento de los costos laborales. Naturalmente, la explicación de la crisis es mucho más estructural.
Oscar Landerretche [9], uno de los intelectuales de la centroizquierda burguesa (alguien abiertamente laguista, que participó de gobiernos concertacionistas en comités asesores o como director de Codelco), sostiene la tesis del “estancamiento secular”. Lo que plantea es que efectivamente las bases de los principales nichos de acumulación se sentaron durante la dictadura. Sin embargo, es en democracia de la mano de la Concertación, que se desplegó realmente el entramado económico fundado previamente gracias a las propias políticas económicas y sociales de los gobiernos concertacionistas. El gran rendimiento económico propio de negocios “vírgenes” (a lo que se suma, agreguemos nosotros, el auge que vino después de varias “catástrofes” económicas y sociales de la dictadura), las buenas condiciones externas y una mano de obra barata, permitieron un verdadero boom. Apoyándose en la ley económica de rendimientos decrecientes y de la tesis de “estancamiento secular”, sostiene que las nuevas inversiones ya no dan las mismas ganancias. Desde un punto de vista marxista, esto es coherente con la caída de la tasa de ganancia por el crecimiento de la composición orgánica del capital. Recordemos que uno de los rasgos de los países dependientes y atrasados, es la diferenciación de productividad y tecnología dependiendo de los nichos productivos. Es decir, perfectamente puede haber gran inversión, tecnología y “capital fijo” de punta en aquellos nichos ligados al capital imperialista, lo que tendencialmente hace caer la plusvalía de estos sectores, los que constituyen, a su vez, los centros de gravedad de conjunto en una economía dependiente y atrasada como la chilena.
Landerretche sostiene que los principales motores de la economía son los mismos que hace treinta años, por lo que sin diversificar y reorientar el “modelo de desarrollo” (como le llaman los burgueses progres), la caída del crecimiento es inevitable por más que se mantenga o incluso aumente la inversión. Si bien el estancamiento estructural ya se empezó a percibir a mediados de los años 2000, los dos superciclos del cobre lograron detener su ritmo. Durante los gobiernos de Piñera, aunque hubo una cierta euforia económica inicial, no se logró revertir la tendencia más general a pesar de sus políticas pro empresa. De hecho, plantea correctamente que la frustración de la promesa de “más crecimiento, más empleos” por parte de Piñera II son el contexto para entender la revuelta.
Sin embargo, aunque ilustra correctamente la profundidad del problema, devalúa completamente los factores internacionales y la dependencia de la economía chilena. No podía ser de otra forma, puesto que Landerretche es un ideólogo de la burguesía progresista “globalista”, por lo que es un militante de la “integración” (subordinación) de Chile en el mundo. Lo cierto es que el estancamiento chileno es inexplicable sin el cambio que comenzó a operar con la crisis internacional del 2008, el debilitamiento de la hegemonía norteamericana y el aumento de las tensiones geopolíticas con China. El “interregno” que vivimos actualmente en la situación internacional también marca la pauta de la dispersión o desorientación estratégica de la burguesía chilena que desarrollamos más abajo. Uno de los supuestos del modelo de acumulación capitalista en Chile es la apertura externa y la liberalización de las relaciones comerciales. Esto se ve enormemente debilitado con las tendencias proteccionistas y los giros abruptos en la situación internacional, que afectan la normalidad del circuito económico y plantean disrupciones en el comercio mundial. La apertura y liberalización con el comercio internacional se transforma en un boomerang. Durante los períodos de mayor estabilidad y orden a nivel internacional, constituían un punto de apoyo para el crecimiento económico. Sin embargo, en momentos de crisis y “desorden” internacional, la economía chilena se torna doblemente vulnerable a las oscilaciones y los cambios bruscos.
De esta forma, la disputa de EE.UU con China hace más aguda la doble dependencia de Chile. Hablamos de doble dependencia pues el esquema de acumulación basado en la exportación de materias primas (con primacía del cobre que representa el 13,6% del PIB al año 2022, y el 56% de las exportaciones del país en 2020) permite que pocos “clientes” controlen los destinos de exportación y las inversiones del país. China es el principal socio comercial de Chile con el 32,8% del intercambio comercial, seguido por Estados Unidos con un 15,8% y la Unión Europea 11,9%, mientras que los principales inversores extranjeros en Chile son Canadá y EE.UU. Ahora las disputas geopolíticas son cada vez más relevantes para las definiciones económicas (algo de eso resuena en el problema de los aranceles del acero Chino, en la disputa de Tianqui en el marco del acuerdo entre SQM y Codelco o la disputa por el Litio).
Asimismo, dado el estancamiento y el aumento de la deuda pública de los últimos años, las restricciones y calificaciones de las agencias financieras internacionales se vuelven más estrictas e influyentes. Recordemos que la deuda pública tuvo un aumento no menor durante la pandemia, sobre todo porque se rompió la tendencia histórica y se gastaron buena parte de las reservas de estabilización financiera creadas durante los superciclos del cobre (por ejemplo, el Fondo de Estabilización Económica y Social). En el marco de la correlación de fuerzas post revuelta y la debilidad del gobierno de Piñera, el régimen tuvo que entregar mucha plata a la población, lo que presionó al aumento del gasto y la deuda. De todas formas, aunque el debate de la deuda comienza a tener más peso (sobre todo como un “fantasma” para limitar cualquier aumento del gasto fiscal), Chile sigue siendo el cuarto país con menos deuda pública de Latinoamérica y el Caribe, por lo que no constituye un factor predominante como en Argentina.
I.3. ¿Que hacer frente al estancamiento?
Este es el marco de la encrucijada estratégica de la burguesía. La clase dominante ha sido relativamente exitosa a la hora de desviar y desactivar procesos de lucha de clases como la revuelta. Sin embargo, estratégicamente existe dispersión y confusión. Como escribió Juan Carlos Jobet, ex ministro de Piñera, en una columna en El Mercurio, el estado de ánimo del empresariado en la ENADE de mayo de este año era de desorientación. No por casualidad la principal crítica a Gabriel Boric por parte de los empresarios es que no ofreció ninguna perspectiva a largo plazo (aunque en el corto haya dado gestos de subordinación a la burguesía en reforma al sistema político, permisología, reactivación, etc). Esto es parte de la crisis de la hegemonía neoliberal y la encrucijada del estancamiento: no hay una salida que se haya impuesto como realmente hegemónica a nivel político y social.
De todas formas, podemos decir que la posición mayoritaria de la gran burguesía es la de recomponer la tasa de ganancia vía políticas neoliberales “ortodoxas” para cargar la crisis por el lado del trabajo y no del capital. Otra de las apuestas fundamentales es el desarrollo privado de la industria del litio y el hidrógeno verde como dos nuevos nichos de acumulación. La posición de la gran burguesía es que su explotación debe hacerse “a la manera” de los treinta años. Es decir, a través de inversión privada nacional y extranjera, asegurando derechos estables a largo plazo en las licitaciones. Incluso hay quienes plantean que el litio debe transformarse en un mineral concesible, para explotarse de la misma manera que el Cobre, lo que le da a las empresas privadas un derecho de concesión protegido y prácticamente perpetuo. Y buscando que el Estado incentive la industria en lo tributario, regulatorio y en infraestructura (vía concesiones, por supuesto).
Frente a esta posición, la única que aparece como una estrategia “alternativa” (al menos en el plano académico e intelectual), es la que ofrece la centroizquierda burguesa, que sería una vía “socialdemócrata de la periferia” que implica recuperar el espíritu de la vieja Concertación pero renovada. Plantean que hay que asumir el agotamiento y estancamiento económico. La base debe ser incentivar el crecimiento y la inversión, sin embargo, se requieren pactos estratégicos público-privados que involucren un aumento sustancial de los impuestos a cambio de dar todas las condiciones para el desarrollo productivo, tecnológico e inversión en ciertos nichos atractivos (como es justamente el litio), con predominio de la empresa privada (aunque con algún tipo de participación de empresas públicas). Es socialdemócrata porque busca políticas redistributivas de mayor “protección social”, pero es de la “periferia” no sólo porque se trata de una protección precaria, sino por estar basada en la explotación de recursos naturales orientados a la exportación.
Gente como Landerretche (y dentro de esto entran economistas como Ricardo Ffrench-Davis, el mundo de la Cepal que influencia también a columnistas como Daniel Matamala), sostienen que el litio y el hidrógeno verde por sí mismos no tienen el empuje suficiente para solucionar el problema estructural del estancamiento. Que son una gran oportunidad para un impulso al crecimiento, pero que si no existe un encadenamiento productivo y una visión estratégica de desarrollo de “conocimiento” y “tecnología”, y una política de “protección social” masiva y concreta, la explotación de estos nichos no logrará llegar realmente al bolsillo de la clase trabajadora y los sectores populares (a diferencia, como veremos, de los años noventa en donde la disminución de la pobreza y el aumento del consumo fueron pilares claves de la hegemonía neoliberal sobre amplias franjas de masas). Como no lograrán por sí mismos apuntalar cualitativamente el consumo popular, la explotación de estos nichos no serían “políticamente eficientes”, aunque económicamente signifiquen un gran empuje.
Tradicionalmente en Chile existió otro “espacio” más cercano a un “desarrollismo” en versión allendista, con intelectuales como Hugo Fazio o Manuel Riesco, con mucha influencia en el Partido Comunista. Estas posiciones tuvieron mayor relevancia (al menos en la izquierda) con el ciclo de gobiernos posneoliberales durante la década de los 2000. Chávez, Lula, Kirchner, Evo Morales fueron inspiración para un allendismo renovado. Sin embargo, en la actualidad esta corriente se encuentra profundamente debilitada no sólo por las crisis de los gobiernos posneoliberales a nivel latinoamericano (no hay un solo referente que usar de ejemplo), sino por el propio devenir del gobierno de Gabriel Boric y Apruebo Dignidad que anunció una “política nacional del Litio” con mayor peso del Estado, pero terminó firmando un acuerdo con Julio Ponce Lerou muy difícil de tragar para el reformismo tradicional. Otra de las corrientes que disputan en este terreno son las ambientalistas que tuvieron particular fuerza durante la Convención Constitucional. Sin embargo, el estrepitoso fracaso del “apruebo” y el giro de Boric respecto al TPP y las regulaciones ambientales, también debilitó y desmoralizó a este sector. De todas formas, estas corrientes político ideológicas son muy influyentes en el “jaduismo” y de los sectores críticos del PC que quieren recomponer un reformismo “de los orígenes”.
En cuanto al Frente Amplio, la verdad es que nunca planteó un “proyecto estratégico país” propio. Como desarrollamos más abajo, su política de “derechos sociales” partía de un análisis basado en la relación entre el Estado, el régimen y las fracciones de clase. Su objetivo declarado, más que modificar de manera sustancial el esquema de acumulación dependiente y atrasado chileno, era “resolver” la falta de “procesamiento político de las demandas sociales” a través de la integración de nuevas franjas de clase al régimen (un proyecto de Estado ampliado). Como buen partido pequeñoburgués que es, no tiene real autonomía estratégica respecto a la burguesía progresista. Hoy esto se puede ver en la disputa programática que existe entre el Manifiesto de Socialismo Democrático, y la declaración de principios del nuevo partido unificado del Frente Amplio.
I.4. Empantanamiento estratégico
Más allá de las corrientes político programáticas que puedan existir, lo cierto es que la única política realmente existente es la que entrega la agenda de la burguesía que, como decíamos, plantea como discurso volver al crecimiento de antaño con medidas neoliberales ortodoxas como los noventa. Sin embargo, esta situación plantea un empantanamiento estratégico por dos motivos fundamentalmente.
En primer lugar, la propia apuesta por recomponer la tasa de ganancia vía políticas ortodoxas tiene mucho de utopía nostálgica noventera. Las condiciones económicas, políticas, sociales e internacionales no tienen nada que ver con los noventas, por lo que incluso esas mismas recetas no darían el mismo resultado en el actual escenario. Hay expectativas de un nuevo ciclo favorable en los precios del cobre que dure un par de años. Sin duda esto sería un gran respiro para el gobierno de Boric y una buena base de estabilidad macroeconómica para el próximo gobierno. Pero por lo que dicen varios analistas, este sería un ciclo menos fuerte que los dos superciclos anteriores (y recordemos que si bien estos momentos de bonanzas lograron retrasar el estancamiento, no lo impidieron tendencialmente).
Una de las grandes diferencias respecto de los años ochenta y noventa es que no existe unidad política por parte de la burguesía. Un punto de apoyo fundamental para el impulso de la hegemonía neoliberal fue la unidad burguesa en una alianza estratégica compartida. Este no fue un proceso pacífico. En los primeros años de la dictadura, el ala neoliberal simbolizada por los “Chicago boys” (apoyados en los grupos primario exportadores y financieros) chocó tanto con sectores burgueses del período anterior como con alas corporativas de inspiración “fascista” o “franquista” (que motivaron divisiones dentro de la misma junta militar). Como sabemos, fueron los neoliberales quienes se impusieron y forjaron una nueva alianza dominante integrada por las fuerzas armadas, el sector más internacionalizado del empresariado (Ruiz, 2019), el gremialismo e integralismo católico de Jaime Guzmán (Agacino, 2006) y la derecha “tradicional” que luego fundará Renovación Nacional. La transición incorporará a la Democracia Cristiana y al Partido Socialista renovados esta alianza, y como vimos, durante la Concertación se implementarán una serie de políticas económicas a favor del esquema de acumulación fundado en dictadura. Dicha unidad se expresó en “los grandes consensos” de los noventa.
En términos políticos, es indudable que esa unidad se rompió. Como decíamos, más allá de la defensa ortodoxa del neoliberalismo, no hay proyecto estratégico claro. Pese a todos los esfuerzos, la línea de “grandes acuerdos” entre el gobierno de Gabriel Boric y la derecha no se ha impuesto. La derecha está fraccionada entre Chile Vamos y el Partido Republicano, quienes compiten por la hegemonía del sector. Uno de los debate que tenemos abierto en la dirección de nuestra organización, es cuánto de esa división política tiene expresión económico-social en alas diferentes de la burguesía. En este terreno hay dos puntos a estudiar: la capacidad hegemónica de la gran burguesía y sus “familias” de dirigir a las franjas medianas y pequeñas de la burguesía (por ejemplo, el Partido Republicano no es respaldado por gente como Luksic, pero sí encuentra mayor apoyo en sectores agrícolas). Y en segundo lugar, debemos estudiar los efectos de la “doble dependencia” China-EE.UU en la propia orientación de la clase dominante y si ésto empuja divisiones estratégicas. Por ahora, pareciera que la gran burguesía se orienta geopolítcamente a favor de EE.UU, pero intenta a toda costa mantener buenas relaciones económicas y comerciales con China.
El segundo aspecto del empantanamiento se desprende del hecho que las medidas ortodoxas conllevan ataques a la clase trabajadora y al pueblo. Por lo que para que puedan pasar requieren una modificación cualitativa de la relación de fuerzas. En contraparte, cualquier política que desafíe el camino “nostálgico noventista” requiere saltos en la lucha de clases que logren desafiar la burguesía.
Una resolución real al problema estratégico del estancamiento y la crisis orgánica requiere otra correlación de fuerzas. Sin embargo, debemos tener claro que las clases dominantes no apuestan al todo o nada. Esto significa que aunque el problema estructural no sea resuelto, la burguesía puede gobernar sin el consenso de antes. Pero este solo hecho tiene una enorme importancia política, pues las formas de gobernabilidad capitalista en momentos de crisis conlleva nuevos fenómenos políticos, reconfiguraciones, uso de manera más abierta de ideologías reaccionarias para justificar ataques más duros, medidas bonapartistas o cesaristas, etc. Y por supuesto, abre brechas en las alturas que pueden ser utilizadas favorablemente en la lucha de clases. Es por esto que, como veremos, una idea que teóricamente resulta razonable (“grandes acuerdos”, “volver al centro”) tiene tan poco rendimiento político y adhesión de masas. De lo que se trata, pues, es de ver cuáles son los rasgos de esta “gobernabilidad de la crisis”, que necesariamente implica más polarización.
Para no perderse en este punto, es indispensable diferenciar niveles y temporalidades. En el plano estratégico resulta claro que hay empantanamiento y que la línea de “defensa” no resolverá la crisis orgánica. Sin embargo, a nivel de la situación y las diferentes coyunturas que atravesaremos, la crisis de hegemonía se encuentra contenida porque no hay situación catastrófica en la economía y el principal desafío a la gobernabilidad capitalista que vino desde la lucha de clases (la revuelta) logró ser desviado y luego neutralizado, con el consiguiente reflujo y pasividad que trajo aparejado. Es más, en el plano inmediato, no es descartable que el aumento de precios del cobre y el impulso de nuevos nichos económicos como el litio o el hidrógeno verde, puedan dar mayor estabilidad económica.
De esta forma, que la burguesía sea incapaz de llevar adelante su programa de conjunto sin modificar la correlación de fuerzas, no significa que no busque pasar ataques que permitan a sectores recomponer su tasa de ganancia o hacer cargar la crisis a la clase trabajadora. Así, ataques sin respuestas, estabilizaciones parciales, aumentos de rasgos bonapartistas, etc, son determinantes para los cambios globulares de la relación de fuerzas y los escenarios espacio temporales más concretos en los cuales nuestra corriente debe intervenir.
I.5. Clases, fracciones de clase y reconfiguraciones hegemónicas
La idea de que el problema de Chile es que la “política tranca la economía” (un sentido común en los círculos empresariales), constituye una interpretación limitada de la crisis orgánica chilena. Es cierto que no existe una situación económica catastrófica como en Argentina y que la crisis política es el factor más dinámico de la situación. Es cierto que las divisiones políticas son el factor inmediato determinante a la hora de analizar situaciones y coyunturas. Pero lo que está detrás de la inestabilidad política, los nuevos fenómenos políticos, las oscilaciones, la polarización, etc, es la crisis de la hegemonía neoliberal de las últimas décadas. En ese sentido, es clave preguntarse cuáles son los rasgos esenciales de esa hegemonía que hoy se encuentra en crisis. La hegemonía es un proceso que contiene múltiples determinaciones. Por un lado, está lejos de constituir un fenómeno puramente “ideológico” o “cultural” como sostienen muchas de las lecturas reformistas de Gramsci. El marxismo no niega la autonomía relativa de los fenómenos políticos, ideológicos y culturales, pero busca su fundamento en los “intereses materiales” de los actores en pugna, que en la sociedad capitalista la conforman las clases sociales y fracciones de clase. Pero a su vez, la hegemonía se juega fundamentalmente en el terreno de las correlaciones de fuerzas políticas, siendo las ideologías y la cultura un aspecto fundamental en la formación de la subjetividad y la acción, puesto que es en las formas ideológicas donde los seres humanos adquieren conciencia del conflicto de clases y luchan por resolverlo (Marx). Abordaremos primero algunos puntos sobre las modificaciones sociales de la dictadura y la transición que constituyen la base de las articulaciones hegemónicas, y luego profundizaremos el problema político de la hegemonía en Chile.
La sociología concertacionista (con Manuel Antonio Garretón y Eugenio Tironi como los más conocidos) han estudiado las modificaciones sociales propias de la contrarrevolución neoliberal de la dictadura y su despliegue durante los gobiernos concertacionistas. En diálogo y debate con estas elaboraciones, se desplegó la sociología frenteamplista, con Carlos Ruiz Encina como uno de sus principales referentes. El punto de partida común es que la dictadura modificó sustancialmente la estructura de clases del período anterior, conocido como “Estado de compromiso”. Como vimos, se vivió una verdadera metamorfosis de las clases dirigentes con el consiguiente declive de las oligarquías tradicionales ligadas al campo y una burguesía nacional ligada a la industria. Como otra cara de la misma moneda, la clase trabajadora y las capas medias habrían sufrido modificaciones equivalentes, particularmente con el declive de la clase obrera industrial y el debilitamiento de las capas medias tradicionales (ligadas fundamentalmente a la gestión del Estado, incluyendo su entramado productivo). Sería imposible en estas líneas hacer un análisis y crítica completa de estos puntos de vista. Nos limitaremos a subrayar dos puntos, que son particularmente subvaluados en la sociología “progre” chilena.
a) Una nueva clase trabajadora
Gran parte de la sociología en boga destaca la extensión de las capas medias como el hecho clave que explica el “malestar”. Sin embargo, en estas explicaciones se pasa por alto las configuraciones concretas de las clases y fracciones de clase del Chile contemporáneo.
Gaudichaud reseñó bien las diversas críticas a la hipótesis de Carlos Ruiz sobre la “mesocratización” de la sociedad y su posición respecto a las clases medias como actor fundamental en el Chile contemporáneo. En el libro “Rebelión en el oasis”, Pablo Torres y Gabriel Muñoz también realizan un análisis detallado [10] de la configuración de la clase trabajadora en la actualidad y sus procesos de lucha y organización. Nosotros nos limitaremos a remarcar algunos puntos al respecto:
i) La reconfiguración de los nichos de acumulación efectivamente implicó una metamorfosis de la estructura de clases, puesto que surgieron nuevos sectores obreros ligados a estas nuevas industrias. Carlos Ruiz ha destacado correctamente este fenómeno. Sin embargo, su lectura tiende a diluir el peso específico de cada sector en una definición más general de decaimiento de la clase obrera industrial y florecimiento de una clase obrera de los “servicios”, con el consiguiente aumento de la tercerización y la precariedad laboral. Sin embargo, la sociología frenteamplista pasa por alto que durante las últimas décadas ha habido un proceso enorme de extensión de la clase trabajadora. Nunca había sido tan numerosa como en la actualidad. Por otra parte, el aumento del peso de los servicios, no ha implicado un retroceso del trabajo manual y repetitivo, que es la configuración mayoritaria de la clase obrera aún en la actualidad (Gaudichaud). Pero aún así, una lectura estratégica no puede caer en el reduccionismo sociológico: la reconfiguración de los nichos de acumulación ha dado pie a una nueva clase obrera enraizada en nuevas posiciones estratégicas con un importante poder de fuego. La historia reciente demuestra que estos sectores obreros, cuando han logrado superar la división que genera la tercerización estructural, han logrado hacer uso de su poder (como se vio en los ciclos de luchas de los subcontratistas el 2006-2007 en el cobre, forestales, industria del salmón, las huelgas de solidaridad en los puertos en el 2013, huelgas en sectores del retail, entre otras). De esta forma, el peso objetivo de la clase trabajadora no sólo no ha disminuido tras las dramáticas transformaciones sociales de las últimas décadas, sino que ha aumentado. Aunque en términos subjetivos, como movimiento obrero organizado, ha perdido peso político.
ii) De conjunto, lo que se vivió durante los años noventa fue una proletarización de amplios sectores populares, no sólo en los grandes sectores estratégicos, sino en todo el encadenamiento productivo que éstos generan (una parte importante de las pymes, que son el sector que más masa de empleo presenta, está directa o indirectamente ligado a estos encadenamientos) y también producto del impulso del consumo y la bancarización, que generó una amplia clase trabajadora de los servicios. Esto ha dado pie a una feminización de la clase trabajadora. Sin embargo, a diferencia de la clase obrera de posiciones estratégicas, se encuentra mucho más dispersa y desorganizada. Esta proletarización es la otra cara de la reducción de la pobreza e indigencia. Lo anterior tiene consecuencias estratégicas: no basta con relevar el renovado peso de las nuevas posiciones estratégicas, sino vincularlas con esta “masa” de trabajadores que laboran diversos rubros (con peso en los servicios). Así también, la articulación del movimiento de mujeres y una clase trabajadora cada vez más feminizada, es un nudo estratégico clave del Chile actual. Este tipo de problemáticas hemos abordado a la hora de analizar la relación entre los centros urbanos y poblaciones de la región de Antofagasta con las posiciones estratégicas del complejo minero, energético, industrial y portuario. Problemas similares abordamos a la hora de analizar las posiciones estratégicas del transporte en la metrópoli, y su relación con la enorme masa de trabajadores que se desplaza hacia los centros administrativos (recordemos que comunas como Las Condes centran gran parte del trabajo en Santiago).
iii) Hay algunas tendencias más recientes en la clase trabajadora que debemos estudiar en su propia especificidad. Se trata del aumento del trabajo informal, empujado en primer lugar por la pandemia y también el aumento de la inmigración, lo que abre nuevas problemáticas estratégicas. El combate contra los sentidos comunes de derecha respecto de los inmigrantes descansa en este fundamento.
iv) Junto con lo anterior, durante las últimas décadas se vivió la extensión y “asalarización” de una clase media profesional producto del salto en la matrícula universitaria vivida a principio de los 2000. En los análisis sobre la “clase media en Chile” no siempre queda muy claro cuánta porción corresponde a la emergente clase trabajadora que describíamos antes, y cuánto corresponde al proceso de profesionalización. Lo cierto es que durante los años noventa y dos mil hubo un claro aumento de la clase media profesional, por lo que es posible distinguir la nueva clase trabajadora de aquel sector social que engorda la alta burocracia de la gestión del Estado, pero sobre todo, de la gestión de las empresas privadas. Esto, como destaca Carlos Ruiz, ha generado una capa de profesionales ligados a la gestión empresarial mucho más permeable a la ideología neoliberal que imprime la gerencia con todo su acervo cultural de “nuevo rico” y arribismo ligado al prestigio que genera el acceso al consumo. Pero al mismo tiempo, una parte de esta nueva capa de profesionales, sobre todo los sectores más jóvenes, se han mostrado mucho más sensibles a ciertas causas sociales. Los profesionales jóvenes de hoy son los que ayer protagonizaron importantes movilizaciones estudiantiles y conformaron la clase media progresista que apoyó la revuelta de octubre. En términos políticos, son el sector que conforma la base social tanto del reformismo como del “progresismo”.
b) Rol de los sindicatos
Quizá valga la pena recordar que toda esta metamorfosis social fue producto de la acción violenta de la clase dominante contra la clase trabajadora y los sectores populares. No sólo fue instaurada a punta de fusil, sino que también requirió crisis y catástrofes para poder asentarse. Es decir, estuvo lejos de ser una “modernización” gradual y exitosa. Tuvo terapia de shock. El caso es que la dictadura desmanteló los pilares de la hegemonía burguesa del período anterior, y particularmente, el rol y el peso de los sindicatos en el esquema de “Estado ampliado”. Aunque la ofensiva neoliberal –con el consiguiente ataque a las condiciones de trabajo y organización de la clase trabajadora– es un fenómeno global que tuvo expresión en todos los países de Latinoamérica, en Chile la burguesía tuvo una “solución” más radical para afrontar el problema de los “sindicatos fuertes”.
i) La primera etapa de la dictadura implicó ataque directo a la clase trabajadora (prohibición de sindicato, ajuste de sueldos, desaparición física de la vanguardia obrera);
ii) La segunda etapa viene de la mano con el “plan laboral” de José Piñera, quien aprovechando la coyuntura del boicot de los portuarios norteamericanos contra Chile en protesta a las políticas antisindicales de la dictadura, elaboró una nueva regulación sindical que “legalizaba los sindicatos” pero cambiando radicalmente su fisonomía. Fue una reforma desde arriba que no se realizó en base a un pacto con la burocracia sindical (que fue una de las perjudicadas de esta reforma). Como sabemos, se transitó hacia un modelo de fragmentación sindical con el objetivo declarado de minar las bases del “monopolio sindical” de la burocracia y limitar al máximo el poder de fuego de las huelgas y negociaciones colectivas. Esto tuvo como resultado la desintegración del movimiento sindical tal como se lo conocía y su peso político en la realidad nacional. Sin embargo, la dictadura no sólo impulsó ataques, sino que elaboró una ofensiva ideológica (“pasar de un país de proletarios, a un país de propietarios”), para instalar un sentido común individualista, a la par que buscaba instalar la idea de que los sindicatos son espacios despolitizados y que tienen por único objetivo la lucha por márgenes salariales e intereses corporativos. Ideología que tiene gran peso hasta la actualidad.
iii) Durante los gobiernos concertacionistas se mantuvo este esquema de fragmentación sindical, aunque se tuvo una línea de “integración” de la burocracia sindical ligada a la Concertación (desde la CUT y los dirigentes sindicales de Codelco) a través de pactos de gobernabilidad y negociaciones directas. Lo que vemos como tendencia más general, es que esto implicó un lento pero continuo debilitamiento del peso político y sindical de la CUT y una integración de sus máximos dirigentes a la lógica de negociaciones con el gobiernos o pactos tripartitos (con una continua “tecnificación” de las dirigencias sindicales), pero desde una posición subordinada dado un poder de fuego relativamente menor. A su vez, muchos de los fenómenos sindicales más dinámicos de las últimas décadas (sobre todo el ciclo de luchas alojadas en los nuevos nichos de acumulación capitalista en Chile, subcontratados de la minería, forestales, salmón, retail, puertos), escaparon del control de la burocracia tradicional. Sobre todo en el momento en que estos sectores emergieron y lucharon por su “ciudadanía sindical”. Como desarrollamos más abajo, este proceso de emergencia, surgimiento de vanguardias obreras y luego desvío y cooptación, permitió el surgimiento de nuevas burocracias sindicales de “izquierda” no alineadas directamente con la CUT.
I.6. Crisis del consenso de la transición
Es fundamental tener una noción común de los lineamientos gruesos de la estructura de clases del Chile contemporáneo, puesto que alrededor de estas clases y fracciones de clases se articula la hegemonía. Pese al importante peso económico de la burguesía chilena, ésta sigue siendo un pequeño puñado en relación a las amplias franjas de masas. A su vez, se trata de una burguesía que depende de los capitales imperialistas y que debe lidiar con una clase trabajadora que, aunque muy débil subjetivamente, es fuerte en términos objetivos. Es por esto que para afirmar su dominación debe “agregar sectores” a su proyecto. Por eso subrayamos la configuración de la clase trabajadora y también la forma en que abordó el “problema sindical”. Quizá una de las formas más directas de entender la crisis de hegemonía en la actualidad, es compararla con la exitosa hegemonía de los gobiernos concertacionistas, que es donde se enfoca la nostalgia burguesa.
Como decíamos, una de las bases de la hegemonía neoliberal fue la cohesión burguesa conquistada durante la dictadura y su compenetración con el Estado (Fuerzas Armadas, Poder Judicial, etc). Pero la dictadura no fue sólo represión. También hubo intentos de ampliar la base de sustentación de la dictadura hacia otros sectores sociales. Ya vimos la ofensiva ideológica del individualismo en la clase trabajadora. A su vez, el asistencialismo y la “caridad” fue otra de las claves para relacionarse con el mundo popular (cuyo emblema fue la Teletón, pero que incluía otros aspectos, como el rol de la “primera dama” con el CEMA Chile). De conjunto se tradujo en una hegemonía basada en el liberalismo económico, en el autoritarismo estatal y catolicismo. Esto tuvo como “viento de cola” el surgimiento de Thatcher y Reagan en EE.UU y Gran Bretaña.
Sin embargo, se trataba de una hegemonía débil porque implicaba la exclusión y represión de amplios sectores sociales. Desde ese punto de vista, la hegemonía neoliberal durante los gobiernos concertacionistas fue mucho más poderosa. El gran activo de la Concertación en sus primeros años fue su rol de oposición a la dictadura, logrando dirigir e integrar a gran parte de los sectores que lucharon contra la dictadura. No sólo las mediaciones políticas y sindicales, sino también una amplia gama de organizaciones civiles, culturales, académicas, intelectuales, etc. Es decir, la hegemonía neoliberal se consolidó no sólo a través de métodos coercitivos, sino también de desvío.
Esta se sostuvo en diversos aspectos: i) ya vimos que una de las bases estructurales fue la gravitación política de la gran burguesía a partir de su dinamismo y la irrelevancia política de la clase trabajadora como actor propio; ii) el boom económico de los noventa permitió la reducción de la pobreza (los cálculos más modestos indican que entre 1990 y 2000, la pobreza de ingresos pasó del 38,6% de la población a un 20,6; mientras que la indigencia pasó de 12,9% a 5,7%. En el 2013 la pobreza llegó al 7,8% y la indigencia a 2,5%) lo que constituía una promesa fundamental de la transición hacia los sectores populares; iii) se produjo un aumento en el consumo no sólo por el crecimiento económico, sino por la bancarización, el acceso al crédito, permitiendo el aumento del consumo no sólo de los sectores populares, sino el acceso de sectores medios a una múltiple gama de productos importados; iv) la pasivización propia de la transición pactada, que combinó a una clase media progresista que se sumó al proyecto concertacionista y al “mal menor” bajo el eje “democracia versus dictadura” y una burocracia sindical que durante gran parte de los noventa aseguró la “paz social”; v) uno de los aspectos del pacto de la transición, fue modificar los aspectos más inaceptables de la Constitución del 80 (particularmente, la participación directa de las FF.AA en el proceso político o el filtro ideológico para constituir partidos), pero manteniendo insectos los puntos más relevantes del régimen político. En ese sentido, se mantuvo la estabilidad y continuidad institucional (constitución, leyes orgánicas, decretos y el entramado institucional), por lo que el Estado siguió siendo un punto de apoyo fundamental para la gobernabilidad; vi) el crecimiento económico, la promesa de ascenso social y acceso al consumo fortaleció la ideología individualista propia de la dictadura. Pero esta fue combinada con un enorme aparato cultural durante los primeros años de la Concertación no sólo en universidades, sino a través de medios de comunicación de masas como TVN.
Es esta “gran empresa” la que está en crisis y para amplias franjas de masas hoy se muestra como un fracaso. En un contexto de excepcionalidad económica, la promesa meritocrática tenía ciertas bases materiales de sustentación. La expansión de la cobertura educacional, junto con el aumento del consumo, acceso fácil al crédito y una clase trabajadora ausente como actor político facilitaron que esta ideología neoliberal se instalara como un consenso o hegemonía. Sin embargo, la caída del “muro de Wall Street” el 2008 y el agotamiento económico que describimos en la primera parte (que se empezó a sentir con mayor fuerza luego de terminado el superciclo del 2011), minaron las bases mismas de la hegemonía de la transición. Muchos de los emblemas del consenso neoliberal entraron en crisis, y en muchos casos, esto fue gracias a la lucha de clases. La promesa de ascenso social a través de la educación se puso en cuestión con las masivas movilizaciones estudiantiles; las pensiones de miseria que comenzaron a recibir las primeras generaciones de jubilados vía capitalización individual abrieron una crisis estructural de las AFP; las colusiones empresariales pusieron en entredicho la seriedad y probidad de un empresariado que se presentaba a sí mismo como el más dinámico y responsable de Latinoamérica; los escándalos de corrupción en los partidos binominales, en las Fuerzas Armadas, en Carabineros, etc, atacaron a instituciones claves de la transición. Hay pocos emblemas del neoliberalismo que hayan salido indemnes. El caso más reciente es la crisis de las Isapres.
Es cierto que en este marco las desigualdades estructurales de Chile se hicieron más aberrantes e inaceptables. El problema de la “desigualdad” se instaló como la bandera fundamental del progresismo chileno, tanto desde la ex Concertación, Frente Amplio y Partido Comunista. Sin embargo, este malestar con la desigualdad descansa en problemas sociales y materiales. No es casualidad que sean estas problemáticas las que se hayan instalado con mucha fuerza durante la última década (salud, educación, pensiones, salario, vivienda, degradación de las regiones por parte de proyectos extractivistas). Se palpa de manera más concreta que los bajos salarios y el endeudamiento en un momento de menor dinamismo económico, no permiten sustentar las condiciones de vida que venía teniendo la clase trabajadora de la misma manera que sucedía con los noventa.
Muchos analistas hablan de “crisis de legitimidad”, “crisis de las instituciones”, “malestar” para describir este fenómeno. Muchos hablan incluso de la posibilidad de que Chile protagonice nuevamente un caso de “desarrollo frustrado”. Desde nuestro punto de vista, son todos síntomas de la erosión y crisis de la hegemonía neoliberal, producto del agotamiento y luego fracaso de la “gran empresa” que significó la transición.
I.7. El régimen de la transición y el problema del “Estado ampliado”
La crisis del régimen de la transición no es ninguna novedad. Se puso en el centro del debate nacional sobre todo después de las movilizaciones estudiantiles del 2011. Por supuesto, la burguesía y los partidos políticos no han sido pasivos a la hora de afrontar la crisis. La lucha de clases ha pasado por diversos momentos de ascenso y reflujo, y los esfuerzos por utilizar los desvíos a la lucha de clases como una forma de revitalizar el régimen han sido permanentes. Nos detendremos en este punto más adelante para analizar el fracaso de los intentos de “ampliación del Estado”. Sin embargo, para entender este proceso hay que poner en común alguno de los rasgos fundamentales del régimen político de la transición.
El esquema hegemónico implicó una particular configuración estatal y del régimen político. Mucho se ha escrito sobre los rasgos antidemocráticos del régimen de la transición (enclaves autoritarios, los llamados “cerrojos institucionales” como los quórums supra mayoritarios y las leyes orgánicas constitucionales, el sistema binominal, peso de las FF.AA en el proceso político, entre otras cosas). Por eso se habló de “democracia protegida y autoritaria”. Muchos de estos puntos han sido objeto de reformas políticas paulatinas durante las últimas décadas. Sin embargo, quizá el rasgo estructural más relevante del régimen político de la transición más allá de las reformas institucionales, es su carácter fuertemente superestructural y sus escasos mecanismos de ampliación de su base de sustentación hacia las organizaciones obreras y populares.
Como explicaba Emilio Albamonte y Matias Maiello en “Trotsky, Gramsci y la emergencia de la clase trabajadora como sujeto hegemónico”, Gramsci desarrolla el concepto de “Estado ampliado” y su fórmula del Estado “en su significación integral: dictadura + hegemonía”, con la que se propone explicar el hecho de que la burguesía va mucho más allá de la “espera pasiva” del consenso y desarrolla toda una serie de mecanismos para organizarlo. La “ampliación” del Estado fue una respuesta a la emergencia del movimiento obrero a principios del siglo XX. La estatización de las organizaciones de masas y la expansión de burocracias en su interior es uno de los elementos fundamentales, con su doble función de “integración” al Estado y de fragmentación de la clase trabajadora. Es decir, se trata de una tendencia propia del capitalismo del siglo XX para integrar y cooptar al movimiento obrero. Resulta muy claro que en Chile este fue un problema crucial durante el siglo XX y una de las características del llamado “Estado de compromiso”. La ofensiva neoliberal en el mundo no suprimió este aspecto. No sólo integró a las burocracias sindicales (sobre todo en su rol de asegurar la fragmentación y división entre sectores estables y otros precarizados), sino también a las burocracias de los “movimientos sociales”.
Sin embargo, como vimos cuando analizamos el rol de los sindicatos, la contrarrevolución neoliberal en Chile se hizo en gran parte para desmantelar el Estado ampliado del período anterior. Los sindicatos dirigidos por el reformismo del Partido Comunista y el Partido Socialista, eran actores muy gravitantes en la configuración política durante el “Estado de compromiso”. La dictadura no fue una vuelta atrás, sino que buscó crear una nueva hegemonía basada en limitar lo más posible el poder de fuego de las organizaciones obreras y populares y sus burocracias.
Así, no resulta extraño que el régimen que fundó la dictadura (con la Constitución del 80 como emblema) y que se estabiliza durante la Concertación, fuese más parecido a un Estado “restringido” que un Estado ampliado. Cientistas políticos ligados a la Concertación como Carlos Huneeus, han estudiado las características de esta forma estatal. Según él, la gestión política propia de la transición tendía a la “democracia de los acuerdos” por arriba en base a una lógica tecnocrática. Esto, junto a la construcción de una hegemonía a través del consumo, tuvo como consecuencia un vaciamiento de los partidos políticos y una disminución de la participación electoral. El problema no estaría en la caricatura del “Estado mínimo”, puesto que durante la Concertación creció el aparato estatal con la creación de múltiples nuevos ministerios, agencias e instituciones centralizadas y descentralizadas (y una proliferación de partidos luego de la reforma de 2017). El problema es que esto generaría fuerzas “centrífugas” que empujan a la fragmentación, que no son contrapesadas por fuerzas “centrípetas” capaces de mantener la cohesión entre “Estado” y “sociedad civil”: lo que llaman “grupos de interés” y partidos políticos. La “sociedad económica” estaría monopolizada por los gremios empresariales, sin contrapeso por parte de las débiles organizaciones sindicales (las que, por tanto, serían anuladas como actores relevantes en el ámbito político). La Concertación no se la jugó por preservar, fortalecer y apoyarse en las organizaciones obreras y sociales que constituían su base de apoyo en los primeros momentos de la transición. Por el contrario, las terminó excluyendo y debilitando. Por otro lado, tampoco tuvo una política de ampliar la base militante de sus partidos por fuera de la bolsa de empleo de la gestión estatal, sino que fue reduciendo la importancia y el peso de los partidos como “mediación” social.
Este constituye uno de los paradigmas con los que el “espíritu crítico” de la Concertación analizó su propio régimen de transición. Los intelectuales y militantes del Frente Amplio fueron los que desarrollaron hasta el final ese diagnóstico: la modernización capitalista habría desarrollado una nueva configuración de clases y “actores emergentes” (cuyo caso paradigmático era el movimiento estudiantil), que el régimen de la transición era incapaz de integrar política, social y culturalmente. Así, las demandas de estos nuevos actores no podían ser “procesadas” por el régimen político de la transición. Este sería el fundamento del malestar y la crisis política.
Dejando de lado el lenguaje académico de los cientistas políticas y sociólogos, como marxistas debemos identificar cuáles son los aspectos de verdad detrás de estas hipótesis. Los rasgos “ampliados” del Estado contemporáneo son fundamentales para la gobernabilidad de los capitalistas. Sin desviar la lucha de clases, sin cooptarla, sin buscar corromperla a través de sus dirigencias burocráticas, la clase capitalista (que es un pequeño puñado de la sociedad) sería incapaz de gobernar a grandes masas, compuesta mayoritariamente por la clase trabajadora. Sin embargo, el “precio” a pagar por integrar al Estado a las burocracias sindicales y de los movimientos sociales, es darles mayor peso político para intervenir en las brechas entre las clases y fracciones de clase. Como vimos, la Concertación, sobre todo en un primer momento, apostó por una integración de las organizaciones sociales al pacto de la transición (aunque excluyendo al Partido Comunista, lo que ya de por sí hacía más débil esa base social de sustentación), pero no buscó construir su hegemonía sobre esta fuerza, sino sobre la gestión del Estado y la promesa del crecimiento económico (consumo, reducción de pobreza, etc). Por ejemplo, negoció con la CUT un pacto de gobernabilidad a cambio de mínimas reformas y “ONGizó” al movimiento de mujeres. Quizá el aparato cultural de masas fue lo más fuerte que desarrolló la Concertación como una forma de mediación social, pero se trató de un aparato con poca base social organizada (mucho menos popular). Las organizaciones sindicales y sociales de la oposición a la dictadura fueron solo “base de maniobra”, en tanto y cuanto permitieran cumplir las exigencias de “paz social” (que incluyó dura represión a los sectores que no entraron a la transición). Darle mayor fuerza a las organizaciones obreras y populares, darles un papel protagónico en la transición, implicaba fortalecer los cuestionamientos a los aspectos más irritantes del pacto de la transición e incentivar la lucha de clases. Algo totalmente inaceptable para la burguesía (y además, innecesario, por la propia debilidad del movimiento sindical a la salida de la dictadura).
I.8. Éxitos y fracasos de los intentos de “ampliación del Estado”
Por supuesto que un régimen tan superestructural iba a entrar en crisis. Sin embargo, como decíamos, la burguesía no ha sido pasiva a la hora de pensar su propia dominación. La degradación de la hegemonía neoliberal y del régimen de la transición no es un proceso natural, “biológico” o evolutivo. Por lo que no puede reducirse a esquemas generales: es totalmente inexplicable por fuera de la lucha de clases, la lucha política, ideológica y los resultados de estos conflictos. Es por esto que consideramos que la noción “neoliberalismo maduro” (Agacino 2006) o “neoliberalismo avanzado” (Ruiz 2013) es equívoca, pues devalúa los intentos de la clase dominante a la hora de buscar recomponer su hegemonía y los resultados de estos combates. Estos esfuerzos no se reducen a las variantes “progresistas” de ampliación del Estado, sino que incluyen los actuales esfuerzos por forjar un “neoliberalismo popular” radicalizado por parte de las extremas derechas. Por otro lado, la noción de “fantasma portaliano” de Rodrigo Karmy [11] tiene defectos similares, pues termina unilateralizando los aspectos de “coerción” e imposición del “orden” como neutralización de los movimientos que surgen por abajo, alojando la hegemonía en el consumo como dominación de los cuerpos. La hegemonía de las clases dominantes no es pura coerción y consumo. No hay un fantasma omnipresente que opere por fuera de combates concretos y correlaciones de fuerzas.
Por ejemplo, la crisis en Chile no obtuvo la misma forma de otros países de Latinoamérica. En Argentina hubo jornadas revolucionarias el año 2001 y en Bolivia la guerra del gas del 2003. Durante ese momento florecieron una serie de gobiernos posneoliberales con Kirchner, Chávez, Lula, Evo, Correa entre otros. En Chile la crisis asiática fue la primera crisis económica importante durante los gobiernos de la Concertación, con caída del crecimiento, aumento del desempleo y ataques por parte del gobierno de Frei. Pero pocas veces se repara en que estos fueron años de diversos procesos de lucha de clases y resistencia a los ataques, como los mineros de Lota o los portuarios que enfrentaron la privatización de los puertos. También hubo luchas estudiantiles en contra de la Ley Marco para las Universidades Estatales, importantes movilizaciones y articulación de las organizaciones mapuche, y procesos de lucha emblemáticos del Colegio de Profesores y la CONFENATS en salud. Sin embargo, muchos de estos procesos fueron derrotados y otros fueron desviados (por ejemplo, la lucha estudiantil devino en la reforma de los estatutos orgánicos en la Universidad de Chile). A su vez, la fortaleza económica e institucional del neoliberalismo permitieron evitar que la crisis asiática deviniera en una crisis catastrófica como en otros países (sumemos a esto que Chile, a diferencia de otros países de Latinoamérica, mantuvo parte importante de la minería como propiedad estatal, lo que permite un flujo realtivamente estable de divisas a las arcas estatales). Por otro lado, la elección de 1999 ganó Ricardo Lagos, el primer presidente del Partido Socialista durante la transición, lo que reforzó el rol de contención del gobierno al menos los primeros años. La reforma constitucional del 2005 buscó contener los enormes cuestionamientos a los encalves autoritarios de la constitución de la dictadura, en el marco de la efervescencia democrática que generó la detención de Pinochet en Londres. En esto hay una diferencia con respecto a otros países importantes de Latinoamérica. Las movilizaciones más importantes se dieron iniciando la década pasada hasta llegar a la revuelta.
Una de las vías que ha tenido el régimen heredado de la dictadura para hacer frente a los desafíos contra el orden desde la lucha de clases, ha sido la represión abierta. Por ejemplo, durante las movilizaciones estudiantiles de fines de los noventa asesinaron a Daniel Menco. Lo mismo hicieron con Rodrigo Cisternas durante las luchas de obreros forestales y Manuel Gutierrez en el 2011. La cultura de represión que tiene la burguesía chilena a la protesta social, es un rasgo estructural del régimen de la transición (con un importante peso material y político de las Fuerzas Armadas y Carabineros, sumado a mayores márgenes de autonomía). Por eso hemos planteado en otras ocasiones que la dinámica de radicalización de la lucha de clases y el surgimiento de vanguardias en proceso obreros y estudiantiles, se ha dado en gran parte por “pasadas en la correlación de fuerzas” por parte de los gobiernos y las fuerzas represivas.
Este punto va a favor de los rasgos “restrictivos” del Estado. Sin embargo, sería un error ignorar las importantes políticas que ha tenido el régimen para cooptar e integrar movimientos, en pos justamente de ampliar y fortalecer el Estado y darle más soporte social al régimen. De hecho, este elemento ha ordenado en parte la discusión política entre la Concertación y la izquierda extra Concertación.
a) La integración del Partido Comunista
El programa del Partido Comunista se basaba en luchar por una “democratización del régimen”, poniendo eje en la demanda de “nueva constitución” y el método del “diálogo social” desde los movimientos sociales. Pero dicho programa estaba dirigido a presionar a la Concertación para una unidad amplia. La pelea contra la “exclusión” (una pelea democrática básica contra el sistema binominal que compartimos) en realidad estaba dirigida a terminar con el veto que partidos de la Concertación tenían al Partido Comunista para cualquier alianza. Por eso es que el Partido Comunista votó por Lagos en segunda vuelta. La integración al régimen del Partido Comunista se dio gracias a su rol de desvío de la lucha de clases. Encabezando procesos de movilización conseguían mayor poder de presión en esas negociaciones.
Es por esa doble característica (exclusión y peso en las movilizaciones estudiantiles y sindicales) que el Partido Comunista es un tipo sui generis respecto a sus pares en el mundo después de la caída de la URSS, los que se socialdemocratizaron rápidamente o se redujeron a un estalinismo identitario. El Partido Comunista se fue integrando paulatinamente, desde pactos por omisión, alianzas electorales, hasta la participación junto a la Concertación, en la Nueva Mayoría y durante el gobierno de Gabriel Boric. Las luchas estudiantiles del 2011 con la emergencia de Camila Vallejo y su rol de conducción de la burocracia estudiantil, fueron un hito clave en la historia de integración del PC al régimen.
Dicha integración fue un elemento a favor de la ampliación del Estado. Aunque sigue siendo resistido por un sector más duro de la derecha y la gran burguesía (lo que los preserva como una mediación que parece más radical y consecuente), no cabe duda que el Partido Comunista tiene una funcionalidad importante de pata izquierda del régimen.
b) El caso del “nuevo sindicalismo”
Sin embargo, el Partido Comunista pagó un costo por esta “ciudadanía política” en el régimen de partidos: implicó el debilitamiento de su base obrera y popular. El peso del PC en luchas como la de los subcontratistas del Cobre (con la emergencia de Cristian Cuevas como figura clave de la Confederación de Trabajadores del Cobre), o a la cabeza del Colegio de Profesores (el PC comenzó a dirigir el CdP el año 2007 con Jaime Gajardo, quien fue el blanco de la “rebelión de las bases” el 2014, tras lo cual los comunistas pierden ese gremio), se vio fuertemente cuestionada. De hecho, el ciclo de luchas obreras entre 2013 y 2014 (portuarios, profesores y un recambio generacional en muchos sindicatos que generó cierto “activismo” de dirigentes medios, a lo que hay que sumar el movimiento nacional No+AFP que convocó a marchas multitudinarias y abriendo un debate nacional con la figura de Luis Mesina) no estuvo bajo el control del Partido Comunista.
Esta especie de activismo sindical (en su ciclo 2006-2007 y 2013-2014) se desarrolló en los principales nichos de acumulación capitalista en Chile y tuvo impacto de masas. Fue con la ley de subcontratación en el primer gobierno de Bachelet y luego con la reforma laboral en su segundo mandato, que el régimen logra integrar y domesticar a muchos de los sindicatos. Lo mismo hizo con la ley de carrera docente y la desmunicipalización con el movimiento docente. La CUT derechamente negoció la reforma laboral, mientras que sindicatos ganaron una cierta estabilización de sus relaciones con las empresas y los gobiernos (conquistando, por ejemplo, Acuerdos Marcos con las empresas mandantes como en el caso de la minería, y en portuarios la Unión Portuaria se transforma en interlocutor válido para la negociación de leyes especiales para el sector y otras potestades dentro de las empresas). De hecho, la presión sindicalista y rutinaria que siente esa generación de dirigentes jóvenes, tiene su origen en esta ampliación del régimen que funciona integrando, reconociendo, pero al mismo tiempo limando la moral de combate contra la patronal y los gobiernos. En el caso de la CTC, esta pasivización los dejó luego expuestos a ataques. Pero el resultado fue contradictorio. Hubo tanto política de desvío y pasivización, como también ataques y derrotas (como los forestales con el asesinato de Rodrigo Cisternas). A su vez, en sectores como la CTC, la estabilización vía Acuerdos Marcos se tradujo en más burocratización y pasivización, dejando expuesto a estos sindicatos a ataques duros como el asesinato del minero del cobre Nelson Quichillao en 2015.
c) El Frente Amplio y el movimiento estudiantil
Pero quizá el caso más emblemático y más grotesco de estos intentos de integración al Estado se dio en el movimiento estudiantil con la emergencia del Frente Amplio. Un caso ilustrativo de “transformismo”. Antonio Gramsci en sus estudios sobre el Risorgimento Italiano, planteaba que “en la lucha de las generaciones, los jóvenes se acercan al pueblo; pero en las crisis que anuncian algún cambio esos jóvenes se vuelven a su clase”. El transformismo clásico “pone de manifiesto el contraste entre la cultura, la ideología, etc., y la fuerza de clase. La burguesía no consigue educar a sus jóvenes (lucha de generaciones); los jóvenes se dejan entonces atraer culturalmente por los obreros y hasta intentan o consiguen convertirse en jefes de los obreros (lo cual es un deseo ‘inconsciente’ de realizar la hegemonía de su clase sobre el pueblo); pero en las crisis históricas vuelven al redil”.
Esto es bastante lo que sucedió con el Frente Amplio. Hijos de la Concertación, rechazaron los “excesos y carencias” de sus padres, pero estaban política y psicológicamente dirigidos por la centroizquierda burguesa. Desde una óptica programática, coincidían bastante con el programa del PC: democratización vía Nueva Constitución y derechos sociales (antineoliberalismo), aunque su enraizamiento se sustentaba en el movimiento estudiantil y las clases medias profesionales progresistas (desilusionadas de la Concertación). A su vez, le dieron un peso mayor a la idea de “renovación generacional” y los aspectos anti casta, los que constituyeron su perfil e identidad política.
Sea como sea, el Frente Amplio forma parte de esa nueva generación progresista que, ante la mayor debilidad del Partido Comunista en el movimiento estudiantil y con su alianza con la Concertación en la Nueva Mayoría, avanzaron a dirigir importantes federaciones como la FECH y la FEUC, desde la cual emergieron como actores políticas nacionales. Electoralmente canalizaron el votante crítico a la Concertación (utilizando mucho el discurso “anticasta” y de outsiders en el marco de los escándalos de corrupción de Penta y SQM) con la figura de Beatriz Sánchez y se integraron rápidamente al régimen con una nutrida bancada parlamentaria en la elección de 2017. La nueva ley de partidos políticos, surgida tras los escándalos de corrupción, lo favorecieron particularmente y les permitió integrarse con su propia marca.
La ampliación del régimen hacia el Frente Amplio implicó también mayor control por parte del Estado sobre las poderosas organizaciones estudiantiles que se fraguaron durante casi una década a punta de diversas experiencias de lucha y organización. Esto se vio sobre todo con la reforma educacional de Michelle Bachelet, de la cual participaron activamente dirigentes de Revolución Democrática y que no tuvo ninguna oposición por parte de la Confech. Esta reforma amplió el radio de estudiantes con beca de gratuidad, lo que también jugó a favor de la pasivización. A su vez, el Frente Amplio jugó un importante papel en canalizar las movilizaciones estudiantiles que dirigieron luego del 2011, como el “mayo feminista” del 2018. Junto con esto, a nivel político superestructural, tanto su integración al régimen como la propia Ley de Partidos Políticos (que rebajó las condiciones para constituir partido y acceder al parlamento), ayudó a ampliar la base de sustentación del régimen.
I.9. La dialéctica de la pasivización
Como se ve, el Estado ha jugado un fuerte rol represivo y autoritario respecto a las movilizaciones de la clase trabajadora y los sectores populares. Esto, junto con la debilidad de las mediaciones, ha favorecido el surgimiento de vanguardias de lucha (de hecho, gracias este fenómeno logró surgir nuestra corriente en Chile, porque cuadros trotskistas lograron ligarse a estos sectores, tanto en el ciclo de luchas estudiantiles del 2011 como en el ciclo obrero de 2013-2014, como a la hora intervenir ofensivamente en el movimiento de mujeres desde su propia rearticulación en la segunda década de los 2000). Esta política represiva ha sido el sello de la derecha y la propia Democracia Cristiana.
Pero también ha tenido políticas de integración que van a favor de la ampliación del Estado. Sin embargo, la contradicción es que la integración política del Partido Comunista y el Frente Amplio, aunque fue clave para la oxigenación del régimen, no vino de la mano de cambios más profundos en las condiciones de vida de la clase trabajadora y el pueblo. Podríamos decir que el gobierno de la Nueva Mayoría, pese a todos estos intentos de ampliar la base política y social del régimen, fracasó como una salida a la crisis hegemónica, que luego del hito del 2011 no hizo más que profundizarse con una seguidilla de escándalos de todo tipo que empañaron a todas las instituciones del régimen, los distintos partidos (incluida a Bachelet, una de las figuras más populares) y también las grandes empresas. En términos de clase, el Partido Comunista pasivizó a la burocracia sindical y los activistas sindicales, integrándolos al régimen. El Frente Amplio hizo lo suyo con la burocracia estudiantil y las capas medias profesionales. Así, las organizaciones de masas, pasivizadas y sin mucho que ofrecer para entusiasmar más allá de su base social, se debilitaron enormemente. Es decir, la integración fue a costa de su vaciamiento y debilitamiento, lo que va en contra de la ampliación del Estado. Esta es la dialéctica o paradoja de la pasivización en el Chile de la última década.
La crisis orgánica se fortaleció pese al surgimiento de variantes de recambio, lo que también impulsó la polarización. No debemos olvidar que durante el gobierno de Bachelet II, la derecha comienza una política polarizante. Ante el avance del “cuestionamiento al modelo”, comienza a ensayar un discurso defensivo mucho más directo, de la cual también participa una parte clave de la dirigencia de la Democracia Cristiana (muchos de estos dirigentes se irán del partido, proceso de desagüe que sigue en la actualidad con Demócratas y Amarillos). Asimismo, hay una búsqueda de reorganizar su base social. La transición pactada preservó a su manera el pinochetismo, no sólo a nivel de partidos, sino que también a nivel ideológico, con una adhesión en una cierta franja de masas (motorizada por cierta burguesía nacional ligada al campo y una pequeñoburguesía media). Los gremios empresariales comienzan una ofensiva para intervenir directamente en el debate político y de masas, incluso apoyando movilizaciones de camioneros. Comienza así una defensa activa de la hegemonía neoliberal. Dirigida ideológicamente por la gran burguesía, la clase media profesional aspiracional (ligada a esa burocracia gerencial de la empresa privada chilena) también se suma a este balance. A nivel de masas cala la idea del estancamiento económico y de que hay menos trabajo durante el gobierno de Bachelet. Piñera arrasa en la elección con una campaña basada en recuperación económica y de empleo, con el fantasma de “Chilezuela”.
Es decir, la clase dominante siempre ha recurrido a la Concertación –y al Partido Comunista y el Frente Amplio cuando ha sido necesario– al momento de buscar pasivizar aquellos procesos de lucha de clases que no logra controlar vía represión (que torpemente, y no pocas veces, ha azuzado ella misma con golpes que se “pasan de la correlación de fuerzas”). Pero cuando el progresismo y el reformismo restablecen el orden, la gran burguesía y su círculo de influencia, se vuelca con todo a la defensa del régimen de los treinta años y de la herencia de la dictadura. Como vimos, sin ofrecer ninguna salida al agotamiento y el estancamiento, opta por la defensa activa cada vez que puede. Mientras más profunda la crisis (y mientras más logra ser pasivizada la lucha de clases), más rabiosa se vuelve esa defensa.
Todo lo que hemos mencionado explica el fracaso de los intentos de resolver la crisis orgánica a través de estos tímidos intentos de ampliación del Estado sin una modificación cualitativa de la correlación de fuerzas. Han sido intentos de integración bastante “superestructurales” (centrado en los partidos excluidos o emergentes), pero sin fortalecer a las burocracias ni buscar organizar la “sociedad civil” como base activa para la disputa política. Esto nos permite entender la situación actual en la que atravesamos, puesto que son estas mismas tendencias las que se dieron de manera amplificada, brusca y más violenta desde la revuelta popular.
Esta dialéctica de pasivización propia de los intentos de ampliación del Estado es uno de los elementos peor comprendidos por la izquierda. Los análisis de Gaudichaud y Rafael Agacino tienen precisamente este defecto. En el caso de Gaudichaud, éste tiende a embellecer a las nuevas dirigencias sindicales sin reparar en que la pasivización ha dado pie a nuevas “burocracias de izquierda”. Lo cual también es aplicable a otras organizaciones sociales como el movimiento de mujeres. El “recambio generacional” en las organizaciones sindicales es un mecanismo perfectamente compatible con el régimen. Este tipo de razonamientos son los que llevan a la construcción de “partidos amplios” de “dirigentas/es sociales”, sin un claro programa y estrategia que busque construir la fuerza material para enfrentar a las diversas burocracias sindicales y sociales. Rafael Agacino, aunque rechaza estos intentos de institucionalización y pasivización, propone a cambio el esquema abstracto de “constitución de sujetos sociales” como base de la “constitución de sujetos políticos”, lo que se transforma en un mantra sin mucho tiempo ni lugar. No queda claro si la emergencia sindical de nuevas burocracias de izquierda cumple sus condiciones para hablar de “constitución social”. A su vez, la visión de la “emergencia política” como constitución de un referente político y social basado en la coordinación de una “franja” de colectivos, lo condena al abstencionismo y a la impotencia política.
II. Segunda parte. Revuelta y restauración
La rebelión popular de 2019 abrió un nuevo momento en la situación nacional que ha reconfigurado el mapa político de la transición. La revuelta, su desvío con el Acuerdo por la Paz y, finalmente, el fracaso de los dos ensayos constitucionales constituyeron un capítulo de este nuevo momento. Ante el fracaso del desvío constitucional hoy se abre otro capítulo. ¿Cuánto de quiebre y continuidad hay? ¿En qué sentido, pese a que la revuelta fue primero desviada y luego derrotada, la crisis orgánica sigue totalmente abierta?
II.1. Fracaso de la apuesta constitucional
Quizá uno de los intentos más profundos de afrontar la crisis orgánica integrando y cooptando a sectores sociales relativamente excluidos del régimen (lo que hemos designado como intentos de ampliación del Estado) fue el primer proceso constitucional. Así también fue su fracaso.
La Convención Constitucional surge como desvío de la rebelión de octubre. La profundización de la crisis orgánica, el fracaso del gobierno de Bachelet como “gobierno de contención”, la fragilidad y superestructuralización de sus propias medidas para ampliar la base de sustentación del régimen, la frustración de expectativas de salario, empleo y consumo durante el gobierno de Piñera II y la “chispa” que significaron las provocaciones y medidas represivas de ese gobierno, son algunos de los factores que explican la profundidad de la rebelión. Como hemos explicado en el libro “Rebelión en el oasis”, las movilizaciones fueron esencialmente de “presión extrema” sobre el régimen, aunque por su propia dinámica dieron pie a “jornadas revolucionarias” (particularmente con el llamado a huelga general del 12 de noviembre de 2019), puesto que se desarrolló una tendencia a la acción directa de masas (acciones históricas independientes) que puso en cuestión la continuidad del gobierno, abriendo la posibilidad de su caída mediante la lucha de clases. Pero se trató de un proceso eminentemente revueltístico o “callejero”. Aunque hubo instancias importantes de autoorganización de sectores de vanguardia (asambleas territoriales, instancias como el Comité de Emergencia y Resguardo que impulsamos en Antofagasta junto a lo mejor de la vanguardia, brigadas de salud, etc), éstas no tuvieron la profundidad ni estructuración suficiente para ofrecer una alternativa y romper el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”. La clase trabajadora tampoco tuvo un rol protagónico ni actuó como sujeto propio haciendo uso de su poder desde las posiciones estratégicas con una política hegemónica (donde se vio una tendencia favorable hacia esa dirección fue el 12 de noviembre, pero fue abortado prematuramente por la burocracia). Aunque la demanda de Fuera Piñera y Asamblea Constituyente fueron tomadas por sectores de vanguardia, el ánimo de masas mayoritario se centraba en exigencias sociales mínimas fácilmente capitalizables por el reformismo y el progresismo. Este carácter revueltístico fue su principal debilidad.
Este Acuerdo tuvo el objetivo táctico de evitar la caída del gobierno y dividir a sectores de masas (particularmente a las clases medias progresistas) de la vanguardia, buscando desplazar el centro de gravedad desde las calles hacia las urnas. Gracias a la acción del Frente Amplio, al Partido Comunista (que junto a la burocracia sindical y de los movimientos sociales agrupadas en la Mesa de Unidad Social, fueron la “pata izquierda” o crítica del Acuerdo) y al concurso de todos los partidos del régimen y la gran burguesía (recordar los dichos de Luksic en el marco de la revuelta sobre las “desigualdades”), el desvío fue sumamente exitoso. La pasivización, el retroceso y reflujo en la lucha de clases, la desarticulación de las organizaciones que surgieron al calor de la revuelta, la pérdida de la iniciativa política por parte de la “calle” a favor del régimen y la posterior desmoralización del activismo luego de la derrota del apruebo, han sido factores determinantes de los últimos años. De esta forma, los elementos de crisis orgánica, la inestabilidad política, la polarización, etc, se han logrado canalizar dentro del régimen, aunque sigan sin resolverse.
Este fue el principal éxito del proceso constitucional. Con esta consideración en cuenta podemos decir, sin embargo, que el desvío fue un fracaso estratégico. El objetivo de fondo era implementar un cambio de régimen. Llegó a haber cierto consenso (explicitado en el “apruebo” que fue apoyado incluso por sectores de la derecha), que el régimen y la Constitución del ‘80 eran anacrónicos y disfuncionales para la nueva etapa política. No es casualidad que políticos de la Concertación le enrostraran a la derecha que su oposición a medidas de integración y ampliación del Estado realizadas por Bachelet II, hayan terminado en una explosión social e ingobernabilidad abierta. Fue el momento en que las esperanzas del régimen se centraron en una “restauración progresista” de la gobernabilidad capitalista a través de la ampliación del Estado (el proyecto de nueva constitución implicaba el fortalecimiento de diversas mediaciones y burocracias sociales, tanto sindicales, como de los pueblos originarios, de comunidades locales a través de “consejos de cuencas”, etc).
Sin embargo, contra esta restauración progresista conspiraron varios factores. La gran burguesía, la derecha y los sectores más ligados al empresariado de la ex Concertación, apostaban por tener el poder de veto en la Convención. Como sabemos, no fue eso lo que sucedió. La correlación de fuerzas post revuelta y el ánimo social contra los partidos tradicionales, presionaron al Congreso a aprobar una apertura totalmente desproporcionada de los candidatos independientes. A medida que avanzaba el proceso, la gran burguesía restó su respaldo al texto. La mayoría de ella se volcó al rechazo, y una parte intentó una salida del “centro burgués” con la promesa de “aprobar para reformar” (que fue la última batalla de Ricardo Lagos). Desde el punto de vista de las masas, en el marco del Chile de pandemia, el aumento de la pobreza y la crisis social, el agotamiento de la contención de los retiros previsionales, y ya instalado el reflujo y desvío de la movilización, la dinámica palaciega y superestructural de la Convención entró en contradicción con las urgencias populares. El populismo social fue tomado y capitalizado por la derecha (que aprovechó de avanzar con su demagogia reaccionaria y retórica anti progresista). En suma, la restauración progresista perdió sustento de las clases fundamentales, quedó sostenida únicamente por la clase media progresista, gran parte del activismo de la revuelta y las burocracias sindicales y de los movimientos sociales.
Nuevamente vemos la dialéctica de la pasivización que explicamos más arriba: éxito en desactivar la lucha de clases, pero fracaso en transformarlo en una nueva articulación hegemónica a través de la ampliación del Estado.
II.2. Entre la política de “centro burgués” y la “restauración conservadora”
Frente a este fracaso se ensayaron dos nuevas vías: la búsqueda del “centro burgués” (o de grandes acuerdos entre gobierno y oposición) y la “restauración conservadora” encabezada por el Partido Republicano.
La primera vía estaba encarnada particularmente en las 12 bases constitucionales y el anteproyecto de los expertos que firmaron todos los partidos, desde el Partido Comunista hasta el Partido Republicano. Se trató de una transacción en donde la derecha acepta incluir el concepto de “Estado social y democrático de Derecho” en la Constitución, pero a cambio de robustecer varios de los pilares de la Constitución del 80 y realizar una restricción del régimen político. Es decir, si el proyecto de la Convención implicaba una ampliación del Estado, el borrador de los expertos apuntaba a la restricción del régimen político a través de un proceso de “concentración burguesa”, es decir, forzar a través de reglas constitucionales la formación de grandes coaliciones, apuntando ya sea a un régimen de cuatro bloques (reformismo, centroizquierda, derecha tradicional y extrema derecha) o dos grandes coaliciones (eje gobierno versus oposición) o una combinación de ambas. El objetivo declarado es combatir la “fragmentación política”,a través de medidas autoritarias y proscriptivas (como la elevación de los requisitos para constituir partido y para poder entrar al Congreso, exigiendo un umbral de votación mínima nacional para tener representación parlamentaria).
Sin embargo, esta política de volver al “extremo centro” constituye una versión “senil” (vieja y decadente) de los grandes consensos de la transición. Como detallamos en la primera parte del documento, las condiciones materiales que hicieron posible la hegemonía neoliberal de la transición hoy no existen. Es por esto que aunque para importantes sectores de la clase dominante y sus políticos, resulte racional y lógico apostar por los grandes acuerdos, en términos sociales esta idea genera muy poco consenso. En otras palabras, la “política de los consensos” ya no genera consenso social ni mucho menos puede ser la base para construir una nueva hegemonía. Hoy la defensa del régimen de la transición sólo puede realizarse con métodos menos consensuales y más bonapartistas. Al mismo tiempo, su defensa requiere una política más “popular” y menos tecnocrática.
Esto es lo que percibe el Partido Republicano (y las otras variantes de la extrema derecha como los Kayser, Rojo Edwards, etc) para postular otra vía, que es la de “restauración conservadora”. De lo que se trata es de batallar por un “neoliberalismo popular”, muy en sintonía con las técnicas políticas de las extremas derechas populistas en el mundo. Es decir, se ubican como la vanguardia de la defensa activa de los pilares de la herencia de la dictadura, buscando tocar aquellas fibras ideológicas que más calaron en sectores de masas. En Chile tienen como punto de apoyo que la retórica del “orden” ha logrado calar amplios sectores, sobre todo considerando las grandes decepciones que significaron el apruebo y el gobierno de Boric (a lo que hay que sumar el impacto que significó el salto en la inmigración venezolana y el aumento del poder de fuego del narcotráfico). Esta ubicación dura y polarizante les permitió capitalizar electoralmente el malestar con la Convención anterior y dirigir el Consejo Constitucional, decidiendo romper el acuerdo de los expertos y la línea de “grandes consensos” con el oficialismo.
Como sabemos, la línea del Partido Republicano fracasó con el importante triunfo del “en contra”. Esto expresa las propias contradicciones del proyecto de restauración conservadora o defensa activa del neoliberalismo. Si la política de los “grandes consensos” tiene casi nada que ofrecer en cuanto a concesiones a la clase trabajadora y el pueblo; la política de la extrema derecha no sólo apunta a restringir aún más el régimen político, sino que, con la promesa de la seguridad y el orden público, ofrece a cambio una serie de ataques. No es menor el amplio rechazo que generaron las restricciones al derecho al aborto y los beneficios a los empresarios y sectores más acomodados propuestos por los consejeros del Partido Republicano. En sectores sindicalizados de la clase trabajadora, también vimos un espíritu defensivo respecto los ataques a los derechos sindicales.
Sin embargo, el doble fracaso de los “extremos”, no ha llevado a una recomposición del centro y a un fortalecimiento del régimen como esperaban algunos optimistas. Como decíamos, el principal punto de apoyo del régimen ha sido la pasividad en la lucha de clases, por lo que el desafío más serio que existió para la gobernabilidad capitalista fue atajado. Pero en lo que respecta a la capacidad de construir una nueva hegemonía, disminuir el malestar, en recomponer la gobernabilidad, acabar con la fragmentación política y la polarización, el saldo es negativo. Los elementos propios de la “crisis orgánica” siguen siendo un factor activo en la situación política.
II.3. ¿Y después de los fracasos constitucionales? Nostalgia noventista
Desde el punto de vista de la gran burguesía, el período de desvíos constitucionales y de darle cierto margen al gobierno de Gabriel Boric para reformas sociales (como con el royalty, 40 horas, sueldo mínimo), simplemente se acabó. Entramos en una nueva etapa, en donde el ciclo de revuelta/desvío se cerró. El resultado es contradictorio. Dado el reflujo la situación tiene rasgos “no revolucionarios”. Sin embargo, la crisis de la hegemonía neoliberal y su exresión en crisis política y fragmentación, tiene rasgos transitorios. Se abre una situación indefinida tanto en el terreno estratégico (dado el empantanamiento que desarrollamos en la parte primera), como en el terreno inmediato, puesto que se abre un ciclo electoral que durará dos años y que será determinante respecto a las decisiones de las clases y los partidos. Lo que está en juego es la propia configuración política y de correlación de fuerzas en la superestructura. No está para nada dicho cuál será el resultado, porque pese a que Boric se atrinchera en su base de apoyo (orbitando el 30% de apoyo), no logra aumentar su base electoral y el oficialismo no tiene una carta presidencial clara aún; la derecha tampoco logra capitalizar del todo (mantiene un alto rechazo en las encuestas), aunque en términos electorales sus figuras son las mejor posicionadas.
Lo cierto es que el gran empresariado ha decidido “esperar” a que se decida el escenario electoral, a la par que presenta su propio programa para el ciclo político electoral que se abre: i) evitar que se apruebe cualquier reforma tributaria que implique aumento de impuestos y una reforma previsional que implique algo de solidaridad; ii) evitar todo aumento de gasto fiscal invocando el fantasma de la deuda pública; iii) salvataje de las Isapres y reforzamiento del mercado de capitales apuntalando a las AFP; iv) instalar como eje del debate política el problema del crecimiento, presionando por limitar procedimientos ambientales y permisos (permisología); v) presionar por una reforma política, aunque sea mínima, que implique la restricción a los partidos chicos y evitar la fragmentación del régimen (concentración burguesa); vi) apertura del Litio a los capitales internacionales, particularmente de EE.UU; vii) y por último, pero primordial, poner en el centro el debate securitario, apostando por mayores medidas bonapartistas (militarización del sur y las fronteras, reforzamiento material y jurídico de las policías, mayores márgenes de autonomía para las fuerzas represivas, incluso llegando a plantear opciones como la amnistía para Carabineros procesados por violaciones a los DD.HH durante la revuelta).
Es clarísimo que hay un cambio respecto de su posición durante la revuelta que apostó por mayor integración y algunas concesiones. Ahora el eje es evidentemente restrictivo y de ataques.
Este programa de defensa activa de la herencia de la dictadura es compartido tanto por la derecha tradicional (y quienes están orbitando alrededor de ella como es Demócratas y Amarillos), como por Partido Republicano. Pero no cabe duda que la disputa por quién logra dirigir a la derecha se mantiene abierta. Aunque José Antonio Kast quedó golpeado luego del triunfo del “en contra”, ahora ha retomado su ofensiva política, buscando presionar y correr por derecha a Chile Vamos. Estas disputas actúan en la coyuntura política, tanto en las negociaciones para las elecciones municipales como, sobre todo, en la carrera presidencial y la disputa de Matthei-Kast. La gran burguesía, a través de sus gremios empresariales y directores de grandes conglomerados, pone la agenda programática y mayoritariamente apuesta por la derecha tradicional y por Evelyn Matthei. A Kast lo dejan correr sobre todo para buscar apoyo de sectores populares, pero al mismo tiempo buscan moderar sus salidas menos institucionales (como catalogar a Boric de “travesti político”)
II.4. Gabriel Boric como un gobierno “socialdemócrata”
El gobierno de Gabriel Boric fue otro de los pilares del desvío post revuelta y la apuesta por una restauración progresista de la gobernabilidad. El triunfo de Boric permitió una importante renovación generacional del personal político del progresismo chileno, con la integración a la máxima gestión del Estado capitalista de toda una camada de cuadros y dirigentes que surgieron en el ciclo de luchas estudiantiles. En términos de representación de clase, el gobierno logró reintegrar como base social y electoral a las capas medias profesionales decepcionadas con la Concertación y también a una nueva camada joven de esas clases medias surgida en la década anterior. Así también integró a la burocracia sindical y tiene una activa política para cooptar al movimiento de mujeres con la ministra Tati Orellana como ex dirigenta feminista. Esto fue clave para la pasivización post revuelta.
Desde temprano, el gobierno de Boric dio muestras de que se ubicaría como una Concertación renovada (por ejemplo, con la designación de Mario Marcel como ministro de Hacienda). Sin embargo, fue luego del triunfo del rechazo que el giro se hizo mucho más evidente, con la designación de los principales ministros del Socialismo Democrático, hasta su definición como gobierno “socialdemócrata” (ya hablamos del contenido social de la “socialdemocracia de la periferia”).
De esta forma, el gobierno de Gabriel Boric tuvo éxito en pasivizar y aportar a la desmoralización de una parte de su base social, sin embargo, su proyecto original de “gobierno de transformaciones estructurales” fracasó. Mucho menos avanzó a ser un gobierno con “protagonismo popular” y “diálogo social” con las organizaciones sindicales y sociales como apostaba el Partido Comunista. Fue la ex Concertación (particularmente el Partido Socialista), quien logró instalarse como el eje ordenador del gobierno. Aunque en un primer momento, como decíamos más arriba, logró negociar con los gremios y la derecha reformas que dieron ciertas concesiones, el corazón de su programa (nueva constitución, reforma previsional y tributaria) fracasó. Otra de las promesas claves de su campaña como fue la condonación al CAE, sigue en negociaciones de todo tipo (aunque anunciaron la presentación de un proyecto de ley, aún no queda clara la letra chica y alcance. Además que el Socialismo Democrático salió a criticar la medida por lo que buscarán limitarla lo más posible). Pero incluso fue más allá y terminó desmoralizando al sector más de izquierda de su base con gestos como su “autocrítica” en el funeral de Piñera o su ataque a la figura del Negro Matapaco.
De hecho, el relato que se terminó imponiendo en el gobierno es el de “estabilización”. Aunque naturalmente no han habido grandes concesiones que permitan hablar de “ahora estamos mejor que antes”, sí es cierto que el gobierno ha sido un enorme aporte en la estabilización capitalista del país. Impulsaron el ajuste fiscal y monetario que exigía la burguesía (que implicó deterioro de la salud y la educación pública; además de una restricción al bolsillo popular). Junto con esto, se alinearon en las principales leyes represivas y medidas bonapartistas que exigía la derecha (que tiene a la Ley de Gatillo Fácil como el emblema más siniestro). Es decir, la pasivización no fue sólo vía integración de su base y desmoralización, sino también a través de golpes represivos y aumento de los rasgos bonapartistas del Estado.
Comparado incluso con los momentos previos a la revuelta, se han fortalecido los rasgos restrictivos y bonapartistas del Estado de la transición que analizamos en la primera parte. Es por esto que hay intelectuales que consideran que hoy la hegemonía neoliberal es más fuerte que nunca. Esto es parte del impresionismo propio de la progresía, que se alineó detrás de Boric para enfrentar al “fascismo” y justificó lo injustificable. El aumento de los rasgos bonapartistas es un síntoma de crisis y transición, no de estabilización.
II.5. El Partido Comunista
El devenir del gobierno de Gabriel Boric ha tenido costos en su base social. Hay impaciencia, decepción y descontento en un sector importante. Sólo por dar un ejemplo: entre las y los profesores jóvenes que votaron por Boric hay mucha decepción. Hace un año primaba la paciencia y la justificación. Esto constituye un fenómeno de primer orden para la lucha política y de estrategias en la izquierda.
El Partido Comunista toma nota de este cambio, presionado por una parte de su base que ante las derechadas del gobierno se pregunta por el carácter del partido. El Partido Comunista, como explicamos más arriba, se ubicó como un caso sui generis, puesto que fue excluido de la transición. Así, mantuvo peso en la burocracia sindical y estudiantil, además de contar con un espacio electoral propio. Es decir, se preservó como partido de la contención durante la transición. Ya vimos cómo fue el proceso de integración del partido al régimen. Sin embargo, durante el gobierno esto dio un salto cualitativo, avanzando en una socialdemocratización. Hoy el Partido Comunista es uno de los principales partidos del régimen, con una fuerte bancada, con la vocería de gobierno y la presidencia de la Cámara (y un bolsón electoral importante en la Región Metropolitana y alcaldías como la de Santiago). Desde ese punto de vista, se trata de un partido muy distinto del de la década pasada, con mucho más integración de su militancia a la gestión del Estado. Ya no se trata de participar con ministros periféricos, manteniéndose como ala crítica de la Nueva Mayoría. Ahora tiene directa responsabilidad en medidas represivas y bonapartistas del propio gobierno.
Sin embargo, se trata de un Partido que es ubicado por el propio régimen a su izquierda. Una de las peleas que se han propuesto los líderes empresariales y los políticos de la derecha y la ex Concertación ligados a los grandes grupos económicos, es buscar debilitar la influencia del Partido Comunista. La pregunta por si Socialismo Democrático debiese realizar alianzas electorales o programáticas con el PC, es uno de los debates de la superestructura. Por ahora, el gran empresariado sabe que no puede excluir al PC del régimen. Por lo que apuesta a fortalecer a una ex Concertación fuerte y con capacidad de dirección de todo el oficialismo, para de esa forma, subordinar al Partido Comunista. Sin embargo, esto está lejos de ser una campaña pacífica, pues incluye golpes y operaciones como la persecusión a Daniel Jadue. Al respecto, y tal como lo hemos dicho públicamente, consideramos que se trata de una operación desde la Fiscalía y el poder judicial para golpear al PC y a todo lo que huela a “octubrismo”. Para nosotros es fundamental no caer en la trampa liberal de la “lucha contra la corrupción”, que es la bandera de fiscales y jueces para intentar una “limpieza” del régimen en el marco de la crisis, lo que incluye la lucha contra “los extremos” y más restricciones antidemocráticas. En el capitalismo la corrupción es estructural, porque no hay posibilidad que un pequeño puñado de capitalistas puedan gobernar grandes masas vía sufragio universal sin corrupción de todo tipo. Es una ilusión democratiante pensar que la corrupción será combatida por jueces, que son el poder del Estado que está más íntimamente ligado a la clase dominante. Mucho menos si eso significa aumentar el poder punitivo del Estado, lo cual será utilizado con más rigor contra las y los luchadores sociales.
Esta ubicación de izquierda del régimen le da al PC un perfil más disruptivo que el Frente Amplio. A su vez, busca pelear por su lugar e influencia dentro del gobierno, para lo cual se ubica como el “espíritu crítico” de la coalición (muchas veces generando roces entre sus parlamentarios y el ejecutivo). No es casualidad que el partido haya decidido actuar de manera más ofensiva desde sus posiciones sindicales y estudiantiles. El llamado a “paro nacional” el 11 de abril en realidad fue una maniobra para contener a la base crítica del gobierno y actuar sobre las tensiones dentro del gobierno. Pero aún así, implica una ubicación más activa de exigencia e interpelación desde la “calle”. En el mismo sentido, han desplegado una ofensiva a nivel del movimiento estudiantil logrando conquistar la presidencia de la Fech el año pasado. La disputa con el PS también encuentra espacio en el ámbito estudiantil, como se puede ver en las pasadas elecciones de federación en la Universidad de Chile. Y en esa disputa, las JJ.CC buscan ubicarse como el ala combativa y que apuesta por la movilización (como se ve en su giro a lo de Palestina).
Otra de las funciones fundamentales del Partido Comunista para la gobernabilidad es la de subordinar todo el espacio a la izquierda del gobierno. En esto Daniel Jadue y su sector juegan el rol cantante (que a la interna también juegan un rol de contención). Y en esto, hay que decir que las principales organizaciones políticas y sociales que no forman parte del gobierno, la mayoría de las veces entran en el juego de trabajar políticamente a favor del PC.
II.6. Espacio a izquierda del PC
Durante la revuelta surgió un espacio a izquierda del Partido Comunista, del cual nosotros somos parte. Emergió La Lista del Pueblo, Movimientos Sociales Constituyentes, Coordinadora Plurinacional, el Partido Igualdad conquistó la alcaldía de Pudahuel, la ACES jugó un cierto rol mediático con el boicot a la PSU a través de la figura de Victor Chanfreau, etc. La mayoría de estos sectores asumió la Convención Constitucional y el apruebo como perspectiva estratégica. Tras el triunfo del rechazo entraron en una profunda crisis y confusión estratégica. En un sentido, su marco estratégico dependía teóricamente de las pautas del reformismo y el progresismo, careciendo de autonomía frente a estos vaivenes.
Con la campaña por el voto “en contra” al Consejo Constitucional, hubo cierta reactivación de este espacio, pero rápidamente los principales grupos se volcaron a la preparación del próximo ciclo electoral. Organizaciones como el Partido Igualdad están buscando la unidad electoral de todo lo que no entre en el gobierno (lo que incluye partidos “frentepopulistas” filo kichneristas como Partido Popular y partidos como el Partido Humanista que históricamente fueron importantes aliados del PC). Sin embargo, política y programáticamente este sector está muy influenciado por el “jaduismo”. De esta forma, en este sector se impone el debate programático y una clarificación del balance de los últimos años de lucha de clases.
En este marco, la polémica con el “jaduismo” es una tarea clave si lo que se busca es batallar por la emergencia de un partido claramente independiente al reformismo, es decir, un partido de independencia de clase, marxista y revolucionario. Dar cuenta del fracaso estratégico de Apruebo Dignidad es fundamental para mostrar que una alternativa de izquierda desde la clase trabajadora no puede tener como su programa la pasivización de la lucha de clases en post de “integración social” que ayuden a fortalecer un Estado ampliado (todo el programa de “democratización”, “democracia de verdad”, “diálogo social” y nueva constitución apuntan en esa dirección). Como vimos, la ampliación del Estado es un proyecto burgués, pues constituye una de las salidas que han tenido las clases dominantes para subordinar a la clase trabajadora y los sectores populares.
Junto con esto, es indispensable mostrar que las reformas sociales profundas que exige el pueblo trabajador sólo pueden venir de la mano de atacar las ganancias de la burguesía imperialista y la burguesía nacional, que surgió de la mano de las privatizaciones y medidas de la dictadura, enriqueciéndose y consolidándose durante los gobiernos concertacionistas. La orientación de negociación con los gremios y la derecha ya mostró su resultado: el total fracaso de la reforma tributaria y de pensiones.
Todo esto es particularmente cierto en el marco del avance de la extrema derecha y las tendencias guerreristas en todo el mundo. Un programa reformista y socialdemócrata progresista es incapaz de enfrentar esta ofensiva. Sólo desde una óptica comunista es posible debatir a profundidad con la defensa activa del neoliberalismo, que tiene importantes dimensiones ideológicas. Es por esto, que nuestro Congreso del PTR debe votar nuestro manifiesto programático como herramienta de disputa política.
El balance de la revuelta es importante no sólo para enfrentar la influencia del reformismo, sino también para dar cuenta de la total impotencia del puro revueltismo. Por fuera de la izquierda extra PC electoral, existe una cultura “populista” referenciada en las organizaciones armadas que enfrentaron la dictadura. Se trata de un “frentepopulismo” o allendismo “combativo”. La herencia rojinegra y rodriguista se encuentra en una crisis profunda, y han retrocedido en relación al “bloque negro” y el anarquismo nihilista. Lo que los une es el abstencionismo de la lucha política, transformando el anti electoralismo en un axioma de principios, renunciando al pensamiento estratégico-táctico propio del marxismo y a la construcción de partido. Aunque hablen contra el reformismo, no tienen una delimitación programática e ideológica respecto de él (ni hablar del maoísmo, que sigue sosteniendo la necesidad de una alianza con la burguesía nacional).
II.7. Inicial cambio de clima a nivel de la lucha de clases
Luego del desvío, el factor de la lucha de clases ha sido el más atrasado de la situación, y el dinamismo ha pasado a las disputas en el régimen. Durante el último año estamos viendo algunos síntomas de un cambio de clima. Aunque la iniciativa la sigue teniendo la derecha y el gobierno, hay procesos de luchas parciales que llegan a transformarse en hechos políticos a ciertas franjas de masas. Nuestra hipótesis es que la desilusión con el gobierno de Gabriel Boric y las brechas que generan las disputas en el régimen (particularmente con el Partido Comunista), abran espacios para primeras peleas obreras, estudiantiles y populares. Hasta ahora hay algunos síntomas importantes, que abren espacios de intervención “orgánico” en estos sectores, lo que hasta hace un tiempo estaba cerrado.
Un ejemplo fue la lucha de las y los docentes frente a la muerte de Katherine Yoma, proceso en el que intervenimos activamente con compañeras como Daniela Avilés y Karla Ramírez como referentes y en donde batallamos contra el corporativismo y la división que querían instalar entre apoderados, profesores y estudiantes. A la par que peleamos por la organización del movimiento desde la base y contra la limitación de la lucha a los tiempos de tramitación de una ley.
En la región del Bio Bio las y los trabajadores de Huachipato se movilizaron y ante la amenaza de cierre hubo elementos de coordinación sindical. Se trató de una resistencia a un ataque, aunque la movilización se mantuvo dentro de los márgenes que quería la empresa para negociar al gobierno. Lo más llamativo fue el impacto político que tuvo el conflicto. Por otra parte, los portuarios de Coronel protagonizaron una dura huelga contra la patronal que también causó preocupación en los círculos empresariales y el gobierno. A su vez, las tomas de terreno se activaron en defensa frente a los desalojos. Se trata de una pelea muy difícil y defensiva. Sin embargo, hay fenómenos muy progresivos como la movilización y coordinación entre campamentos.
El otro proceso que se viene gestando es el movimiento estudiantil. El campamento en Casa Central de la Universidad de Chile, que impulsamos junto con diversas compañeras y compañeros del Comité de Solidaridad con Palestina de la U de Chile, se transformó en un hecho nacional que abrió una disputa pública entre la rectora Rosa Devés y académicos que apoyan la demanda. Así, el debate sobre la ruptura de las relaciones académicas con Israel llegó a todos los principales medios. El Partido Comunista se ubicó a izquierda, en gran parte como una forma de ganar terreno por abajo frente a la crisis de las últimas elecciones Fech. Su objetivo es evitar que el campamento en la Casa Central se transforme en un quiebre real con las autoridades y que las movilizaciones locales que empiezan a surgir en algunas facultades, abran canales de negociación con decanatos y rectoría. Nosotros estamos dando la pelea por apoyarnos en la conquista en Filosofía y Hdes (quiebre del convenio), para dar una pelea consecuente para romper la intransigencia de las autoridades (que han insistido en que no romperán relaciones con Israel) y buscar unificar el movimiento a través de un petitorio unificado.
Por ahora se trata de luchas parciales que no cambian la correlación de fuerzas de conjunto ni logran tomar la iniciativa o controlar la agenda político. Tampoco constituyen por ahora un ascenso de la lucha de clases. Sin embargo, se trata de movilizaciones fundamentales para que sectores obreros, estudiantiles y populares retomen la gimnasia de la lucha de clases y la politización a partir del choque con el Estado y sus partidos. Es decir, de acelerar la experiencia con el gobierno y apostar porque surja un sector de vanguardia con el cual la izquierda revolucionaria y marxista pueda confluir.
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