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Red Internacional
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Literatura. La hija única: más allá de los estereotipos sobre la maternidad y la amistad

La escritora mexicana Guadalupe Nettel presenta personajes femeninos que van a modificar su idea de lo natural, y para ello apela a la maternidad y a los lazos que se entretejen entre amigas que van más allá de las trilladas historias de mujeres.

Lunes 21 de diciembre de 2020 11:02

La total tranquilidad e insensibilidad con la que Guadalupe Nettel en La hija única cuenta situaciones deformes impresiona. Esa narrativa le viene bien a este libro. Aún en los momentos extremos, Nettel no cae nunca en la emotividad ni en el sentimentalismo, lo que hace a su relato mucho más potente.
Sin desbordes, sin excesos, con marcada austeridad de adjetivos, va desplegando su mundo a través cadenas de sucesos que no dan respiro a quien lee. Sin necesidad de subrayados abusivos, los temas fluyen gritando su dolor sin levantar la voz. Aquí la maternidad no es “lo natural” y la decisión sobre cuerpo de las mujeres intenta pertenecerle a ellas.

A diferencia de la generación de mi madre, para la que resultaba aberrante no tener hijos, en la mía muchas mujeres decidieron abstenerse”. Y merecerse ser felices con eso.

La voz es de Laura, que no quiere ser madre y así lo ha decidido. Es a través de ella por quien nos llega la historia. Laura decide ligarse las trompas mientras sortea un vínculo complicado con su madre.

Mis amigas, por ejemplo, se podrían dividir en grupos igual de grandes: las que contemplaban abdicar de su libertad e inmolarse en aras de la conservación de la especie, y las que estaban dispuestas a asumir el oprobio social y familiar con tal de preservar su autonomía” comienza uno de los primeros capítulos.

Alina, amiga de Laura, sí quiere tener hijos cuando pasa los 30 años. Lo planifica junto a su marido pero se entera al fin de su embarazo de que el cerebro de Inés, su hija, no crece adecuadamente: morirá tras el parto. Tiene un grave problema de desarrollo.

Había disfrutado los primeros meses de embarazo y, de preparar su maternidad con devoción, pasa a prepararse para el duelo. El aborto no cruza las opciones del médico, aunque con el tiempo ella reflexiona ¿por qué no? “Alina asegura que en ningún momento de la entrevista les propuso detener la gestación. La ley prohíbe hacerlo después de los cuatro meses, pero es sabido que en casos como este algunos médicos aceptan practicar un aborto”.
Posteriormente las condiciones de sobrevivencia de la pequeña son cada vez más dolorosos y los sentimientos cruzados la llevan a la angustia. “Alina no recuerda haber sentido ni una sombra de alegría en aquel momento, más bien algo parecido al estupor y al rechazo".

Desde otro punto de la trama la vecina de Laura, una madre soltera que se llama Doris, vive con su hijo pequeño. La narradora no puede evitar escuchar, a través de la pared, las violentas peleas que tienen, en donde el niño insulta, rompe cosas y la madre no lo contiene. “Ayer por la tarde, el niño que vive en el departamento de junto tuvo una nueva crisis. Me había sentado en el balcón que da al patio interior del edificio con un té de menta (…) Me pregunté también si mi vecino tenía ese carácter desde su hacimiento o si había sufrido algún tipo de maltrato que lo hubiera dañado para siempre”.

Así comienza a descubrir Laura su relación con Doris y Nico, su hijo. Cuando las mujeres por fin se conocen personalmente, Doris explica a Laura que las crisis de su hijo habían comenzado hacía dos años y once meses, a partir de un accidente de coche en el que había muerto su padre. Igualmente, Laura mantiene una relación con este niño violento y se perfila ante sus ojos la complejidad de la crianza que enfrenta Doris. Empatiza con las soledades de esta pequeña familia, no condena a esta madre.

Cada una de estas mujeres encarna de una forma diferente la enorme complejidad que conlleva la violenta determinación de que la maternidad es una obligación para las mujeres. El hecho de estar cerca, de ser amigas o vecinas que se convierten en amigas, las ayuda a pensarse en relación con la otra y con sus propias decisiones.

Sin melodrama ni condescendencia, encuentra en el lugar más inesperado otra dimensión de la felicidad posible para las mujeres. Lo que vemos en general en las producciones culturales es un estereotipo basado en un prejuicio de que el objetivo principal de todas las mujeres encontrar al príncipe azul y tener con él hijos, esas personas que nos van a “completar”.

El tono de la novela de Guadalupe Nettel es de muchísima aceptación de una amiga hacia la otra. Se nota también cuando las protagonistas crían y Laura procura conectarse con los sentimientos de sus amigas, aunque ella no sienta lo mismo. Por eso valoramos las novelas que ponen en el centro a la amistad femenina: cada personaje tiene nombre y una historia.

El sentido común, que no es ajeno a los valores patriarcales de la sociedad contemporánea, dictamina que la amistad entre mujeres es un mito, no existe: las mujeres compiten entre ellas, sienten envidia, odio, se comparan.

Las condiciones del mundo nos rodean y restringen las relaciones entre las personas. Alrededor todo conspira contra la solidaridad ente mujeres en las sociedades capitalistas, sincronizadas por la competencia y el individualismo. A esto se le suma la “predisposición natural” a desear ser madres a como dé lugar. Guadalupe Nettel pone en remojo esos preconceptos, los muestra con ópticas distintas, aunque no enemigas, pues las mujeres de esta historia se unen en la amistad.

Actualmente, los derechos de las mujeres y la maternidad han sido terreno fértil de discursos hipócritas. Colocadas en un pedestal, fuera del alcance de críticas o transformaciones mientras en la vida real son arrastradas a la precariedad, como otras relaciones humanas. Los últimos años, las luchas en las calles de las mujeres contra los femicidios, contra la violencia machista, por el derecho a decidir sobre nuestros cuerpo chocando con las leyes burguesas y la Iglesia, trastocó las relaciones entre mujeres. En principio, millones marchando tras banderas que las unen comienza a mostrar cambios.

Desde la tapa de la publicación de La hija única, Editorial Anagrama, la imagen de un nido con un huevo extraño es casi una síntesis de la novela. La extrañeza es la llave para sumergirnos en La hija única.

Sobre la autora

Guadalupe Nettel (México, 1973) ha escrito en diferentes géneros: cuento, novela y ensayo. Algunos de sus libros son El huésped (2005), Pétalos y otras historias incómodas (2008), El cuerpo en que nací (2011). En 2013 obtuvo el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con el libro El matrimonio de los peces rojos y en 2014 el Premio Herralde de Novela con Después del invierno. Ha colaborado en revistas y publicaciones como Granta, El País, The New York Times en Español y La Stampa, entre otras. Es directora de la Revista de la Universidad de México de la UNAM. Ha sido traducida a más de diez lenguas

LA HIJA UNICA

Mirar a un bebé mientras duerme es contemplar la fragilidad del ser humano. Escucharlo respirar suave y armoniosamente produce una mezcla de calma y sobrecogimiento. Observo al bebé que tengo frente a mí, su cara relajada y pulposa, el hilo de leche que escurre por una de las comisuras de sus labios, sus párpados perfectos, y pienso que cada día uno de los niños que duermen en todas las cunas del mundo deja de existir. Se apaga sin hacer ruido como una estrella perdida en el universo, entre miles de otras que siguen alumbrando la oscuridad de la noche, sin que su muerte provoque en nadie desconcierto, con excepción de sus parientes más cercanos. Su madre queda desconsolada de por vida, a veces también su padre. Los demás lo aceptan con resignación pasmosa. La muerte de un recién nacido es algo tan común que a nadie sorprende, y sin embargo cómo aceptarla cuando uno ha sido alcanzado por la belleza de ese ser intacto. Veo a este bebé dormir enfundado en su mameluco verde, con el cuerpo totalmente suelto, la cabeza hacia un lado sobre la pequeña almohada blanca, y deseo que siga vivo, que nada perturbe su sueño y tampoco su vida, que todos los peligros del mundo se aparten de él y el vendaval de las catástrofes lo ignore en su paso destructor. «Nada te sucederá mientras yo esté contigo», le prometo, aun sabiendo que miento, pues en el fondo soy tan impotente y vulnerable como él.

CAPITULO 1

Hace un par de semanas llegaron nuevos vecinos al departamento de junto. Se trata de una mujer con un niño que parece descontento con la vida, por decir lo menos. Nunca lo he visto, pero me basta escucharlo para darme cuenta. Vuelve de la escuela hacia las dos de la tarde, cuando el olor a comida que sale de su casa se esparce por los pasillos y las escaleras de nuestro edificio. Todos nos enteramos de que ha llegado por la manera impaciente en que toca el timbre. Apenas cierra la puerta, comienza a gritar a altos decibeles para quejarse del menú. A juzgar por el olor, la comida en esa casa no debe ser ni sana ni apetecible, pero la reacción del niño es sin duda exagerada. Profiere insultos y palabras soeces, algo desconcertante en un chico de su edad. También azota las puertas y arroja toda clase de objetos contra las paredes. Las crisis suelen ser largas. Desde que se mudaron, me han tocado tres, y en ninguna de estas ocasiones pude escucharla hasta el final, de modo que no sabría decir cómo terminan. Grita tan fuerte y con tanta desesperación que obliga a salir huyendo. Debo admitir que nunca me he llevado bien con los niños. Si se me acercan los esquivo, y cuando me resulta inevitable interactuar con ellos, no tengo la menor idea de cómo hacerlo. Me cuento entre las personas que se tensan por completo si en un avión o en la sala de espera de algún consultorio escuchan el llanto de un bebé, y que enloquecen si este se prolonga durante más de diez minutos. Tampoco es que los críos me disgusten por completo. Verlos jugar en un parque o descuartizarse por un juguete en el arenero puede incluso resultarme entretenido. Son un ejemplo viviente de cómo seríamos los seres humanos si no existieran las reglas de urbanidad y civismo. Durante años traté de convencer a mis amigas de que reproducirse constituía un error irreparable. Les decía que un hijo, por tierno y dulce que fuera en sus buenos momentos, siempre representaría un límite a su libertad, un peso económico, para no hablar del desgaste físico y emocional que ocasionan: nueves meses de embarazo, otros seis o más de lactancia, desveladas frecuentes durante la niñez, y luego una angustia constante a lo largo de su adolescencia. «Además, la sociedad está diseñada para que seamos nosotras, y no los hombres, quienes se encarguen de cuidar a los hijos, y eso implica muchas veces sacrificar la carrera, las actividades solitarias, el erotismo y en ocasiones la pareja», les explicaba con vehemencia. «¿Vale realmente la pena?»