Fernando Castellá @CastelaFernando
Miércoles 1ro de octubre de 2014
El 1 de octubre de 1975 en el Coliseo Araneta, en Ciudad Quezón, Manila, Filipinas, ante 28.000 espectadores, tuvo lugar el más grande combate de la historia del boxeo mundial. Conocido como The Thrilla in Manila (El thriller en Manila), enfrentó por tercera y última vez a Muhammad Ali (33 años) y Joe Frazier (31).
Dos de los cinco más grandes pesos pesado de la historia protagonizaron en el primer lustro de la década de 1970 una trilogía de características épicas. Habiéndose quedado con una victoria cada uno (Frazier en 1971 y Ali en 1974), la tercera, y vencida, encontró a dos atletas exigiendo sus organismos a límites inconcebibles. Pero no fue sólo boxeo lo que se vivió ese día.
La política, el deporte y la industria del entretenimiento.
En el capitalismo, el deporte, como cualquier otra actividad humana, se encuentra atravesado y depende, en última instancia, de la lógica mercantil y, ante sus necesidades, se rinde. En el caso de la industria del entretenimiento de máxima escala como es el boxeo, ésta suele venderse al mejor postor y ofrecer sus servicios allí donde el sistema los necesite.
En Filipinas, para el año 1975, la dictadura del matrimonio Marcos atravesaba una crisis económica, social y política de envergadura. En el contexto internacional de la Guerra Fría, con rebeliones de obreros y campesinos, insurgencia guerrillera y movilizaciones religiosas, el showbusiness del boxeo profesional, con un joven Don King a la cabeza, desembarcó en el archipiélago del sudeste asiático. Durante tres semanas enteras, los ojos del mundo estuvieron depositados en la más importante contienda pugilística de la historia. Los ojos de los filipinos, también.
Vietnam, racismo y promoción de la pelea.
Nacido como Cassius Clay, convertido al islamismo como Muhammad Alí, el mayor de los boxeadores de la historia se destacó, también, por sus actos extra boxísticos. En 1967 se opuso a participar de la guerra de Vietnam, declarándose objetor de conciencia, por lo que le retiraron la licencia como boxeador y sufrió la condena pública. Fervoroso militante de la organización Nación del Islam, se encargó de subir la temperatura de todas sus peleas, antes incluso de que tuvieran lugar. Pero con Frazier fue un poco más allá. Embarcado en su plan de provocarlo hasta pasarse de los límites, lo acusó de ser un “negro que trabaja para los blancos”, un “traidor” y, contradictoriamente con su prédica en favor de los derechos de los negros, ocupó días enteros en ridiculizarlo con el término “gorila”. Tras la guerra que libraron sobre el cuadrilátero, Alí pidió disculpas, reconoció sus excesos y ofensas, y afirmó que sólo buscaba la mayor promoción posible para la pelea. Que todo había sido dicho en términos humorísticos. Frazier murió en 2011, sin haber aceptado jamás las disculpas.
La guerra, entre las cuerdas.
La pelea del 1 de octubre de 1975 presentó todos los elementos de una película, pero en la vida real.
Frazier, de 31 años, venía de sufrir una derrota clara ante Foreman, en dos rounds. Alí, con 33 años, venía de ganarle poco después al mismo Foreman sin mayor esfuerzo. Todo hacía pensar que Frazier estaba en decadencia, y que sería un trámite para el gran campeón. Pero en el boxeo, quizás más que en ninguna otra disciplina deportiva, los resultados rara vez se explican por la técnica y la preparación física.
La pelea fue pactada a 15 rounds. A las 10:45 de la mañana (la pelea se hizo increíblemente a esa hora, para que el público en EE.UU. pudiera ver la pelea en vivo y a la noche) el termómetro en la capital filipina marcaba 45 grados centígrados. El estadio, colmado con 28.000 personas, era un hervidero. Ambos salieron con la clara determinación de no guardarse absolutamente nada. En el colmo de la exigencia física, casi arrastrándose por el ring, arribaron al decimocuarto asalto. Frazier, quien desde 1965 tenía reducida la visión en su ojo izquierdo (elemento que sólo se conoció tras su retiro), estaba prácticamente ciego. Alí acusaba un cansancio sobrehumano, lo que le valió una de las frases más recordadas en la historia del boxeo: sentado en su rincón, le aseguró a su entrenador y sus asistentes “es lo más parecido a la muerte que vayan a ver jamás”.
Cuentan los asesores de los protagonistas que, en el minuto de descanso entre el decimocuarto y decimoquinto round, Alí solicitó que le cortaran los guantes: no quería seguir combatiendo más, las manos le ardían, los riñones y el hígado estaban destrozados. No estaba en condiciones de ponerse de pie. Su entrenador, Angelo Dundee, optó por esperar algunos segundos más, retrasando la orden de su pupilo. En ese instante, el entrenador de Frazier, Eddie Futch, tiraba la toalla, contra el deseo del mismísimo Frazier. El combate del siglo estaba definido.
Final de partida.
La vida de ninguno fue igual tras la batalla del 1 de octubre de 1975. Frazier, antiguo obrero rural del sur norteamericano, fue un boxeador formidable, fortísimo, dueño de una determinación que el cine no logró emular jamás. Hubiera sido el más grande peso pesado de todos los tiempos, de no ser contemporáneo de Alí, quien fue a su vez un atleta superdotado, un gimnasta en el cuerpo de un gigante, un pesado que peleaba con la sutileza y elegancia de un welter.
Las carreras de ambos terminaron ese día, aunque protagonizaron por separado algunos combates deslucidos más. Todavía hoy se debate cuál hubiera sido el resultado de la pelea si el rincón de Frazier no hubiera lanzado la toalla. Estrictamente, ambos ganaron en el momento mismo en que entraron en la historia mayor del boxeo mundial.
A 39 años de la batalla, todavía se escriben artículos y filman documentales. En YouTube se puede ver la pelea completa, la opinión de los pugilistas y de quienes formaron parte de ese evento.
En el año 2007, tras repasar la pelea junto a él, le preguntaron a Joe Frazier, de 63 años, si estaba dispuesto a perder la vida ese día, en ese combate. Contestó con naturalidad de excepción que por supuesto, que para eso estaba preparado.