Consentimiento positivo, autoconocimiento y otras ideas que tienen fecha de origen. ¿Por qué importa en qué contexto se instalan determinados discursos? Además la vigilancia en Tinder y un campo minado.
Celeste Murillo @rompe_teclas
Martes 22 de marzo de 2022 00:00
“Las Spice Girls somos verdaderas thatcheristas. Thatcher fue la primera Spice Girl, la pionera de nuestra ideología, el Girl Power”. Esto lo dijo Geri Halliwell (Ginger Spice) en una entrevista con un diario británico en1996. Por esos años, se las identificaba con el posfeminismo y el empoderamiento (girl power). Chicas liberadas que daban un paso al frente, sabían y hacían lo que querían. La imagen del empoderamiento era tan difusa que llegaba hasta la ex primera ministra conservadora que había declarado, según su asesor Paul Johnson: “las feministas me odian, ¿no? No las culpo. Porque odio el feminismo”.
Saber en qué contexto se instalan determinadas ideas puede ayudarnos a reconocer aspectos críticos o pensar sus limitaciones. Las coordenadas de origen del consentimiento positivo, explícito o también llamado entusiasta, quedan a veces opacadas en los debates que se desarrollan hace años. Katherine Angel en su libro El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento (Alpha Decay, 2021) incorpora a la discusión cuál es el momento en el que se consolida ese discurso. Para ella no es casual que haya sido durante el posfeminismo o feminismo neoliberal, especialmente anglosajón, durante las décadas de 1980 y 1990.
Una de las conversaciones abiertas alrededor del hashtag Me Too fue justamente la del consentimiento. Alrededor de ella surgieron muchos debates. “Hablar con claridad es un ingrediente necesario para prevenir males futuros, no únicamente para abordar los pasados. En los últimos años han aflorado dos requisitos para el sexo satisfactorio: consentimiento y autoconocimiento”.
La autora llama “cultura del consentimiento” a la “extendida retórica que afirma que el consentimiento es la clave para transformar los males de nuestra cultura sexual, la verbalización explícita de la mujer sobre su deseo se exige tanto como se idealiza, se reclama impertinentemente como seña de progresismo político”. Angel no reduce los problemas y malas experiencias sexuales a agresiones o abusos ni desconoce las variadas formas de violencia machista. Señala las desigualdades entre las que se reproducen, y ubica allí la raíz de problemas sociales profundos, que se relacionan con el sexo pero tienen mucho más que ver con el poder. Sí advierte sobre las consecuencias de instalar discursos que sugieran que las mujeres deben comportarse de cierta manera para evitar la violencia y/o disfrutar su sexualidad. (La autora reconoce que sus reflexiones están basadas en relaciones heterosexuales, aunque sus conclusiones no implican una lectura normada.)
Si el punitivismo es una “solución” bajo sospecha entre los feminismos más diversos, el consentimiento aparece como portador de esperanzas pero implica también, como desarrollará Angel en su breve historización, exigencias y nuevos condicionantes para la sexualidad femenina. En definitiva, reflexiona la autora, estas herramientas ayudan a desnaturalizar situaciones de violencia machista, pero no necesariamente evitan relaciones o momentos frustrantes, malos o insatisfactorios.
Si en los primeros planteos del consentimiento se destacaba la negativa o el rechazo al sexo, la versión positiva o entusiasta, es acompañada de una nueva imagen idealizada de las mujeres. En el momento en que ocurría ese cambio, al individualismo y la meritocracia se sumó el empoderamiento como un valor asociado al feminismo (aunque era y es criticado por sectores del propio movimiento). En ambas versiones las mujeres debían gestionar el problema de forma individual. Antes lo hacían rechazando el sexo y ahora “siendo claras en lo que quieren”, verbalizando su deseo.
El autoconocimiento, propuesto como pilar del consentimiento positivo o entusiasta, no es una garantía de relaciones consensuadas o satisfactorias. Pero además, nos dice Angel, puede ser utilizado para desestimar las denuncias de las mujeres y personas LGBTQI+. Es lo que hizo la abogada del productor de Hollywood Harvey Weinstein, Donna Rotunno, cuando dijo que “las mujeres deben ser muy claras sobre sus intenciones”. En esa entrevista de 2020 también dijo que “las mujeres tienen que estar preparadas para las situaciones en las que se meten” y que debían “asumir el mismo riesgo que asumen los varones. Y la responsabilidad debería ser igual también”. Sus objetivos eran claros, pero no hace menos justa la pregunta sobre el autoconocimiento como requisito: “¿A quién beneficia exactamente?”.
Se suma otro problema que surge al aplicar estas herramientas más allá de su objetivo básico y fundamental. “Muchas leyes del consentimiento requieren que este no se produzca bajo coerción, pero lo cierto es que la mujer a menudo accede a mantener relaciones que preferiría no mantener por miedo a las consecuencias. Es fundamental conservar la distinción entre consentimiento y entusiasmo precisamente para poder describir lo que sucede en esas dinámicas de poder desigual”. Esto no transforma a todas las mujeres en víctimas y a todos los varones en victimarios, coloca al consentimiento positivo o entusiasta en un contexto lleno de problemas. ¿Qué pasa cuando una mujer no puede o le es difícil decir que no? ¿Qué pasa cuando el NO carece de valor, como en los lugares de trabajo donde existe una relación jerárquica explícita? ¿Dónde ubica este discurso a la mujer que “debería” haber dicho que no claramente y no lo hizo? ¿Cómo juega en esta ecuación la opresión de género? ¿Y qué sucede cuando, a su vez, encaja en las relaciones sociales capitalistas moldeadas por su desigualdad de origen?
Hacia el final del libro, Katherine Angel escribe que no cree “que el consentimiento elimine milagrosamente los desequilibrios de poder que operan en nuestras interacciones cotidianas”. No quiere decir que no sean posibles relaciones y encuentros construidos sobre el deseo y/o el afecto; existieron y existen. Apunta a todo lo que los obstaculiza y los dificulta.
La autora no nos propone volver a foja cero sino reflexionar críticamente sobre estas herramientas, qué pueden hacer y todo aquello que no podemos (ni tenemos por qué) pedirles. “Esto no significa que debamos tirar por la borda el consentimiento: es fundamental y es el mínimo más básico pero no puede cargar con el peso de todos nuestros deseos de emancipación; debemos ser claras en cuanto a sus limitaciones”.
Creo que esta última idea deja planteada la pregunta de si las posibilidades que nos proponen las sociedades capitalistas no son demasiado acotadas. Y si nuestros deseos de emancipación no merecen ampliar la imaginación política, pensar otro mundo posible sin desigualdad ni opresión y, sobre todo, pensar que es posible pelear por él.
Minas y vigilantes
Tinder se puso la gorra. La aplicación anunció que pondrá a disposición un servicio para revisar antecedentes penales. Es una prueba piloto en Estados Unidos que podría extenderse a todo el mundo. Es resultado del impacto del documental El estafador de Tinder en Netflix, que cuenta la historia de tres mujeres estafadas por Simon Leviev. Pero, ¿quiénes van a salir perdiendo en esta movida? No van a ser los Leviev de la vida, probablemente sean los varones negros y latinos con tasas de criminalización y encarcelamiento mucho más elevadas que las de los blancos (por delitos menores relacionados con la propiedad y la ley de drogas, en su mayoría). En Estados Unidos, se estima que un varón negro tiene casi seis veces más probabilidades de ser encarcelado que un blanco (los latinos, más de tres). Un estudio de The Sentencing Project calculó que uno de cada tres varones negros nacidos en 2001 sería encarcelado durante su vida. Eso es el racismo institucional: nacer con una condena según el color de tu piel.
Campo minado. La puesta de Lola Arias en el aniversario número 40 de la Guerra de Malvinas invita a una polémica segura. Me preguntaron si era pacifista, creo que no: en el escenario no se esquivan los motivos o elcontexto de la guerra, no hay llamados abstractos a evitar otras en el futuro. Sí aparecen gestos como reconocer las condiciones desiguales del combate, cobrarle los tragos a Margaret Thatcher, denunciar el hundimiento del Belgrano o los relatos crudos de estaqueos, hambre y otras torturas que sufrieron los soldados argentinos. Esta obra de teatro documental reúne a tres veteranos argentinos, tres ingleses (uno de ellos, en realidad, un gurkha nepalés que peleó para el Ejército británico) y sus reflexiones, cómo se convirtieron en soldados, la guerra y el después. Me quedo con dos momentos relacionados con la lengua. Uno, quizás casual, cuando el veterano David Jackson dice Malvinas con su acento inglés y no Falklands. Otro, cuando Lou Armour (reemplazado en esta puesta por Tip Cullen) aparece en un video contando el diálogo con un soldado argentino herido que le habla en inglés y derriba el único muro que lo “protegía”, su lengua. Campo minado abre la puerta a muchos debates. Sobre todo, creo que trata de escarbar lo humano en la inhumanidad, algo que Sebastián Ávila hace muy bien en su novela Ovejas (Ediciones Futurock).
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Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.