Kafka, Pessoa, Emily Dickinson, Scott Fitzgerald: nombres que hoy nos resuenan como grandes de la literatura pero que pasaron gran parte de su vida sin ser reconocidos por el campo literario.
Facundo Tisera @facu.tisera.11
Viernes 26 de julio de 2019 21:46
Cuenta la leyenda que antes morir, Franz Kafka le encargó a su amigo y editor Max Brod que destruyera toda la obra suya que todavía no estaba publicada, es decir la mayoría. Por suerte para nosotros, el señor Brod traicionó a su amigo y la humanidad ganó a uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Kafka murió a los 40 años de tuberculosis habiendo publicado tan solo un puñado de relatos cortos y sin demasiada respuesta por parte de la crítica y los lectores.
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Caso similar podemos encontrar en Fernando Pessoa y su mítico “Libro del desasosiego”, uno que empezó a escribir hacia 1913 y que continuó acumulando en borradores hasta su muerte en 1935. Cuando la cirrosis acabó con su vida tenía 47 años y su obra publicada constaba de críticas literarias y un sólo libro de poemas llamado “Mensagem”. Dentro de un baúl en su cuarto fueron encontrados infinidad de papeles, entre ellos, los borradores del libro del desasosiego que no se editó sino hasta 1982, después de un largo trabajo de edición. Hoy Pessoa es considerado uno de los poetas más importantes de la literatura portuguesa y acaso de la literatura universal del siglo XX.
Tanto Kafka como Pessoa fueron escritores que se mantuvieron al margen de los grandes premios y el comercio editorial. Entonces, ¿qué pasa con el arte cuando se mantiene a espaldas del mercado y la difusión? ¿Implica el anonimato un fracaso artístico? A esta altura podríamos sin demasiado esfuerzo afirmar que la cantidad de ejemplares vendidos, la cantidad de descargas de discos, la cantidad de espectadores de una obra de teatro o película, etc., no determina para nada el valor de una pieza de arte. Flaubert no vendía libros y pensaba que su editor lo estafaba, Edgar Allan Poe murió trágicamente después de vagar por las calles de Baltimore y su obra no tuvo reconocimiento sino hasta que no fue traducida al francés por Baudelaire y difundida por Europa; Scott Fitzgerald falleció antes de ver a “The Great Gatsby” volverse un clásico de la literatura norteamericana, Emily Dickinson publicó solamente tres poemas en vida. Los ejemplos abundan, incluso en el ámbito local podemos pensar en Salvador Benesdra, Juan L. Ortíz o Juan José Saer.
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El mercado coloca constantemente artistas en las listas de los más buscados. Vemos a diario aparecer filas y filas de nuevos escritores -y algunos no tan nuevos- que se nos imponen con una fuerza cuanto menos sospechosa. Más aún, con frecuencia podemos zambullirnos en sus libros y salir completamente secos y desilusionados. Hay por supuesto excepciones, pero en general se encuentran entre las publicaciones para que las grandes editoriales reservan sus tiradas más chicas. Es el caso de Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Julián López y tantos más.
El mercado, cada vez más concentrado en dos pulpos editoriales —Random y Planeta— selecciona qué publicar y qué no y reserva las mayores tiradas para todo aquello que se venda fácil y mucho. Atacar a quienes logran hacerse un espacio en este marasmo elitista no tendría ningún valor. Lo que resulta inquietante es el lado B del monopolio.
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En un mercado que nos dice qué leer, debemos preguntarnos por todo aquello que nos estamos perdiendo. Aquellas obras que, por ser difíciles, vanguardistas, incómodas o simplemente anónimas no llegan a las bateas de las librerías. Qué pasa con todos aquellos escritores que viven de otra cosa y que sin dudas son LA literatura (porque la literatura es acto o no es nada). Aquellos que escriben entre máquinas, en el tren, entre pacientes, entre clase y clase, levantándose una hora antes de ir al yugo o en la silenciosa nocturnidad cuando todos ya se durmieron. Esas escritoras y escritores fracasados que construyen desde el anonimato y son la ráfaga de viento fresco que airea el vaho de la literatura solemne y estancada en los galardones de los premios literarios. En ellos y en ellas pensamos y a ellos queremos leerlos. Porque desde la altura jamás se construyó nada. La perspectiva desde el centro de la escena nos aburre, nos abruma, nos ahoga. Convocamos a todos aquellos que están por fuera y no tienen un lugar donde alzar su voz, convocamos a escritoras y escritores fracasados, convocamos a los #campofuera.