El 18 de octubre del 2019 se inició una de las rebeliones populares más importantes de la historia de Chile. Las movilizaciones de estudiantes secundarios contra el alza del pasaje del Metro fueron reprimidas duramente por el gobierno de Piñera. La noche de ese viernes terminó con la declaración del estado de excepción y la militarización de la capital, lo que generó una enorme respuesta popular con la extensión de la rebelión por todo Chile, transformando la lucha en un enfrentamiento político contra la herencia de la dictadura y el gobierno. Mucho se ha escrito sobre el octubre chileno, pero muy poco sobre las lecciones estratégicas de un proceso de lucha de clases lleno de experiencias y aprendizajes urgentes. Las páginas que siguen están escritas a modo de apuntes para una lectura estratégica de la rebelión popular.
Como no podía ser de otra forma, en los análisis los intelectuales del régimen, ya sea liberales como Carlos Peña o Eugenio Tironi; intelectuales de derecha como Hugo Herrera; hasta los antineoliberales como Carlos Ruiz o Alberto Mayol, el centro está puesto en buscar un nuevo equilibrio funcional de una sociedad evidentemente en crisis. Su pregunta es cómo componer los cortocircuitos de la modernización neoliberal, sin cuestionar el sistema capitalista.
La reflexión estratégica revolucionaria está en las antípodas de esta motivación: su tablero es la lucha de clases y su objetivo, el socialismo. De lo que se trata, es “según la expresión de Lenin, registrar lo que se ha conquistado, así como lo que se ha dejado escapar y que se podrá transformar en “conquista” si se comprenden y asimilan bien las lecciones del pasado. La vanguardia proletaria necesita un ‘manual de acción’ y no un catálogo de lugares comunes”, como recordaba Trotsky, puesto que la “victoria no es el fruto maduro de la ‘madurez’ del proletariado. La victoria es una tarea estratégica”. A un año del octubre chileno, apostar por un retorno de la reflexión estratégica en la izquierda, significa disputar el balance de la rebelión popular [1].
La estrategia supone fuerzas materiales y sujetos. Y en Chile éstos se mostraron abiertamente, desde las enormes movilizaciones de masas, los enfrentamientos con las fuerzas represivas, la acción de las distintas clases, el gobierno, los partidos, los sindicatos, etc. Nuestros analistas hacen una descripción periodística de un “estallido” para analizarlo política y sociológicamente. La estrategia, en cambio, no trabaja sobre la descripción analítica y fatalista de los hechos. En la estrategia hay historia: derrotas, victorias, quiebres y continuidades en la lucha de la clase trabajadora contra la explotación capitalista. No ve estos hechos solo como acontecimientos objetivos o como expresión de la crisis de la sociedad capitalista, sino como “experiencia estratégica del proletariado” compuesta por lecciones de las peleas [2].
Desde ese punto de vista, el balance de la rebelión se juega fundamentalmente en sus batallas y momentos más importantes: la huelga general del 12 de noviembre convocada por las principales organizaciones sindicales y sociales, la que permitió desplegar una amplia alianza de clases en las calles, constituyendo un verdadero “punto de inflexión” según el propio Piñera; y la respuesta desde el régimen con el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”, impulsado por el gobierno, la alta burguesía, la derecha, el progresismo neoliberal y gran parte del Frente Amplio, y que fue “ratificada” en la calle por el Partido Comunista y las dirigencias de la Mesa de Unidad Social, quienes pese a rechazar el acuerdo, se cuidaron celosamente de convocar a ninguna acción que pusiera en riesgo lo pactado en la “cocina” de la madrugada del 15 de noviembre.
En momentos así no puede hablarse en general, porque es ahí cuando se define el curso de las cosas. Cualquier reflexión que no parta de esto, no puede llamarse realmente estratégica.
Aunque la rebelión logró ser canalizada hacia el itinerario constitucional, la crisis económica que profundizó la pandemia plantea una serie de tensiones e incógnitas en el escenario internacional y nacional. Vittorio Corbo, ex presidente del Banco Central, resumía el cuadro planteando que "podemos concluir que aunque la recuperación de la actividad se ha iniciado, su continuidad enfrenta importantes riesgos externos e internos y el mercado laboral seguirá debilitado por bastante tiempo” [3]. Según Clapes UC, hay cerca de 3 millones de empleos perdidos en todo un año, sin contar los cientos de miles de suspendidos que aún persisten. Esto ha empujado a una reducción en más de la mitad de los ingresos de la clase trabajadora durante los peores meses de la pandemia, todo lo cual elevaría los índices de pobreza sobre los dos dígitos, con el consiguiente aumento del trabajo informal y la precarización.
El retorno de las movilizaciones, la crisis de instituciones como la policía, la debilidad del gobierno y las trampas de la convención constitucional, prefiguran un proceso constituyente convulsionado. De lo que se trata, por tanto, es de realizar una lectura estratégica de las batallas y sus nudos centrales, con sus puntos fuertes y debilidades, con el objetivo de sacar las lecciones que nos permitan enfrentar los intentos gatopardistas del régimen y, al mismo tiempo, prepararnos para escenarios más convulsivos de la lucha de clases. Sólo sobre esta base es posible articular un proyecto político anticapitalista, socialista y revolucionario con ambición histórica.
Sobre quiebres y continuidades
Una de las características comunes más llamativas de lo que se ha escrito sobre el octubre chileno, es la omisión al factor internacional. A diferencia de quienes siguen pensando la lucha de clases nacional desde la óptica de una cierta “excepcionalidad chilena”, resulta claro que la rebelión de octubre forma parte de un ciclo de lucha de clases internacional, que fue iniciada por los Chalecos Amarillos en Francia a finales de 2018, y que en pocos meses vio surgir protestas en lugares tan disímiles como Hong Kong, Puerto Rico, Ecuador, El Líbano, la resistencia contra el golpe en Bolivia y, ya durante este año, la histórica rebelión contra el racismo y la brutalidad policial en EE.UU. Se trata de un “segundo ciclo de lucha de clases” [4] desde que estalló la crisis capitalista del 2008, momento que se dio un primer ciclo con procesos como la “primavera árabe” (cuyo lugar más avanzado fue el proceso revolucionario en Egipto que fue cerrado a sangre y fuego), los “indignados” del 15M español, movimientos como el de la Plaza Taksim en Turquía, o el masivo junio de 2013 en Brasil.
No cabe duda que las movilizaciones que abrió el movimiento estudiantil el 2011 y que luego dio revueltas regionales como en Aysén y Freirina y luchas obreras como la de los trabajadores portuarios, forma parte del primer ciclo que describimos anteriormente. Estas movilizaciones tuvieron como antecedente la llamada “revolución de los pingüinos” del 2006 y las huelgas salvajes de trabajadoras/es subcontratadas/os de la minería, de la industria forestal y salmonera; y tuvieron como continuación, la irrupción del movimiento No+AFP y el poderoso movimiento de mujeres. Muchas de las y los trabajadores, estudiantes y jóvenes precarios que se movilizaron en la rebelión, contaban con experiencias de lucha y organización en el cuerpo, adquiridas durante esos procesos de lucha de clases.
Pero las continuidades siempre contienen quiebres en su seno. ¿Por qué la rebelión no tuvo como principal protagonista a las organizaciones forjadas durante esos años? Esto no cayó del cielo ni es una condena ontológica de la época que nos tocó vivir, como suele pensarse en los círculos académicos. La clase dominante no sólo ha reprimido y desoído las demandas instaladas por la calle, sino que también ha buscado encauzarlas dentro del régimen. El Estado contemporáneo es un “Estado ampliado”, es decir, no se limita a esperar pasivamente por el “consenso”, sino que se dedica a “organizarlo” a través de la estatización de las organizaciones de masas y el desarrollo de burocracias en su interior [5]. La formación de la Nueva Mayoría, el fracaso del segundo gobierno de Bachelet y el surgimiento del Frente Amplio fueron factores fundamentales en este desarrollo. Qué duda cabe que el PC transformó a la CUT en un apéndice de la Nueva Mayoría, y el Frente Amplio jugó un rol clave en el vaciamiento de una de las organizaciones estudiantiles más poderosas de Latinoamérica.
Así, desde el punto de vista de la dominación burguesa, el gobierno de Bachelet tuvo el mérito de sacar al movimiento estudiantil de las calles, pero jamás logró construir una nueva hegemonía ni superar la crisis del régimen político heredado de la dictadura. De hecho, los múltiples casos de financiamiento ilegal de la política, la colusión de los empresarios, escándalos en las Fuerzas Armadas, Carabineros, la Iglesia, etc, impulsaron una caída histórica en los índices de confianza de prácticamente todas las instituciones [6].
El triunfo de Piñera fue producto de este fracaso y de las promesas de mayor empleo y crecimiento. Pero estas expectativas chocaron con la pared. A diferencias de las luchas precedentes, que se dieron en momentos de mayor bonanza y aumento de las expectativas, el 2019 venía siendo un año de malas noticias para la economía. Recordemos que el principal debate de la clase dominante y del gobierno justo antes de octubre era cómo impulsar reformas neoliberales (laborales, tributarias y jubilatorias), para apuntalar un crecimiento que venía a la baja. Incluso se hablaba de que el largo ciclo de crecimiento que caracterizó a la transición, estaba llegando a su fin.
Uno de los aspectos interesantes -quizá el único- del libro de Alberto Mayol sobre el estallido, es el análisis de la “economía de los hogares”, pues releva el dato de que desde el 2007 hasta el 2014 la presión de la deuda sobre los hogares se mantuvo estable o incluso con reducciones, pero entre 2014 y 2017 se produce un salto muy significativo, duplicándose la carga financiera [7]. Es decir, a diferencia de lo que plantean los defensores de las tesis de “malestar por bienestar” como Carlos Peña, para quien el malestar sería una especie de vacío subjetivo, sobre todo de la juventud, producto de los éxitos del neoliberalismo [8], lo cierto es que la situación en la que vivía gran parte de la clase trabajadora y sus familias antes de octubre, era de incertidumbre y disminución en sus condiciones de vida. Incluso columnistas como Eugenio Tironi ya advertían en junio del 2019 que “la clase media de hoy sabe que por mucho que pedalee no llegará a la cima. La ilusión que movió a sus antepasados, de acceder a las formas de vida de la clase alta, es una quimera. Lo que queda entonces es defenderse con dientes y muelas para no retroceder y, enseguida, asumir su condición ya no como un estado de tránsito, como un escalón para seguir subiendo, sino como un estado terminal, como un lugar definitivo dentro del cual hay que tratar de vivir lo mejor que se pueda” [9].
Este concepto también es recogido por intelectuales de derecha como Hugo Herrera, quien plantea que “cuando la economía se detiene, pero los precios se mantienen altos y la sospecha de colusión después de la colusión persiste; cuando se constata el estancamiento en aspectos fundamentales de la vida -la educación, la salud, el urbanismo y la seguridad, las remuneraciones y las inminentes jubilaciones- y él va acompañado de la existencia de élites manifiestamente ensimismadas, es el momento de la revuelta” [10].
Recordemos que sólo unos meses antes de la rebelión habían sido las y los docentes los que se habían tomado la calle exigiendo mejores condiciones laborales, sobre todo para los sectores más precarizados como las educadoras diferenciales y de párvulos. La movilización contó con un enorme apoyo popular como no se veía hace años y la Ministra de Educación Marcela Cubillos fue apodada popularmente como “la displicente”. Un apoyo similar recibían las y los trabajadores de Walmart que se movilizaban contra la “polifuncionalidad” y contra la disminución en sus condiciones de trabajo.
De hecho, según el “Informe Huelgas Laborales en Chile 2019” del Centro de Estudios del Conflicto y la Cohesión Social y el Observatorio de Huelgas Laborales de la Universidad Alberto Hurtado, “el año 2019 registró un aumento de la actividad huelguista, invirtiendo la tendencia a la baja observada en los dos años anteriores”, y plantea que “durante este año se consolida la tendencia observada desde el 2015, que apunta hacia una disminución progresiva de la importancia de este tipo de huelgas [salariales] en favor de las que son motivadas por temas relacionados con las condiciones laborales y de organización del trabajo”.
En ese escenario político, económico y de la lucha de clases estalló la rebelión. El gatillante fue la brutal represión del Estado frente a las movilizaciones desencadenadas por las y los secundarios. Nunca se ha insistido lo suficiente en que la rebelión popular como la conocimos, estalló en respuesta a la declaración del estado de sitio y el toque de queda. Según datos del Ministerio del Interior y Seguridad Pública [11], el viernes 18 de octubre hubo 92 “eventos graves” de desórdenes públicos, el sábado hubo 103. Pero el día en que realmente Chile ardió, fue luego de que las Fuerzas Armadas decretaran el toque de queda: el domingo 20 de octubre hubo un salto a 350 “eventos graves” y se nacionalizó la rebelión a todo Chile. Claramente, el gobierno se “pasó de la correlación de fuerzas” y desencadenó una de las respuestas de masas más espectaculares de la historia de Chile reciente, desafiando la autoridad no sólo del gobierno, sino que la de las Fuerzas Armadas.
“El punto de inflexión”
Según los mismos datos del Ministerio del Interior, el segundo momento donde hubo mayor enfrentamiento y acción directa de masas fue el 12 de noviembre. Piñera en su cuenta anual del 2020 lo pone como uno de los hitos centrales, planteando que “la noche del martes 12 de noviembre del año pasado, marcó un punto de inflexión. Tras una jornada de intensa violencia, y ante la disyuntiva de restablecer el estado de emergencia o darle una nueva oportunidad al diálogo, a los acuerdos y a la paz, optamos por este último camino”.
Ese es el discurso oficial. Más allá del descaro de sostener que Piñera salvó a la democracia, el punto a destacar es la plena consciencia por parte de la burguesía que el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” fue una respuesta al momento crítico que abrió la acción del 12 de noviembre. El paro nacional y jornada de protesta de ese día constituye la “paralización con mayor masividad y repercusión económica que se haya realizado en el país desde el retorno a la democracia en 1990, y posiblemente desde el golpe de Estado de 1973” [12].
Su característica fundamental fue el entrecruzamiento entre los métodos de la revuelta con los métodos de paralización clásicos de sectores importantes de la clase trabajadora (paralización de 25 de los 27 principales puertos, 90% del sector público, 80% de las y los docentes, paro de la salud, paralización de importantes obras de construcción, entre otros). La huelga de dichos sectores, la masividad de las movilizaciones, la extensión de los cortes de ruta en las principales carreteras del país y el violento enfrentamiento con las fuerzas represivas, forzaron la paralización de gran parte del transporte y el comercio a nivel nacional.
Mario Desbordes, uno de los artífices del acuerdo y actual Ministro de Defensa, en diversas entrevistas de televisión, ha sido muy claro en plantear que el “Acuerdo” de la cocina estuvo dirigido a dividir las movilizaciones para restarles masividad, en un momento en donde el país tenía el transporte, el comercio y la jornada laboral prácticamente paralizado durante las tardes. Personajes como el senador Alejandro Guillier fueron aún más claros: “Este llamado a plebiscito fue la respuesta de la clase política para salvar al Presidente, que se estaba desplomando, y que tenían miedo que arrastrara al Congreso, entonces se acordó este mecanismo”. Otro personaje del establishment como es el senador Felipe Harboe, planteaba orgulloso que “ese 15 de noviembre salvamos la democracia y a un gobierno inoperante que estaba cayendo”.
Sin embargo, en libros de analistas progresistas como el de Carlos Ruiz [13], Alberto Mayol o la crónica de Patricio Fernández [14], prácticamente no existe mención a este momento crucial de la rebelión, ni mucho menos una valoración estratégica de los mismos. En ese sentido hay que reconocer, como decía Trotsky, que "los representantes del gran capital saben observar la lucha social de una manera muy realista. Los políticos pequeñoburgueses, por el contrario, confunden de buena gana sus deseos con la realidad".
Visto desde un punto de vista marxista, el 12 de noviembre constituyó, al decir de Lenin, una “acción histórica independiente de las masas”, y permitió vislumbrar la forma que adquiere el método de la huelga general y la táctica de frente único obrero en el Chile contemporáneo, la alianza de clases que es preciso conquistar desde la óptica de la estrategia revolucionaria y la importancia fundamental de la acción de la clase trabajadora y sus posiciones estratégicas.
¿Cuál fue la relación entre el movimiento de masas y los sindicatos? La convocatoria del 12 significó un amplio frente único que involucró a las distintas organizaciones de la CUT, la Unión Portuaria y cerca de 120 organizaciones sociales. El llamado fue seguido por cientos de miles de trabajadores no sindicalizados y amplios sectores de masas, demostrando que en momentos álgidos de lucha de clases, los sindicatos pueden jugar un rol muy importante, hechos que cuestionan las ideologías de la multitud ciudadana a lo Carlos Ruiz y compañía. Este tipo de intelectuales, al idealizar con cierta nostalgia la configuración de la clase trabajadora antes del golpe y la fuerza de los grandes aparatos sindicales de esos años; y al constatar la debilidad relativa y el conservadurismo de las centrales sindicales actuales, renuncian a analizar concretamente la relación entre la nueva clase trabajadora de los servicios; las posiciones estratégicas del proletariado como son los grandes centros mineros, portuarios, forestales y del transporte; y la relación entre la lucha de masas, los sindicatos y las formas de organización no sindical. Para ellos, todo eso sería parte de lo viejo que “no termina de morir”. Pero lo realmente novedoso que surgió de las entrañas de la rebelión, fue esa riqueza estratégica que debemos saber comprender y criticar.
Sin ir más lejos, el frente único y la alianza de clases que se desplegó el 12 de noviembre fue impuesto por las circunstancias y la presión de la calle, frente una burocracia sindical que, visto el proceso de conjunto, jugó un rol profundamente conservador. Recordemos que la CUT y la Mesa de Unidad Social venían convocando “paros nacionales” testimoniales y marchas pacíficas que no se diferenciaban mucho de las clásicas convocatorias folclóricas de siempre de la CUT. Además, en sus pronunciamientos venían de eliminar toda referencia a una de las principales demandas de la calle: “renuncia Piñera”. Esto, sin considerar que una parte de la burocracia sindical actuó como “rompehuelga” durante la jornada del 12N (por ejemplo, los sindicatos del Metro donde el Partido Comunista tiene una importante influencia, o la burocracia de los principales sindicatos mineros). Es decir, la convocatoria fue claramente desbordada.
Así, resulta claro que los sindicatos siguen jugando un rol clave, tanto para impulsar la movilización de masas como para contenerla. Hay que destacar que el método del paro nacional convocado por los principales sindicatos ha estado presente en la mayoría de las experiencias de lucha de clases de la última década. En el estudio que realiza el Observatorio de Huelgas Laborales ya citado, se concluye que los paros nacionales "se han transformado en una táctica clave en el repertorio de acción de los/as trabajadores desde el 2011 y forman parte de las características del ciclo de conflictividad laboral actual. A lo largo del período que va desde la primera Huelga General hasta la última registrada, se observa un proceso de radicalización de las demandas a la base de estas movilizaciones, de la mano con una ampliación de las alianzas sociales de la CUT".
La dialéctica del desborde de los paros nacionales y luego la búsqueda de contener y ahogar las tendencias más revulsivas de estas acciones por parte de la burocracia sindical no sólo la vimos durante el 2019. También estuvo presente el 2011. No olvidemos que el punto álgido durante las movilizaciones del 2011, luego de la jornada del 4 de agosto (en donde el gobierno, nuevamente, se pasó de la correlación de fuerzas), fue la convocatoria a un paro nacional por parte de la CUT el 24 y 25 de agosto, momento en que es asesinado Manuel Gutiérrez, y la dirección del Partido Comunista decide sentarse con el gobierno y evitar cualquier convocatoria similar a esa jornada.
Pero que se imponga la política de la burocracia no es un destino ineludible. Otros de los aprendizajes de la jornada de huelga general es que el debilitamiento relativo de los grandes aparatos sindicales y los partidos reformistas tradicionales, permiten que en momentos de ascenso, sea más fácil imponer el frente único, impulsar instancias de auto-organización y desbordar el control de la burocracia [15].
Un ejemplo ilustrativo de esta dinámica se dio en la ciudad de Antofagasta, donde el Comité de Emergencia y Resguardo convocó a un Encuentro el sábado 9 de noviembre [16], el que reunió a organizaciones sindicales de la industria, del puerto, el Colegio de profesores, dirigentes mineros, organizaciones estudiantiles y culturales, y también delegaciones de las principales poblaciones de la ciudad. En el Encuentro, que tuvo más de 500 asistentes, se definió organizar en detalle la jornada de huelga, acordando desde las poblaciones cortar las rutas mineras para asegurar el paro, un pronunciamiento político común con las demandas de Fuera Piñera y por una Asamblea Constituyente Libre y Soberana y una movilización en la tarde. Estos sectores lograron imponerle a la CUT y a la Mesa de Unidad Social una movilización unificada y un acto común que reunió a 25 mil personas. Antofagasta fue un lugar avanzado porque logró expresar organizativa y programáticamente la pelea por el frente único, pero lamentablemente no fue lo que marcó la tónica.
¿Quiénes fueron los protagonistas de la rebelión? Mucho se ha dicho sobre el surgimiento de una nueva clase media compuesta por los sectores que salieron de la pobreza durante el crecimiento de la transición. No podemos hacer acá un análisis detallado sobre este punto, pero sí resulta indispensable marcar que estos sectores no sólo tienen como característica fundamental la precariedad (por lo que serían más cercanos a los llamados “perdedores relativos” de la globalización. Que, de nuevo, no es un fenómeno nacional, sino que una tendencia internacional, en donde los sectores que de alguna manera lograron algún avance durante el boom del neoliberalismo, aunque más no sea salir de la pobreza, vieron sus expectativas de progreso frustradas por la crisis capitalista) [17]; sino que también en su gran mayoría forman parte de una “nueva clase trabajadora”.
De hecho, uno de los ideólogos de la idea de una clase media emergente con altas expectativas, es Carlos Peña, quien plantea que el crecimiento económico de la transición significó una modificación sustancial en las condiciones materiales de existencia, que produjeron la aparición de nuevos grupos medios, lo que asocia directamente con la llamada “nueva cuestión social”. Lo que no dice Carlos Peña, es que el concepto de “nueva cuestión social”, surgió en el marco de las huelgas de mineros subcontratistas durante el 2006-2007, al mismo tiempo que Alejandro Goic, presidente de la Conferencia Episcopal chilena, acuñaba el concepto de “escandalosas desigualdades”.
Según un interesante artículo que debate con la idealización del concepto de clases medias, “en el mejor de los casos, las posiciones de clase media asalariada no supera el 20% del total de la población empleada. Si a esto se le suman las posiciones de clase media propietaria de medios de producción (pequeña burguesía y pequeños empleadores), la clase media en Chile llegó a ser en 2013 no más del 26 o 27% de la población empleada. Por el contrario, los datos para el mismo año muestran que la clase trabajadora (la cual incluye trabajadores/as asalariados/as calificados/as y no calificados/as) llegó a casi el 60%. Si a eso se le suman los/as trabajadores/as autoempleados/as informales (15%), se tiene que los ‘sectores populares’ comprenden casi el 75% de la población” [18]. A esto se suma el dato que más del 60% de los sectores populares del país se identifica subjetivamente con la clase trabajadora, superando incluso a países con alta sindicalización como Argentina. Es decir, la rebelión fue protagonizada por una amplia alianza entre sectores de esa nueva clase trabajadora, estudiantes, profesionales precarios y sectores populares (o “perdedores absolutos” de la globalización).
La clase trabajadora fue parte fundamental de la rebelión, pero la tónica es que actuó de manera diluida (aunque el 12 mostró un camino alternativo que fue abortado). Y este fue justamente uno de los límites del proceso: sus características revueltísticas. Las revueltas se componen de acciones espontáneas que pueden tener grandes niveles de violencia, pero en donde el movimiento de masas interviene desorganizado. A diferencia de las revoluciones, no adoptan como objetivo reemplazar el orden social y económico existente. Son movimientos de presión extrema [19].
Sin embargo, no hay una muralla china entre una revuelta y un proceso revolucionario, y es al calor de su propia experiencia en la lucha de clases que las masas rompen sus ilusiones y avanza la consciencia. Y justamente es la entrada en acción de la clase trabajadora la que permite que las revueltas pasen a un estadio superior. Al controlar las “posiciones estratégicas” que hacen funcionar la sociedad (el transporte, las grandes industrias y servicios), puede dar un golpe fundamental a la clase dominante y cohesionar en torno de sí a los sectores en lucha en una alianza de clases contra el conjunto del régimen burgués, en la medida que supere a las burocracias sindicales conservadoras.
La jornada del 12N es una comprobación actual de este acervo estratégico del marxismo. Si bastó un día intervención decidida de una parte de la clase trabajadora (incluso sin la participación de los mineros), unida a la juventud y sectores populares, para desencadenar el “punto de inflexión” al que se refería Piñera; no es difícil imaginarse qué sucedería si la clase hubiese intervenido con todo su peso. Es evidente que el “acuerdo” estuvo encaminado a desarticular esa alianza de clases, buscando aislar a la juventud precaria, los sectores populares y los sectores más combativos, de las capas medias y los sectores organizados de la clase trabajadora. Mario Desbordes plantearía claramente que ellos sabían que había un sector radical y decidido que seguiría en las calles pese al “Acuerdo por la Paz”, pero que todo el punto era justamente cómo dividir entre los distintos tipos de manifestantes para que el proceso de conjunto se debilitara, encauzarlo institucionalmente para poder aislar y golpear mejor a los sectores más decididos.
Es por esto que la llamada “cocina” va mucho más allá de la firma del Acuerdo del 15N. Uno de los protagonistas “invisibles” fueron justamente las conducciones sindicales que habían convocado al 12N. Incluso intelectuales ligados al Frente Amplio constatan el hecho, destacando la “ágil maniobra de los partidos que se hicieron parte de la protesta –sus dirigentes sindicales en la huelga y en el Bloque Sindical– tanto como del procesamiento político de la misma –la instancia del Acuerdo– para luego no volver a propiciar protestas de esta índole” [20]. Pero, en este caso, esa “capacidad de contención concertacionista” de la que habla el autor, fue realizada por el Partido Comunista y el Frente Amplio. Por eso resulta absurdo plantear como balance que ni partidos ni sindicatos “fueron capaces de trasladar al acuerdo la nueva correlación de fuerzas existente” [21], como si se tratara de un problema de incapacidad política y no de choque de fuerzas vivas.
¿La alegría ya viene?
Como buenos ejemplos de lecturas anti-estratégicas, se ha tendido a instalar en un sector de la intelectualidad de izquierda una visión fatalista y quejumbrosa de los acontecimientos. La Revista Rosa, que lamentablemente se parece cada vez más a un muro de los lamentos de la intelligentzia crítica del mundo frenteamplista, en su balance de la rebelión planteaba cómo el panorama estaba dominado por los efectos del acuerdo, en donde “hubo confianzas que se quebraron, ilusiones que se desvanecieron, abriéndose una herida difícil de subsanar en el corto plazo entre el activo social movilizado desde el 18 de octubre” [22]. Hay quienes incluso llaman a construir un “plan para perder”, prepararse para ser minoría y asumir la tarea de evitar que la derecha logre producir mayorías en el proceso constituyente [23].
Naturalmente se trata de un discurso auto-justificatorio, como si el camino hacia el “Acuerdo por la Paz” hubiese estado escrito y no hubiese habido posibilidad de bifurcaciones revolucionarias. Frente a los quejumbrosos, y como cara opuesta de la misma moneda, están los alegres que ven la rebelión como la emergencia de un pueblo antineoliberal protagonista de la marcha triunfal del “apruebo”, que culminará con el fin del neoliberalismo y la conquista de los derechos sociales arrebatados, asumiendo las coordenadas de la política post 15M como reglas infranqueables.
Entre el Frente Amplio y el Partido Comunista, hay incluso quienes han incorporado tan profundamente las ilusiones en el proceso constituyente, que hasta se enojan con La Izquierda Diario por denunciar sistemáticamente los enclaves antidemocráticos que tiene el proceso y por marcar tajantemente la diferencia entre la Convención Constitucional y una Asamblea Constituyente. Para muchos frenteamplistas y militantes del PC, decir la verdad ya no sería un acto revolucionario, sino una verdadera herejía. Recabarren se revuelca en su tumba.
Ambas posiciones conducen al mismo camino político: sostener un proceso constituyente que no sólo se construyó para desarticular una embrionaria alianza de clase que abría la perspectiva de la huelga general, sino que anula la soberanía popular constituyente y la deja sujeta a quórums favorables a la derecha y a las instituciones del viejo régimen; y prepararse para una nueva alianza política entre el reformismo y la centroizquierda con el objetivo de conquistar un gobierno progresista. Pero como lo hemos visto en la región, este tipo de gobiernos han sido incapaces de romper con el imperialismo y superar la dependencia. Esto se vuelve más claro si consideramos un marco económico mucho más estrecho y la agudización de las tensiones entre las potencias.
Una de las principales lecciones de la rebelión, es que en Chile hace falta un partido revolucionario anclado en esa nueva clase trabajadora y que impulse un proyecto anticapitalista y socialista [24]. Aunque hoy estemos en un momento de desvío constituyente, la crisis económica tiene alcances históricos y prepara convulsiones sociales y políticas, tanto a nivel internacional como a nivel nacional. Ya hoy la reemergencia de las movilizaciones en las principales plazas y las incipientes luchas contra los ataques al salario, las condiciones de trabajo y de vida, muestran la urgencia de proponer unir estas peleas con el objetivo de vencer. Sin un partido con inserción en sectores neurálgicos de la clase trabajadora y cierta influencia política, no habrá posibilidad de apostar por realizar “maniobras de clase” e imponer el frente único a la burocracia para intervenir en estos escenarios convulsos, y evitar ser una hoja al viento o estar condenados simplemente a ser espectadores y víctimas de los acontecimientos.
Esto en el Chile de hoy, significa proponerse la tarea de construir un partido que tenga como “músculo y nervio” a esa nueva clase trabajadora que se ha desarrollado en Chile durante estos treinta años, y que pese a la disgregación y la debilidad de los sindicatos, tiene la potencialidad de articular una masiva “infantería ligera” de trabajadores precarios con una clase trabajadora concentrada en posiciones estratégica. A esto se suma un sector con fuerte tradición gremial como docentes y sector público que sirve de puente con sectores medios y franjas de masas. Lograr esa articulación mediante el frente único y el impulso de instancias de auto-organización es fundamental para superar las divisiones a las que nos quieren condenar las conducciones sindicales.
Como explicamos, el 12N fue un primer intento de articular esta fuerza de clase y forjar una alianza con sectores populares y capas medias, pero fue abortado por la burocracia de la CUT impidiendo que esta tendencia se profundizara y abriera un camino alternativo a la cocina y el desvío constituyente. No hay mejor recordatorio de la necesidad de un partido revolucionario que la secuencia del 12N y el posterior acuerdo por la paz.
Si un sector de esa clase se propone grandes tareas y se propone concretar el proyecto de una nueva sociedad, examinando con atención la vida real, confrontando nuestra observación con nuestros objetivos para buscar realizarlos escrupulosamente como planteaba Lenin, no hay nada que la pueda detener.
Con esto nos referimos a un partido con un programa revolucionario y socialista, partiendo por la nacionalización de los principales resortes de la economía bajo control de los trabajadores para ponerlos en beneficio de toda la sociedad, en la perspectiva de socializar y planificar racional y democráticamente la economía, aprovechando los avances de la tecnología en función de las necesidades humanas y no las de un puñado de burgueses. Por ejemplo, ante el desempleo, luchando por el reparto de las horas de trabajo para que todos trabajen, trabajen menos y mejor, es decir, en la perspectiva de una sociedad socialista. Lo cual es impensable sin derrotar a la burguesía y el imperialismo, lo que requiere superar a la burocracia sindical y a los partidos reformistas.
Esta tarea resulta importante, porque si no emerge una “nueva izquierda” en el mapa político nacional, que para nosotros debe ser socialista, revolucionaria y de la clase trabajadora, entonces muy difícil que un sector de esa clase trabajadora y el pueblo nos vean como una alternativa viable, algo fundamental para jugar algún rol en los acontecimientos frente a las decisivas encrucijadas planteadas en esta nueva situación en Chile.
Esa tarea preparatoria, estratégica, es una de las jerarquías del escenario y por esto hemos planteado la necesidad de abrir un debate de fondo sobre cómo construir una nueva izquierda, anticapitalista, socialista y de la clase trabajadora, es decir, un partido revolucionario. Pero resultaría una pedantería afirmar que las masas nos van a seguir en momentos decisorios sin haber conquistado una referencia y una acumulación social, política y militante previa. Por el contrario, el gran problema si se ve en un plano histórico, es que los sectores de izquierda o avanzados de la clase trabajadora no han logrado configurarse como una referencia alternativa al reformismo, quien en los momentos álgidos actúa como gran contención para el desarrollo de las potencialidades revolucionarias que la clase trabajadora ha demostrado (como se vio en los setenta, y como, aun guardando las distancias, se vio en la rebelión).
Es por esto que junto con esa tarea estratégica, hoy tenemos planteado un gran desafío táctico: que los miles de trabajadores, jóvenes, mujeres, estudiantes y pobladores que rechazamos el acuerdo de la cocina, que luchamos por Fuera Piñera, por una verdadera Asamblea Constituyente Libre y Soberana, podamos intervenir con una voz y herramienta propia en el proceso constituyente que se abre, sin tener que depender de los partidos de los treinta años. Es por esto que hemos constituido el Comando por una Asamblea Constituyente Libre y Soberana con una treintena de referentes sindicales y sociales, organizaciones territoriales y políticas. Por esto, nos hemos constituido como partido legal y estamos próximos a extender nuestra legalidad a los principales ciudades del país, partiendo por Santiago, siendo la única organización revolucionaria en Chile que podrá presentar listas propias en las elecciones. Y por esto, también, es que hemos hecho un llamado a construir un Frente de las y los trabajadores y la izquierda anticapitalista y articular un programa que luche por un gobierno de las y los trabajadores e intervenga en todos los escenarios de la lucha de clases.
Hoy nos proponemos retomar las demandas de octubre y los métodos de noviembre. No para estar condenados a la revuelta permanente, sino que se prepare para ofrecer un curso alternativo al reformismo y vencer. No necesitamos ni fatalismo, ni pesimismo ni una segunda alegría que ya viene. Lo nuestro, como planteaba Trotsky, es el optimismo revolucionario a partir del realismo marxista. Es decir, la plena confianza en la potencialidad creadora de las masas cuando se levanta contra explotadores y opresores, y la más absoluta desconfianza a todo lo que huela a clase dominante.
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