Como si las fechas históricas estuviesen cargadas de un excedente que impide su fijación absoluta en una cronología, el movimiento estudiantil entró en escena reactivando el espectro del movimiento de 1968.
Como si ese acontecimiento se negase a ser apropiado por la retórica oficial del gobierno y la universidad, miles de estudiantes elaboran la rememoración más justa pensable: su actualización como interrupción del orden actual.
Bastaron unos días para que la relativa tranquilidad del país dentro de la transición política encabezada por AMLO se viera cuestionada, en los hechos, por el movimiento estudiantil más amplio desde la Huelga de 1999. Nadie lo esperaba. Ni los burócratas que ya planificaban cómo darle continuidad al régimen universitario en los marcos de un nuevo gobierno federal, ni los representantes de éste que se apresuraron a cerrar filas con la Rectoría para intentar contenerlo.
Estallido
Desde inicios del semestre en curso surge un conflicto en el CCH Azcapotzalco por la destrucción de murales y el cobro de cuotas ilegales, y los estudiantes son agredidos por grupos porriles avalados por las autoridades. La movilización del 3 de septiembre, en la que participan distintos colegios y escuelas, es atacada brutalmente por los porros. Al día siguiente, 40 planteles se encuentran tomados por estudiantes. El miércoles 5, más de cien mil estudiantes colman las islas de Ciudad Universitaria. El movimiento había surgido. Una semana después, decenas de miles vuelven a marchar por las calles de la ciudad.
Cristalización
Lo que sorprende a primera vista es la imposibilidad de reducir el conflicto a su detonante inmediato. ¿Cómo un conflicto que inicia en una escuela de nivel medio superior, logra expandirse a todos los rincones de la universidad más grande del país, con ese nivel de masividad, con asambleas de miles en multitud de planteles? Sin duda la brutal represión generó un profundo sentimiento de indignación. Pues, aunque los ataques porriles son parte de la vida cotidiana de las preparatorias y CCH´s, un ataque de tal magnitud en la misma explanada de Rectoría no se veía en muchos años. Pero eso no lo explica todo.
En los últimos años, la vida universitaria ha estado marcada por acontecimientos brutales. Estudiantes asesinados, desaparecidos o feminicidios como los casos de Lesvy Berlin, Victor Orihuela y Luis Malagón, junto a tiroteos en las instalaciones debido a la presencia de narcomenudistas, resquebrajaron la idea de que la universidad estaba libre de la violencia generalizada en el país. Ante ello, la respuesta de las autoridades ha sido enteramente punitiva: el enrejado de las áreas verdes de la universidad, la instalación de más cámaras y botones de seguridad, la creación de un nuevo cuerpo de vigilancia que intimida en motonetas a los estudiantes, bajo el argumento de que los protege. Medidas que responden de manera reaccionaria a la problemática de la violencia, en un contexto de deterioro y ataque a la educación pública y gratuita.
A ello hay que añadir el enorme sentimiento de inconformidad con las autoridades universitarias, que no es exclusivo de la UNAM, sino que se extiende a otras universidades. El régimen universitario empieza a ser cuestionado por una mayoría estudiantil que no ve reflejados en él sus intereses. La antidemocracia que reina en la universidad no sólo se debe a los orígenes medievales de toda institución universitaria, sino que en México hunde sus raíces en el priismo que la levantó a su imagen y semejanza.
Que una junta de gobierno compuesta por “notables” —generalmente vinculados al gobierno federal en turno— elija al rector en una reunión a puerta cerrada cada 4 años, empieza a ser cuestionado por una buena parte de la comunidad estudiantil y académica. Además, es el rector el que nombra a los directores de las escuelas, que a su vez designan a los integrantes de cada administración particular. No representan a los miles de estudiantes que a diario llenan sus aulas con sus inquietudes y problemas. Tampoco a la mayoría de los profesores y trabajadores que laboran con salarios de miseria: mientras el rector y los directivos se transportan con choferes privados y perciben salarios que ascienden a los 170 000 pesos al mes, un profesor de asignatura gana cerca de 90 pesos la hora en la “mejor” universidad de Latinoamérica.
La universidad es una caja de resonancia de las contradicciones sociales y de los procesos que recorren a la sociedad mexicana. En los últimos años, el repudio a los partidos tradicionales y al gobierno de Peña se combinó con una aspiración de cambio que recorrió a la mayoría de la población, la cual se expresó también el pasado 1 de julio, cuando millones le dieron la espalda a esos partidos. Más allá de la evidente contradicción entre las expectativas populares y el programa del nuevo gobierno [1] que no cuestiona los negocios capitalistas y la subordinación del país a los Estados Unidos, estas aspiraciones emergen en la UNAM y otras universidades. El trasfondo del movimiento se nutre entonces de las expectativas de cambio de la juventud, enfocadas actualmente en el fin del porrismo y la democratización de la universidad.
Un proceso profundo
Que los paros pudieran extenderse y organizarse de esta manera sólo puede entenderse como el resultado de un intenso proceso de acumulación de experiencias políticas en la juventud. En el 2012 el #Yosoy132 movilizó a miles de estudiantes a nivel nacional, que repudiaron la llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia del país. Muchos de estos jóvenes participaron también en los paros de solidaridad con los maestros de la CNTE, desalojados de la plancha del Zócalo en el 2013. Y en el 2014 nutrieron las movilizaciones y las jornadas de lucha por Ayotzinapa: ocuparon sus escuelas y brigadearon en plazas, camiones y centros de trabajo difundiendo la lucha; a lo cual se sumó la huelga de tres meses en el Poli, que logró la renuncia de la directora, echando atrás parcialmente la modificación de su plan. En 2017, ante la responsabilidad criminal del gobierno en las consecuencias del terremoto, volvieron a sus planteles centros de solidaridad con los damnificados, organizaron acopios y brigadas de rescate a los desplomes.
Todo ello se sedimentó en el imaginario de los jóvenes que hoy se movilizan, en lo cual hacen sus primeras “armas” una nueva generación de preparatorianos y ceceacheros. Mientras que cuentan a los 43 en las movilizaciones exigiendo justicia, mantienen el puño en alto para exigir silencio en las asambleas. Las movilizaciones y asambleas masivas muestran que el movimiento se mantiene en pie y expresa un proceso de politización en la juventud.
Encrucijada
En este punto, se impone discutir cual será el curso y el futuro del movimiento. Las Asambleas InterUniversitarias (AIU) fueron un paso para cohesionarlo. El desafío es garantizar la democracia interna, condición para que se exprese la voz de las mayorías estudiantiles. Sin duda, un avance es el acuerdo de la II AIU en torno a la revocabilidad y rotatividad de los voceros, sujetos a mandatos de asambleas. Sin embargo, debe evitarse toda tendencia a la burocratización, logrando un funcionamiento plenamente democrático. Esto depende de conquistar la libertad de participación y derecho a voz en las AIU para todos los estudiantes, colectivos y organizaciones. El método de la exclusión o la censura sólo le hace el juego a la rectoría.
En segundo lugar, se requiere construir un pliego unificado centrado en los objetivos de un movimiento, el cual inició enfrentando el porrismo y contra la rectoría de la UNAM. La discusión política ya es evidente. Quienes tienen y propugnan confianza en la Rectoría, sostienen que el movimiento debe limitarse a la reforma de la estructura universitaria, presionando a las autoridades y al Congreso de la Unión, como plantean los sectores más institucionales de Morena. Sin embargo, esto no da respuesta a las expectativas de cambio que recorren la sociedad mexicana y la juventud.
Por otro lado, también se hace escuchar una postura de izquierda, nutrida por nuevos activistas, colectivos y organizaciones, que proponemos que el movimiento no descanse hasta poner en cuestión las instituciones reaccionarias, primer paso para lograr la democratización y el fin de los grupos porriles.
En la UNAM, esto supone bregar por la renuncia del rector, la elección directa del mismo y de los directores, en el camino de conquistar un gobierno tripartita con mayoría estudiantil. Para alcanzar eso, varias asambleas plantean la conformación de un Congreso Universitario, resolutivo e independiente de las autoridades.
Esos objetivos deberían articularse en un pliego unificado junto a otras reivindicaciones de las asambleas, como es el caso de las que se orientan a enfrentar la violencia contra las mujeres. Uno de los detonantes del movimiento fue precisamente el feminicidio de Miranda Mendoza, estudiante de CCH Oriente, y la cuestión de género no ha dejado de estar presente en las discusiones. Lo progresivo es que el movimiento estudiantil está adoptando, desde las asambleas, las demandas del movimiento de mujeres. Sin embargo, se requiere una perspectiva que no guarde confianza en las autoridades ni en el Estado, ni caiga en el punitivismo que propugnan sectores del feminismo institucional y separatista.
La asistencia de delegados de la ENAH, el IPN, la UAM, Chapingo, UPN, la Universidad Autónoma de Oaxaca, la UACM, entre otras, mostró la potencia que tiene el movimiento para poder extenderse a otras universidades que sufren los recortes en materia educativa. Junto a ellas, están los maestros y normalistas que lucharon por años contra la Reforma Educativa y que dijeron presente en las asambleas. Por ello, si el movimiento quiere masificarse, debe también levantar la lucha por la educación pública y gratuita, el acceso irrestricto a las universidades, el aumento presupuestal a la educación y el no pago a la deuda externa, y avanzar en la unidad con los trabajadores y el pueblo.
El movimiento está en una encrucijada. Si no logra impulsar la discusión más amplia y democrática y avanza en un pliego petitorio combativo que ponga en cuestión el orden establecido en la universidad, la llama encendida no se extenderá. A ello apuesta el pacto de la Rectoría con AMLO para mantener la estabilidad e impedir la intromisión de “intereses ajenos a lo académico”, evitando que el movimiento se radicalice. ¿Pero qué tan ajena puede ser la realidad social y política del país a la universidad?
Cabría recordar las palabras de José Revueltas durante el movimiento de 1968, que entendía que el problema de la autogestión académica como “toma de conciencia” del movimiento estudiantil era en última instancia el problema de la toma de conciencia y de la crítica radical a la sociedad existente. A la antidemocracia de la universidad, que finalmente es el reflejo de la sociedad actual, el movimiento estudiantil empieza a contraponerle en acto el germen de una universidad por venir. Hace falta ver si es capaz de radicalizarla, es decir, de conquistarla en la realidad.
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