El momento actual del gobierno no puede ser calificado de forma ligera y fácil. Requiere tomar en cuenta el proceso por el cual llegó al poder y la relación que estableció con el movimiento de masas, así como las fortalezas y debilidades de su política. En este artículo profundizamos en esto, apelando a categorías marxistas como crisis orgánica y estado integral.
El 1 de julio, López Obrador presentó su informe, a tres años del tsunami electoral que lo llevó a la presidencia. Esa misma noche, en el Auditorio Nacional, líderes y referentes del Morena se reunieron a festejar –con la ausencia anunciada del presidente–, en un acto que reflejó tanto cuestionamientos internos como apoyos a posibles presidenciables.
Si el evento morenista se presentó como una conmemoración celebratoria del inicio de la Cuarta Transformación y de su arranque avasallador aquel 1 de julio, tuvo también, como telón de fondo, las pasadas elecciones del 6 de junio.
Éstas, como dijimos aquí, tuvieron un resultado contradictorio para el propio gobierno y su partido. Sin dejar de mostrar su lugar de primera fuerza –que incluyó un avance destacado en la conquista de más de una decena de estados–, evidenció también síntomas de desgaste, expresado en su caída relativa de los votos y la derrota sufrida en Ciudad de México ante el bloque opositor de derecha, que el gobierno no puede explicar a sus simpatizantes aún.
Resultado también complejo, porque el triunfo obtenido sobre una oposición que no recupera el terreno perdido en 2018, no pudo ocultar las contradicciones existentes después de tres años de mandato, en los cuales las promesas efectuadas no respondieron a las expectativas que alimentaron el fenómeno político electoral encabezado por el tabasqueño.
Veamos entonces el proceso por el cual llegó al gobierno y las fortalezas y debilidades de su política.
4T: de la crisis orgánica al ascenso al gobierno
La llegada de la Cuarta Transformación fue precedida por un largo proceso de deslegitimación de las instituciones y del marcado desprestigio de los tradicionales partidos capitalistas, el PAN, el PRI y el PRD.
En 2014, las multitudinarias movilizaciones reclamando la aparición con vida de los normalistas de Ayotzinapa, bajo la bandera de “Fue el Estado”, marcaron un antes y un después, con consecuencias realmente sísmicas para el régimen político mexicano. Se abrió lo que Antonio Gramsci definió bajo la categoría de crisis orgánica, y que planteó en estos términos:
En cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, o sea que los partidos tradicionales en aquella determinada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigen no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase … En cada país el proceso es distinto, si bien el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce ya sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grande masas (como la guerra) o porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeñoburgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución. Se habla de "crisis de autoridad" y esto precisamente es la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjunto. [1]
Las coordenadas de esta crisis orgánica nacional, que definimos tempranamente aquí y aquí, incluyeron aspectos económicos, políticos y de la lucha de clases.
La primera de ellas fue la fractura de la relación entre gobernantes y gobernados; haciendo eclosión en 2014, tuvo sus bases profundas y estructurales en la aplicación de los planes neoliberales, que generaron un repudio creciente en los años previos y un proceso largo y sostenido de deslegitimación de las instituciones democráticas y los principales partidos del régimen político. Al punto que cuatro años después los arrojó al terreno opositor y disminuyó sensiblemente su peso electoral, llegando, en el caso de la centroizquierda histórica, integrada cada vez más al régimen, al límite de la desaparición. Esta crisis trajo aparejado un proceso de politización de masas que se expresó en múltiples fenómenos políticos y de lucha de clases en esos años.
En esta dinámica, lo que planteamos antes se combinó con el tambaleo de la “gran empresa” neoliberal, organizada en torno al Tratado de Libre Comercio (TLC), el cual fue cuestionado por las políticas proteccionistas de Donald Trump, para ser finalmente renegociado y reemplazado por el nuevo Tratado México Estados Unidos Canadá (T-MEC), aún más leonino –si cabe– que el anterior, lo cual afectó negativamente el último tramo del gobierno del PRI.
Si las movilizaciones del 2014 abrieron una crisis orgánica cuyas consecuencias en 2018 fueron evidentes, no avanzaron hacia una situación abiertamente revolucionaria.
La causa de esto no debería reducirse a motivos objetivos. Residió más bien en el terreno de lo político, y en particular en la responsabilidad de las burocracias sindicales y políticas, que evitaron la irrupción generalizada de la clase trabajadora que –en alianza con el potente movimiento democrático– podría haber derrotado al odiado gobierno de Peña Nieto. A la vez, se demostró la impotencia estratégica del populismo, que movilizó a sectores de masas.
Como resultado de esto, en los años siguientes, si bien continuó presente la protesta social –como fue el caso del magisterio combativo en 2016 o de las movilizaciones contra el gasolinazo en enero de 2017– ésta no adquirió un carácter constante y generalizado.
Sobre esa base se impuso la pasivización del descontento, llevando esta crisis hacia el terreno electoral, y en particular tras la ilusión en un hipotético cambio encabezado por Andrés Manuel López Obrador.
Como decíamos pocos días después de las elecciones de 2018, en uno de los artículos mencionados previamente,
La pasivización del descontento estuvo acompañada de la expropiación de las demandas populares que fueron enarboladas por la movilización en las calles los años previos. Creció la idea de que es “desde arriba” que pueden lograrse las aspiraciones de cambio mediante la acción gubernamental de Morena.
De esta forma, una formación política relativamente nueva y de ascenso fulgurante –Morena fue fundado en 2012 y tuvo su primera participación electoral tres años después– capitalizó esta situación, conquistando una nueva hegemonía, tanto en el terreno institucional como en la relación con el movimiento de masas. Esto configuró un cambio de proporciones en el sistema político: Morena emergió como el principal partido y con un peso casi absoluto en el Congreso, los partidos opositores cayeron al punto más bajo de toda su historia, y emergió una figura presidencial predominante como no se veía desde los años dorados del priato.
Progresismo “tardío”, moderación y aspiraciones
El gobierno de AMLO surgió entonces como expresión tardía de los progresismos latinoamericanos. Como otros en la región, se caracterizó por una moderación aún más pronunciada que sus antecesores de la primera década del milenio.
En esto hay varios factores que lo explican. A diferencia de procesos previos, en México no asistimos, en el período inmediatamente anterior a las elecciones, a un ascenso generalizado de la lucha de clases. Como decíamos antes, aquel fue tempranamente mediatizado. Esto permitió un mayor margen en la agenda del candidato morenista, y particularmente, lo eximió de tener que levantar un programa más radical –ni siquiera en su campaña electoral– ni de proponer medidas que cuestionasen, siquiera parcialmente, los intereses de las grandes empresas. Esto no impidió que su retórica antineoliberal conquistase un apoyo masivo motorizado por el hartazgo con la herencia neoliberal, pero sí marcó las características de un progresismo mucho más al centro de lo que podían esperar algunos, combinado con rasgos reaccionarios y bonapartistas.
El otro elemento fue el momentum regional, muy distinto a la primera década del siglo XXI, en la cual el ascenso de los precios de las materias primas permitió a los gobiernos de la región contar con importantes ingresos de divisas y les otorgaron un buen margen y buenos niveles macroeconómicos, sin duda relativos pero también mayores que la endeblez que muestran las economías actuales.
En tercer lugar, hay que considerar la particularidad mexicana: la cercanía con los Estados Unidos y la opresión imperialista sobre la nación, manifestada en múltiples planos, que pone límites a los movimientos de “progresismo” que se mantiene en los estrechos marcos de la subordinación al vecino del norte. Desde la imposición de las políticas migratorias –que supuso la creación de una Guardia Nacional debutante contra los migrantes– a las leoninas condiciones del nuevo Tratado económico que garantizó la llamada “integración”, en términos de subordinación, a la economía de Estados Unidos, en un momento signado por las disputas geopolíticas y económicas de aquel con China.
Esto es muestra de que estamos ante una manifestación de una situación estructural, que recorrió los distintos gobiernos mexicanos y estadounidenses, pero que, por eso mismo, le impone una agenda conservadora a la 4T en un tema tan sensible e importante como la relación con Estados Unidos y la cuestión migratoria. Aunque AMLO ha marcado algunas diferencias con la Casa Blanca –como en el reciente caso de la política sobre Cuba–, no cambia sustancialmente lo que planteamos.
Estos elementos incidieron en la dinámica del progresismo lopezobradorista.
Desde su asunción, éste combinó la preservación de la propiedad privada y de los intereses de las trasnacionales, con la contención de las expectativas de las mayorías obreras y populares. Y para ello hizo gala de una retórica plagada de gestos y algunas medidas que generaron simpatía entre sectores del movimiento de masas, particularmente el aumento al salario mínimo y los planes sociales, de lo cual nos ocuparemos en los párrafos siguientes. Esto se suma a la importancia de las remesas, que implican ingresos para la subsistencia de sectores empobrecidos, y complementan los planes sociales.
También hay que considerar los intentos de reforma eléctrica y petrolera, con lo cual buscó diferenciarse del legado neoliberal y aparecer como nacionalista ante sus seguidores, así como iniciativas que buscan fortalecer su perfil “antineoliberal” como la Consulta sobre los expresidentes. Las ilusiones que generó el lopezobradorismo en amplios sectores de las masas, se fortaleció por el proceso de cooptación de líderes obreros, campesinos y sociales, que se desarrolló estos tres años y que lejos de cesar, continuó recientemente, como se expresó con la candidatura plurinominal de la abogada Susana Prieto, asesora legal del sindicato 20/32.
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Sin embargo, la orientación general del gobierno incluyó sostener, en aspectos claves, una continuidad con las administraciones anteriores.
Junto a lo que mencionamos en torno a la politica migratoria, en esto fue central mantener y profundizar la militarización. Desde la creación de la Guardia Nacional, hasta el otorgamiento de más poder a la cúpula militar, junto a medidas para recomponer la imagen de las fuerzas armadas, como la administración de hospitales, la construcción de los llamados Bancos del bienestar, y su rol en la campaña de vacunación, que complementan el discurso de que se trata de “ pueblo armado”, lo cual es destacado incluso por medios internacionales [2]. En esto, AMLO ha ido más allá de gobiernos anteriores, aunque lo haga con retórica progresista, e implica una política que busca fortalecer instituciones pilares del estado capitalista, así como representa un rasgo bonapartista ,en la medida que la fuerte figura presidencial se combina con un mayor poder castrense y una aparición pública de las Fuerzas Armadas que va más allá de la que se inauguró, en el mandato de Felipe Calderón, en torno a la guerra contra el narcotráfico.
Otra muestra de estas políticas podemos verlas en el terreno laboral. La legislación sobre el outsourcing fue anunciada como una regulación de éste. Pero la misma incluyó todos los reclamos de las cúpulas empresariales, y su significado real, más allá de las apariencias, fue la legalización de un mecanismo de precarización laboral que es central en mantener a la clase trabajadora mexicana como “mano de obra barata”, lo cual es el secreto –a voces– de la inversión extranjera en México.
Sobre la base de esta dinámica histórica y política, y de los rasgos que asumió el gobierno de AMLO, hay que explicar los elementos de conservación así como las contradicciones y desgaste que surgieron.
Planes sociales y “estado integral”
En el contexto mencionado de los límites del progresismo lopezobradorista, los programas sociales han jugado un rol fundamental para la 4T. Con un presupuesto de 300 mil millones de pesos, y sin atacar las causas estructurales de la pobreza –que implicaría cuestionar las bases del capitalismo dependiente y subordinado a EE. UU.– la política obradorista otorgó apoyos económicos, paliativos muy limitados, para distintos sectores populares, desde la población infantil hasta los adultos mayores. Esto generó entre los mismos amplia simpatía y es visto como una medida positiva por parte del gobierno. A todo esto abona la propaganda gubernamental de que el presupuesto para estos planes sería resultado de un “gobierno barato” y de la supuesta recuperación de los que gobiernos anteriores se robaron.
Sin embargo, en muchos casos, presentado bajo la fórmula de ser beneficiarios de los programas sociales, resultaron ser trabajos precarizados, sin que exista una relación laboral reconocida ni prestaciones sociales. Esta es la constante en programas orientados a la juventud, o en el caso de Sembrando vida, con apenas 5000 pesos por mes para cultivar especies frutales o maderables que demande el mercado.
El gobierno de AMLO, con muchas limitaciones, administra de esta manera la pobreza –herencia del neoliberalismo y consecuencia directa del sistema de explotación capitalista que crea un ejército de pobres en el campo y la ciudad–, esperando mantener un importante apoyo político y social, así como la estabilidad requerida por los grandes empresarios.
López Obrador ya había ensayado con éxito esta fórmula durante su período como jefe de gobierno de la Ciudad de México. La importancia de los planes sociales en el proyecto político de la Cuarta Transformación no es menor: explica en gran parte la fortaleza y el aval social logrado por AMLO desde 2018, y constituye además un mecanismo de cooptación y manejo clientelar, que se ejerce a través de representantes directos del gobierno.
Recientemente, Gabriel García Hernández quien estaba al frente de los mismos, fue sustituido por Carlos Torres Rosas –personaje cercano tanto a Alfonso Romo, nexo de AMLO con el empresariado, como al hijo del presidente– quien hasta pocas semanas atrás era Secretario Técnico de la Presidencia. La sustitución no es solo un cambio de figuras: la mencionada Secretaría se fusiona con la Coordinación de Atención a los Programas de Bienestar en los estados, y surge una nueva oficina de Programas de Desarrollo. Esta estará aún más cercana del control presidencial, y se dirigirá directamente a los 32 superdelegados estatales, que actúan en paralelo a las administraciones en los estados.
Este movimiento político es también resultado de los resultados del 6 de junio: el gobierno quiere evitar nuevos traspiés –como el que sufrió Morena en la capital del país– y afianzar el control sobre los programas sociales para garantizar una base de apoyo electoral las elecciones estatales del 2022 y las presidenciales del 2024, e iniciativas como la consulta por la revocación de mandato presidencial.
La política de AMLO no es nueva, más allá que por su extensión, amplitud y su asociación a un pretendido cambio, genera simpatías genuinas entre amplios sectores.
El estado mexicano, bajo gobiernos priistas y panistas, desplegó históricamente distintos mecanismos de asistencia social en las décadas previas, cuyo principal objetivo era también de corte clientelar, así como controlar el potencial descontento en sectores populares y de la propia clase trabajadora.
Resulta sugerente pensar esto bajo la categoría gramsciana de “estado integral”, que el marxista sardo puso en juego para pensar la emergencia de “estructuras masivas” de las sociedades modernas. Él afirmaba que
La técnica política moderna ha cambiado por completo luego de 1848, luego de la expansión del parlamentarismo, del régimen de asociación sindical o de partido de la formación de vastas burocracias estatales y “privadas” (político-privadas, de partido y sindicales) y las transformaciones producidas en la organización de la policía en sentido amplio, o sea, no solo del servicio estatal destinado a la represión de la delincuencia, sino también del conjunto de las fuerzas organizadas del Estado y de los particulares para tutelar el dominio político y económico de las clases dirigentes. [3].
Gramsci apunta a que la construcción de control y hegemonía sobre las masas populares se ejerce mediante distintos mecanismos sostenidos por burocracias estatales y privadas. En el degradado capitalismo semicolonial mexicano, donde el desarrollo de la clase trabajadora se articula con vastos sectores de la población urbana y rural hundidas en la pobreza –lo cual incluye a un amplio sector del proletariado cuyo salario no le alcanza para subsistir, así como el numeroso espectro de la población ubicada en lo que se denomina “empleo informal” – los programas sociales juegan ese rol. Pueden ser concesiones que se implementan para contener el descontento con las consecuencias del capitalismo, y a la par le dan al estado la posibilidad de fortalecer su hegemonía sobre las masas populares, y a los gobiernos en turno, como el de AMLO, de ampliar su base de apoyo.
Esto se combina, indudablemente, con el rol que asumen las direcciones sindicales en relación con el movimiento obrero, al actuar como correa de transmisión del “dominio político y económico de las clases dirigentes” (Gramsci). Cuestión esta que es también de indudable importancia para el proyecto de la Cuarta Transformación, que ha buscado ampliar su control sobre el movimiento obrero, combinando la simpatía que puede generar medidas como el salario mínimo y el cuestionamiento a líderes charros en determinados sindicatos, con el accionar de organizaciones como la CATEM o el propio senador Napoleón Gomez Urrutia, orgánicamente vinculadas a Morena. Esto además de la tregua de hecho con su gobierno que hoy existe por parte de las direcciones de las centrales sindicales que se reclaman democráticas, como la Unión Nacional de Trabajadores y la Nueva Central de Trabajadores.
En 1961, José Revueltas, hablando de la relación entre el partido de gobierno, las organizaciones obreras y campesinas y el Estado, decía:
El partido de la burguesía nacional funciona como una especie de extensión social del estado, que de este modo hace penetrar sus filamentos organizativos hasta las capas más hondas de la población e impide con ello una concurrencia política de clase. [4]
Aunque el estado posrevolucionario tuvo características distintas al momento actual, el proyecto de la 4T, tanto por la vía de los programas sociales como de la subordinación de las organizaciones obreras, busca también afianzar su hegemonía y evitar que se desarrolle una perspectiva independiente por parte del movimiento obrero y popular.
Desgaste del progresismo, e izquierda independiente y socialista
La llamada política social del gobierno es uno de los factores centrales que le permitió a éste afrontar – sin que su popularidad cayera de manera notoria o estrepitosa– la crisis económica y sanitaria y los costos de la política que llevó adelante.
Los elementos de continuidad conservadora se acrecentaron durante la pandemia: el incremento al salario mínimo estuvo lejos de compensar la pérdida de alrededor de 15 millones de puestos de trabajo, entre los despidos y el retroceso en el sector informal. Los apuros gubernamentales por reabrir la economía, en función de las necesidades de las transnacionales, acrecentaron el golpe de la pandemia sobre las filas de las grandes mayorías obreras y populares, aunado a una insuficiente campaña de prevención y luego de vacunación, la cual se aceleró con claro interés electoral en las cercanías del 6 de junio. También se mostró la cerrazón frente a conflictos obreros y populares –como el caso de la huelga del Sutnotimex, donde evidenció su política antiobrera– y la ofensiva escandalosa sobre el magisterio, para que acepte volver a clases presenciales sin condiciones realmente seguras.
Si las políticas sociales ayudaron al gobierno a mantener mucho del apoyo obtenido en 2018, aspectos como los que planteamos en el párrafo previo, permiten entender los elementos de desgaste que mencionamos al inicio. Los mismos se expresaron, en cierta manera, en los resultados electorales; y señalan que, aunque el Morena sigue siendo la principal fuerza política, no genera el entusiasmo que vimos hace tres años, cuando se dio una verdadera “luna de miel” entre el tabasqueño y el movimiento de masas.
Si la llegada de AMLO estuvo motorizada por enormes aspiraciones sociales que mantenga su fortaleza depende de que preserve la confianza obrera y popular de que resolverá las demandas largamente postergadas durante los gobiernos neoliberales, lo cual no ha hecho.
Evidentemente, la administración de la pobreza, mediante los planes sociales, no alcanza para ello, como se evidenció en el sintomático desgaste que mencionamos y que afectó fundamentalmente, hasta ahora, a sectores de la juventud y del movimiento de mujeres, uno de los actores políticos fundamentales en los últimos años en el país [5].
Las contradicciones estructurales son profundas en México, la política de los grandes empresarios y las transnacionales, así como del propio gobierno, pueden empujar nuevos conflictos de clase.
La politización que llevó en los años previos a la fractura de la relación de sectores de masas con los partidos tradicionales, puede alimentar, en el futuro, cuestionamientos y rupturas por izquierda con la 4T.
Sin duda, nuestro país no está aislado: es parte de una región donde, mientras vemos nuevos intentos de Estados Unidos por fortalecer su hegemonía, asistimos a un proceso de rebeliones y revueltas que indica un ascenso de la lucha de clases, que puede impactar en la conciencia y en la acción de sectores en nuestro país.
Para esta situación y sus posibilidades hay que prepararse. Eso requiere una izquierda dinámica y con iniciativa, que se vincule a los sectores más avanzados de los explotados y oprimidos. Pero exige también que se mantenga una postura claramente anticapitalista e independiente, tanto de la derecha como del gobierno, alertando en particular contra las políticas que pretenden subordinar a las masas obreras y populares. Necesitamos, y es por lo que luchamos, una izquierda que apueste a construir una fuerza política de los trabajadores, las mujeres y la juventud combativa, un verdadero partido socialista, revolucionario, internacionalista y antiimperialista.
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