Un ejemplo dramático del impacto de la gentrificación y la desigualdad entre los más pobres en la capital del país.
Nancy Cázares @nancynan.cazares
Jueves 19 de noviembre de 2020
Twitter @ErikaContrera
Se cumple más de un mes desde que integrantes de la comunidad otomí tomaron las instalaciones del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, en la Ciudad de México. Se trata de más de 120 familias, la mayoría mujeres y niños que exigen una mesa de diálogo con la jefa de Gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum, así como con el presidente del INPI, Adelfo Regino Montes. Un ejemplo dramático del impacto de la gentrificación y la desigualdad entre los más pobres en la capital del país.
Se trata de un conflicto en donde interviene capital inmobiliario, que busca construir departamentos en predios habitados por una comunidad otomí en el corazón de la Ciudad de México. Según reportan medios como Sin Embargo, se trata principalmente de otomíes originarios de una comunidad del estado de Querétaro que llevan ocupando terrenos baldíos e inmuebles abandonadas en la Ciudad desde el año 2000, cuando Andrés Manuel López Obrador era jefe de gobierno del entonces Distrito Federal.
En conferencia de prensa, ocupantes del INPI urgieron la conformación de una comisión federal para resolver el conflicto. Denuncian, además, incongruencia entre el discurso de las autoridades capitalinas y sus propuestas para la población otomí, mismas que han sido rechazadas por ésta por "inaceptable".
Este conflicto data desde 2017, después del sismo cuando familias fueron desalojadas de las casas en ruinas que habitaban y forzadas a vivir en carpas improvisadas en las calles. Tuvo uno de sus momentos más tensos en septiembre de 2018 y en agosto pasado, cuando elementos de seguridad capitalinos acudieron para reprimirlos con gases y toletes. El hostigamiento, sin embargo, ha sido constante entre alertas de desalojo y promesas sin cumplir a lo largo de los años.
La crisis sanitaria agravó la situación de riesgo en que ya de por sí se encuentran estas familias. No sólo por la exposición, sino por la falta de servicios esenciales como acceso a agua potable, mismo que les fue negado por autoridades de la alcaldía Benito Juárez, actualmente regida por el PAN. Éstas clausuraron la única fuente de agua cercana que abastecía a esta comunidad, según relata Mercedes Matz para Somos el Medio en una nota sobre el tema de principios de año.
A esta encrucijada se sumaron las medidas emprendidas por autoridades del PRD de la alcaldía Coyoacán y en todo el Centro Histórico en contra del comercio ambulante con la excusa de la pandemia. Esta actividad, que emplea a decenas de miles en la capital y que representa la única fuente de ingresos para la comunidad otomí pasó a estar proscrita. Sin acceso a derechos como la vivienda y el trabajo dignos.
Este tipo de políticas en realidad representan un barrido gentrificador y antipobres, considerando que no ofrecen ninguna alternativa a quienes resultan afectados en sus ingresos. Por el contrario, significó un golpe más que sacudió la precaria situación de quienes, desesperados y bajo amenaza de ser remitidos a juzgados cívicos por salir a buscar el sustento, finalmente tomaron el INPI a mediados de octubre pasado.
La situación en la que décadas de abandono, discriminación, despojo y pauperización han dejado a comunidades indígenas como la otomí, triqui y la mazahua, revela el verdadero carácter de un Estado que se precia no sólo de respetar y garantizar los derechos humanos, sino que también asegura que tiene una buena relación con los pueblos indígenas del país (recuérdese el acto simbólico en el Zócalo en donde AMLO recibió el reconocimiento de algunos sectores de la basta población indígena y perteneciente a pueblos originarios).
En la Ciudad de México radican al menos 785 mil personas que se consideran indígenas. La población otomí que habla su lengua representa el 10.6%.
"Para quedarse en casa, hay que tener una": ¡Vivienda y trabajo dignos para todos!
Esta buena voluntad, en todo caso, ha sido muy mal correspondida. No hace falta sino mirar la lista de defensores de la tierra y los recursos asesinados durante la 4T para notar que en su mayoría son indígenas. Si miramos la lista de muertos por las recientes lluvias en el sureste del país, veremos que está encabezada por indígenas chontales, tzotziles y de otros pueblos arrasados no por la lluvia, sino por un Estado criminal que durante décadas ha marginado y desplazado a las comunidades hasta lugares inhóspitos y situaciones de riesgo, siempre en un contexto de pobreza, desigualdad e injusticia.
Ahora se encuentra en el centro de la polémica la construcción del Tren Maya, que augura afectaciones a las poblaciones mayoritariamente indígenas de la región, pero no es éste el único megaproyecto que ha arrasado o que arrasará con esta población en todo el país. De Zacatecas a Sonora, de Puebla a Yucatán, minerías, gasoductos, presas, autopistas se edifican a costa de la devastación y el despojo. En ciudades como la Ciudad de México son los proyectos inmobiliarios los que amenazan con devorar y expulsar de la capital todo lo que no sirva a sus planes, comunidades enteras, por ejemplo.
"Para las autoridades no existen", dicen Javier Hernández y Carlos Acuña en su artículo sobre el caso de la población otomí en la Ciudad de México para "Corriente Alterna", de la UNAM. "Ni siquiera fueron censados por el Inegi en su más reciente conteo poblacional", explican.
No sólo la población indígena enfrenta esta situación de abandono e indiferencia por parte de autoridades locales. La Ciudad de México ostenta el título de la entidad con la mayor cantidad de personas habitando cuevas, tubos de drenaje, registros de servicios, puentes o instalaciones como tiendas de campaña, con al menos mil 500 personas hasta 2018 según datos reunidos por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), citados por Hernández y Acuña.
No basta con ofrecer estadías temporales en albergues que sostendrán las condiciones de hacinamiento. "Apoyos" como el ofrecido por la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes, de entre mil 500 y 3 mil pesos que no bastan para satisfacer las necesidades de una familia de varios integrantes en medio de una crisis sanitaria que les impide salir a trabajar por varios meses.
La privatización de la vivienda y de servicios elementales como la salud y la educación han derivado en escenarios en donde la exigencia debe ser vivienda digna y suficiente para todas y todos. Ante la precarización de la vida, el trabajo debe ser repartido entre todas las manos disponibles, con salarios que se adecúen al costo de la canasta básica y pleno acceso a derechos como el seguro social. Sólo esas podrán ser las bases de un verdadero cambio en las condiciones de vida de las poblaciones más vulnerables, así como en la preservación de la diversidad cultural y sus representantes.
Con información de Somos el medio, La Jornada, Cultura UNAM, Sin Embargo