A 70 años de su nacimiento, un repaso por las influencias artísticas, ideológicas y estéticas de alguien que fue mucho más que un simple cantante de rock.
Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola
Sábado 23 de octubre de 2021 00:00
“Pocas veces escuché o leí declaraciones que hablen de Federico desde el lugar más profundo de su vida, de sus proyecciones en constante movimiento y desarrollo. Siempre percibí que veían o puntualizaban los distintos matices de su vida en forma separada y observando tal o cual faceta como rasgo distintivo, atribuyéndole cuestiones que podían ser claras, o simplemente deducciones que cada uno hacía en base a su imaginación o identificación”. En la biografía publicada por los periodistas Guillermo Pintos y Sebastián Ramos en 2018, Julio Moura disonaba con los otros testimonios de ese -valioso- retrato coral a partir de una observación atendible: el abordaje de la figura de su hermano generalmente caía en una desfragmentación que volvía incompleta la semblanza.
El repaso por la obra (y la impronta) de Federico Moura es un fetiche para un amplio abanico que va de críticos musicales hasta doctorandos de becas. El motivo es tan obvio como tentador: su multiplicidad de versiones más allá de los hits alienta numerosos enfoques. Su particular forma de cantar, el carisma y magnetismo sobre el escenario, su sexualidad como campo de batalla artístico-ideológica, la avidez por los viajes o su incorrección política durante la Dictadura y la primavera democrática son todos campos válidos para su estudio. En una época donde mutaban tanto los modos culturales como las narrativas sociales, Federico parecía estar siempre un paso más allá. Por eso es que su prematura muerte dejó en el ideario la imagen de un tipo eternamente vanguardista y moderno. Y su música —a pesar de la aparición de sucesivas expresiones innovadoras— envejeció con jovialidad: nadie puede dudar que gemas como “Sin disfraz” parecen escritas y compuestas hace quince minutos.
Sin embargo, esta desfragmentación a veces tiene una trampa: indagarlo desde un rasgo puntual despoja a su figura del complejo contexto en el que se crió como persona, como artista y -esencialmente- como un constante buscador. Antes de Virus fue bajista de Dulcemembriyo, banda pionera del rock platense, estudió Arquitectura, jugó de medio scrum La Plata Rugby Club, militó un breve tiempo en el Partido Humanista, hizo varios viajes a Europa y Estados Unidos, experimentó en el mundo textil con sus propias marcas y tiendas de ropa (primero Limbo, luego Mambo), sufrió la detención-desaparición de su hermano Jorge Moura y también curtió Brasil. Cuando Julio y Marcelo fueron a buscarlo a Río de Janeiro para dar inicio a Virus, Federico ya bordeaba los 30 años.
El primer viaje a Europa lo hizo en barco, con el dinero que había cobrado por tocar junto a Dulcemembriyo en Bolivia. Tenía entonces 20 años, acababa de abandonar la carrera de Arquitectura en la Universidad Nacional de La Plata y trabajó de distintas cosas para alargar la estadía todo lo posible (fue, por ejemplo, lavacopas en Londres). Y el segundo periplo, ya a fines de la década del ’70, le sirvió para ver en vivo a bandas que en Argentina no se conocían más que por discos. “A través de algunos amigos me hizo llegar desde allá algunos vinilos”, recuerda Julio Moura, hermano y su principal socio compositivo en la era Virus. “El que más recuerdo era una especie de inédito que de un lado tenía canciones de Jimi Hendrix, y del otro a The Who. ¡Una locura! Porque los temas de Hendrix, por ejemplo, no estaban en otros discos. Él laburaba allá, y con lo que ganaba, se iba a ver a los Rolling Stones, a Traffic, a Jethro Tull. Y desde antes ya escuchaba cosas que iban de Deep Purple hasta Ney Matogrosso”.
Como es natural imaginar, un tipo tan influyente como fue (¡y es!) Federico Moura, también resultó ser muy influenciado. Era una verdadera esponja que estaba alerta de numerosas curiosidades, aunque todas ellas encontraran finalmente en la música el formato más adecuado para canalizarlas.
Sus objetivos artísticos iban incluso más allá de lo que él y sus compañeros podían generar. Por ese motivo es que estableció varias alianzas que contribuyeron a darle más profundidad de campo a su obra. Probablemente, la más trascendental de todas ellas haya sido la que trabó con el sociólogo y artista conceptual Roberto Jacoby, con quien escribió a cuatro manos gran parte de las canciones de Virus.
A Jacoby lo había conocido por medio del artista Daniel Melgarejo, creador de la entrañable tapa de Locura, el disco más exitoso de Virus, tan lleno de hits conocidos como de señales poco divulgadas. Una de ellas, por ejemplo, es la propia imagen de la portada: dos rostros acercándose con cierta tensión sexual que nunca supimos si se trataban de un hombre y una mujer, dos hombres o dos mujeres. Recién semanas atrás se supo la verdad: lo que Melgarejo dibujó fue a una sola mujer mirándose en un espejo, inspirado en la letra de “Tomo lo que encuentro” (“tu beso en el vidrio / dejó marcado el rouge”).
El recurso humano extramusical del que se valió Virus a instancias de Federico incluyó a protagonistas fundamentales para el despliegue artístico de la banda, aunque no se vieran sobre el escenario. El primero de ellos fue el actor y director Lorenzo Quinteros, quien introdujo las primeras puestas en escena y performances en vivo, como los pilotines de nylon tirados al público como respuesta irónica a la caracterización peyorativa de “banda plástica”. Fue pocos días después del fin de la guerra de Malvinas, en un recital casi punk en el Teatro Olimpia donde la gente se sube al escenario, uno toma el micrófono y otro se tira al público haciendo mosh.
Por esa época también hacía performances Jean Francoise Casanova, el recordado líder del Grupo Caviar. Pero después el equipo de trabajo se amplió y consolidó con la vestuarista Adriana San Román, el estilista Cyril Blaise y el fotógrafo Marcelo Zappoli. En una entrevista para la revista Canta Rock a mediados de 1985, Federico reconocía que todo eso lo había aprendido de sus viajes a Europa, donde observó cosas impensadas para la forma en a que se concebía la factura del rock en Argentina: “Esa cosa meticulosa que tienen los pintores, los escenógrafos, la gente que hace vestuarios para teatro; ese cuidado por los detalles me enseñó mucho. El rock, en ese sentido, era medio chanta en esa época”.
Moura era una rara avis: su desembarco en las grandes salas de Buenos Aires lo exhibían como un hombre de mundo. Un tipo de todos lados. Aunque nunca porteñizado (a pesar de que eligió Buenos Aires como residencia de su época profesional, y a San Telmo como su barrio final). Indudablemente su crianza en la zona de casas quintas de City Bell, al norte del cuadrado fundacional de La Plata, contrastaba con el perfil capitalino de calles grises, amontonamiento de edificios, gentrificación y moles de cemento. El entorno agreste y amplio, el verde de su lugar de crianza y la luz del sol lo convertían en un tipo que habitaba tanto la noche como el día. No por nada su última trinchera de reclusión artística (donde craneó Superficies de placer y también se enteró de que era portador del VIH) fue Río de Janeiro, una ciudad viva desde la mañana a la madrugada.
Y, no por nada, las últimas canciones que grabó demostraron que su búsqueda no se detuvo ni siquiera en sus horas finales: junto a Daniel Sbarra —amigo platense de toda la vida y compañero tanto en Dulcemembriyo como en Virus— participó en Grito en el cielo, disco que la folclorista Leda Vadallares publicó en 1989, ya con Federico ausente. No fue el rock ni el pop, sino una vidala y una tonada (“Me dicen el tonto” y “En Atamisqui”) las que acompasaron el último registro de Moura.