El sábado 2 de noviembre se inauguró el encuentro de artes escénicas "Teatro, Memoria y Derechos Humanos" en el sitio de memoria La Providencia. Como público, quisiera permitirme escribir algunos comentarios, impresiones y reflexiones sobre la obra.
Miércoles 6 de noviembre
Lo hago desde mi mirada, la de un hombre cis tratando de despatriarcalizar su consciencia. Esto no es una crítica formal, ya que la vi solo una vez y, aunque me encanta el teatro, no soy un experto. Más bien, es una crónica de lo que fue presenciar esta obra en un sitio de memoria, con los pacos vigilando desde sus camarotes, en la mitad del lugar, que aún pertenece al cuerpo represivo del Estado.
Como la dictadura.
Peor que la dictadura.
Porque la dictadura pasa,
Y viene la democracia,
Y detrás de ella, el socialismo.
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros, compañero?
Pedro Lemebel
"Si la personalidad humana no adquiere toda su fuerza, toda su potencia, entre las cuales lo lúdico y lo erótico son pulsaciones fundamentales, ninguna revolución va a cumplir su camino."
Julio Cortázar
Una época no exenta de contradicciones. Así lo expresó el director, al hablar de cómo la obra Yeguas sueltas visibiliza una batalla ignorada en el inmenso proceso de lucha de los 70 en nuestro país. Los procesos de lucha de clases son siempre momentos en los que las conciencias de las masas logran dar saltos insospechados, pese a quien se oponga, y concentrados en breves lapsos de tiempo.
Con una hermosa y poderosa escena de una mujer trans desnuda ondeando una bandera negra mientras la lluvia moja su cuerpo, la puesta en escena logra revolucionarlo todo. El contraste entre la fragilidad que las chicas habían mostrado antes de esta escena y la fuerza que exhibe este salto de conciencia hacia la acción de masas, el apoyo mutuo, la reivindicación y la exigencia de ser parte de la revolución me parece fascinante.
Sin embargo, la izquierda chilena de la época, conservadora, nacionalista, machista y adaptada al régimen, no pudo tomar las banderas de las disidencias como propias.
No había espacio en la Unidad Popular para tales reivindicaciones. Pese a que la revolución bolchevique había logrado la despenalización de la homosexualidad. La deformación burocrática del Estado soviético con Stalin a la cabeza reinstauró las leyes que penalizaban la homosexualidad. Siguiendo esta misma línea Fidel Castro implementó una política represiva contra los homosexuales, enviándolos a campos de trabajo forzado que, en la práctica, eran campos de reeducación.
Esta era la tradición de la época en la que esta situada la obra. Es la misma tradición que Lemebel cuestionó tantas veces. Sin embargo, las convulsiones políticas y sociales de los 60 despertaron en los sectores disidentes una necesidad de luchar.
Las chicas en la obra tienen una discusión reveladora, tan vigente hoy en día cuando vemos que los retrocesos y las derrotas han hecho que aún haya voces moderadas dentro de los movimientos por los derechos LGBTQ+. El personaje que impulsa y organiza la marcha debe enfrentar las aprensiones de las demás muchachas. El miedo a que la marcha desate algo peor, peor que la violencia que ya vivían, las hace coquetear con la idea de que es mejor quedarse piolas, soportando en silencio.
Pero una cosa es clara: su silencio no ha hecho más que permitir y naturalizar la violencia a su alrededor. Para ellas, luchar es un camino inevitable. Combatir o terminar muertas por las golpizas y vejámenes de la policía o de cualquier otro monstruo homofóbico que encuentre su oportunidad. Decidirse a luchar las une y las empodera, transformando la contención y la ternura con la que se cuidaban en una fuerza amplificada por la intención de cambiarlo todo.
Es bello transitar junto a las chicas este salto en la conciencia. Pasar de su refugio, construido con ternura melancólica, a la toma de las calles, fortalecidas por la complicidad y la rabia. La música, la ropa, el alcohol son parte del techo que cobija sus sueños y deseos, pero ese sitio feliz y frágil pronto las lleva a tomarse las calles. Unidas por la ternura y la rabia, amplifican sus voces. Divinas salen a la calle, y la complicidad entre los personajes y las fotos reales de la marcha proyectadas en escena despierta una emoción que solo la lucha es capaz de provocar.
La revolución debería liberar la vida de toda opresión y violencia, permitiéndonos disfrutarla al máximo. Este deseo revolucionario es aún más fuerte cuando lo que está en juego es la reivindicación de existir.
Durante toda la obra, se siente el conflicto de querer ser, de poder ser sin miedo. Las chicas se enorgullecen de no estar encerradas en un closet, de expresar su identidad tal como la sienten, enfrentando constantemente las reacciones negativas del entorno. Pero ellas resisten, persisten en existir, hasta que la dictadura aplasta cada una de las libertades que habían conquistado.
Un símbolo poderoso en la obra es el cabello. Tanto al principio como al final, el cabello representa la libertad de expresar la identidad. Es tan fuerte que, al cortarlo, se siente la mutilación física y emocional que sufren cuando las obligan a adaptarse a la norma. La sociedad usa su violencia sistemática, ejercida por el Estado, la Iglesia, la policía y la familia, para sumergir a los personajes en una espesa soledad, donde el amor y el placer son fantasmas que apenas se asoman entre los acontecimientos.
La obra logra conjugar esta dinámica de construcción de un refugio entre las chicas, la fragilidad de patinar en las calles para sobrevivir y la violencia social y estatal que las rodea. El amor es un fantasma porque nunca termina de existir fuera del deseo. De aquí surge la poderosa reivindicación de existir también como un combate contra la opresión que no les permite amar libremente.
Al final de la obra, llega la dictadura. La irrupción de una burguesía cargada de odio, armada y dispuesta a asesinar de las formas más inhumanas imaginables. Las chicas presienten lo que está ocurriendo; mientras escuchan la radio, sienten que algo grande está por suceder. El golpe militar anuncia el ascenso de los estandartes de la "moral y las buenas costumbres", y con esto, el asesinato cruel y sistemático de todo lo que se atreva a oponerse a la norma cívico-militar. Nuevamente, el acto simbólico de cortarse el pelo se convierte en una forma de autocensura para sobrevivir.
Las noticias sobre las compañeras que murieron en las redadas de las fuerzas armadas cubren todo con un manto de impotencia. El público siente un anhelo por retroceder en el tiempo, por recomponer lo despedazado, salvar a las caídas, advertirles de lo que se avecinaba. Pero la historia nos arrastra con su gravedad hacia el presente. No estamos solos; tres de las chicas que inspiraron la obra lograron sobrevivir y hoy son capaces de contar su historia.
De hecho, la obra comenzó con el hermoso espectáculo protagonizado por quien fue la guardiana de los acontecimientos que inspiraron Yeguas Sueltas, un testimonio vivo de la valiente marcha de las disidencias en Santiago en 1973. La mujer que vimos en el escenario, cautivándonos con su baile y su traje de española, tenía apenas 15 años en aquella época. Este detalle le otorga al final de la obra un significado aún más profundo e impactante. Es una memoria viva que sigue luchando y resistiendo, que no quedó atrapada en el derrotismo ni en el inmenso trauma que dejó el terrorismo de Estado en Chile.
En resumen, creo que la obra revoluciona al espectador, porque las escenas están cargadas de un dolor tan profundo que solo puede ser bello por formar parte de algo mucho más grande: la lucha por existir y resistir frente a una sociedad opresora.
Creo firmemente desde mi militancia que una izquierda distinta es posible. Que los sectores oprimidos y explotados deben tomar en sus manos estas discusiones y desarrollar plenamente un proyecto político que se proponga destruir el estado capitalista y al mismo tiempo librarnos de todos los rasgos culturales que este sistema reproduce en nosotros.